1 El Minotauro cretense en Nebraska

Jurisficción es el nombre que recibe la policía del interior de los libros. Haciendo uso de la información recogida por la Gran Central Textual, los muchos agentes de recursos prosaicos de Jurisficción trabajan incansablemente para mantener la continuidad narrativa en las páginas de todos los libros escritos hasta el momento, una tarea en ocasiones ingrata. Los agentes de Jurisficción se guían sobre todo por el ingenio al intentar reconciliar los deseos originales del autor y las expectativas del lector con un conjunto inmenso y en su mayoría sin sentido de regulaciones burocráticas establecidas por el Consejo de Géneros. Dirigí Jurisficción durante más de dos años y nunca dejó de asombrarme lo variado que era el trabajo: un día podía estar intentando sacar al imposiblemente tímido Darcy del baño y al siguiente me encontraba evitando el último intento de los marcianos por invadir Barnaby Rudge. Era complejo y las complicaciones se sucedían. Pero cuando lo extraño y lo absolutamente demencial se vuelve normal, empiezas a ansiar lo banal.

THURSDAY NEXT,

Las crónicas de Jurisficción

El Minotauro había estado causando problemas que rebasaban ampliamente su importancia literaria. Primero había escapado del LibroPrisión de fantasía La espada de los zenobianos, luego nos había obligado a perseguirle sin pausa por toda la ficción, frustrando todos nuestros intentos de capturarle. El hijo mitológico, medio toro y medio hombre, de la reina Pasifae de Creta, a sólo un mes de su huida, había sido avistado en el interior de Los jinetes de la pradera roja. En ese momento nuestra intención seguía siendo capturarle con vida, por lo que le habíamos disparado una pequeña dosis de comedia de enredo. Teóricamente, no teníamos más que localizar dentro de la ficción brotes de chistes de tartas estampadas en la cara o de golpes contra farolas para localizar al hombre-bestia caníbal. Era una idea experimental y, por desgracia, un fracaso absoluto. Exceptuando que Lafeu menciona la tarta de nata en Bien está lo que bien acaba y la ridícula secuencia de persecución en Los papeles póstumos del club Pickwick, se encontró poco más. O la comedia de enredo no había sido lo suficientemente potente o había quedado diluida por la aversión natural del MundoLibro a los chistes visuales.

En cualquier caso, dos años después seguíamos buscándole en las novelas del Oeste, en los movimientos de ganado que al Minotauro le resultaban tan relajantes. Y fue por esa razón que el comandante Bradshaw y yo llegamos al principio de la página setenta y tres de una novela muy poco conocida llamada Muerte en el rancho Doble X.

—¿Qué opinas, vieja amiga? —preguntó Bradshaw, con un salacot y un traje de explorador africanos ideales para el verano caliente de Nebraska. Yo le sacaba casi una cabeza de altura pero él me sacaba cuatro décadas de edad; su piel quemada por el sol y el bigote blanco como la nieve eran el legado de muchos años en la ficción colonial africana: había sido el personaje principal en veintitrés novelas del «comandante Bradshaw», publicadas por última vez en 1932 y leídas por última vez en 1963. Muchos personajes de ficción se definen en función de su popularidad, pero no era el caso del comandante Bradshaw. Tras pasar toda una vida aventurera y totalmente ficticia defendiendo el África Oriental Británica contra una hueste de enemigos improbables, y matando a casi todos los animales que era posible matar, disfrutaba de su jubilación y era muy requerido en Jurisficción, donde su valor en combate y sus conocimientos del MundoLibro le convertían en uno de los grandes activos de la agencia.

Señalaba un tablón gastado por los elementos que nos informaba de que el pueblecito estaba a menos de un kilómetro, respondía al optimista nombre de Providencia y tenía una población de 2.387 habitantes.

Me protegí los ojos del sol y miré a mi alrededor. Una alfombra de salvia se extendía hasta las mismísimas montañas situadas a no menos de ocho kilómetros. La vegetación seguía un patrón repetitivo que delataba su naturaleza ficticia. En la ficción, la naturaleza caótica del mundo real, de colinas onduladas y modelos aleatorios de bosques y setos, era reemplazada por un paisaje formado por secuencias repetidas de la descripción inicial del autor. En el mundo de fantasía donde había establecido mi hogar, en un bosque había sólo ocho tipos de árbol, en una playa cinco tipos de guijarros y, en el cielo, sólo doce nubes diferentes. Un seto se repetía cada metro y medio, una cordillera montañosa cada seis picos. Al principio no molestaba demasiado, pero tras dos años viviendo en el interior de la ficción, había empezado a ansiar un mundo donde cada árbol, cada roca, cada colina y cada nube poseyese su propia forma e identidad. Y las puestas de sol. Era lo que más echaba de menos. Ni siquiera las mejor descritas se aproximan a las reales. Ansiaba presenciar una vez más los tonos delicados del cielo cuando el sol se hunde en el horizonte. De rojo a naranja, de rosa a azul, de azul marino a negro.

