Y así prosiguieron su lenta ascensión. El hercúleo normando apenas se encorvaba bajo aquel nuevo peso e incluso caminaba con su paso mesurado de siempre. Tuvo que abandonar la maza, que le entorpecía demasiado. Conservaba el mosquete y el saco de víveres, colgados de un hombro. La joven iba sobre su espalda, con los brazos rodeándole el cuello; y él percibía el perfume de su cabellera cuando a veces, cansada, apoyaba la frente sobre la nuca maciza de su porteador. Y esto era lo más duro. Más duro que el cansancio, que la marcha pesada, interminable, bajo el ojo frío de la luna que les seguía sobre el paisaje desértico, proyectando una sola sombra extraña sobre la tierra cenicienta. Llevarla, sentir aquel peso suave y abrumador adherido a él, mientras sus manos la sostenían ciñéndola por las caderas…
Angélica lamentaba la fatiga que imponía a su compañero. La desasosegaba sentirse transportada con tanta comodidad como una niña, sobre aquel espinazo potente. En realidad, los rudos hombros de Colin Paturel estaban acostumbrados a llevar cargas más abrumadoras en sus doce años de esclavitud. Famoso por su fuerza, le habían sometido a faenas sobrehumanas. Sus músculos, su propio corazón, utilizados más allá de las posibilidades humanas, habían adquirido resistencia extraordinaria. Apenas si caminaba más despacio, apenas si su aliento se agitaba algo más, resonando en el silencio de la noche y de los amplios espacios blancos bajo el claro de luna.
Angélica miraba, deslumbrada, creyendo soñar, la belleza del paisaje que se desplegaba ante sus ojos. Demasiadas noches había caminado, tensa, con el único propósito de no distanciarse. Ahora, se daba cuenta de que el cielo tenía profundidades azules intensas y las estrellas reflejos dorados. Un cielo de viñeta iluminada, sobre el que resaltaban, dibujados en blanco y plata con fino pincel, el perfil de los montes lejanos a la izquierda, y la cinta de los oueds en la hondonada de los valles.
Acababa de escapar de la muerte. Su sangre reanudaba en sus venas el victorioso canto: «¡Estoy viva!, ¡viva!» Debió dormirse, porque el cielo de pronto se desplegó ante ella, rosado y rojo. El hombre seguía caminando con paso lento y metódico. Angélica tuvo un brusco impulso de ternura y veneración y estuvo a punto de besar la piel atezada, tan cercana a sus labios.
—Colin —suplicó—. ¡Oh, os lo ruego! Deteneos, descansad. Debéis estar agotado.
Él la obedeció en silencio. La dejó resbalar hasta el suelo y fue a sentarse aparte, con la frente entre las rodillas. Ella veía sus anchos hombros moverse bajo la acelerada respiración. «Esto es demasiado —pensó—. Ni un hombre de su resistencia puede realizar semejante hazaña». ¡Si ella hubiera podido andar un poco!
Sentíase descansada y llena de fuerza y de valor. Pero al intentar poner el pie en el suelo, unas punzadas violentas le hicieron comprender que de insistir se exponía a que se abriese la herida agravando así su estado. Se arrastró hasta el saco de víveres, preparó un puñado de dátiles y de higos secos y se los llevó a Colin Paturel, así como las calabazas del agua.
El normando levantó la cabeza. Tenía los rasgos tensos y una mirada vaga. Miró aquel alimento como si no lo viese.
—Deja eso ahí —dijo con rudeza—. No te preocupes. —Sacudió su cabellera de vikingo como león importunado—. No te preocupes. Una hora de sueño y todo irá bien.
Dejó caer pesadamente la cabeza sobre las rodillas. Ella se alejó a su vez, descansó después de haber comido algunos frutos secos. El aire era fresco y a muchas leguas a la redonda no se divisaba ningún aduar, ningún vestigio de vida humana. ¡Era maravilloso!
No teniendo nada mejor que hacer, volvió a dormirse. Cuando abrió de nuevo los ojos, Colin Paturel regresaba de caza, con un cervatillo atravesado sobre los hombros.
—¡Colin, estáis loco! —exclamó Angélica—. Debéis estar destrozado de cansancio.
El normando se encogió de hombros.
—¿Por quién me has tomado, pequeña? ¿Por un blandengue como tú?
