LXIV Colin Paturel se queda solo con Angélica.

La picadura de la serpiente.

La espera fue interminable y mortificante. Los buitres aleteaban, revelando por su vuelo y agudos gritos la proximidad del importuno, pero Angélica no podía verle. Reapareció súbitamente, detrás de ella.

—¿Qué…?

—El uno es un judío que no conozco, probablemente Rabí Maimoran. El otro es… Jean-Jean de París.

—¡Dios mío! —exclamó ella, tapándose la cara con las manos.

¡Era ya demasiado! El fracaso total de la evasión se perfilaba inevitable. Los cristianos, al llegar al sitio de la cita habían caído en una celada.

—He visto un aduar a la derecha. El pueblo de los moros que los han ahorcado. ¿Estarán quizás allí todavía, encadenados, el Veneciano y Juan de Aróstegui…? Voy a ir hasta el aduar.

—¡Es una locura!

—¡Hay que intentarlo todo! He divisado una gruta un poco más arriba, en la montaña. Escondeos allí y me esperáis.

Ella no se hubiese atrevido nunca a discutir sus órdenes. Pero sabía que era una locura. No volvería. Aquella gruta, cuya entrada se disimulaba detrás de unas matas de retama, sería su tumba. Esperaría en vano el regreso de sus compañeros muertos.

Colin Paturel la instaló en ella con todas las provisiones y la última calabaza de agua. Dejó incluso la maza, no quedándose más que el puñal en el cinto.

Se quitó las sandalias para estar más cómodo. Dio igualmente a Angélica su trozo de yesca y el pedernal. Si aparecía algún animal, no tendría más que encender un pequeño fuego de hierbas secas para asustarlo.

Sin más palabras, se deslizó fuera de la gruta y se alejó. Y ella empezó a esperar.

Llegó la noche, con sus gritos confusos de animales lejanos en los matorrales. La caverna parecía llenarse por todas partes de voces y arrastramientos. De cuando en cuando, no pudiendo ya más le daba al eslabón y paseaba su claridad en derredor, tranquilizada al no ver más que las paredes rocosas. En la bóveda descubrió unos curiosos saquitos de terciopelo negro colgados, unos junto a otros, y comprendió: ¡los murciélagos! De allí venían aquellos roces, aquellos gritos agudos que la sobresaltaban.

Con los ojos abiertos en la oscuridad, se esforzaba en no pensar ya y en soportar la angustiosa lentitud del tiempo que iba pasando. Un crujido afuera la hizo erguirse esperanzada.

¿Era ya el normando que volvía con Piccinino el Veneciano y con Juan de Aróstegui? ¡Qué consolador verse de nuevo reunidos…! Pero inmediatamente después, y muy cerca, un lúgubre ulular se elevó. Una hiena rondaba por allí. Su triste risotada, como desesperada, fue disminuyendo. Descendía hacia la encrucijada, allí donde se balanceaba el cuerpo de Jean-Jean de París.

Había muerto el alegre intendente, el amigo preferido de Colin Paturel, su escribano titular; y ya, sin duda, las aves amantes de la carroña habrían vaciado sus ojos burlones. Había muerto, como el Arlesiano, el noble bretón y el viejo pescador flamenco. Como iban a morir uno tras otro… ¡El reino de Marruecos no devuelve a sus cautivos…! Muley Ismael triunfaba.

¿Qué sería de ella si no volvía ninguno? No sabía siquiera dónde se encontraba. ¿Qué ocurriría cuando, empujada por el hambre y la incertidumbre, abandonase el refugio? No podía esperar complicidad alguna de los moros, ni siquiera de sus mujeres, criaturas sumisas y aterrorizadas. La descubrirían y devolverían al harén. Y Osmán Ferradji no estaría ya para protegerla. Subió un suspiro a sus labios:

—¡Ah, Osmán Ferradji, si vuestra alma grande vaga por el Paraíso de Mahoma…!

Los chillidos de los buitres, que reanudaban su ronda alrededor de los ahorcados, anunciaron el alba. Una bruma lechosa invadía la gruta. Angélica se movió, entumecida por la inmovilidad que había mantenido durante aquellas largas horas, y pensó que pasaba por la prueba más dura de su existencia. ¡Sufrir, no poder obrar, ni gritar, quejarse o intentar algo…! Se encogía sobre la tierra, palpitándole el corazón como el de liebre asustada; y no se movía porque Colin Paturel se lo había ordenado.