Bradshaw me miró y alzó las cejas inquisitivo. Como Bellman —directora de Jurisficción— yo no tendría que haber participado en una misión sobre el terreno; pero nunca había sido de las que se quedan tras una mesa, y capturar al Minotauro era importante. Había matado a uno de los nuestros, lo que lo convertía en un asunto pendiente.

Durante la semana anterior habíamos explorado sin éxito seis novelas épicas de la Guerra Civil, tres historias de la frontera, veintiocho novelas del Oeste de gran calidad y noventa y siete de calidad más bien dudosa antes de llegar a Muerte en el rancho Doble X, una obra situada justo en el límite de lo que podía considerarse prosa aceptable. En ninguno de los libros habíamos encontrado nada. Ni Minotauro ni siquiera olor a Minotauro, y creedme, apestan.

—¿Una posibilidad? —dijo Bradshaw señalando el cartel de Providencia.

—Lo intentaremos —respondí, poniéndome unas gafas de sol y consultando una lista de posibles escondites del Minotauro—. Si no sirve de nada, pararemos a almorzar antes de dirigirnos a El chico de Oklahoma.

Bradshaw asintió, sacó el cargador del rifle de caza y metió en él un cartucho. Era un arma convencional, pero cargada con munición poco convencional. Nuestra situación como agencia policial en el interior de la ficción nos daba acceso a tecnología abstracta. Un impacto de la cabeza borradora del rifle de Bradshaw y el Minotauro quedaría reducido a los elementos fundamentales de la existencia ficticia: texto y una neblina azulada… lo que queda cuando se rompe la conexión entre texto y significado. Las acusaciones de crueldad no tenían demasiado sentido, porque en el último Censo de Bestias había más de un millón de Minotauros casi idénticos, todos bien a resguardo en el interior de cientos de libros, novelas ilustradas y urnas que los exponían. El nuestro era diferente… un fugitivo. Un LibroHuido.

Al acercarnos, los sonidos de la atareada frontera de Nebraska llegaron a nuestros oídos. Estaban levantando un nuevo edificio, y el golpeteo de los clavos en la madera puntuaba el sonido de los cascos de los caballos, el restallido de las riendas y el traqueteo de las ruedas sobre la tierra apisonada. El eco metálico del martillo del herrero se mezclaba con la melodía distante de un coro que surgía de una iglesia de tablas, y sobre todo, se oía el alboroto general de las conversaciones de los ciudadanos ocupados. Llegamos a la esquina de los establos Eckley y echamos un vistazo cauteloso a la calle principal.

Providencia, tal y como la veíamos, disfrutaba felizmente del trasfondo narrativo, esperando pacientemente la llegada del protagonista dos páginas después. Entrar en el argumento principal y encontrarnos metidos en la historia no era algo que nos apeteciese, y dado que el Minotauro evitaba la línea argumental principal por temor a ser descubierto, era más probable dar con él en un lugar como aquél. Pero si, por cualquier razón, la narración se nos acercaba, yo recibiría un aviso… tenía en el bolsillo un Dispositivo de Proximidad Narrativa que emitiría un pitido de alarma en caso de que la trama se acercase en exceso. Podríamos ocultarnos hasta que pasase.

Un caballo pasó trotando cuando subíamos al porche crujiente del salón. Detuve a Bradshaw frente a las puertas dobles justo cuando echaban al borracho del pueblo, que salió volando. El tabernero salió tras él, limpiándose las manos con un trapo.

—¡Y no vuelvas hasta que no puedas pagar! —gritó, mirándonos con suspicacia.

Le mostré al tabernero la placa de Jurisficción mientras Bradshaw hacía guardia. En el género del Oeste hay demasiados pistoleros para estar tranquilo; cuando se inició el género hubo un error de cifras en la orden de pedido. Trabajar en novelas del Oeste podía significar tener hasta veintinueve duelos por hora.

—Jurisficción —le dije—. Éste es Bradshaw, yo soy Next. Buscamos al Minotauro.

El tabernero me miró fríamente.

—Creo que no han venido al género más adecuado, amigos —dijo.

Todos los protagonistas y los personajes secundarios de los libros están catalogados de la A a la D y de uno a diez. Los de grado A son como Gatsby o Jane Eyre, los de grado D son los peones que componen las escenas de calle y de habitaciones atestadas. El tabernero tenía diálogo, por lo que probablemente fuese un C-2. Lo suficientemente inteligente para responder pero no tanto como para tener mucha libertad como personaje.

