LXVII Ceuta la Católica y el marqués de Breteuil

—¿Por qué has echado tanta pimienta en el chocolate, David? Ya te lo he dicho cien veces: menos pimienta y menos canela. No se trata de fabricar la horrible mixtura española…

Angélica se agitaba y no veía por qué tenía que volver a empezar la agotadora tarea de imponer el chocolate a los parisienses. ¡Ay! Se daba cuenta de que no lo conseguiría nunca mientras aquel estúpido de David se obstinase en echar pimienta en grano y repulsivas dosis de canela. ¡Cómo para resucitar a un muerto, de asco! Rechazó la taza con violencia, sintió que el líquido le quemaba y oyó una ligera exclamación desolada.

Angélica abrió los ojos con esfuerzo. Se encontraba en un lecho con blancas sábanas enteramente manchadas por el horrible chocolate negro que ella acababa de derramar. Una mujer cuya mantilla enmarcaba un rostro moreno bastante lindo, intentaba secar el desastre.

—Lo siento muchísimo —balbució Angélica.

La mujer puso en seguida gesto agradable. Empezó a hablar con locuacidad en español, estrechó con efusión las manos de la joven y acabó por prosternarse ante una imagen de la Virgen, vestida de oro y coronada de diamantes, que se alzaba bajo la lamparilla de un pequeño oratorio. Angélica comprendió que su patrona daba gracias a Nuestra Señora por haber devuelto al fin la salud a la pobre francesa que no había cesado de delirar durante tres días, consumida por la fiebre. Después de lo cual, la española llamó a una sirvienta morisca y entre las dos cambiaron prontamente las sábanas, sustituyéndolas por otras inmaculadas, bordadas de flores y oliendo a violeta.

Era una sensación pasmosa encontrarse de nuevo acostada así entre sábanas, bajo el baldaquín de un enorme lecho con columnas de madera dorada. La doliente volvió la cabeza con precaución. Su nuca estaba todavía embotada y dolorida. Le ardían los ojos, desacostumbrados a la penumbra. Por una ventana que tenía una reja con arabescos de hierro forjado, la cegadora luz del exterior vertía escasos rayos de oro, dibujando la verja sobre el enlosado mármol negro. Pero el resto de la habitación, en la que se aglomeraban muebles y objetos de adorno españoles, dos pequeños lebreles negros y hasta un enano de labios gruesos disfrazado de paje, conservaba el misterio sombrío del harén. Sordas detonaciones resonaban a veces hasta en aquel acolchado refugio de la ciudadela; y Angélica recordó: ¡los cañones de Ceuta…!

Ceuta, la punta extrema de España, aferrada a su peñón abrasador y haciendo repicar sus campanas en la tierra de Mahoma. Las carillones de la catedral cien veces descantillada y contundida por las balas de cañón y por la metralla, se mezclaban aún con la sorda conmoción de las piezas de artillería.

Arrodillada ante su oratorio, la española se persignaba y rezaba el Ángelus. Para ella el tiempo era apacible, el eco de los cañones un ruido muy familiar. Su hijo había nacido en Ceuta y ahora aquel muchacho de seis años era el primero en correr por las murallas con los otros niños de la guarnición, para insultar a los moros. El odio al moro lo llevaba el español en la sangre, con el alma y la mirada siempre vueltas mucho más hacia África que a Europa. El andaluz se acordaba del opresor árabe que le había legado su tez cetrina y dientes blancos, y el castellano se acordaba del enemigo, destruido palmo a palmo durante siglos. El arte de la guerrilla, bajo un cielo de fuego, era inherente a las dos razas. La audacia de los españoles sitiados les impulsaba con frecuencia a abandonar el abrigo de las murallas para hostilizar a las tropas del alcaide Alí.

Un grupo de caballeros, con cascos de acero negro, empuñando la larga lanza, volvían de una incursión nocturna contra los moros, cuando vieron a dos esclavos cristianos fugitivos correr hacia la ciudadela. Intervinieron, avanzando hacia unos árabes perseguidores y entre ellos se desplomaron Colin Paturel y su compañera.