Y el sol subía ya. Los cautivos no volvían… Ya no volverían nunca… Esperó aún, recobrando la esperanza porque no quería que la suerte fuera tan inevitable; y luego, volvía a desalentarse. Cuando la maciza silueta de Colin Paturel obstruyó la entrada de la gruta, experimentó tal sensación de liberación, de alegría inmensa, que se precipitó hacia él, agarrándose a su brazo ¡para persuadirse bien de que al fin estaba allí!

—¡Habéis vuelto! ¡Oh, habéis vuelto!

Él no parecía verla ni sentir los dedos que ella crispaba inconscientemente sobre su carne; y su extraño mutismo acabó por alarmar a Angélica.

—¿Y los otros —preguntó—, los habéis visto?

—Sí, los he visto. Ya no tenían forma humana. Han sufrido todas las torturas antes de ser empalados, al pie de la alcazaba… No sé, no sabré nunca quién nos ha traicionado, pero Muley Ismael ha estado al corriente de lo que habíamos hecho. He oído hablar a los moros… La cólera del sultán se ha extendido sobre Mequinez. El mellah no es ya más que un osario. Todos los judíos han sido degollados. ¡Todos los judíos…! Y la pequeña Abigael… y Rut, y Samuel, «aquel muchacho encantador…» Aquí, estaban avisados. El Rabí ha servido de cebo. Después, tenían orden de ahorcarlos y de ejecutar a los cristianos sin esperar más. Han ahorcado a Jean-Jean porque han creído que también era judío. Acabo de descolgarle al pasar y de traerle… en fin, lo que los buitres han dejado. Voy a enterrar lo que de él ha quedado…

Se sentó, mirando a su alrededor como asombrado, las rocas veteadas de rojo que el reflejo de la mañana tornaba de púrpura, y dijo, roncamente:

—¡Todos mis compañeros han muerto…!

Permaneció después largo rato, con el mentón apoyado en el puño. Haciendo un esfuerzo, se levantó y salió. Angélica oyó el ruido que hacía contra los guijarros, el acero del machete que había utilizado para cavar las otras tumbas; y ella salió a su vez para ayudarle en la penosa tarea del enterramiento.

Pero él le gritó con rudeza:

—¡Quedaos ahí, no os acerquéis! Esto no es para vos… Pardiez no es grato verlo…

Helada, se quedó aparte. Sus manos se juntaron pero aun proponiéndoselo, no conseguía rezar.

Con gesto seguro del hombre habituado a cavar, el normando realizaba su tarea de sepulturero. Cuando quedó la tierra amontonada en un pequeño túmulo, le vio, adoptando una decisión repentina, partir dos trozos de madera y hacer con ellos una cruz. La plantó con gesto huraño.

—Pondré la cruz —dijo—. ¡Esta vez la pondré! ¡Pondré esta cruz!

Después volvió a sentarse en el interior de la gruta, en la misma actitud de sombría meditación. Angélica intentó hablarle pero él no la oía. Hacia el mediodía, cogió ella un puñado de dátiles y colocándolos sobre una hoja de higuera, se los llevó.

Colin Paturel alzó la cabeza. Las duras falanges de sus puños dejaban señales blancas en el cuero moreno de su frente. Miró con estupor a la joven que se inclinaba hacia él y Angélica leyó en su mirada su decepción y su rencor. «¡Vaya, está aquí todavía!» Comió en silencio. Desde que le había dirigido aquella mirada extraña, apenas despierto, Angélica se sentía paralizada, invadida por un nuevo temor que no quería precisar. Tenía que velar, que tener los ojos abiertos… Sin embargo, no consiguió resistir al cansancio que pesaba sobre sus párpados. Había caminado una noche y un día sin casi descansar; y la noche última no pudo cerrar los ojos un instante. Al final, se durmió, acurrucada en un rincón de la gruta.

Cuando despertó, estaba sola. Se había acostumbrado a aquellos despertares solitarios, porque, siempre, se apartaba de los otros para dormir. Pero aquella vez, el silencio le pareció insólito. Miró a su alrededor y poco a poco se impuso la verdad. La última galleta y la provisión de lentejas estaban cuidadosamente puestas sobre una piedra así como la calabaza con agua, al lado de una jabalina y un machete. Pero el arco, las flechas y la maza de Colín el normando, habían desaparecido. Se había marchado. Entonces, ¡la había abandonado!