Estaba de humor sombrío y se quedó taciturno, evitando mirarla. Angélica se inquietó temiendo que le ocultase algún nuevo peligro.
—¿Podrían sorprendernos aquí los moros, Colin?
—No creo. Para mayor seguridad, encenderemos el fuego en el barranco.
La pierna de Angélica iba ya tan bien que pudo al fin bajar con precaución, hasta el arroyo.
Allí encontraron la última fiera. La divisaron demasiado tarde, al otro lado del arroyo. Era una leona, agazapada como enorme gato en acecho. Le hubiera bastado un salto para alcanzarles. Colin Paturel se quedó inmóvil como estatua de piedra. Sus ojos no se apartaban de la fiera a la que se puso a hablar lentamente. Instantes después, el animal, perplejo, se retiró con cautela. Se vieron relucir sus ojos tras unas matas y luego, el movimiento de las hierbas, indicó el camino de su retirada.
El normando lanzó un suspiro como para hacer girar todos los molinos de Holanda. Su brazo rodeó los hombros y la estrechó contra él.
—Creo que el cielo está con nosotros. ¿Qué ha podido pasar por la cabeza de este animal para que nos deje en paz?
—Le hablabais en árabe. ¿Qué le habéis dicho?
—¡Qué sé yo! No me he dado cuenta siquiera de la lengua que empleaba. He pensado solamente en que podía intentar comunicarme con la fiera; que entre ella y yo había manera de entenderse. Con un moro hubiera sido imposible. —Movió la cabeza—. Me entendía bien con los leones de Mequinez.
—Ya lo recuerdo —dijo Angélica intentando reír—. No quisieron devoraros.
El hombre bajó su mirada hacia la cara descompuesta de la joven.
—¿No has lanzado un grito? ¿No has hecho un gesto…? Está bien, amiguita.
Las mejillas de Angélica recobraron el color. El brazo de Colin Paturel era una muralla inviolable. Sentía su abrazo como una fuente de energía. Alzó los ojos y le sonrió confiada.
—A vuestro lado, no puedo sentir ningún miedo.
Las mandíbulas del normando se contrajeron de nuevo. Se le ensombreció la cara.
—No nos quedemos aquí —gruñó—. No hay que jugar con la suerte. Vamonos más lejos.
Llenaron las calabazas en el arroyo y buscaron un rincón entre las rocas para encender el fuego. Pero aquella comida no les trajo más satisfacción que la de calmar el hambre. La atmósfera estaba pesada.
Colin Paturel, con la frente fruncida y preocupada no abría la boca. Angélica, después de haber intentado en vano romper el silencio, se dejaba invadir por una turbación sutil que no podía definir y que la ponía nerviosa. ¿Por qué Colin Paturel estaba tan sombrío e inqueto? ¿Le guardaba rencor por haberlos retrasado con su herida? ¿Qué peligro presentía, en torno de ellos y qué significaba la rápida mirada que le dirigía a veces a hurtadillas bajo sus rubias cejas pobladas?
El viento nocturno pasó sobre ellos como un ala de terciopelo. La luz que se extinguía dejaba fríos coloridos azules, tonos sombríos y suaves que teñían las montañas, el cielo y los valles, y se espesaban poco a poco. En la sombra invasora, Angélica volvió hacia Colin Paturel su blanco rostro angustiado.
—Yo… yo creo que podré andar esta noche —dijo.
Él movió la cabeza.
—No, pequeña, no podrás. No temas nada. Yo te llevaré. Su voz sonaba con una especie de tristeza.
«¡Oh, Colin! —estuvo ella a punto de exclamar llorando—, ¿qué sucede? ¿Vamos los dos hacia la muerte?» Sobre su espalda, con el brazo en torno a su cuello, no gozó de la paz de la noche anterior. El alentar del hombre repercutía en ella con los sordos latidos de su corazón y le recordaba aquellas emocionantes confidencias de voluptuosidad que tantos hombres jadeantes le habían hecho, entre sus frágiles brazos de mujer. Entonces, era ella la que parecía llevarlos y ahora, en la somnolencia que la invadía, con la frente hundida contra la nuca sudorosa y musculada de su rudo compañero, Angélica notaba que cargaba sobre él el peso de su invencible femineidad.