—Puede que se haga llamar Norman Johnson —añadí, mostrándole la foto—. Alto, cuerpo de hombre, cabeza de toro, le gusta comer gente.

—No puedo ayudarla —dijo, negando lentamente con la cabeza mientras examinaba la foto.

—¿Algún brote de comedia de enredo o visual? —preguntó Bradshaw—. ¿Guantes de boxeo que saltan de cajas, pesos de dieciséis toneladas que caen sobre la gente, cosas así?

El tabernero rio.

—No he visto ningún peso caer encima de nadie, pero he oído que al sheriff le dieron en la cara con una sartén voladora, el martes.

Bradshaw y yo nos miramos.

—¿Dónde anda el sheriff? —pregunté.

Seguimos las indicaciones del tabernero y recorrimos el porche de madera dejando atrás la barbería y dos mineros de larga barba que conversaban muy animadamente usando auténtica jerga de la frontera. Detuve a Bradshaw cuando llegamos a un callejón. Había un duelo. O al menos, lo hubiese habido de no haber empezado una discusión sobre la hora asignada a cada enfrentamiento. Los dos pares de pistoleros —dos vestidos de color claro, dos de oscuro, con cinturones bajos decorados con hileras de balas relucientes— discutían sobre la hora de sus duelos mientras dos damas idénticas miraban con ansiedad. Intervino el alcalde y les dijo que si seguían discutiendo los dos perderían el turno y tendrían que volver al día siguiente, así que aceptaron a regañadientes echarlo a cara o cruz. Los ganadores ocuparon la calle principal mientras todos los demás hacían el favor de correr a esconderse. Se miraron, con la mano ligeramente por encima del revólver, a veinte pasos de distancia. Se produjo un estallido de acción, hubo dos detonaciones y uno de los pistoleros de negro dio contra el suelo mientras el vencedor lo miraba muy serio, ya que, dramáticamente, el tiro de su oponente sólo le había quitado el sombrero. Su dama corrió a abrazarle mientras se guardaba el revólver con una floritura.

—Vaya tontería —musitó Bradshaw—. ¡El verdadero Oeste no era así!

Muerte en el rancho Doble X estaba ambientada en 1875 y se había escrito en 1908, se diría que con suficientemente proximidad temporal como para ser fidedigna pero no. La mayoría de las novelas del Oeste tendían a mostrar una versión idealizada del Viejo Oeste que no había existido en realidad. En el Oeste de verdad los duelos a pistola eran muy raros, acertar a alguien con un Colt 45 de cañón corto era prácticamente imposible a menos que fuese a quemarropa: la pólvora de la década de los setenta del siglo XIX producía tal cantidad de humo que dos disparos en un bar lleno dejaban a los parroquianos tosiendo… y sin poder ver prácticamente nada.

—Eso da igual —respondí mientras se llevaban al pistolero muerto—. La leyenda es siempre mucho más entretenida, y no olvides que ahora estás en novela popular… la prosa mala es mucho más frecuente que la buena prosa y sería demasiado pedir que nuestro amigo vacuno se escondiese en Zane Grey u Owen Wister.

Seguimos avanzando, dejando atrás el hotel Majestic mientras pasaba una diligencia que levantaba una nube de polvo, con el conductor haciendo restallar el látigo por encima de la cabeza de los caballos.

—Ahí —dijo Bradshaw, señalando un edificio situado al otro lado de la calle que se distinguía del resto del pueblo porque era de ladrillo. Sobre la puerta rezaba: «Sheriff.» Cruzamos rápidamente la calle. Nuestra ropa llamaba bastante la atención entre vestidos largos, corpiños, chaquetas, guardapolvos, chalecos, cartucheras y corbatas de lazo. Sólo los agentes de Jurisficción con destino permanentemente se molestaban en adoptar la indumentaria de la novela, y muchos de los agentes que controlan el género del Oeste son personajes de los libros que patrullan… por tanto, no tienen que vestirse de nada.

