Los tres hombres, el Veneciano, el Parisién y el Vasco, partieron al amanecer. Colin Paturel con una seña había llamado a Angélica a su lado.
—Voy a quedarme junto al viejo —dijo—. No podemos llevárnoslo ni tampoco dejarle aquí. ¡Hay que esperar! Los otros van a seguir, para no faltar a la cita de Rabí Maimoran. Van a prevenirle y pensarán juntos lo que se pueda hacer. ¿Qué queréis, marchar con ellos o quedaros?
—Haré lo que mandéis.
—Creo que es preferible que os quedéis. Irán más de prisa sin vos, y el tiempo apremia.
Angélica inclinó la cabeza e hizo ademán de alejarse hacia la yacija. Colin Paturel la retuvo, pareciendo lamentar su poca amabilidad.
—Creo también —dijo él— que el viejo Caloens os necesita para morir en paz. Pero si preferís partir…
—¡Me quedaré!
Compartieron las provisiones y la reserva de flechas. Colin Paturel se quedaba con un arco, un carcaj, su maza, una brújula y la espada del marqués de Kermoeur. No bien cayó la noche, los tres hombres se alejaron, después de haberse detenido un momento junto a la tumba del noble bretón. No se lo dijeron al viejo Caloens. Se debilitaba cada vez más. Deliraba en flamenco. Se aferraba a la mano de Angélica con la fuerza de los moribundos, y toda la de aquel viejo cuerpo resistente, cuando después de haber luchado aquella noche y aun el día siguiente, se incorporó sobre el lecho Fue necesario el vigor de Colin Paturel para mantenerle y el herido luchó contra él como luchaba contra la muerte, con energía salvaje.
—¡No me cogerás! —decía—. ¡No me cogerás! —Pareció de pronto reconocer el rostro que se enfrentaba a él—. ¡Ah, Colin! Muchacho —dijo con voz dulce—, es ya hora de partir, ¿no crees?
—Sí, compañero; ya es hora. ¡Ve allí! —ordenó la voz lenta del rey.
Y el viejo Caloens murió en brazos del normando con una confianza infantil. Angélica, trastornada por la terrible agonía, se echó a llorar contemplando al enjuto viejo de cabeza encanecida y calva, apoyado sobre el pecho del hombre como sobre el de su hijo. Colin Paturel, después de haberle cerrado los ojos, le cruzó las manos.
—Ayudadme a llevarle —dijo—. La tumba está ya cavada. Hay que darse prisa. ¡Después, partiremos!
Le tendieron junto al marqués de Kermoeur y echaron la tierra apresuradamente. Angélica quiso formar dos cruces.
—¡Nada de cruces! —dijo el normando—. Los moros que viniesen comprenderían que han sido enterrados aquí unos cristianos y se lanzarían en nuestra persecución.
Y fue de nuevo la marcha agotadora por el paisaje que la luna llena aguzaba de vivas aristas metálicas. Angélica, descansada por aquellos dos días de alto, se había prometido que Colin Paturel no podría ya reprocharle el que se arrastrase; pero por mucho que se esforzaba no podía sostener el paso de sus largas piernas y le irritaba verle esperándola, al volverse, erguido como una estatua, con su maza al hombro. Ella tenía prisa por encontrar a los otros que, jurando y gruñendo, caminaban al menos como simples mortales y no como héroes mitológicos inaccesibles a toda fatiga terrenal. ¿No se cansaba nunca aquel diablo de Colin Paturel? ¿No sentía miedo nunca? ¿Era acaso inmune a los sufrimientos del cuerpo o del corazón? En el fondo era un bruto. Ya lo había pensado ella, pero aquella marcha que hizo sola con él la afirmó en su convicción.
Sin embargo, caminaron tanto y tan bien que a la noche siguiente llegaban al lindero del encinar donde debía efectuarse el encuentro con el judío. La encrucijada de los caminos abiertos en la arena donde los alcornoques hundían sus profundas raíces, ya estaba encima de ellos.
Colin Paturel hizo alto. Sus ojos se entornaron y ella se sorprendió de ver que miraba al cielo. Siguieron sus ojos aquella dirección y el sol apareció de pronto oscurecido por una nube de buitres que se elevaban lentamente de los árboles. Los recién llegados debían haberlos espantado. Después de unos giros, descendieron de nuevo, con sus pelados cuellos alargados y se posaron cerca de una gruesa encina que extendía sus ramas en el cruce de los caminos. Angélica percibió al fin lo que les atraía.
—Hay dos cuerpos ahorcados —dijo ella, con voz sofocada. El hombre ya los había visto.
—Son dos judíos. Reconozco sus levitas negras. Quedaos aquí. Voy a acercarme arrastrándome y bordeando el bosque. ¡Pase lo que pase, no hagáis ningún movimiento!