El aire de las montañas descendía hacia ellos, casi glacial y cargado de olores penetrantes, de un rico y misterioso perfume, evocador de belleza y de suntuosidad. El sol saliente les mostró los cedros que cubrían la ladera de la montaña con sus largos ramajes, ensanchados como el cobijo de oscuras tiendas alrededor de los troncos cortos y potentes. Su sombra cubría un césped ligero moteado de flores blancas estrelladas; y por todas partes el olor único del bosque flotaba, embalsamando cada ráfaga de viento. Colin Paturel franqueó un torrente que saltaba en blancos remolinos, subió más aún y descubrió la entrada de una gruta pequeña tapizada de arena blanca.
—Detengámonos aquí —dijo—. Al parecer ningún animal se aloja en esta gruta. Podremos encender el fuego sin peligro.
Hablaba entre dientes y su voz era muy ronca. ¿Era de agotamiento? Angélica le siguió ansiosa con los ojos. Había en élalgo extraño y ella no podía soportar ya el no saberlo. ¿Estaría enfermo? ¿Se sentía grevemente decaído? No se le había ocurrido nunca la idea de que él también pudiera flaquear. ¡Sería espantoso! ¡Pero ella no le abandonaría! Le cuidaría, le reanimaría, como él la había reanimado. Eludió el interrogatorio de los ojos azul-verdes que no se apartaban de ella.
—Voy a dormir —dijo él, lacónicamente.
Salió. Angélica suspiró. El sitio era encantador y la hacía soñar. ¡Con tal de que no ocultase alguna trampa que viniera de nuevo a abrumarles…!
Colocó sus pobres víveres sobre una piedra plana: los higos secos, las lonchas de cervatillo, asadas la víspera. Las calabazas estaban vacías. El murmullo del torrente en el fondo, la atrajo. Bajó allí sin demasiadas dificultades, se acordó a tiempo de mirar con precaución a su alrededor, pero sólo algunos pájaros de plumaje tornasolado retozaban en las orillas. Angélica llenó las calabazas y luego se lavó minuciosamente en el agua muy fría. Su sangre corría con viveza bajo su piel. Se inclinó sobre un remanso formado en el hueco de una roca y se vio allí de pronto como en un espejo. Entonces estuvo a punto de lanzar un grito de sorpresa.
La mujer que se reflejaba allí, rubia bajo el añil del cielo, parecía tener veinte años. Las facciones afinadas, los ojos agrandados con un cerco malva, habituados a otear el horizonte y que interrogaban con una especie de candor nuevo, la curva de la boca sin afeites, agrietada y descolorida, no eran ya las de una mujer con amargas experiencias, sino las de una doncella al natural, que se desconoce todavía y se entrega sin disfraz. El áspero viento, el sol implacable, el olvido de toda coquetería en las angustias que la habían abrumado, daban de nuevo a su rostro con demasiado realce en otro tiempo, una especie de virginidad. Su tez aparecía horrible ciertamente: morena como la de una gitana; pero, en contraste, sus cabellos se volvían rubios como un rayo de luna sobre las arenas. La delgadez de su cuerpo delicado perdido en la envoltura del albornoz de lana, su cabellera suelta, sus pies descalzos eran los de una muchacha salvaje. Deshizo el vendaje de su pierna. La quemadura estaba curada pero la cicatriz sería muy fea. ¡Tanto peor! La joven volvió a vendarse con filosofía. Al bañarse hacía un rato, había sentido la finura de su talle, contemplado sus piernas torneadas y ágiles, piernas que habían perdido el exceso de grasa adquirido en el harén. Después de todo, había salido bien librada.
Una vez más se inclinó sobre el espejo improvisado y se sonrió.
—Creo que estoy todavía presentable —dijo a los pájaros que la miraban sin asustarse.
Canturreaba mientras remontaba la pendiente. De pronto se calló. Acababa de ver a Colin Paturel, tendido sobre el césped entre las blancas florecillas. Estaba inmóvil con un brazo bajo la cabeza. La inquietud que sentía por él la invadió de nuevo y se acercó a paso de lobo para observarle.
El normando dormía. Su respiración apacible y regular levantaba su pecho, velludo, que el albornoz entreabierto descubría.