Hubo un choque violento. El grupo al fin se retiró al abrigo de las puertas de la ciudad, llevándose a los dos cautivos salvados.

Angélica conocía lo suficiente el español para entender lo esencial de aquel largo relato que la dama le hacía, interrumpiendo su charla con miradas extáticas hacia el cielo. Se despertaba su memoria y con ella los agudos dolores de su cuerpo. Sentía los pies magullados, llenos de ampollas y heridas, la piel del rostro áspera y pelada, la delgadez de su cuerpo descarnado en los almohadones; y se veía las manos morenas como pan de centeno y las uñas partidas. ¡Santa María! ¡En qué estado se encontraba la señora! ¡Con sus harapos empapados, los lindos pies sangrantes, los cabellos en desorden llenos de arena y como almidonados por la sal marina! Sin embargo, era tan raro el hecho de acoger a una cautiva evadida, que fueron inmediatamente a buscar al señor de Breteuil, el enviado del rey de Francia. Angélica se estremeció.

¿El señor de Breteuil? El nombre no le era desconocido. Había visto a aquel diplomático en Versalles. Doña Inés de los Cobos y Fernández, lo corroboró a grandes gritos. «Sí, sí». El señor de Breteuil estaba, efectivamente en Ceuta, en misión especial. Acababa de arribar en el bergantín «La Real» al servicio de Luis XIV, en auxilio de una gran dama que había caído, según decían, en manos de Muley Ismael, durante un peligroso viaje.

Angélica cerró los ojos y se aceleró el latir de su corazón agotado. Así pues, el mensaje confiado al R. P. Valombreuze ¡había llegado a su destinatario! El soberano había oído el llamamiento de la tránsfuga. El señor de Breteuil, portador de plenos poderes y de suntuosos regalos para amansar al señor berberisco debía intentar trasladarse a Mequinez y negociar allí, costara lo que costase, la liberación de la imprudente Marquesa.

El anuncio de que una mujer medio muerta, evadida de los harenes marroquíes se encontraba dentro de los muros de Ceuta había sido comunicado al diplomático francés que fue inmediatamente al pequeño convento de los Padres Redentoristas adonde habían transportado a los desdichados. El gentilhombre tuvo un gesto de retroceso y de duda ante aquellos dos seres llegados, según parecía, al último grado de extenuación. No, aquella miserable esclava no podía ser la bella marquesa de Plessis Belliére.

La mano de Angélica se deslizó suavemente sobre la sábana. Buscaba algo, otra mano, callosa y buena, para guardar allí la suya. ¿Dónde estaba su compañero? ¿Qué le había sucedido? La angustia empezó a pesar sobre su corazón como una piedra que no podía ya levantar. No se atrevía a hacer pregunta alguna. Además no tenía fuerza para hablar. Recordó que había él caído con ella, entre los cascos de los caballos españoles…

Ahora el señor de Breteuil se hallaba ante ella, a su cabecera. Los bucles de su peluca caían cuidadosamente ordenados sobre su casaca de seda bordada en oro. Con el sombrero en el hueco del brazo, el pie bien arqueado, el tacón rojo bien asentado.

—Señora, me han dado las más felices noticias de vuestra salud y me he apresurado a acudir a vuestro lado.

—Os doy las gracias, señor —dijo Angélica.

Debió haberse dormido hacía un rato mientras la española hablaba. A menos que fuera ayer… Sentíase completamente descansada. Buscó con los ojos a Doña Inés. Pero ésta se había retirado, no aprobando la visita de un hombre en la habitación íntima de las mujeres. ¡Aquellos franceses tenían unas costumbres tan libres y ligeras…!

