Al día siguiente bajaron al llano. Aún vieron unos leones devorando los restos de un caballo, lo que les hizo creer que no estarían lejos de un aduar. Les llegaron unos ladridos de perros y torcieron de nuevo hacia la montaña. La vista de un pozo los llevó hacia los parajes peligrosos de las regiones habitadas. Por fortuna, no apareció nadie en los alrededores. Apresuradamente, ataron una cuerda al cuerpo del más delgado, Jean-Jean de París, quien descendió, llevando dos calabazas. Le oyeron lanzar un grito, chapotear y borbotear, y le izaron a toda prisa.
El pobre joven vomitó hasta el alma. Había puesto los pies sobre el cuerpo de un animal muerto que obstruía el fondo del pozo. Impulsado por la sed, no pudo contenerse y se inclinó para beber, pero el agua que sacó del vientre del animal descompuesto era tan infecta que ceryó morirse allí mismo. Todo el resto del día sufrió gran malestar, arrastrándose penosamente. Los gases ponzoñosos acumulados en el fondo del pozo casi le habían envenenado.
Pasaron otro día agotador. Al fin, al oscurecer, la salvación pareció reflejarse ante sus ojos bajo la imagen de un agua azul en la hondonada de un valle sombreado por higueras y granados, destacando, balanceándose por encima de ellos, los altos penachos de unas datileras. No pudiendo creer en aquel espejismo, bajaron corriendo la pendiente. El viejo Caloens fue el primero en llegar y corrió por la pequeña playa de blancos guijarros. No estaba más que a unos pasos del agua maravillosa cuando se oyó un ruido sordo y la silueta de una leona cruzó el espacio cayendo sobre el viejo. Colin el normando saltó y asestó a la fiera repetidos mazazos. Le partió la cabeza y le rompió las vértebras. La leona se desplomó de costado en violentas convulsiones de agonía. El grito del marqués de Kermoeur se confundió con otro rugido.
—¡Cuidado, Paturel!
A su vez, con la espada en alto, se lanzó entre el normando que estaba de espaldas y el salto de un león de oscura melena que surgió de la maleza. La espada atravesó el corazón de la fiera pero antes de expirar las temibles garras partieron en dos el vientre del noble bretón y esparcieron sus entrañas sobre la arena…
Así, en unos instantes, el oasis encantador se trocó en una escena de matanza, en que la sangre de los hombres y de las fieras corría hasta el agua transparente. En pie, con la maza enrojecida en la mano, Colin Paturel acechó otra posible aparición de los temibles animales. Pero el paraje recobró su tranquilidad. La llegada de los esclavos debió interrumpir a una pareja aislada en la época del celo.
—¡Vigilad a derecha e izquierda con las lanzas a punto!
Se inclinó hacia el marqués de Kermoeur.
—¡Compañero, me has salvado la vida!
La mirada vidriosa del Marqués intentó verle.
—Sí, Majestad —murmuró.
Su mirada se tornaba confusa, como superponiéndose a otras reminiscencias.
—Vuestra Majestad… es que en Versalles… Versalles…
Y expiró con aquella palabra lejana y prestigiosa. Caloens respiraba aún. Tenía el hombro arrancado, mostrando el hueso.
—Agua —musitó con avidez— ¡Agua…!
Colin fue a recoger en una calabaza el agua tan caramente conseguida y le dio de beber. Era tal el ascendiente sobre sus compañeros que pese a la sed torturadora, los otros, llenos de estupor, no pensaban siquiera en acercarse al oued.
—¡Bebed ya, imbéciles! —les gritó colérico.
Era la segunda vez que iba a cerrar los ojos a uno de sus compañeros a quienes había jurado llevar vivos a la libertad. Y podía presentir que pronto y por tercera vez cumpliría con aquel rito…
Descubrieron bajo un arco de bejucos blancos el cadáver medio devorado de una gacela. Llevaron allí al herido, y le tendieron sobre un lecho de hierbas secas. Colin vertió sobre sus heridas el fondo de su botella de aguardiente y le vendó lo mejor que pudo. De todas maneras había que esperar para saber cómo reaccionaría el viejo. ¿Se curaría tal vez? Era muy capaz de ello… Pero ¿cuánto tiempo podrían esperar en aquellos parajes en los que el agua atraía a los animales y a los hombres?
