LXVI La última etapa

Avanzaban paso a paso, piedra tras piedra. A su alrededor, el Rif había cambiado. Los cedros habían desaparecido así como las laderas de verde hierba. Con su desaparición, la caza era ahora rara y los manantiales también. El hambre y la sed empezaban a torturar a los fugitivos. Entre tanto, la pierna de Angélica estaba ya curada y acabó por convencer a su compañero de que la dejase andar un poco. Avanzando tranquilamente, caminaban de día y de noche, por pequeñas etapas, subiendo despacio los desfiladeros y los puertos, entre sombríos cantiles y malezas monótonas.

Angélica no se atrevía ya a preguntar si estaban aún lejos de la meta. Esta parecía retroceder indefinidamente con la roja pantalla de las montañas. ¡Había que andar, que seguir andando!

Angélica se detuvo. «Esta vez me voy a morir», se dijo. Su debilidad se creció en ella, se hizo inmensa. En sus oídos nacía un zumbido confuso, un carillón de iglesia y aquel signo premonitorio la llenó de espanto.

—Esta vez, es la muerte…

Cayó de rodillas lanzando un débil grito. Colin Paturel, que estaba ya casi en la cumbre de un acantilado cuya arista se dibujaba duramente sobre el cielo implacable, bajó de nuevo hacia ella. Se arrodilló, la alzó hasta él. Ella sollozaba sin lágrimas.

—¿Qué hay, mi pequeña? Vamos, un poco más de valor. —Le acariciaba la mejilla y besaba sus labios resecos como para insuflar en ellos su inagotable fuerza—. Levántate, voy a llevarte un poco.

Pero ella sacudía la cabeza, desesperada.

—¡Oh, no, Colin…! Esta vez es demasiado tarde. Voy a morir. Oigo ya unas campanas de iglesia que doblan por mi muerte.

—¡Eso son tonterías! Recobra el valor. Al otro lado de este acantilado…

Se detuvo, atento, con la mirada vagamente fija hacia delante.

—¿Qué pasa, Colin? ¿Los moros?

—No, pero pasa que… yo también oigo… —Se irguió bruscamente y gritó con voz sofocada—. ¡Oigo las campanas…!

Echó a correr como un loco hacia la cumbre del acantilado. Le vio ella agitar los brazos y aullar algo que no entendió. Pero olvidando toda fatiga y sin preocuparse de las piedras agudas que la herían, ella se levantó y fue de prisa hasta él.

—¡¡El mar!!

Esto era lo que gritaba el normando. Cuando ella llegó, la asió del brazo, la atrajo hacia él, estrechándola desatinadamente; y permanecieron allí deslumhrados sin poder creer lo que sus ojos veían. Ante ellos el mar se extendía, rubio y orlado de doradas vegas; y a la izquierda una ciudad erizada de campanarios, bien cercada por sus murallas. ¡Ceuta! Ceuta la Católica. Las campanas que habían oído creyéndolas una alucinación de su espíritu agotado, eran las de la catedral del Santo Ángel, tocando el Ángelus de la tarde.

—¡Ceuta! —murmuró el normando—. ¡Ceuta!

Luego se dominó, volvió a recobrar su cabeza prudente y recelosa. ¡Porque Ceuta era también la ciudad sitiada por los moros…! Un cañonazo lejano hizo resonar los contrafuertes del Monte Acho y una nube de humo brotó al borde de las murallas para evaporarse suavemente en el crepúsculo apacible.

—Vamos por ahí —murmuró Colin Paturel, llevando a su compañera al abrigo de las rocas.

Mientras ella descansaba, él se deslizó reptando a lo largo de la cresta.

Volvió, habiendo divisado el campamento de los moros y sus mil tiendas levantadas, coronadas por oriflamas verdes, justamente al pie del acantilado. Por muy poco no cayeron de golpe sobre los centinelas en su marcha aventurada. Ahora había que esperar la noche. ¡Él tenía un plan! Antes de salir la luna, se deslizarían hasta el pie de la montaña y llegarían a la playa. De roca en roca intentarían alcanzar el istmo sobre el que se levantaba la ciudad; se arrastrarían hasta el pie de la muralla e intentarían hacerse reconocer por los centinelas españoles.