El señor de Breteuil tomó asiento en un taburete de ébano, sacó una bombonera, ofreció a Angélica, y se puso a chupar bombones. «Se regocijaba —dijo— de que su misión hubiera tenido un éxito tan rápido y completo. Gracias —lo reconocía— a la valentía de Madame de Plessis-Belliére, que había escapado por sí misma de la esclavitud a la que su audaz inconsciencia y desprecio a las órdenes del Rey la habían arrastrado, no tendría que utilizar los presentes previstos para Muley Ismael» Peroraba con aire levemente despectivo y de superioridad. «Dios bien sabía que la cólera del Rey había sido grande cuando descubrió la incalificable conducta de la maríscala de Plessis. El señor de la Reynie, responsable de su presencia en París, había sufrido una fuerte reprimenda y faltó poco para que aquel digno y alto magistrado fuese privado de su cargo de teniente de policía, a causa de la incuria de sus servicios. La Corte y la policía, se habían preguntado con insistencia qué medios empleó la encantadora evadida para salir de París. Decíase que sedujo a un policía de alta categoría quien la hizo pasar, disfrazada de cómitre de galera… Pero lo más chusco fue la ingenua satisfacción del caballero de Rochebrune, alabándose ante el Rey de haber acogido en Malta a Madame de Plessis-Belliére. No pudo comprender en absoluto la frialdad con que fue tratado después».

El señor de Breteuil soltó la carcajada entre sus puños de encaje. Su mirada curiosa, «el ojo redondo y estúpido de gallo» —pensaba ella—, observaba a la joven tendida. Se relamía por anticipado de las confidencias que ella le haría y que sería el primero en recoger. Le parecía cansada aún y como ausente, pero pronto recobraría sin duda la actividad. Estaba ya transformada y le costaba trabajo reconocer la emocionante ruina ante la que se había encontrado unos días antes. Lo contó. La había entrevisto medio desnuda en sus harapos empapados, con los pies sangrantes, la piel de cera, los ojos rodeados de un cerco morado. Se abandonaba en brazos de una especie de gigante hirsuto que intetaba introducir entre sus labios la taza de tisana con ron preparada por el Hermano enfermero del lazareto. ¡En qué estado puede dejar el cautiverio, entre aquellos crueles bárbaros, a unos seres civilizados…!

¡Señor! ¿Sería posible? ¿Era realmente la soberbia marquesa que él viera danzar en Versalles y a quien el Rey conducía de la mano a lo largo del tapiz verde…? No podía creer lo que veían sus ojos. No, no era aquella por quien Su Majestad le había rogado que fletase un barco y que apelase a todo su talento de diplomático cerca de Muley Ismael.

Sin embargo, había algo en aquella mísera criatura, quizá sus cabellos y la finura de sus muñecas y de tobillos, que le hacía vacilar. Entonces, interrogado el cautivo que la acompañaba, había dicho que él ignoraba el apellido de aquella mujer pero que su nombre de pila era Angélica.

¡Asi, pues, era ella! ¡Angélica de Plessis-Belliére! ¡La muy dilecta del rey Luis XIV! ¡La esposa del mariscal muerto ante el enemigo! ¡La rival de Madame de Montespan y el ornato de Versalles…!

Fue llevada inmediatamente a casa del gobernador de la plaza, el señor de los Cobos y Fernández, cuya esposa se había apresurado a prodigarle sus cuidados.

Angélica tragó saliva con dificultad. El hambre y la sed habían creado en ella extraños reflejos. La vista de un simple alimento, aunque sólo fueran bombones, la hacía desfallecer; y, sin embargo, en cuanto los tomaba sentía gran malestar.

—¿Y qué ha sido de mi compañero? —preguntó.

El señor de Breteuil lo ignoraba. Los Padres Redentoristas debían haberse ocupado de él, darle de comer y vestirle decentemente. El gentilhombre se levantó para despedirse. Deseaba que Madame de Plessis se restableciese prontamente. Debía comprender que él no deseaba demorarse en aquella fortaleza sitiada. Precisamente aquella mañana, cuando tomaba el fresco en las murallas, una bala de cañón, de piedra, vino rodando hasta sus pies. En realidad, la plaza era indefendible. No se comía allí más que habas y bacalao en salazón. Había que ser uno de aquellos condenados españoles, tan salvajes y ascéticos como los moros, para sostenerse así. Suspiró, barrió el enlosado con las plumas de su sombrero y le besó la mano.

Cuando hubo salido, a ella le pareció haber leído en su mirada una maligna ironía, cuya causa no comprendía.