No, no estaba enfermo. Su tez recocida, la serenidad de sus labios cerrados, altivos en el sueño y hasta su postura de abandono, el rostro algo vuelto sobre su brazo, con una rodilla levantada, eran los de un hombre en plena salud, reparando sus fuerzas después de dura tarea. Y contemplándole así, dormido bajo los cedros, le pareció semejante a Adán. Había tan primitiva perfección en aquel cuerpo gigantesco y vigoroso, en aquel hombre sencillo, cazador errante, justiciero, pastor de su pueblo.
Se arrodilló, atraída. El viento le hacía bailar un mechón sobre la frente cincelada; puso allí la mano y se lo apartó suavemente. Colin Paturel abrió los ojos. La mirada que clavó en ella le pareció extraña. Retrocedió instintivamente. Al normando parecía costarle trabajo recobrarse.
—¿Qué pasa? —balbució con voz ronca—. ¿Los moros?
—No, todo está tranquilo. Os miraba dormir. ¡Oh, Colin! No me miréis así —gritó súbitamente, fuera de sí—. ¡Me dais miedo! ¿Qué tenéis hace unos días? ¿Qué ocurre? Si nos amenaza algún peligro, decídmelo. Soy capaz de compartir vuestras preocupaciones, pero no puedo soportar vuestro… sí, eso es, vuestro rencor hacia mí. Diríase en ciertos momentos que me detestáis, que me guardáis rencor… ¿De qué? ¿De que me haya picado una serpiente y de retrasar nuestra marcha? Ya no comprendo nada. Habíais sabido mostraros tan generoso. Yo creía… Colin, por amor del cielo, si tenéis algo que reprocharme, decídmelo, pero ya no lo puedo soportar… Si me odiáis ¿qué va a ser de mí?
Asomaron unas lágrimas a sus ojos. Perder su único y último amigo le parecía la peor prueba. Él, ya en pie ahora, la miraba, tan impasible que ella pudo creer que no la había oído. Su pesada mirada caía sobre ella; y Angélica pensó que los cautivos juzgados por su soberano, en el presidio de Mequinez, no debían sentirse a gusto.
—¿Qué te reprocho? —dijo él por fin—. El ser lo que eres: una mujer.
Sus cejas se fruncían endureciendo las pupilas azules y haciéndolas parecer sombrías y perversas.
—Yo no soy un santo, hermosa mía. Harías mal en imaginártelo. Soy un mozo del mar, un antiguo filibustero. Matar, saquear, barloventear, recorrer los puertos, ser un mujeriego, ésta fue mi vida. Ni en el cautiverio he cambiado de gustos. He necesitado siempre mujeres. Atrapaba a las que podía. No era cosa de hacerse el delicado. Muley Ismael, cuando quería recompensarme me mandaba una de sus negras. El momio era raro. Doce años, todo hay que decirlo, ¡he estado de ayuno y abstinencia…! Entonces, cuando al cabo de doce años, se pone uno a vivir al lado de una mujer… —Se animó, ocultando su confusión bajo la cólera—. ¿Es que no puedes comprender…? ¿Tú no has vivido, antes de ser vendida a Muley Ismael? Tienes, sin embargo, una mirada atrevida para que uno sospeche lo contrario… ¿No te has preguntado nunca si, para un mozo como yo, era soportable vivir así días y noches con una mujer…? ¡Y qué mujer…! —Sus párpados se cerraron. Su ruda fisonomía se iluminó con ingenua expresión de éxtasis—. ¡La más bella que he visto nunca! —Y siguió hablando a media voz para él mismo—. Tus ojos, como el fondo del mar… y que me miran, y que me suplican. Tu mano sobre la mía, tu olor, tu sonrisa… Si al menos no supiera cómo estás hecha. Pero te he visto… cuando estabas atada a la columna y los demonios negros te acercaban las tenazas enrojecidas al fuego… Te he visto la otra noche, cuando te bañabas en la cascada… Y ahora, tengo además que llevarte sobre mi espalda… —Su furor estalló de nuevo—. No… esto no se puede soportar… Lo que padeció San Antonio, no fue nada al lado de esto. Hay días en que preferiría, sí, preferiría volver a estar sobre la cruz, con los buitres chascando sus picos alrededor de mi cabeza o clavado en la Puerta Nueva… ¡Y aún me preguntas por qué me encolerizo! Tendió los puños, tomando al cielo por testigo de sus tormentos. Luego, con recios juramentos, se apartó alejándose a zancadas hacia la caverna.
