4 Una ciudad como Swindon

FORMBY NIEGA A KAINE

El presidente-de-por-vida Formby vetó ayer, durante uno de los intercambios más violentos que ha presenciado esta nación, el intento del canciller Kaine de convertirse en dictador de Inglaterra. El Parlamento ya ha aprobado la Ley de Poderes Ejecutivos Totales de Kaine, que sólo precisa la firma presidencial para entrar en vigor. El presidente Formby, hablando desde el palacio presidencial, en Wigan, dijo a la prensa: «¡No permitiría que un ****** como ése administrase un quiosco de prensa y menos aún un país!» El canciller Kaine, enfurecido por el comentario del presidente, declaró que Formby «es demasiado viejo para tomar decisiones sobre el futuro del país, está muy alejado de la sociedad y es mal cantante». Tuvo que retractarse de esta última afirmación debido a las grandes protestas públicas.

The Toad, 13 de julio de 1988

Por la mañana tras La hora de esquivar las preguntas había dormido fatal y me había despertado antes que Friday, lo que era raro. Miré al techo y pensé en Kaine. Tendría que asistir a su siguiente acto público antes de que descubriese lo de mi regreso. Estaba pensando en por qué motivo Joffy y yo casi nos habíamos quedado atrapados en el circo de Yorrick cuando Friday despertó y parpadeó mirándome en plan desayuno. Me vestí a toda prisa y bajamos.

—Bienvenidos a El desayuno de Swindon con Toad —anunciaba el presentador de televisión cuando entramos—. Soy Warwick Fridge y me acompaña la encantadora Leigh Onzolent…

—Hola…

—… para ofrecerles dos horas de noticias, opiniones, diversión y concursos para empezar el día. Desayuno con Toad está patrocinado por Picaportes Arkwright, los mejores complementos para puertas de Wessex.

Warwick se volvió hacia Leigh, que tenía un aspecto demasiado glamuroso para ser las ocho de la mañana. Sonrió y dijo:

—Esta mañana hablaremos con el capitán de cróquet Roger Kapok sobre las posibilidades de Swindon en la Superhoop 88, y también con un hombre que afirma haber visto unicornios durante una experiencia cercana a la muerte. El sanador de dodos de Network Toad estará aquí para tratar acerca de los problemas psiquiátricos de sus mascotas y nuestra lectura de Otelo al revés llega a los cuartos de final. Más tarde hablaremos con el señor Joffy Next sobre la potencial resurrección mañana de san Zvlkx, pero antes las noticias. El presidente de Goliath ha anunciado objetivos de contrición que deben alcanzarse en un periodo…

—Buenos días, hija —dijo mi madre, entrando en la cocina—. Creía que eras de las que se levantan tarde.

—No era madrugadora hasta que nació el crío —respondí, señalando a Friday, que miraba expectante las gachas—. Si hay algo que se le da bien es comer.

—Era lo que tú hacías mejor a su edad. Oh —añadió mi madre despistada—, tengo que darte una cosa.

Corrió a su dormitorio y volvió con un montón de papeles de aspecto más que oficial.

—El señor Hicks los dejó para ti.

Braxton Hicks era mi antiguo jefe en OpEspec de Swindon. Me había ido sin avisar y, por el aspecto de su misiva, no le había sentado muy bien. Me había degradado a «detective analítico literario» y en la carta me exigía la devolución de la pistola y la placa. El segundo documento era una orden de arresto por una acusación falsa de posesión ilegal de una pequeña cantidad de queso de contrabando.

—¿El queso sigue caro? —le pregunté a mi madre.

—¡Es un robo! —musitó—. Tiene un gravamen del quinientos por ciento. Y no sólo el queso. El impuesto ahora afecta a todos los productos lácteos… incluso el yogurt.

Suspiré. Probablemente tuviese que ir a OpEspec a dar explicaciones. Podía pedir perdón, ir al estresexpertos y decir que padecía estrés postraumático, Xplkquilkiccasia o algo similar, y pedir la reincorporación a mi antiguo puesto. Quizá si me entrenaba con el hierro nueve podría hacerle un swing a mi jefe obseso del golf. Fuera de OpEspec no era un buen lugar en el que estar si pretendía cazar a Yorrick Kaine o convencer a la CronoGuardia de que me devolviese a mi esposo; me vendría bien tener acceso a todas las operaciones especiales y a las bases de datos policiales.