Angélica permaneció largo rato aniquilada, llorando quedamente, con la cabeza sobre los brazos. «¡Oh, habéis hecho esto!», decía a media voz con dolor. «Está mal. ¡Dios os castigará!» Pero no estaba muy segura de que Dios no diese la razón a Colin Paturel, que había sido crucificado por cristiano. Ella no era más que una mujer, cargada con el pecado original y responsable de las desdichas de la humanidad, objeto despreciable, que se toma o se desecha.

—¡Bien pequeña! ¿Qué os pasa? ¿Una nube negra…?

La voz del normando, resonando bajo las bóvedas, le hizo el efecto del trueno. Estaba allí, ante ella, llevando atravesado a la espalda un jabato listado, con el hocico lleno de sangre.

—Creí… creí que os habíais marchado —balbució ella, sin recobrarse de su emoción.

—¿Marchado…? ¡Quiá! Me dije que había que llevarse algo a la boca y he tenido la suerte de cazar este lechón salvaje. Y os encuentro llorando.

—Creí que me habíais abandonado.

Los ojos del hombre se abrieron mucho y sus cejas se alzaron como si oyese la cosa más pasmosa de su vida.

—¡Esto sí que está bien —dijo—, pero que muy bien! ¡Debéis tenerme por un gran bellaco! Abandonaros, yo… abandonaros, yo que… —Su tez se oscureció más en su acceso de sombrío furor—. Yo que moriría antes sobre vuestro cuerpo —gruñó con violencia salvaje.

Tiró la caza al suelo y fue a recoger unos trozos de madera seca que amontonó en medio de la gruta, con gestos de cólera reprimida. Como su eslabón no quería dar chispa, juró como un Templario. Angélica vino a arrodillarse a su lado y puso su mano sobre la de él.

—Perdonadme, Colin. Soy una necia. Es cierto. Debía acordarme de que habéis arriesgado muchas veces la vida por vuestros hermanos. Pero yo no soy uno de ellos, no soy más que una mujer.

—Razón de más —rezongó él. Consintió en levantar los ojos hacia ella y la dureza de su mirada se suavizó mientras la cogía de la barbilla—. Escúchame bien, pequeña, y que quede dicho de una vez para siempre. Tú eres como nosotros, cautiva cristiana en Berbería. Fuiste atada a la columna y torturada y no cediste. Has soportado la sed y el miedo sin quejarte nunca. Una mujer tan valiente como tú, no la he encontrado jamás, ni barloventeando por todos los puertos del mundo. Tú vales por todas las otras juntas y si han caminado como lo han hecho los compañeros es porque tú estabas aquí, con tu valentía, pues no hubiesen querido flaquear ante ti. Ahora estamos solos tú y yo. Estamos ligados en vida y en muerte. Lograremos la libertad juntos. Pero si tú mueres, moriré a tu lado, ¡Te lo juro!

—No hay que decir eso —murmuró ella casi asustada—. Tú solo, Colin, tendrías todas las probabilidades de triunfar.

—Tú también, amiguita. Estás hecha de acero, del bello acero flexible de la espada del querido Kermoeur. Ahora, creo conocerte bien. —El fulgor azul profundo de su mirada se velaba con un sentimiento sin formular; y su ruda frente se frunció con el esfuerzo de su pensamiento— Tú y yo juntos… somos invencibles.

Angélica se estremeció. ¿Quién le había dicho ya aquello? Otro rey: ¡Luis XIV! Y la luz de sus ojos entonces se sumía en ella de la misma manera. Pensándolo bien ¿no había entre el normando, astuto, de inteligencia penetrante de vigor excepcional y el gran soberano de Francia, analogías de carácter y temperamento? Los pueblos reconocen a los que están hechos para reinar y, en la esclavitud, Colin se había impuesto como rey a la manera antigua por su generosidad, su sabiduría y su fuerza física. Angélica le sonrió.

—Me habéis devuelto la confianza, Colin. Confianza en vos y en mí misma. Creo que merecemos vernos salvados. —Sintió un escalofrío—. Es preciso que así sea. Yo no tendría ya valor para ser torturada de nuevo. Aceptaría cualquier cosa…

—¡Basta! Tendrás valor. Se tiene siempre valor. Por segunda, por tercera vez, y creyendo en cada una que es la buena… ¡Créeme!