El jefe calculó con los dedos el número de días de que disponían antes de llegar a la cita del oued Cebón. Aun poniéndose en camino aquella noche, ¡llegarían con dos días de retraso!
Y era imposible con el viejo Caloens moribundo. Decidió pasar allí mismo la noche. Había que enterrar al marqués de Kermoeur y reflexionar sobre la situación. Todos necesitaban descansar. Ya decidirían a la mañana siguiente.
Cuando cayó la noche, Angélica se deslizó fuera de la gruta. Ni el temor a los leones ni la angustia que se cernía sobre ellos con el ronco estertor del viejo, podían hacerla desistir de su deseo obsesivo de zambullirse en el agua. Uno tras otro, los cautivos habían gozado de las delicias del baño, pero entretanto había permanecido junto al herido.
Caloens la llamaba con esa repentina exigencia de los hombres que en medio del dolor se vuelven hacia la mujer, maternal, protectora, creadora de dulzura, que comprende las quejas y las oye con paciencia.
—Pequeña, cógeme de la mano. Pequeña, no te alejes.
—Estoy aquí, abuelo.
—Dame otra vez de beber de esa agua tan hermosa y clara.
Le lavó la cara, procurando acomodarle lo mejor posible sobre el lecho de hierbas. De minuto en minuto, el sufrimiento era más atroz.
Colin Paturel repartió los últimos pedazos de galleta. Quedaba una provisión de lentejas. Sin embargo, el jefe se opuso a que encendieran fuego.
Ahora, Angélica avanzaba en la cómplice oscuridad. La claridad de la luna caía discretamente a través del bosque, donde se encendía y se apagaba, intermitente, la chispa dorada de las danzantes luciérnagas. Apareció el manantial, espejo tranquilo, que no se enturbiaba más que al borde de la roca oscura de donde brotaba el agua con leve rumor. El croar de una rana, el chirrido continuo de las cigarras quedaban en silencio.
La joven se despojó de sus vestidos llenos de polvo e impregnados del sudor de aquellos largos días de fatiga inhumana. Lanzó un suspiro de alivio dejándose resbalar al agua fresca. «Jamás —pensó— había experimentado tan maravillosa sensación». Después de haberse rociado profusamente, lavó sus prendas, apartando sólo el albornoz, con el que se envolvía en espera de que la brisa nocturna hubiera secado las otras. Se lavó también los largos cabellos, pegajosos y revueltos con arena; voluptuosamente, los sintió revivir bajo sus dedos. La luna se deslizó por detrás de una palmera y descubrió el largo hilo de plata que brotaba de la negra pared rocosa. Angélica subió a una piedra y entregó sus hombros a la salpicadura casi helada de aquella ducha. ¡El agua era realmente la más bella invención del Creador! Se acordó del aguador que por las calles de París gritaba: «¿Quién quiere agua pura y sana…?, ¡uno de los cuatro elementos…!» Con la cara levantada, miró con afecto a las estrellas que parpadeaban entre el abanico de las palmeras. El agua chorreaba sobre su cuerpo desnudo, brillando al claro de luna; y adivinó su propio reflejo, temblando con blancura de mármol, en las tinieblas del pilón natural.
—¡Estoy viva —dijo a media voz— estoy viva!
Cada instante que pasaba borraba en ella y sobre ella, las huellas de la lucha agotadora. Permaneció así largo rato, hasta que un crujido de hojas en la maleza, que tuvo la sequedad de un disparo, la puso alerta. Volvió entonces a sentir miedo. Se acordó de las fieras en acecho y de los moros vengativos. El suave paisaje volvió a ser aquella trampa hostil en la que ellos se movían durante días interminables. Se metió en el agua para alcanzar la orilla. Ahora, estaba segura de que alguien la observaba, escondido entre la maleza. De tanto vivir como animal acosado, había adquirido el instinto del peligro. Lo sentía a flor de piel. ¿Un animal o un moro…?