Su explosión dejó estupefacta a Angélica. «¡Oh! Entonces no era mas que eso», se dijo. Una sonrisa distendió sus labios. A su alrededor un viento ligero agitaba el amplio velamen de los cedros y removía su penetrante olor. Los cabellos de Angélica acariciaban sus mejillas y sus hombros, semidesnudo bajo el albornoz de lana que había resbalado. Hacía un rato, en el remanso, se había ella visto tal como la veía Colin Paturel, con el elegante óvalo de su rostro dorado, donde los ojos agrandados tenían transparencias misteriosas. Recordaba haber deseado posar sus labios sobre la nuca inclinada de aquel hombre; y cuando la noche caía llevándose la angustia de aquellas regiones salvajes, la desatinada necesidad que la invadía de buscar refugio sobre la tibieza de su ancho pecho. Primicias sin formular de un deseo más hondo que dormía en su carne y que ella no había querido despertar.
Ahora que él había hablado, el impulso eterno se desplegaba en ella como un ave. Sus miembros reposados sentían circular la vida en sus venas. ¡La vida…! Cogió una florecilla blanca, delicada flor de las montañas, perfecta y frágil y se la llevó a los labios. Sintió que se le henchía el pecho. Respiró varias veces profundamente. El miedo que acechaba había retrocedido tras el horizonte. El cielo estaba despejado, el aire era candido y perfumado.
El mundo estaba desierto.
Angélica se levantó de nuevo. Descalza sobre el suave césped, corrió hacia la caverna. Colin Paturel estaba junto a la entrada, apoyado en la roca. Cruzado de brazos, contemplaba tierras lejanas amarillentas y verde pálidas que se extendían al pie de las montañas; pero su meditación debía seguir otro curso y su espalda era la de un hombre sumamente confuso que se preguntaba cómo va a salir del mal paso que ha cometido la necedad de dar. No la oyó llegar y ella se detuvo, mirándole enternecida. ¡El querido Colin! ¡El querido y valiente corazón! Indomable y modesto. ¡Qué alto y qué fornido…! Sus brazos no podrían nunca abarcarle.
Se deslizó a su lado y él no la vio hasta que Angélica apoyó la mejilla en su brazo. El hombre se estremeció violentamente y se desprendió.
—¿Es que no has entendido lo que te he explicado hace un momento, pequeña? —dijo altanero.
—Sí, creo haberlo entendido —murmuró ella.
Sus manos subieron suavemente sobre el pecho de Colin Paturel, hacia sus anchos hombros. El retrocedió más y se puso rojo.
—¡Ah! no —dijo—, ¡no es eso…! No, no has comprendido. No, yo no te he pedido nada. ¡Pequeña mía! Pobrecita mía… ¿Qué has creído? —Le asió las manos con las suyas, para mantenerla apartada. Si ella le tocaba, si volvía a sentir aquella acariciadora proximidad, sucumbiría, perdería la cabeza—. ¿Qué has pensado? Y yo que me tomaba tanto trabajo para que no sospechases nada… Si no hubiera abierto la boca, no habrías sabido nunca nada, pero me has cogido a traición, cuando me despertaba… soñando siempre contigo… Olvida mis palabras… ¡Cómo me lo reprocharía! Bah, lo sé… ¡Lo sospecho, pobrecilla! Has conocido la esclavitud de las mujeres, que no es peor que la de los hombres. Bastante has pasado siendo vendida, habiendo ido de un dueño a otro. No podrá decirse que sea un dueño más que te toma a la fuerza.
Los ojos de Angélica se inundaban de luz. Las manos de Colin Paturel irradiaban en ella su calor y su ruda cara se le aparecía conmovedora en su trastorno. No había notado nunca que sus labios fuesen tan carnosos y frescos en el enmarcamiento de la barba rubia. Ciertamente era él lo bastante fuerte para tenerla a distancia, pero no conocía el poder de la mirada de Angélica. Y ella estuvo de nuevo sobre su corazón, levantando su brazos hacia él.
—Pequeña —murmuró él—, vete… Yo no soy más que un hombre.