Al anochecer, Doña Inés la ayudó a levantarse y dar algunos pasos. A la mañana siguiente se vistió con unas ropas francesas que el señor de Breteuil había traído en su equipaje. La dama española enfundada hasta el cuello en tontillos y enormes miriñaques «a lo infanta» miró con admiración y envidia los flexibles rasos ceñirse en torno al fino talle de la gran dama francesa. Angélica le pidió cremas para el cuidado del cutis y la piel. Cepilló largamente sus cabellos ante un espejo enmarcado por angelotes que le recordó una charca de agua ensombrecida por el cielo en el hueco de una roca. Veía allí como entonces, su cabellera casi blanca a fuerza de estar descolorida por el sol, encuadrando un rostro patético de jovencita ingenua y desolada. Pensaba, con la mano sobre el pecho en donde una línea dorada subrayaba en el descote la separación entre la parte tostada y la piel más pálida. Estaba, sí, marcada profundamente. Y, sin embargo, no había envejecido. ¡Era simplemente otra! Se puso un collar de oro para disimular aquella transición que en nada la favorecía. El corsé la mantenía erguida. Volvía a sentir la armadura con placer. Pero hacía a veces gestos instintivos a su alrededor como para buscar los pliegues del albornoz y volverlo a echar sobre sus hombros desnudos.

Examinó después la estancia, donde unos negros tapices no lograban disimular las piedras de la fortaleza. Medio alcazaba, medio castillo fortificado, el palacio era, como todas las casa de Ceuta, parecido a las construcciones moriscas. Sin ventanas a la calle y abriéndose sobre patios con finos cipreses, de los que habían huido las palomas asustadas por la metralla, sólo algunas cigüeñas, por costumbre ancestral, se posaban aún al borde de las murallas. Sin embargo, cerca de la estancia de Angélica, una galería cubierta permitía ver las idas y venidas por la estrecha calleja que bajaba hacia el puerto. Se divisaban los mástiles y vergas, agrupados en la dársena fortificada, el mar muy azul, y a lo lejos, la línea rosada de España.

Inclinada, con su abanico en la mano, miraba vagamente en aquella dirección, hacia la costa de Europa, cuando vio a dos marineros pasar al pie de la casa, encaminándose al puerto. Iban descalzos, tocados con gorros de lana roja, y abultados sacos a la espalda. Uno de ellos llevaba aretes de oro en las orejas. La silueta del otro le pareció familiar a Angélica. ¿Qué evocaban en ella aquellos anchos hombros bajo la veste de paño azul de los marinos, ceñida al talle por un cinturón listado de blanco y rojo? No lo reconoció hasta que pasó bajo la puerta abovedada que precedía a la escalera del puerto y la luz recortó en negro su elevada talla.

—¡Colin! ¡Colin Paturel!

El hombre se volvió. Con su barba rubia recortada, ceñido en aquellas ropas de tela gruesa que habían susituido a la camisa y al calzón harapientos del esclavo, estaba en su elemento. Le hizo señas expresivas. Tenía la garganta tan oprimida que no podía llamarle. Él vaciló, volvió sobre sus pasos, con la mirada fija en la mujer ricamente ataviada que se inclinaba en la galería. Ella pudo gritarle por fin:

—La puerta de abajo está abierta. ¡Subid de prisa!

Se le habían quedado heladas las manos sobre el abanico. Cuando se volvió, él estaba allí, erguido en el marco de la puerta, ceñudo, silencioso e inmóvil, con los pies descalzos. Con su gorro, sus gruesas ropas y sus ojos duros y fríos, era tan diferente de la imagen que Angélica había conservado, que tuvo que mirarle las manos y ver en ellas impresionantes, las cicatrices, para reconocerle.

¡Algo iba a morir! Ella no sabía qué, pero sí que ya no podía tutearle.

—¿Cómo estáis Colin? —preguntó con dulzura.

—Bien… ¿y vos también por lo que veo?

Él la miraba fijamente bajo las cejas revueltas con sus ojos azules cuya luz incisiva conocía ella bien. ¡Colin Paturel, el rey de los cautivos! Y él la veía con aquella cadena de oro al cuello, las amplias faldas ahuecadas en torno a su cuerpo y el abanico en la mano.