Repasé los papeles. Aparentemente me habían declarado culpable de la infracción por el queso y me habían multado con 5.000 libras más castos.

—¿Lo has pagado? —le pregunté a mi madre, mostrándole el requerimiento judicial.

—Sí.

—Entonces tengo que devolvértelo.

—No hace falta —respondió, añadiendo antes de que pudiese darle las gracias—: Lo pagué con tu margen de descubierto… descubierto que ahora es bastante considerable.

—Qué… considerado por tu parte.

—No tienes que agradecérmelo. ¿Bacon y huevos?

—Por favor.

—En marcha. ¿Recoges la leche?

Fui a la puerta principal a recoger la leche y, al inclinarme, oí el silbido de una bala pasando junto a mi oreja y el impacto cuando dio en el marco de la puerta. Estaba a punto de cerrarla de golpe y sacar la automática cuando una quietud inexplicable se apoderó de la escena, como una calma chicha súbita. Sobre mi cabeza una paloma se había congelado en el aire, con las alas extendidas hacia abajo. En la carretera, un motorista se mantenía en un equilibrio imposible, completamente quieto, y los transeúntes permanecían tan rígidos e inmóviles como estatuas… incluso Pickwick se había detenido en su paseo. El tiempo, al menos momentáneamente, se había congelado. Sólo conocía a una persona con cara suficiente para detener el tiempo de esa forma: mi padre. La pregunta era: ¿dónde estaba?

Miré a un lado y al otro de la calle. Nada. Ya que estaban a punto de asesinarme, pensé que me convenía saber quién iba a hacerlo, así que recorrí el sendero del jardín y crucé la calle hasta el callejón donde De Floss se había ocultado tan mal el día anterior. Fue allí donde encontré a mi padre con una rubia muy guapa de no más de metro y medio que se había quedado congelada en el proceso de desmontar un rifle de francotirador. Probablemente no había cumplido todavía los treinta y llevaba el pelo recogido en una coleta con un coletero de flores. Observé con cierta diversión producto del distanciamiento que tenía un amuleto de la suerte en la guarda del gatillo y la culata forrada de pelo de peluche rosa. Papá parecía más joven que yo, pero le reconocí al instante. La extraña naturaleza de los asuntos del tiempo tendía a hacer que las vidas de los agentes no fuesen lineales… Cada vez que veía a papá tenía una edad diferente.

—Hola papá.

—Tenías razón —dijo, comparando los rasgos congelados de la mujer con una serie de fotografías—. Es una asesina, efectivamente.

—¡Dejemos eso ahora! —grité con alegría—. ¿Cómo estás? ¡Hace años que no te veo!

Se volvió y me miró.

—¡Querida, hemos hablado hace unas horas!

—No.

—Sí, en serio.

—Que no.

Me observó un momento, miró su reloj, lo agitó y prestó atención al sonido, para luego volver a agitarlo.

—Toma —dije, pasándole el cronógrafo que llevaba yo—, ten el mío.

—Muy bonito… gracias. ¡Ah! Corrijo. Ha sido dentro de tres horas a partir de ahora. Es un error fácil de cometer. ¿Has llegado a alguna conclusión sobre el asunto que comentamos?

—No, papá —dije exasperada—, todavía no ha sucedido, ¿recuerdas?

—Tú siempre tan lineal —musitó, poniéndose de nuevo a comparar las fotografías con la asesina—. Creo que deberías intentar ampliar horizontes un poco… ¡Premio!

Había encontrado la fotografía de mi asesina y leyó lo que ponía en el dorso.

—Asesina muy cara que trabaja en la zona de Wiltshire-Oxford. Parece pequeña y pizpireta pero es tan letal como cualquiera. Usa el nombre de Revendedora —hizo una pausa—. Reventadora sonaría mejor, ¿no?

—Pero he oído que la Revendedora es tremendamente letal —comenté—. Un contrato con ella y puedes darte por más muerto que la pana.

—Yo también lo he oído —respondió mi padre pensativo—. Sesenta y siete víctimas; sesenta y ocho si fue ella la que se ocupó de Samuel Pring. Su intención ha debido ser fallar. Es la única explicación. En cualquier caso, su verdadero nombre es Cindy Stoker.

Eso no me lo esperaba. Cindy estaba casada con Spike Stoker, un agente de OE-17 con el que había trabajado en un par de ocasiones. Incluso le había aconsejado cómo contarle a Cindy que se ganaba la vida cazando hombres lobo… que no era la profesión más atractiva para un posible marido.