Cuando la oscuridad fue suficiente, dejaron allí armas y bagajes y bajaron, conteniendo la respiración, temiendo hasta la caída de una piedra. Cuando llegaban ya a la playa, oyeron unos caballos marchando al paso. Pasaron tres árabes, que regresaban al campamento. Por suerte, no los acompañaban sus feroces lebreles.

No bien se hubieron alejado, Colin Paturel y Angélica cruzaron la playa corriendo y se arrojaron sobre las rocas de la orilla. Medio metidos en el agua, comenzaron a avanzar de una a otra anfractuosidad. Iban a tientas, desollándose en las asperezas de las conchas, tropezando de cuando en cuando en un hoyo lleno de agua, izándose de nuevo pero teniendo cuidado de no erguirse, porque poco a poco la claridad de la luna se había ido esparciendo. La elevada masa de la ciudad parecía cercana con sus almenas orladas de plata, sus cúpulas y campanarios, que se alzaban sobre el cielo estrellado. La visión con la cual habían soñado tanto, centuplicaba su valor.

No estaban ya lejos de la primera torre, construida como avanzada fortificada, cuando el ruido de unas voces árabes mezclándose con ligero rumor del oleaje, los inmovilizaron, adheridos a la roca viscosa, intentando formar cuerpo con ella. Un grupo de jinetes moros apareció. Sus cascos puntiagudos brillaban bajo la luna. Se apearon y se instalaron en la playa donde encendieron una gran hoguera. A unos pasos apenas, los fugitivos aferrados a las rocas y empapados de agua, se colocaban para vigilar. Colin Paturel los oyó hablar.

No les agradaba —decían— aquel servicio engorroso que el alcaide les imponía de ir a vigilar, justamente bajo las murallas de Ceuta. Buen sitio para recibir una flecha en el corazón en cuanto despuntara el alba, de uno de aquellos endemoniados arqueros españoles. Pero el alcaide decía que aquel sitio debía ser vigilado por la noche, pues por allí, los guías clandestinos hacían pasar a los cristianos evadidos.

—Se marcharán al amanecer —musitó el normando a Angélica—. Hay que sostenerse hasta entonces.

Sostenerse, medio sumergidos en el agua fría, con la sal sobre sus desolladuras, maltratados por el oleaje, luchando contra la fatiga y el sueño para no soltarse… Por fin, poco antes del alba, los moros se sacudieron, cincharon las monturas y en cuanto el sol enrojeció el horizonte saltaron sobre sus sillas y galoparon hacia el campamento. Agotados, Colin Paturel y Angélica se izaron fuera del agua y se arrastraron de rodillas, entumecidos de cansancio. Cuando recobraban aliento otro grupo de jinetes moros apareció por detrás de la montaña y los vió. Lanzaron roncas exclamaciones e hicieron dar la vuelta a sus cabalgaduras en dirección a ellos.

—Ven —dijo Colin Paturel a Angélica.

El espacio que se extendía ante ellos hasta la ciudad les pareció inmenso como el desierto. Cogidos de la mano corrían, volaban, sin sentir ya sus pies descalzos desgarrados, impulsados por un solo pensamiento: correr, correr, llegar hasta la puerta.

Los árabes que les perseguían iban armados de mosquetes, arma más difícil de manejar al galope. Un arcabuz no hubiera fallado el blanco que ellos ofrecían al descubierto, sobre el terraplén arenoso. Pero las balas rebotaron a sus lados. De pronto, Angélica tuvo la impresión de ver surgir ante ellos otros jinetes.

—Esta vez se acabó… Estamos cercados.

Su corazón estalló, deshecho. Tropezó, rodó entre los cascos de los caballos. La masa del normando se desplomó encima de ella; y Angélica se desmayó, llevándose el eco de su voz entrecortada, jadeante.

—¡Cristianos…! Cristianos cautivos… ¡En nombre de Cristo, amigos![22] En nombre de Cristo…