—¿Adónde vais con ese saco a la espalda? —preguntó ella de nuevo para romper el silencio.

—Bajaba al puerto. Embarco dentro de un rato en el «Buenaventura», un navio comercial que hace rumbo a las Indias Orientales.

Angélica se sintió palidecer hasta los labios. Lanzó un grito:

—¿Partís…? ¡Partíais sin decirme hasta la vista…!

Colin Paturel respiró hondamente mientras que su mirada se endurecía más.

—Yo soy Colin Paturel, de Saint-Valéry-en-Caux. Y vos… ¡vos sois una gran dama, según parece, una marquesa…! La esposa de un mariscal… Y el rey de Francia envía un barco a buscaros… ¿No es cierto?

—Sí, es cierto —balbució ella—, pero esa no es una razón para que partierais sin decirme adiós.

—A veces, eso podría ser una razón —dijo él, sombrío. Sus ojos la esquivaron y pareció alejarse de ella, abandonar la penumbra de la estancia en donde flotaba un perfume de incienso—. A veces cuando dormíais —murmuró él—, os miraba y me decía: «no sé nada de esta pequeña ni ella sabe nada de mí. Cristianos cautivos en Berbería, es lo único que nos acerca. Pero… yo la siento como mía. Ella ha sufrido, ha sido humillada, manchada… Pero sabe volver a levantar endiabladamente la cabeza. Ha navegado, ha abierto los ojos al ancho mundo. La siento de mi raza…» Y por eso me decía: «quizá más adelante, cuando hayamos salido de este infierno y desembarquemos en un puerto, en un verdadero puerto de nuestro país… con cielo gris y cayendo la lluvia, entonces, procuraré hacerla hablar un poco… Y si está sola en el mundo… Y si entonces quiere, la llevaré a mi tierra, a Saint-Valéry-en-Caux. Allí tengo una choza. Algo, no muy grande, pero bonito, con tejado de paja y tres manzanos. Allí tengo también unos ahorros, metidos bajo la piedra del hogar. Tal vez si el rincón le gusta, entonces dejaré de navegar… ella dejará de vagabundear… Compraríamos dos vacas…»

Se calló. Apretó la mandíbula e irguiéndose puso aquella mirada altiva y temible con la que afrontaba al cruel Muley Ismael.

—¡Y no hay más! Vos no sois para mí. ¡Eso es todo! —Le invadió la cólera. La increpó tonante—: Lo habría perdonado todo… Lo hubiera aceptado todo de vuestro pasado. ¡Pero esto no…! De haberlo sabido, no os hubiese tocado ni con pinzas. No he podido soportar nunca a la gente de la nobleza.

Angélica exhaló un grito de indignación.

—¡Eso no es cierto, Colin! Mentís. ¿Y el caballero de Méricourt… y el marqués de Kermoeur…?

Él lanzó una furtiva mirada hacia la ventana, como si buscase a alguien más allá de las murallas de Ceuta, los muros de Mequinez.

—Eso era allá lejos… Era diferente. Eramos todos unos cristianos, unos pobres esclavos… —Y de pronto, inclinó la cabeza como abrumado, como si llevase todavía sobre sus hombros las enormes piedras con que le aplastaban los chaouchs de Muley Ismael—. Podré olvidar todas las torturas —dijo con voz sorda—, podré olvidar la cruz. Pero esto no podré olvidarlo jamás… Me habéis echado una carga, señora, una carga…

Y ella sabía qué peso había cargado sobre su corazón y que él arrastraría en lo sucesivo el recuerdo de dos voces murmurando en el silencio del desierto.

«…Te amo también, Colin.

»¡Chist! No hay que decir esas palabras. Todavía no… ¿Te sientes bien ahora?

»Sí.

»¿Es cierto que te he proporcionado placer?

»¡Oh, sí!, ¡y de qué modo!

»Duerme, mi cordera…»

Empezaron a temblarle las comisuras de la boca y la elevada estatura de Colin Paturel se esfumó, pareciendo alejarse tras el velo de sus lágrimas.