—Y yo —dijo ella con una sonrisa trémula— no soy más que una mujer… ¡Oh, Colin! Querido Colin, ¿no tenemos ya bastantes cosas que soportar, superiores a nuestras fuerzas…? Creo que ésta se nos da para consuelo nuestro.
Le puso la frente sobre el pecho, como lo había deseado calladamente en el curso de aquel duro viaje. La embriagó su vigor, el aroma varonil que ella se atrevía a gozar al fin, saboreando sus labios y con ligeros besos tímidos su carne prieta.
El normando recibió aquella confesión muda como un árbol el rayo: con un estremecimiento que le recorrió por entero. Se inclinó. Un asombro sin límites le invadía. Aquella criatura, demasiado orgullosa, demasiado inteligente para él —pensaba a veces—, que la suerte le había deparado por compañera en su cruel odisea, ahora, de pronto, la descubría como mujer, como las otras, mimosa y solícita, como las que en los puertos se aferran a los apuestos mocetones de barba rubia.
Adherida a él, no podía ignorar la pasión que le henchía y a la que ella respondía con imperceptible movimiento de todo su cuerpo que sentía ya la tentación, tímida por pudor pero ya desatinada, llamándole en silencio con esa agitación de garganta de las palomas en celo que tienen también ciertas mujeres oprimidas por el deseo. Enloquecido, la alzó hasta él para mirarla al rostro.
—¡Pero será esto posible! —murmuró.
Por toda respuesta ella se dejó caer sobre su hombro. Entonces la cargó en sus brazos. Temblaba. La llevó hasta el fondo de la caverna como si hubiera temido ver a la luz su dicha deslumbrante. Allí la sombra era densa y la arena fría y suave.
El impulso más instintivo del mundo pasando por la sangre de un Colin Paturel tenía la intensidad de un torrente, arrastrándolo todo a su paso y hasta el valladar que su espíritu delicado había opuesto durante tanto tiempo a la violencia de sus deseos.
Desencadenado, no podía ya hacer otra cosa que entregarse a él salvajemente, ebrio del poder que ella le había otorgado. La devoraba como hambriento, sin saciarse nunca de su tersa desnudez, de sentirla contra él, de rozar su piel de mujer, los suaves cabellos, la sorpresa embriagadora y voluptuosa de sus senos cariñosos bajo sus palmas.
Ávido e impaciente, después de tantos y tan secretos tormentos, casi la violaba, exigiendo incansablemente la confesión de su cuerpo, expirando sobre ella y permaneciendo así, silencioso y fulminado, con los brazos musculosos estrechando celosamente el más precioso tesoro.
…Las sombras eran más densas, cuando Angélica abrió de nuevo los ojos. Afuera, el crepúsculo iba a extinguirse. La joven se movió un poco, entumecida por aquel duro cerco de hierro alrededor de ella: los brazos de Colin Paturel. Musitó él:
—¿Duermes?
—He dormido.
—¿No me guardas rencor?
—Ya sabéis que no.
—Soy un bruto, eh, bonita mía, dilo… ¡Pero dilo ya!
—No… ¿No habéis sentido que me hacíais dichosa?
—¿De verdad…? Entonces tienes que tutearme ahora.
—Si tú quieres… Colin, ¿no crees que es ya de noche afuera y que hay que partir de nuevo?
—Sí, cordera mía.
Caminaban con entero gozo por el duro sendero, él llevándola en sus brazos, ella reposando la cabeza en su recia nuca. Ya nada les separaba, habían sellado la alianza de sus dos vidas amenazadas, y los peligros, los sufrimientos no vendrían ya de ellos mismos.
Colin Paturel no caminaría ya con los nervios en tensión, atormentado por el fuego del Infierno como un condenado, con el espíritu obsesionado por el temor a traicionarse. Angélica no tendría ya que amedrentarse de sus miradas aviesas y de su salvajismo. Ya no temblaría ante su soledad. Cuando se le antojase podría posar sus labios sobre aquella rugosa cicatriz que tenía él en el cuello desde que Muley Ismael le castigó a llevar diez días una argolla erizada de puntas.
—Despacio, encanto —decía él, riendo—, estáte quieta. Nos queda aún mucho camino que recorrer.