Llamamos y entramos. El interior estaba oscuro en contraste con el soleado exterior y parpadeamos unos momentos mientras nos acostumbrábamos. En la pared, a nuestra derecha, había un tablón de anuncios generosamente cubierto de carteles de busca y captura… no sólo de Nebraska, sino de todo MundoLibro; uno amarillento ofrecía trescientos dólares por cualquier información sobre el paradero de Big Martin. Debajo había una cafetera con el esmalte desconchado encima de una estufa de hierro, y en la pared de la izquierda un armero. Un gato atigrado dormía encima de un enorme escritorio. La pared del fondo era el comienzo de la zona de celdas, en una de las cuales se alojaba un borracho profundamente dormido que roncaba con fuerza en su camastro. En medio de la habitación había una mesa enorme llena hasta los topes de papeles: circulares de la legislatura de Nebraska, algunas enmiendas a las leyes narrativas del Consejo de Géneros, el boletín de la sociedad de campanología y un catálogo de unos grandes almacenes abierto por la sección de artículos de lujo. Además, en la mesa había un par de botas gastadas de piel y, dentro, unos pies, unidos a su vez al sheriff, que vestía de negro de los pies a la cabeza y al que le hubiese venido bien un buen baño. Llevaba una estrella de metal en el pecho y de su cara sólo veíamos las guías de un enorme bigote gris que sobresalían del sombrero con que se la cubría. Estaba completamente dormido y se mantenía en precario equilibrio sobre las dos patas traseras de una silla que crujía con sus ronquidos.

—¿Sheriff?

No hubo respuesta.

—¡Sheriff!

Se despertó sobresaltado, quiso levantarse, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Se derrumbó en el suelo y también se dio contra el escritorio, en el que resulta que había una jarra de agua. La jarra se inclinó y el contenido mojó al sheriff, que soltó un grito, que despertó al gato, que lanzó un aullido y saltó a las cortinas, que cayeron con estrépito sobre la estufa, que tiró el café e incendió las cortinas resecas. Corrí para apagar el fuego, golpeé la mesa y derribé el revólver cargado del sheriff, que cayó al suelo disparando un único tiro, que cortó el cordón de una cabeza de alce disecada, que cayó sobre Bradshaw. Así estábamos los tres; yo intentando apagar el fuego, el sheriff empapado de agua y Bradshaw tropezando con los muebles intentando quitarse la cabeza de alce. Era justo lo que buscábamos: un brote incontrolado de comedia de enredo completamente inapropiado.

—Sheriff, siento todo esto —dije disculpándome tras apagar el fuego, retirar el alce de la cabeza de Bradshaw y ayudar al hombre mojado a ponerse en pie. Medía más de metro ochenta, tenía un rostro castigado por los elementos y los ojos de un azul profundo. Le mostré la placa—: Thursday Next, directora de Jurisficción. Este es mi compañero, el comandante Bradshaw.

El sheriff se tranquilizó, e incluso logró sonreír un poco.

—Creía que eran ustedes de los Baxter —dijo, cepillándose con las manos y secándose el pelo con una servilleta para el té que decía: «Salones de Dawson City»—. Me alegro mucho de que no lo sean. Jurisficción, ¿eh? Hace mucho que no vemos a agentes de Jurisficción por aquí… Déjalo de una vez, Howell.

El borracho, Howell, se había despertado y exigía un trago «para empezar el día».

—Buscamos al Minotauro —le expliqué, mostrándole la fotografía al sheriff.

Se mesó pensativo la barba de tres días y negó con la cabeza.

—No recuerdo haber visto a este bicho, señorita Next.

—Tenemos razones para creer que no hace mucho que pasó por su oficina… lo hemos marcado con comedia de enredo.

—¡Ah! —dijo el sheriff—. Ya me parecía raro. Howell y yo llevamos algún tiempo tropezando y cayéndonos, ¿verdad, Howell?

—Di que sí —dijo el borracho.

—Podría ir disfrazado y usar un nombre falso —aventuré—. ¿Le suena de algo el nombre de Norman Johnson?

—La verdad es que no, señorita. Tenemos a veintiséis Johnson, pero son todos C-7… no son tan importantes como para tener nombre de pila.

Dibujé un sombrero vaquero sobre la fotografía del Minotauro, y también un guardapolvo, un chaleco y un cinturón.

—¡Oh! —dijo el sheriff reconociéndole súbitamente—. Ese señor Johnson.

—¿Sabe dónde está?

—Claro que sí. Lo tuve encerrado la semana pasada acusado de comerse a un cuatrero.

—¿Qué pasó?

—Pagó la fianza y le soltamos. Las leyes de Nebraska no dicen que no te puedas comer a un cuatrero. Un momento.

Fuera se había oído un disparo seguido de varios gritos de ciudadanos pillados por sorpresa. El sheriff sacó el Colt, abrió la puerta y salió. Solo en la calle, mirándole, había un joven de expresión seria, sujetando un arma con mano temblorosa. Su cartuchera estaba elegantemente trabajada y vi que la llevaba atada… señal clara de otro duelo en potencia.

—¡Vuelve a casa, Abe! —gritó el sheriff—. Hoy no es un buen día para morir.

—Mataste a mi papi —dijo el joven—, y al papi de mi papi. Y al papi de su papi. Y a mis hermanos Jethro, Hank, Hoss, Red, Peregrine, Marsh, Junior, Dizzy, Luke, Peregrine, George y todos los demás. Vengo a por ti, sheriff.