Él se inclinó, recogió el saco, se lo echó a la espalda y levantó su gorro de lana, mascullando:

—¡Adiós, señora! ¡Buen viaje!

Se iba.

¡No, así no! Con aquella mirada hostil e indignada, no. ¡Colin! ¡Colin, hermano mío…!

Se precipitó a la galería, se inclinó sobre la escalera… Pero él estaba ya abajo. ¿Vio él, al levantar los ojos, correr las lágrimas por sus mejillas? ¿Se las llevó como bálsamo, para calmar sus heridas? ¡Ella no lo sabría nunca! Permaneció allí inmóvil, con el pecho agitado por amargos sollozos.

Luego, salió para caminar por las murallas. No podía ya seguir encerrada. Los techos bajos, los muros pesaban sobre ella como los de una prisión. Quería respirar el aire marino para librarse de la opresión. En alta mar, cruzaban barcas berberiscas. Los cañones del puerto defendían la partida de los navios. Uno de ellos se alejaba, con las velas hinchadas, de una blancura de yeso sobre el azul del cielo. ¿Era el que se llevaba a Colin Paturel, el rey de los cautivos, el pobre marinero normando, y a su dolor?

«¡La vida es idiota!», se decía Angélica. Y lloraba quedamente, con los ojos cegados por el brillo de las breves olas al pie de la ciudadela. ¡Oh, Mediterráneo! ¡Nostramare! ¡Nuestra madre! Nuestra madre. Cuna azul, amplio seno amargo de la humanidad, que surcaban todas las razas, que mecía todos los sueños. ¡Mediterráneo, caldera de bruja, removiendo todas las pasiones…!

Angélica se había embarcado sobre sus olas engañosas y había dejado allí los jirones de su ensueño y de su esperanza en espejismos de azul y de oro…

Parecía como si no hubiera emprendido aquel viaje más que para borrar la imagen demasiado tenaz de su marido y, habiendo partido para hacerla revivir, descubrir hoy que hasta su recuerdo se había disipado al fin en ella. ¡En aquellas orillas que habían visto derrumbarse tantos imperios, todo volvía a convertirse en polvo…!

Cansada, pensaba que había sacrificado ya bastantes cosas a una meta imposible, a una quimera cruel. Como el pequeño Cantor, la primera víctima, gritando: «¡Padre mío! ¡Padre mío!» antes de desaparecer bajo las olas, ella había gritado: «¡Amor mío!», pero no tuvo respuesta alguna. Los fantasmas, las utopías, se dispersaban en el pausado movimiento de las velas sobre el horizonte, en el olor a café negro y el nombre de las ciudades apasionadas o misteriosas: Candía-la-Corsario, Mequinez, donde los esclavos expiran en los jardines del Paraíso, Argel-la-Blanca.

En aquel momento, lloraba menos su fracaso y decepción, que los recuerdos imperecederos de rostros que llevaban por nombre Osmán Ferradji, el Gran Eunuco, Colin Paturel el crucificado y hasta aquel extraño Muley Ismael que colocaba la oración entre las voluptuosidades.

Y aun aquel personaje delgado y sombrío, Mefistófeles de los mares, el Rescator, de quien había dicho el Mago: «¿Por qué has huido de él? ¡Las estrellas cuentan tu historia y la de él, la más extraordinaria historia del mundo!» En la lejanía, la voz demente de Escrainville aullaba: «Para ti mostrará ella su rostro de amante, maldito brujo del Mediterráneo…»

Pero ni aquello era cierto. Una vez más, el viento engañoso había embrollado todos los destinos, y su rostro de amante lo había ofrendado únicamente a un pobre marinero que se lo llevaba para siempre como un tesoro robado durante la más increíble de las aventuras.

Todo estaba embrollado, todo se encontraba de nuevo comprometido. Sin embargo, Angélica empezaba a percibir una verdad en aquel caos. La mujer que ella había contemplado en la charca, la que se había lavado en el manantial del oasis y erguido al claro de luna su cuerpo rejuvenecido, no tenía ya nada en común con la que hacía menos de un año se enfrentaba con Madame de Montespan bajo los artesonados de Versalles.