—¿Cindy es mi asesina? ¿Cindy es la Revendedora?

—¿La conoces?

—Sé de ella. Es la esposa de un buen amigo.

—Bien, no te encariñes demasiado. Intenta matarte, y falla, en tres ocasiones. La segunda vez con una bomba lapa en el coche, el lunes, la siguiente el viernes, a las once de la mañana… pero falla y tú, al final, escoges que ella muera. No debería contártelo, pero como ya hablamos, tienes un pez más gordo que pescar.

—¿Qué pez más gordo?

—Garbancito —dijo, con su voz seria de «padre que sabe lo que hay que hacer»—. No voy a mantener otra vez la misma conversación. Ahora tengo que volver al trabajo… Hay un CronoTifón en la Edad Media y si no lo resuelvo nos pasaremos un siglo recogiendo anacronismos por toda la línea temporal.

—Espera… ¿trabajas para la CronoGuardia?

—¡Ya te lo he contado! Intenta estar atenta… durante toda la semana, porque vas a necesitar todo tu ingenio. Bien, entra en casa y yo volveré a poner en marcha el mundo.

No estaba de humor para charlas, pero ya que le vería más tarde y entonces descubriría sobre qué acabábamos de hablar, no parecía tener demasiado sentido seguir charlando, así que le dije adiós y, mientras recorría el sendero del jardín, el tiempo regresó instantáneamente. La paloma siguió volando, el tráfico siguió moviéndose y todo siguió como siempre. El tiempo se había detenido tan absolutamente que todo lo que mi padre y yo habíamos dicho había ocupado cero tiempo. Eso sí, no tendría que estar vigilando continuamente porque sabía en qué momento Cindy intentaría librarse de mí. No me apetecía mucho que ella muriese por mi culpa, claro. Spike se cabrearía de veras.

Volví a la cocina, donde mamá seguía concentrada preparando bacón y huevos. Para ella y Friday habían pasado menos de veinte segundos.

—¿Qué era ese ruido en la puerta, Thursday?

—Probablemente el petardeo de un coche.

—Es curioso —dijo—. Hubiese jurado que era una bala impactando en la madera a gran velocidad. ¿Dos huevos o uno?

—Dos, por favor.

Abrí el periódico, que publicaba un reportaje de cinco páginas sobre las «galletas danesas» que, en realidad, habían llegado a Dinamarca con los reposteros vieneses emigrados en el siglo XVI. «¿En qué otras cosas —clamaba el artículo— nos han engañado los mentirosos daneses?» Cabeceé apenada y pasé la página.

Mamá dijo que podría ocuparse de Friday hasta la hora del té, promesa que logré arrancarle antes de que comprendiese bien lo que implicaba el cambio de pañal y viese lo atroces que eran sus modales durante el desayuno. Friday gritó:

Ut enim ad veniam! —Lo que podía significar: «¡Mira hasta dónde puedo lanzar el desayuno!», mientras una cucharada de gachas cruzaba volando la cocina, para deleite de DH82, quien había aprendido con gran rapidez que permanecer cerca de niños pequeños durante las comidas resultaba más que productivo.

Hamlet bajó a desayunar, seguido, tras un intervalo prudente, por Emma. Se dieron los buenos días de una forma tan protocolaria que sólo su expresión seria me impidió estallar en carcajadas.

—¿Ha dormido bien, lady Hamilton? —preguntó Hamlet.

—Sí, gracias. Mi cuarto da al este y recibe la luz de la mañana, ¿sabe?

—¡Ah! —respondió Hamlet—. La mía no. Creo que en su momento fue el trastero. Tiene un bonito papel pintado rosa y una lámpara de Piolín en la mesilla de noche. No es que me haya fijado mucho, claro, porque estaba completamente dormido… solo.

—Claro.

—Deja que te muestre una cosa —dijo mamá después del desayuno. La seguí hasta el taller de Mycroft. Alan, que había mantenido encerrados a los dodos de mamá en el cobertizo del jardín toda la noche, en aquel momento amenazaba con picar a cualquiera que le mirase «así como de reojo».

¡Pickwick! —dije firmemente—. ¿Vas a permitir que tu hijo haga de matón con los otros dodos?