—Has repetido Peregrine.

—Era especial.

—Abel Baxter —susurró el sheriff entre dientes—, uno de los chicos Baxter. Aparecen puntuales como un reloj, y yo los mato con la misma regularidad.

—¿A cuántos ha matado? —le pregunté en susurros.

—Según el último recuento, unos sesenta. ¡Vuelve a casa, Abe, no lo voy a repetir!

El joven nos miró a Bradshaw y a mí y dijo:

—¿Nuevos ayudantes, sheriff? ¡Te van a hacer falta!

Y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que Abel Baxter no estaba solo. Saliendo de los establos, a cada lado, aparecieron cuatro personajes de aspecto bastante poco recomendable. Fruncí el ceño. Parecían fuera de lugar en Muerte en el rancho Doble X. Para empezar, ninguno iba de negro, ni tampoco llevaban cinturones de cuero muy trabajado ni revólveres niquelados. Sus espuelas no sonaban al caminar y sus cartucheras eran simples y las llevaban en la cadera: esos hombres habían elegido el Winchester como arma. Me estremecí al comprobar que a uno le faltaba un botón del chaleco raído y que la suela, en el dedo gordo de la bota, se le había abierto. Las moscas revoloteaban alrededor de sus caras mugrientas y sin afeitar, y la marca de sudor del sombrero les llegaba casi hasta el cielo de la copa. No eran pistoleros C-2 genéricos de una novela popular, sino A-7 bien descritos de una novela de gran capacidad expresiva… y si podían disparar tan bien como el autor los había descrito íbamos a tener problemas.

El sheriff también se dio cuenta.

—¿De dónde han salido tus amigos, Abe?

Uno de los hombres se encajó el Winchester bajo el brazo y respondió con acento sureño.

—Nos envía el señor Johnson.

Y abrieron fuego. Sin esperas, sin dramatismo, sin pausas narrativas. Bradshaw y yo ya estábamos en movimiento… puede que cuadrarse frente a un pistolero con un rifle parezca de lo más valiente pero, si se trata de sobrevivir, no es la mejor opción. Desgraciadamente, el sheriff no lo comprendió hasta que fue demasiado tarde. De haber sobrevivido hasta la página 164, como se suponía que haría, después de dos páginas de tensión hubiera recibido un tiro, se hubiera retorcido dos veces en el suelo y vivido el tiempo suficiente para decir un adiós breve a su amor que le hubiese acunado mientras agonizaba sin sangrar. No iba a ser así. La muerte violenta realista iba

Los pistoleros dejaron de disparar tan pronto como desapareció el blanco… pero Bradshaw, con instinto de cazador, ya había apuntado al asesino del sheriff y disparado. Se produjo una tremenda explosión y hubo un breve destello y una enorme nube de humo. La cabeza borradora hizo blanco y el pistolero se desintegró en un crisantemo de texto que se dispersó por la calle principal, con el significado de las palabras convertido en una neblina azul que permaneció cerca del suelo un momento antes de evaporarse.

—¿Qué haces? —pregunté, disgustada por su impetuosidad.

—El o nosotros, Thursday —respondió Bradshaw sombrío, recargando su Martini-Henry—, él o nosotros.

—¿Has visto de cuánto texto estaba compuesto? —respondí furiosa—. Casi un párrafo entero. Sólo los personajes importantes tienen tanta descripción… ¡en algún lugar hay un libro al que le falta un personaje!

—Pero —respondió Bradshaw con tono agraviado—, yo no lo sabía antes de dispararle, ¿verdad?

Cabeceé. Quizá Bradshaw no hubiese reparado en el botón perdido, las manchas de sudor y los zapatos gastados, pero yo sí. Borrar un personaje importante implicaba más papeleo del que me apetecía cumplimentar. Con el formulario F36/34 (descarga de una cabeza borradora), el formulario B9/32 (reemplazar a un personaje importante) y el P13/36 (valoración de daños narrativos), podía pasarme dos días enteros. Antes creía que la burocracia del mundo real era horrible, pero en el mundo del papel lo es todo.

—Bien, ¿qué hacemos? —preguntó Bradshaw—. ¿Les pedimos amablemente que se rindan?

—Estoy pensando —respondí, sacando mi notalpiéfono y dándole al botón que decía «Gato». En la ficción, la forma más habitual de comunicación es por medio de notas a pie de página, pero allí tan lejos…

»¡Maldita sea! —dije—. No hay cobertura.

—La estación repetidora más cercana está en El virginiano —comentó Bradshaw, cambiando el cartucho y cerrando el rifle antes de echar un vistazo fuera—. Y no podemos saltar directamente de una novela popular a un clásico.