La de entonces era una mujer contaminada de corrupción, ávida, baqueteada, oliéndose las intrigas, a gusto en las aguas turbias. Su espíritu se había oscurecido a fuerza de alternar con tantos personjes repulsivos.

A la sola evocación de aquel recuerdo sentía náuseas, ganas de vomitar. ¡Jamás —se dijo—, jamás podría volver a estar entre ellos! Se había lavado y purificado respirando el aire aromado por los cedros. El sol del desierto había quemado las hierbas venenosas. Ahora ella los vería tales como eran; no podría ya soportar el enfrentarse con la estupidez vanidosa sobre el rostro de un Breteuil y hacer un esfuerzo para responder a ella con cortesía. Ciertamente iría a buscar a Florimond y a Charles-Henri, y después se marcharía. ¡Sí, se marcharía…! ¿Adónde?

Señor ¿no se podría crear un mundo en esta tierra en que un Breteuil no tuviera derecho a despreciar a un Colin Paturel, donde un Colin Paturel no tuviese que sentirse humillado por su amor inaccesible a una gran dama de la Corte…? Un mundo nuevo en el que los que poseyesen la bondad, la valentía, la inteligencia, estuvieran en lo alto, en el que se quedasen abajo los que careciesen de aquellas cualidades. ¿No habría una tierra virgen para acoger a los hombres de buena voluntad? ¿Dónde, Señor…? ¿En qué tierra…?

Volvió a la casa, meditando. Hablaría aquella noche al señor de Breteuil. El Rey había enviado un barco a buscarla. En un movimiento de pánico y para escapar de una situación sin salida, había recurrido a él. Y él no la había desatendido. Pero Angélica no quería ver cerrarse sobre ella las tenazas de una antigua trampa. ¿Tenía un compromiso con el Rey? Decidió que nada había sido formulado a aquel respecto. Poco más o menos, las piezas del ajedrez podían seguir colocadas de la misma manera que el año anterior.

Sin esperar más, aquella misma noche, advirtió al diplomático francés que ella no pensaba retenerle más tiempo en Ceuta. Por su parte, ella prolongaría su estancia allí, ya que su salud era todavía delicada; pero el señor de Breteuil podía regresar a Francia y comunicar al Rey el buen éxito de su misión. Aunque no hubieran tenido que hacerse los gastos previstos puesto que ella había podido escapar por sí sola de Muley Ismael, no dejaba de estar muy reconocida a Su Majestad por su increíble bondad para con ella.

El diplomático sonrió levemente y la miró con maligna satisfacción. No le había tenido nunca estima. Recordaba que con ocasión de la embajada de Bachtiari Bey, ella había triunfado en donde él y sus colegas fracasaron; y el Rey no se privó en aquella ocasión de tacharles de torpes.

Dijo que Madame de Plessis-Belliére se equivocaba. ¿Creía acaso que Su Majestad no había sentido profundo rencor hacia ella…? Era raro el ejemplo de una desobediencia tan patente y no entraba en los hábitos del Rey tomar a la ligera una manera de obrar tan próxima a la rebeldía. Madame de Plessis-Belliére por su influencia, sus numerosas relaciones, su puesto de primer plano en la Corte era una personalidad demasiado importante para que sus actos no implicasen desastrosas reflexiones. La gente habíase reído bajo capa de la «jugarreta» hecha al Rey; y los libelistas de París se hartaron de poner en coplas la misteriosa evasión de la bella amazona. Eran tantas contrariedades que el Rey no estaba dispuesto a perdonar fácilmente…

Si su increíble generosidad le había ciertamente impulsado a acudir en auxilio de la que se había colocado en tan triste situación no era propio de su dignidad de soberano el pasar la esponja fácilmente. Y la prudencia le aconsejaba desconfiar de una persona que reproducía ¡ay! la escandalosa conducta de los sediciosos de otro tiempo…

Angélica, irritada, cortó en seco la reprimenda:

—Pues bien, razón de más para no abusar de la generosidad de Su Majestad. Regresad a Francia, señor. Yo volveré por mis propios medios.

—No penséis en ello.

—¿Y por qué?

Porque tengo orden de deteneros, señora, en nombre del Rey.