Miró con una media sonrisa irónica las cicatrices de sus manos.

—Es buena cosa no querer morir —dijo—, a condición de no tener miedo de morir. La muerte, forma parte de nuestro juego, el de nosotros los vivos. He creído siempre que había que considerarla como una buena compañía, ligada a nuestros pasos. Así, caminamos con la vida y la muerte por compañeras. Ambas tienen los mismos derechos sobre nosotros. No hay que hacer de ellas un fantasma. Ni de una ni de otra. Así es y éste es el juego. Lo principal es que el espíritu no se quede en el camino… Y basta de hablar, pequeña. Vamos a darnos el festín de Baltasar. Mira este hermoso fuego que nos regocija el corazón. El primero que contemplamos desde hace mucho tiempo…

—¿No será peligroso, si los moros ven el humo?

—Duermen sobre sus laureles. Creen que hemos muerto todos. El Veneciano y el Vasco, ¡oh, los bravos muchachos!, han pensado hasta en decirles que los otros habían sido devorados por los leones y que sólo quedaban ellos. ¿La mujer? Preguntaban qué había sido de ella. Muerta en la montaña, de una picadura de serpiente. La noticia ha sido llevada a Muley Ismael. Todo está, pues, en regla. Así pues, hagamos un poco de fuego. Hay que remontar nuestra moral. ¿No crees?

—¡Ya marcha todo mejor! —dijo ella, mirándole con afecto.

La estimación de Colin Paturel reanimaba sus fuerzas. Era la mejor recompensa a la constancia de que había dado prueba hasta entonces.

—Ahora que sé que sois mi amigo, no tendré ya miedo. La vida es sencilla para vos, Colin Paturel.

—¡Cierto! —dijo ensombreciéndose súbitamente—. A veces me digo que tal vez no he conocido lo peor. ¡Basta! No sirve de nada apenarse por adelantado.

Asaron el jabato después de haberlo frotado con natrón, tomillo y bayas de enebro, utilizando la espada del pobre marqués, a manera de espetón. Durante una hora toda su atención estuvo concentrada en la preparación del festín. El olor delicioso de la carne asada los hacía desfallecer de impaciencia, y comieron las primeras tajadas con voracidad, costándoles trabajo retener unos suspiros de satisfacción.

—Buen momento para hacer bellos discursos sobre la eternidad —dijo por fin el normando, burlón—. No hay que darle vueltas, siempre es el vientre el que habla primero. ¡Condenado jabato, me chuparé los dedos hasta el codo!

—No he comido nunca nada tan bueno —afirmó Angélica con sincera convicción.

—Sin embargo, al parecer, las sultanas se alimentan con pajarillos. ¿Qué se comía en el harén? Cuéntamelo para reforzar un poco nuestro festín.

—No, no quiero acordarme del harén.

Callaron. Hartos, refrescados por el agua clara que corría al pie de la montaña y con la que el normando había llenado su calabaza al volver de cazar, dejaban que les invadiera el bienestar del descanso.

—Colin, ¿dónde habéis adquirido tanta ciencia y tan profunda? Vuestras palabras abren la puerta a amplias meditaciones, lo he notado muchas veces. ¿Quién os ha enseñado?

—El mar. Y el desierto… y la esclavitud. Pequeña, todo lo que uno encuentra encierra su enseñanza con el mismo valor que los libros. No veo por qué lo que se tiene dentro —dijo golpeándose el cráneo— no habría de servir para reflexionar de cuando en cuando.

Se echó a reír de pronto. Cuando reía, sus dientes blancos entre su barba hirsuta, le rejuvenecían y sus ojos, habitualmente serios y duros, chispeaban maliciosos.

—¡Amplias meditaciones…! —repitió él—. ¡Qué cosas tienes! ¿Porque he dicho que la vida y la muerte nos hacen compañía? ¿No te parece a ti evidente…? ¿Cómo vives entonces?

—No sé —dijo Angélica moviendo la cabeza—. Creo que soy en el fondo muy necia y superficial y que jamás he reflexionado.

Se calló, se dilataron sus pupilas y leyó en el rostro de su interlocutor la misma expresión de inquietud. Colin la cogió por la muñeca. Esperaron, conteniendo el aliento. El ruido que les había alarmado comenzó de nuevo. ¡Unos relinchos de caballos afuera…!