Tenía razón. Llevábamos casi seis días pasando de un libro a otro, y aunque en caso de emergencia podíamos escapar, haciéndolo le daríamos al Minotauro tiempo de sobra para huir. La situación no era buena, pero tampoco estaba perdida… de momento.

—¡Eh! —grité desde la oficina del sheriff—. ¡Queremos hablar!

—¿En serio? —dijo una voz clara desde el exterior—. El señor Johnson dijo que ya no le apetecía… a menos que le ofrezcan una amnistía.

—¡Podemos negociar! —respondí.

Un pitido salió de mi bolsillo.

—Maldita sea —farfullé, mirando el Dispositivo de Proximidad Narrativa—. Bradshaw, tenemos una línea argumental que llega por el este, a doscientos cincuenta metros y acercándose. Página setenta y cuatro, línea seis.

Bradshaw abrió apresuradamente su ejemplar de Muerte en el rancho Doble X y pasó el dedo por la línea:

—… McNeil entraba en Providencia, Nebraska, con cincuenta centavos en el bolsillo y el asesinato en mente…

Eché un vistazo cauteloso por la ventana. Efectivamente, un vaquero a lomos de un caballo zaino entraba lentamente en el pueblo. Hablando estrictamente, daba bastante igual que modificáramos la historia, ya que sólo la habían leído en dieciséis ocasiones en los últimos diez años, pero el código por el que nos guiábamos era muy claro. «¡Conservad la historia tal y como la concibió el autor!» era una frase que nos grababan ya desde el primer día de trabajo. Yo había violado esa regla en una ocasión y había sufrido las consecuencias… No quería hacerlo de nuevo.

—Necesito hablar con el señor Johnson —grité, mirando atentamente a McNeil, que todavía estaba a cierta distancia.

—Nadie habla con el señor Johnson a menos que el señor Johnson lo diga —respondió la voz—, pero si le ofrecen la amnistía la aceptará, y promete no comerse a nadie más.

—¡No hay trato a menos que primero hable con el señor Johnson! —grité.

—¡Entonces no hay acuerdo! —fue la respuesta.

Volví a mirar y vi que aparecían tres pistoleros más. Estaba claro que el Minotauro había hecho muchos amigos durante su estancia en el género del Oeste.

—Necesitamos refuerzos —murmuré.

Estaba claro que Bradshaw opinaba igual. Abrió su guía de viaje y extrajo algo parecido a una pistola de señales. Era un marcatexto, que se podía emplear para avisar a otros agentes. La guía de viaje era dimensionalmente ambivalente; el dispositivo era realmente más grande que el libro que lo contenía.

—En Jurisficción saben que estamos en las novelas populares del Oeste, sólo que no saben dónde. Lanzaré una señal.

Escogió el marcatexto que iba a situar con un tirador de la parte posterior de la pistola, se acercó a la puerta, apuntó al aire y disparó. Se oyó un golpe apagado y el proyectil se alzó al cielo. Estalló sin hacer ruido allá arriba y, por un instante, pude ver el texto de la página en un color gris claro contra el fondo azul del cielo. Las palabras estaban invertidas, claro está, y al mirar el ejemplar de Bradshaw de Muerte en el rancho Doble X vi que la palabra «ProVIDencia» estaba parcialmente en mayúsculas. Pronto llegaría la ayuda… una demostración de fuerza daría cuenta de los pistoleros. La duda era si el Minotauro intentaría huir o lucharía hasta el final.

—Los fuegos artificiales no nos asustan, señorita —dijo la voz—. ¿Van a salir o tendremos que entrar a buscarlos?

Miré a Bradshaw, que sonreía.

—¿Qué?

—Esto es toda una aventura, ¿no crees? —dijo el comandante, riendo como un niño al que acabasen de pillar robando manzanas—. Es mucho más divertido que cazar elefantes, pelearse con leones o devolver quincalla tribal robada por extranjeros sin escrúpulos.

—Antes opinaba igual —dije desalentada. Había disfrutado el desafío de dos años de misiones como ésa, no sin sus momentos de horror, incertidumbre o pánico… y además tenía un hijo de dos años que precisaba más atención de la que podía dedicarle. Desde hacía tiempo la presión de dirigir Jurisficción había ido en aumento y me hacía falta un respiro en el mundo real… uno bien largo. Ya lo había notado seis meses antes, justo tras la aventura que acabó siendo conocida como El gran fiasco de Samuel Pepys, pero no le había prestado atención. La sensación había regresado… y más intensa.