Se envolvió en el albornoz y echó a correr descalza por el bosque de bejucos y pitas puntiagudos que la herían. Chocó violentamente con el duro obstáculo de una presencia humana interpuesta en el sendero; lanzó un débil grito y creyó que iba a caer de bruces, en vértigo de terror, cuando reconoció, a la luz gredosa de la luna, la barba rubia de Colin Paturel. Brillaba una chispa en las pupilas del gigante normando, profundas como dos agujeros de sombra. Sin embargo, su voz fue normal cuando dijo:
—¿Estáis loca? ¿Habéis ido a bañaros sola…? ¿Y los leones que pueden venir a beber? ¿Y los guepardos? y, ¿sabe Dios quién? los moros que pueden estar merodeando…
Angélica sintió deseos de arrojarse sobre aquel ancho pecho para calmar en él su terror, tanto más violento cuando que la invadía después de un momento de paz, de alegría extraña y casi sobrenatural. ¡Se acordaría siempre del manantial del oasis! La Beatitud del Paraíso debe ser de esa naturaleza… Ahora volvía a encontrar a los hombres y a afrontar la dura lucha en defensa de su vida.
—¿Los moros? —dijo con voz temblorosa— creo que están ahí. Hace un momento había alguien que me miraba, estoy segura de ello…
—Era yo. Salí a buscaros, viendo que vuestra ausencia se prolongaba anormalmente… Ahora, venid. Y no volváis a cometer semejantes imprudencias, u os estrangularé con mis propias manos.
Un tono irónico atenuaba la amenaza de la afirmación. Pero no bromeaba. Angélica sintió que tenía realmente deseos de estrangularla o por lo menos de darle una buena paliza.
La sangre de Colin Paturel se había helado en sus venas al notar que su compañera se había alejado y no volvía. «Otro drama, pensó… ¡otra tumba que abrir…! Justo Dios, ¿vas a abandonar a los tuyos…?» Silenciosamente, siguió el borde del oued, como esclavo habituado a merodear y a deslizarse en la noche.
Y se le había aparecido ella erguida bajo el chorro de plata del manantial, con sus largos cabellos de náyade cubriéndole los hombros y su cuerpo de nieve reflejándose en el agua.
Angélica comprendió de pronto que había debido verla cuando se bañaba. Se turbó. Luego se dijo que no tenía importancia. Aquel hombre era un bruto y no sentía por ella más que la condescendencia desdeñosa del fuerte por el débil, por el ser engorroso que había tenido que tomar a su cargo contra su voluntad. Ella se defendía mal de cierto rencor hacia él, como responsable de la cuarentena en que Angélica se había mantenido valientemente con los otros cautivos, sin mezclarse con ellos más que cuando había que curar a los heridos. Y era más difícil soportar tantas miserias apartada, sola y nada querida. Quizás él no estaba equivocado, pero era duro, intransigente y seguía impresionándola hasta la timidez. El equilibrio moral y físico del hércules normando parecía un reto a todo lo que sentía temblar en ella, incértidumbre, debilidad, fragilidad femenina, nerviosismo y emoción. Aquella mirada azul que con ojos penetrantes percibía su lasitud o su espanto, o comprobaba sus imprudencias, la despreciaba un poco, según parecía. «Siente por mí el desdén del perro de pastor por la oveja estúpida», se dijo.
Sentóse junto a Caloens, pero su mirada volvía a su pesar hacia el perfil zarceño del jefe, iluminado por la claridad de una linterna sorda. Colin Paturel dibujaba con un palito sobre la arena, el plano de la ruta a seguir y lo comentaba con el Veneciano, Jean-Jean de París y el Vasco, inclinados junto a él.
—Os detendréis en la linde del bosque. Si veis un pañuelo rojo en la rama de la segunda encina, avanzaréis y lanzaréis el grito del chotacabras. Entonces el judío Rabí saldrá de la maleza…
—Pequeña, ¿estás aquí? —dijo la voz débil del viejo Caloens—. Dame la mano. Yo tenía una hijita de diez años que agitaba su gorro cuando me embarqué hace veinte años. Debe parecerse a ti ahora. Se llamaba Mariejke.
—La volveréis a ver, abuelo.
—No. No lo creo. Va a llevarme la muerte. Y es mejor así. ¿Qué haría Mariejke con un padre, viejo marinero, que vuelve de la esclavitud después de veinte años a mancharle los bonitos ladrillos de la cocina y a contarle chocheando historias de países de sol? Es mejor así… Me siento dichoso de reposar en tierra de Marruecos. Voy a decirte, pequeña… Mis jardines de Mequinez empezaban a faltarme y el no ver más a Muley Ismael galopando por ellos como la cólera de Dios… Mejor hubiera hecho en esperar que me rompiese la cabeza con su bastón…