El normando se levantó y se acercó a paso de lobo a la entrada de la gruta. Angélica se le unió. Al pie de la colina, cuatro jinetes árabes estaban parados y levantaban la cabeza hacia las rocas de donde habían visto salir el humo sospechoso. Sus cascos de largas puntas, brillando por encima de los albornoces de blancura inmaculada que los envolvían, revelaban a soldados del ejército rifeño encargado de sitiar las ciudades españolas de la costa, algunos de cuyos regimientos estaban acantonados en el interior. Uno de los moros llevaba mosquete. Los otros iban armados de lanzas. Tres de ellos se apearon y comenzaron a escalar la colina en dirección a la caverna, mientras que el árabe del mosquete permanecía montado y guardaba los caballos.

—Dame mi arco —dijo Colin Paturel a media voz—. ¿Cuántas flechas quedan en la aljaba?

—Tres.

—¡Y son cuatro! ¡Tanto peor! Ya nos arreglaremos. Con los ojos siempre fijos en los moros que avanzaban, cogió el arma, puso el pie sobre una roca ante él a fin de asegurarse bien, y colocó la flecha en su sitio. Sus gestos eran firmes, más lentos que de costumbre.

Disparó. El jinete del mosquete se desplomó atravesado sobre su silla y su grito se perdió entre el relincho de los caballos asustados. Los árabes que subían no comprendieron inmediatamente lo que sucedía.

Una segunda flecha, en pleno corazón de uno de ellos, le derribó. Los otros dos se lanzaron hacia delante.

Colin Paturel ajustó la tercera flecha y atravesó casi a boca de jarro al primer moro que llegaba. El otro tuvo un gesto de vacilación y retroceso. Bruscamente, volvió la espalda y bajó corriendo la colina hacia los caballos.

Pero el normando había tirado al suelo su arco inútil. Recogiendo la maza, alcanzó en unos saltos a su adversario que le hizo frente, sacando su cimitarra. Dieron vueltas uno ante otro, observándose, cautos como fieras a punto de afrontarse. Luego, la maza de Colin Paturel entró en acción. En unos instantes, el árabe, pese a su casco, yacía con el rostro destrozado y la nuca rota. El normando se encarnizó en él hasta que estuvo seguro de su muerte. Después, se acercó al hombre del mosquete. Este también había, muerto. Ninguna de las tres flechas había fallado el blanco.

—Era mi arma cuando cazaba furtivamente en los bosques de mi Normandía, en mi juventud —confesó jovial a Angélica, que le había alcanzado y calmaba a los nerviosos caballos.

El horror de los gestos homicidas efectuados formaba parte demasiado importante de su vida amenazada, para que se detuvieran en ellos. La misma Angélica tuvo solamente una breve mirada hacia los cuatro cuerpos derribados entre los enebros.

—Vamos a coger los caballos. Montaremos en dos de ellos y llevaremos los otros dos de la brida. Los cuerpos escondidos en la caverna retrasarán la búsqueda. No volviendo los caballos sin jinete a la alcazaba, no darán la alarma ni se notará su ausencia hasta mucho después.

Los dos se pusieron los cascos puntiagudos, se envolvieron en los albornoces, ceñidos por correas, y habiendo borrado las huellas de la matanza, se lanzaron a todo galope por la carretera.

Los habitantes del aduar contaron a los alcaides que tres días después salieron en busca de los soldados desaparecidos, que habían cruzado sus pueblos dos jinetes, volando como golondrinas y llevando cada uno otro caballo de recambio. Se guardaron de insultarlos o detenerlos, porque ¿puede un pobre fellah permitirse tal gesto ante unos nobles guerreros?

Los caballos fueron hallados al pie de las montañas del Rif. Acusaron a unos bandidos cuyas fechorías perturbaban la región y fueron enviadas expediciones de castigo hacia sus guaridas.

Colin Paturel y Angélica habían abandonado los caballos al llegar a la montaña, donde sólo se podía viajar con mulos. Aquella era la etapa más dura, pero también la última. Pasadas aquellas estribaciones áridas del Rif, aparecería el mar. Además, el normando que había residido dos años, al comienzo de su cautiverio, en la ciudad misteriosa y santa de Mechouan (Xauen), conocía muy bien la región en que iban a adentrarse. Conocía las escabrosidades, los peligros innumerables, pero también los senderos más cortos; y sabía de siempre, que cuanto más se elevasen hacia las alturas, más tranquilos estarían, al abrigo de encuentros peligrosos. No tendrían más enemigos que la montaña, el frío de las noches, el sol abrasador durante el día, el hambre y la sed; pero los hombres los dejarían en paz y los leones serían menos numerosos. Habría que desconfiar también de los jabalíes. En cambio los monos, gacelas y puercoespines no eran de temer y les proporcionarían caza.