En algún punto, por encima de nuestras cabezas, comenzó una reverberación grave. Los cristales vibraron en los marcos de las ventanas y el polvo cayó de las vigas. El yeso se agrietó y una taza tembló tanto que se cayó de la mesa y se hizo añicos contra el suelo. Una ventana se rompió y una sombra cubrió la calle. La reverberación grave fue aumentando de volumen, ahogando el Dispositivo de Proximidad Narrativa que gemía quejosamente hasta alcanzar tal intensidad que ni siquiera parecía un sonido… Era una vibración que agitaba con tal fuerza la oficina del sheriff que se me nubló la vista. Luego, cuando el reloj caía de la pared y se estrellaba contra el suelo, comprendí lo que pasaba.

—¡Oh… No! —grité disgustada mientras el sonido se convertía en un rugido grave—. ¡Es como usar una almádana para abrir una nuez!

—¿El emperador Zhark? —preguntó Bradshaw.

—¿Quién si no se atrevería a entrar en una novela popular del Oeste con un crucero de batalla zharkiano?

Miramos fuera mientras la inmensa nave espacial nos sobrevolaba, con sus impulsores apuntando hacia abajo y emitiendo una ráfaga caliente de potencia concentrada que levantó una ráfaga huracanada de polvo y restos e incendió los establos. La enorme masa del crucero de batalla flotó un momento mientras se abría el tren de aterrizaje, para luego descender delicadamente… justo encima de McNeil y su caballo, que quedaron reducidos al grosor de medio penique.

Se me hundieron los hombros mientras veía mentalmente el aumento exponencial del papeleo. Los ciudadanos corrían despavoridos de un lado para otro y los caballos se encabritaron cuando los pistoleros dispararon inútilmente al casco blindado de la nave. Al cabo de un momento, del crucero de batalla interestelar había salido un pequeño ejército de soldados a pie que contaban con las armas zharkianas más recientes. Gemí. No era raro que el emperador se excediese en momentos así. Villano indiscutible de los ocho libros del «Emperador Zhark», el dios emperador tiránico más temido de la galaxia conocida era aparentemente incapaz de comprender el significado de la palabra «circunspección».

A los pocos minutos todo acabó. Los A-7 estaban muertos o habían huido a sus propios libros, y los marines zharkianos habían partido en busca del Minotauro. Podría haberles ahorrado la molestia. A esas alturas seguramente ya había huido. Habría que reemplazar a los A-7 y a McNeil, habría que volver a montar todo el libro para eliminar el crucero de batalla del siglo XXVI que había aparecido sin que lo hubiesen invitado en plena Nebraska de 1875. Era una violación flagrante del Código Contra Cruces Genéricos que intentábamos mantener dentro de la ficción. No me hubiera importado tanto de haber sido un incidente aislado, pero Zhark hacía cosas como aquélla demasiado a menudo para pasarlo por alto. Apenas podía controlarme mientras el emperador bajaba de su nave espacial con su variopinto séquito de extraterrestres y la señora Bigarilla, que también trabajaba para Jurisficción.

—¡¿A qué demonios crees estar jugando?!

—¡Oh! —dijo el emperador, sorprendido por mi disgusto—. ¡Creía que estarías encantada de vernos!

—La situación era mala pero no era irremediable —le dije, moviendo el brazo en dirección al pueblo—. ¡Mira lo que has hecho!

Miró a su alrededor. Los ciudadanos confusos habían empezado a salir de los restos de los edificios. Nada tan extraño había sucedido en una novela del Oeste desde que un sorbecerebros alienígena había escapado de Ciencia Ficción y lo habían atrapado en La colina del caballo salvaje.

—¡Me lo haces continuamente! No tienes ni idea de lo que son el sigilo y la sutileza.

—La verdad es que no —dijo el emperador, mirándose nerviosamente las manos—. Lo siento.

Los miembros del séquito alienígena, que no querían quedarse por allí por si también recibían una reprimenda, caminaron, se arrastraron o flotaron de vuelta a la nave de Zhark.

—Enviasteis un marcatexto…

—¿Y qué si lo hicimos? ¿No puedes entrar en un libro sin destruirlo todo?

—Tranquila, Thursday —dijo Bradshaw, apoyando una mano tranquilizadora en mi brazo—. Pedimos ayuda, y si el viejo Zharky era el que estaba más cerca, no podemos echarle en cara que quisiese ayudar. Después de todo, si tienes en cuenta que habitualmente destruye galaxias enteras, que haya quemado ProVIDencia y no toda Nebraska ha sido en realidad todo un logro… —Bajó la voz antes de añadir—: Para él.

—¡AH! —grité frustrada, agarrándome la cabeza—. A veces creo que…

Me callé. Pierdo los nervios de vez en cuando, pero muy rara vez delante de mis colegas, y cuando eso pasa es que las cosas van mal. Cuando empecé en este trabajo, me lo pasaba en grande, y Bradshaw seguía pasándoselo en grande. Pero recientemente disfrutaba menos. No estaba bien. Había tenido más que suficiente. Tenía que volver a casa.