Pickwick apartó la vista y fingió tener picor en la pata. Lo cierto era que podía controlar a Alan tanto como yo. Apenas media hora antes había perseguido al cartero por todo el jardín emitiendo un furioso plun-plun-plun, cosa que incluso el cartero admitió que «me pasa por primera vez».

Mamá abrió la puerta lateral del enorme taller y entramos. Allí trabajaba tío Mycroft en sus inventos. Allí me había hecho demostraciones, entre otras maravillas, del papel carbón traductor, de un dispositivo de advertencia de sarcasmos, de la geometría nextiana y, lo más importante de todo, del Portal de Prosa: el método que usé por primera vez para entrar en la ficción. Mi madre siempre se ponía nerviosa en el laboratorio de Mycroft. Muchos años antes, mi tío había desarrollado el papel tetradimensional, con la idea de que se pudiese imprimir una y otra vez la misma hoja de papel, aislando las distintas impresiones en zonas temporales marginalmente diferentes que pudieran leerse usando gafas temporales. Llegando al nivel del nanosegundo, era posible almacenar un millón de páginas de texto o de imágenes en una única hoja por segundo. Genial… pero el papel tenía exactamente el mismo aspecto que una hoja normal tamaño A4, y que mi madre hubiese empleado el irremplazable prototipo para forrar el cubo de abono había dado pie a una larga y agria discusión familiar. No era de extrañar que anduviese con tanto cuidado cuando estaba cerca de sus inventos.

—¿Qué querías enseñarme?

Sonrió y me guio hasta el fondo del taller. Allí, junto a las cosas que había rescatado de mi apartamento, se hallaba la forma inconfundible de mi Porsche 356 Speedster oculta bajo una funda.

—He puesto en marcha el motor una vez al mes y le he hecho pasar las revisiones. Incluso en un par de ocasiones lo saqué a dar una vuelta.

Con un gesto teatral retiró la sábana. El coche estaba un poco maltrecho tras varios incidentes, pero así me gustaba. Toqué delicadamente los agujeros de bala que le había hecho Hades tantos años antes, y el lateral delantero abollado de cuando me había metido en el río Severn. Abrí las puertas del garaje.

—Gracias, mamá. ¿Estás segura de que te las arreglarás con Friday?

—Hasta las cuatro de la tarde. Pero debes prometerme algo.

—¿Qué?

—Que esta noche vendrás a mi grupo de Erradicaciones Anónimas.

—¡Mamá…!

—Te hará bien. Puede que lo pases bien. Es posible que conozcas a alguien. Podría hacerte olvidar a Linden.

—Landen. Se llama Landen. Y no preciso ni quiero olvidarle.

—Entonces el grupo te dará apoyo. Además, es posible que aprendas algo. Oh, ¿no te llevarías a Hamlet? El señor Bismarck está mosqueado con los daneses por esa tontería de Schleswig-Holstein.

Entorné los párpados. ¿Podía ser que Joffy tuviese razón?

—¿Qué hay de Emma? ¿Quieres que me la lleve también?

—No. ¿Por qué?

—No, por nada.

Recogí a Friday y le estampé un beso.

—Pórtate bien, Friday. Pasarás el día con la abuela.

Friday me miró, miró a mamá, se metió el dedo en la nariz y dijo:

Sunt in culpa qui officia id est laborum?

Le revolví el pelo y me mostró un moco que había encontrado. Rechacé el regalo, le limpié la mano con un pañuelo y me fui en busca de Hamlet. Me lo encontré en el jardín delantero demostrándoles a Emma y Pickwick la técnica de lanzar fintas con la espada. Incluso Alan había dejado de meterse con los otros dodos y observaba en silencio. Le llamé y vino corriendo.

—Lo siento —dijo el príncipe mientras yo abría las puertas del garaje—, sólo les demostraba cómo el tonto estúpido de Laertes recibió su merecido.

Le demostré cómo subir al Porsche, subí yo, arranqué y bajé la colina hasta el centro Brunel.

—Parece que te llevas muy bien con Emma.

—¿Con quién? —preguntó Hamlet, con una vaguedad muy poco convincente.

—Lady Hamilton.

—Oh, ella. Es una buena chica. Tenemos muchas cosas en común.

—¿Como por ejemplo?

—Bien —dijo Hamlet concentrándose—. Los dos tenemos un buen amigo llamado Horacio.

Dejamos atrás la rotonda mágica y señalé el nuevo estadio, con sus cuatro torres iluminadas, muy altas entre las casas bajas.