Había conservado el mosquete y sus municiones, los víveres de los soldados cogidos de las bolsas del arzón, los albornoces sólidos y calientes que les protegerían.

—Unos días más y divisaremos Ceuta.

—¿Cuántos días? —preguntaba Angélica.

El normando, desconfiado, se negaba a precisar. No se sabía nunca… Con buena suerte se podía decir: quince días… Pero con mala suerte…

Y la mala suerte surgió una tarde en que se afanaban entre rocas ardientes. Angélica aprovechó un recodo para sentarse en una enorme piedra. No quería que él la viese flaquear. Le había dicho tantas veces que la juzgaba infatigable… Pero Angélica no podría igualar la resistencia de él. Nunca estaba fatigado. Sin ella, hubiese caminado seguramente día y noche sin detenerse más de una hora.

Angélica recobraba el aliento, sentada sobre aquella roca, cuando sintió un violento dolor en la pántorrilla, y al inclinarse tuvo tiempo de entrever el rápido relámpago de un reptil desapareciendo rápidamente entre las piedras.

—Me ha picado una serpiente.

El recuerdo de algo ineluctable se embrolló en su espíritu. «La mujer ha muerto picada por una serpiente», había dicho el Veneciano y el Vasco antes de morir. El pasado se había anticipado al presente, pero el tiempo no existe ¡y lo que está escrito, escrito está…!

Tuvo, sin embargo, el reflejo de quitarse el cinturón y atárselo por debajo de la rodilla; y permaneció allí, helada, mientras los pensamientos se entrechocaban en su cabeza. «¿Qué va a decir Colin Paturel? ¡No me perdonará esto nunca…! No puedo ya andar… Voy a morir…» Reapareció la enorme estatura de su compañero. Al no verla, había vuelto sobre sus pasos.

—¿Qué pasa?

Angélica intentó sonreír.

—Espero que no sea grave, pero… creo que me ha picado una serpiente.

Él se acercó y se arrodilló para examinar la pierna, que comenzaba a ponerse negra y a hincharse. Luego, sacó el cuchillo, probó el filo de la hoja sobre su dedo, encendió rápidamente unas ramitas secas y calentó la hoja hasta ponerla al rojo.

—¿Qué vais a hacerme? —preguntó la joven, aterrada.

Él no respondió. Le asió el tobillo con fuerza y cortó vivamente un trozo de carne en el sitio de la picadura, cauterizando al mismo tiempo la herida, con la hoja incandescente. Bajo el dolor atroz, Angélica lanzó un aullido y se desmayó.

Cando volvió en sí, caía el crepúsculo sobre la montaña. Estaba tendida sobre uno de los albornoces que le servía de manta, y Colin Paturel la hacía beber una taza de té con menta, muy caliente y cargado.

—Ya estás mejor, hijita; lo más duro ha pasado ya. Y cuando ella se hubo repuesto un poco:

—He tenido que estropear tu linda pierna. ¡Qué lástima! ¡No podrás ya recogerte la falda para bailar la chacona bajo los olmos, amiguita…! Pero tenía que hacerlo. ¡Sin eso no te quedaba cuerda más que para una hora…!

—Os lo agradezco —dijo ella débilmente.

Sentía la quemazón de la herida, que él había vendado después de aplicar sobre ella hojas refrescantes. «Las piernas más bonitas de Versalles…» Ella también, como los otros, tendría en su cuerpo las huellas de su cautiverio en Berbería. Huellas gloriosas sobre las que se enternecería o torcería el gesto al calzarse sus medias de seda con flechas doradas más adelante. Él la vio sonreír.

—¡Bravo! Sigue habiendo el valor de siempre. Vamos a reanudar la marcha.

Ella le miró, un poco asustada, pero dispuesta ya a obedecerle.

—¿Creéis que podré caminar?

—Ni hablar. No podrás volver a pisar el suelo antes de ocho días, porque te expones a que se infecte la herida. No temas. Yo te llevaré.