—¿Thursday? —preguntó la señora Bigarilla, preocupada por mi silencio súbito—. ¿Estás bien?

Se acercó demasiado y me pinchó con una púa. Di un grito y me froté el brazo mientras ella daba un salto atrás y ocultaba su rubor. Los erizos de metro ochenta tienen su propio código de conducta.

—Estoy bien —respondí, sacudiéndome el polvo—. Es que las cosas tienen la habilidad de, bien, descontrolarse.

—¿A qué te refieres?

—¿Que a qué me refiero? ¿Que a qué me refiero? Bien, esta mañana estaba siguiendo a una bestia mitológica empleando un rastro de incidentes con tartas de nata por el Viejo Oeste, y esta tarde un crucero de batalla del siglo XXVI aterriza en ProVIDencia, Nebraska. ¿No suena un poco demencial?

—Esto es ficción —respondió Zhark todo inocencia—, se supone que pasan cosas raras.

—A mí no —dije con decisión—. En mi vida quiero algo parecido a la… realidad.

—¿Realidad? —repitió la señora Bigarilla—. ¿Te refieres a un lugar donde los erizos no hablen ni hagan la colada?

—Pero ¿quién dirigiría Jurisficción? —preguntó el emperador—. ¡Tú has sido el mejor Bellman de todos!

Agité la cabeza, alcé las manos al cielo y me acerqué a la zona salpicada de texto de pistolero A-7. Recogí una «D» y le di vueltas en la mano.

—Por favor, piénsatelo —dijo el comandante Bradshaw, que me había seguido—. Creo que descubrirás, vieja amiga, que la realidad está muy sobrevalorada.

—No lo bastante sobrevalorada, Bradshaw —respondí encogiéndome de hombros—. En ocasiones el trabajo más importante no es el más fácil.

—Inquieta está la cabeza que sostiene la corona —comentó Bradshaw, quien probablemente me comprendía mejor que nadie. Él y su esposa eran los mejores amigos que tenía en MundoLibro; la señora Bradshaw y mi hijo eran casi inseparables—. Sabía que no te quedarías para siempre —añadió Bradshaw, bajando la voz para que no le oyesen los demás—. ¿Cuándo te irás?

Me encogí de hombros.

—Tan pronto como pueda. Mañana. —Contemplé la destrucción que Zhark había causado en Muerte en el rancho Doble X. Habría que limpiar un montón y cumplimentar una montaña de papeles… Incluso era posible que se tomaran medidas disciplinarias si el Consejo de Géneros se enteraba de lo sucedido—. Supongo que antes tendré que hacer el papeleo acerca de este desastre —dije lentamente—. Digamos que dentro de tres días.

—Prometiste ocupar el puesto de Juana de Arco mientras ella asistía a un curso para mártires —añadió la señora Bigarilla, que también se había acercado.

Lo había olvidado.

—Entonces, una semana. Me iré dentro de una semana.

Todos nos quedamos en silencio. Yo reflexionando sobre mi regreso a Swindon y los demás pensando en las consecuencias de mi partida. Todos menos el emperador Zhark, que probablemente estuviese pensando en divertirse invadiendo el planeta Thraal.

—¿Estás convencida? —preguntó Bradshaw.

Asentí lentamente. Tenía otras razones para regresar al mundo real más apremiantes que la locura sin sentido de Zhark. Tenía un esposo que no existía, y un hijo que no podía pasarse toda la vida protegido dentro de los libros. Yo me había refugiado en la vieja Thursday, la que prefería las certezas en blanco y negro de vigilar la ficción que los ambiguos grises de las emociones.

—Sí, estoy decidida —dije sonriendo. Miré a Bradshaw, al emperador y a la señora Bigarilla. A pesar de sus defectos, había disfrutado trabajando con ellos. No todo había sido malo. En mi estancia en Jurisficción había visto y hecho cosas que jamás hubiera soñado. Había contemplado a los gramásitos sobrevolando las cúpulas de Xanadú. Había cabalgado a pelo unicornios por los densos bosques de Zenobia y había jugado al ajedrez con Ozymandias, rey de reyes. Había volado con Biggles en el frente occidental, cruzado alfanjes con Long John Silver y explorado el camino que no había elegido para recorrer las verdes montañas de Inglaterra. Pero a pesar de todos esos momentos de asombro y deleite, mi corazón estaba en casa, en Swindon, y pertenecía a un hombre llamado Landen Parke-Laine. Era mi esposo, el padre de mi hijo, no existía y le amaba.

«… el pistolero se desintegró en un crisantemo de texto que se dispersó por la calle principal…»