—Ese es nuestro estadio de cróquet —dije—, con un aforo de treinta mil espectadores, sede del equipo Mazos de Swindon.

—¿Aquí el cróquet es el deporte nacional?

—Oh, sí —respondí. Sabía un par de cosas porque había sido jugadora—. Ha evolucionado mucho desde sus orígenes. Para empezar, los equipos son más grandes… de diez jugadores en la Liga Mundial de Cróquet. Los jugadores tienen que hacer pasar la bola por los aros en el menor tiempo posible, por lo que puede ser un deporte muy brusco. Una bola perdida puede dar un buen susto y un golpe de mazo es potencialmente letal. La LMC insiste en que los jugadores lleven protecciones para el cuerpo y en que haya barreras protectoras para los espectadores.

Giré a la izquierda para entrar en la calle Manchester y aparqué tras un Griffin-6 Lowrider.

—¿Ahora qué?

—Necesito un corte de pelo. No creerás que voy a pasarme semanas pareciendo Juana de Arco, ¿verdad?

—¡Ah! —dijo Hamlet—. Hace tiempo que no lo mencionabas, por lo que ya no me daba cuenta. Si te da igual, me quedo aquí y le escribo una carta a Horacio. ¿«Pirata» lleva dos «t» o una?

—Una.

Entré en la peluquería de mamá. Las peluqueras me miraron el pelo con una especie de conmoción mental hasta que lady Volescamper, quien junto con su cada vez más excéntrico esposo alcalde constituía la aristocracia de Swindon, me señaló de pronto y dijo con una voz tan estridente que podría haber roto cristales:

—Ése es el estilo que busco. Algo nuevo. Algo retro… ¡Algo que cause sensación en el baile del Ayuntamiento de Swindon!

La señora Barnet, que era la estilista y también la chismosa oficial y coronada de Swindon, se guardó la expresión de horror y dijo diplomáticamente:

—Por supuesto. Y debo añadir que la audacia de Su Gracia está a la altura de su estilo.

Lady Volescamper regresó a la lectura de Femole, aparentemente sin reconocerme, lo que estaba más que bien: la última vez que había estado en Vole Towers, una bestia infernal surgida de las profundidades más tenebrosas de la imaginación humana destrozó la entrada principal.

—Hola, Thursday —dijo la señora Barnet, envolviéndome con una sábana con gesto de experta—, hace tiempo que no te veía.

—He estado fuera.

—¿En prisión?

—No… simplemente fuera.

—Ah. ¿Cómo lo quieres? Sé de buena tinta que el estilo «Juana de Arco» causará furor este verano.

—Sabes que no me dejo guiar por la moda, Gladys. Líbrame de este peinado de boba, ¿vale?

—Como desee la señora. —Tarareó para sí un momento antes de preguntar—: ¿Has ido de vacaciones este año?

Media hora más tarde volví al coche y me encontré a Hamlet hablando con una guardia de tráfico, tan embelesada por lo que le estuviese contando que ni se había molestado en ponerme la multa.

—Y así —dijo Hamlet tan pronto como pude oírle, ejecutando un gesto de ataque con la mano—, fue cuando grité: «¡Una rata, una rata!», y maté al viejo invisible. Hola, Thursday… cielo, sí que te lo has cortado, ¿no?

—Está mejor que antes. Vamos, debo ir a recuperar mi trabajo.

—¿Trabajo? —preguntó mientras nos alejábamos, dejando a una guardia de tráfico muy indignada porque quería saber qué pasaba a continuación.

—Sí. Aquí afuera hace falta dinero para vivir.

—Yo tengo un montón —dijo Hamlet con generosidad—. Deberías aceptar un poco del mío.

—Por alguna razón, tengo la impresión de que la corona ficticia de un siglo indeterminado no valdrá mucho en el Primer Banco de la Goliath… y guarda el cráneo. Aquí en el Exterior no es lo normal considerarlos complementos de moda.

—Son lo último allí de donde vengo.

—Bien, aquí no. Mételo en esa bolsa de supermercado.

—¡Alto!

Frené en seco y las ruedas chirriaron.

—¿Qué?

—Eso de ahí. ¡Soy yo!