Se moría de ganas de hacerla resbalar hacia él para coger sus labios, de tenderla sobre la arena, bajo la luna, para volver a gozar la embriaguez que había sentido junto a ella. Se dominó. Había aún que andar un buen trecho, ¡vaya! y la pequeña estaba cansada. No había que olvidar que tenía hambre ¡y que había sido mordida por una de aquellas asquerosas cerastas! Se había olvidado de ello por un momento. ¡Qué bruto fue…! No se había preocupado nunca de cuidar a una mujer, pero con esta aprendería a hacerlo. ¡Si hubiera podido atenderla hasta el máximo, evitarle todo disgusto! Si hubiera podido hacer que apareciese ante ella una mesa cubierta de deliciosos manjares, ofrecerle el cobijo de «ese gran lecho cuadrado, con almohadas blancas… adornado en las cuatro esquinas con ramilletes de vincapervincas» de que habla una vieja canción de la comarca… En Ceuta irían juntos a beber el agua del manantial con que Ulises se deleitó durante siete años, cuando estaba apresado por los ojos de Calipso, hija de Atlante. Eso es lo que cuentan los marinos… Caminaba, soñando despierto. Angélica dormía sobre él, estaba cansada. ¡Él no lo estaba! Llevaba a su espalda toda la alegría del mundo.
Al amanecer, hicieron alto. Se tendieron en una pradera de hierba corta. No buscaban ya ningún abrigo, seguros de estar solos en lo sucesivo. Sus ojos se interrogaron. Ahora ya no le tenía miedo. Quería saberlo todo de ella; y pudo contemplar su rostro de moribunda feliz, volcada sobre el manto de sus preciosos cabellos. Maravillado, se extasió:
—¿Es cierto, a fe mía cierto, que amas el amor…? No lo hubiera creído.
—A ti también te amo, Colin.
—¡Chist! No hay que decir esas palabras… Todavía no. ¿Te sientes bien ahora?
—Sí.
—¿Es cierto que te he proporcionado placer?
—¡Oh, sí, de qué modo!
—Duerme, mi cordera.
Privados de todo gozaban, como hambrientos, del amor. El impulso que les llevaba a unirse era tan potente como el que los hubiera llevado hacia un manantial para extraer de él la fuerza de sobrevivir. El olvido de todos los dolores y el desquite sobre la suerte brotaban de sus abrazos, los transportaban sobre las aguas vivas de la esperanza; y saboreaban uno y otra sobre sus labios el sublime descubrimiento de que el amor ha sido creado para consuelo del primer hombre y de la primera mujer a fin de darles el valor necesario para llevar a cabo su dura peregrinación terrenal.
Jamás había estado Angélica en los brazos de un hombre tan alto y de tan fuerte estructura. Le gustaba sentarse sobre sus rodillas y agazaparse contra aquella maciza armazón; y mientras sus manos recias la acariciaban, se besaban, con los ojos cerrados, largo rato, religiosamente.
—¿Te acuerdas de lo que había yo ordenado a los pobres compañeros? —murmuraba él—: «No es para ninguno de vosotros y no pertenece a ninguno…» Y hete aquí que te he apresado y que eres mi tesoro. ¡Soy un perjuro!
—He sido yo quien te he deseado.
—Dije eso para defenderme de ti. Ya me bullía la sangre por haberte tenido en mis brazos, en el jardín de Rodani. Entonces, puse barreras. Así, me decía yo: «Colin, estás obligado a contenerte…»
—Tenías un aire tan severo, tan brusco.
—Tú no decías nunca nada. Lo has sufrido todo con humildad, como disculpándote de estar entre nosotros. Sé todas las veces que has tenido miedo, que no podías más. Ya entonces, hubiera querido llevarte. Pero había el pacto con los camaradas.
—Era mejor así. Erais vos quien tenía razón, Majestad.
—A veces, cuando te observábamos, tú sonreías. Tu sonrisa es lo más bello de cuanto amo en ti. Me has sonreído cuando la serpiente te picó y me esperabas en el camino… Como si tuvieses miedo de mí, más aún que de la muerte… ¡Dios Santo! Yo no sabía lo que era el dolor hasta ese instante en que creí que estabas perdida. Si hubieses muerto, me habría tendido a tu lado ¡y no me hubiera levantado nunca más!
—¡No me ames con tanta fuerza, Colin, no me ames con tanta fuerza! Pero bésame otra vez.