Antes de que tuviese tiempo de decir nada, Hamlet había salido del coche y cruzado la calzada hasta la máquina expendedora de la esquina. Aparqué el Speedster y me uní a él. Miraba con deleite la caja, cuya parte superior era de vidrio; en el interior se veía un maniquí de cintura para arriba, apropiadamente ataviado.

—Se llama máquina Will-Speak —dije, pasándole una bolsa—. Toma… mete el cráneo en la bolsa como te he dicho.

—¿Qué hace?

—Oficialmente se llama Autómata Vendedor de Soliloquios de Shakespeare —le expliqué—. Metes dos chelines y recibes a cambio un fragmento breve de Shakespeare.

—¿Mío?

—Sí —dije—, tuyo.

Porque era, evidentemente, una máquina Will-Speak de Hamlet, y el maniquí de Hamlet miraba inexpresivo al Hamlet de carne y hueso situado a mi lado.

—¿Podemos oír un poco? —preguntó emocionado Hamlet.

—Si quieres… Toma.

Busqué una moneda y la metí en la máquina. Se oyeron zumbidos y chasquidos a medida que el muñeco cobraba vida.

—«Ser o no ser —dijo el maniquí con una voz metálica y hueca. La máquina era de los años treinta y a estas alturas estaba casi totalmente gastada—. Ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta…» Hamlet estaba tan fascinado como un niño que oyese por primera vez una grabación de su propia voz.

—¿De verdad soy yo? —preguntó.

—Las palabras son tuyas… pero los actores lo hacen mucho mejor.

—«… u oponer los brazos a este torrente de calamidades…»

—¿Actores?

—Sí. Actores que interpretan a Hamlet.

Parecía confundido.

—«… patrimonio de nuestra débil naturaleza?…»

—No comprendo.

—Bien —dije, mirando a mi alrededor para asegurarme de que no nos observase nadie—. ¿Sabes que eres Hamlet, de la obra Hamlet de Shakespeare?

—¿Sí?

—«… morir, dormir… tal vez soñar…»

—Bien, se trata de una obra de teatro, y aquí, en el Exterior, la gente interpreta las obras.

—¿Conmigo?

—A ti. Fingen ser tú.

—Pero ¿yo soy el real?

—«… ¿Quién podría tolerar tanta opresión…» —Es una forma de hablar.

—Ahhh —dijo tras pensarlo bien—. Comprendo. Es como lo de El asesinato de Gonzago. Ya me preguntaba yo cómo funcionaba. ¿Alguna vez podríamos ir a verme?

—Yo… supongo que sí —respondí incómoda—. ¿De verdad es lo que quieres?

—«… de aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante regresa…» —Por supuesto. He oído que en el Exterior algunas personas me consideran un imbécil incapaz de decidirse en lugar de un líder dinámico de multitudes, y esas «obras» que me describes me lo demostrarán de una forma u otra.

Intenté pensar en la película en la que menos indeciso pareciese.

—Podría conseguirte la versión de Zeffirelli en vídeo para que la vieses.

—¿Quién me interpreta?

—Mel Gibson.

—«… esta previsión nos hace a todos cobardes…» Hamlet me miró fijamente y boquiabierto.

—¡Pero si es fantástico! —dijo embelesado—. ¡Soy el mayor fan de Mel! —Pensó un momento—. Entonces… Danny Glover hará de Horacio, ¿no?

—«… así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia…» —No, no. Escucha: la serie de Arma letal no se parece en absoluto a Hamlet.

—Bien —respondió reflexivo el príncipe—, creo que en eso te equivocas. El personaje de Martin Riggs empieza con dudas vitales y pensando en el suicidio a causa de la pérdida de un ser querido, pero finalmente se convierte en un hombre de acción resuelto y mata a los malos. —Calló un momento—. En realidad, pasa lo mismo en Mad Max. ¿A Ofelia la interpreta Patsy Kensit?

—No —respondí, intentando ser paciente—. Helena Bonham Carter.

Alzó la vista al oírlo.

—¡Eso es aún mejor! Cuando se lo cuente a Ofelia, se volverá loca… si no está pirada ya.

—Quizá —dije dubitativa— sea mejor que veas la versión de Olivier. Vamos, tenemos trabajo.

—«… mudan su curso, no se ejecutan y se reducen a designios vanos…» El Hamlet Will-Speak dejó de chasquear y zumbar y quedó en silencio una vez más, esperando el siguiente florín.

«Porque era, evidentemente, una máquina Will-Speak de Hamlet, y el maniquí de Hamlet…»