Vagaron así tres días por entre roquedales ardientes y desiertos. La sed comenzaba a atormentarles. No caminaban ya de noche para no exponerse a terribles accidentes en las tinieblas. La región era poco frecuentada. Sin embargo, el segundo día, les gritaron dos pastores moros que tenían sus ovejas paciendo en la ladera opuesta de una torrentera en la que crecía alguna hierba. Miraban con recelo aquella tropa harapienta en la que distinguían a una mujer y la levita negra de un judío.
Colin Paturel les respondió que iban a Meld'jani. Los pastores lanzaron exclamaciones de arrebatado asombro. ¿Quién iba a Meld'jani pasando por la montaña cuando el camino más corto estaba trazado en el valle y tan bien trazado desde que Muley Ismael había mandado a sus negros a trabajar allí…? ¿Eran extranjeros a quienes alguien había inducido a error? ¿O acaso bandidos? ¿O, quién sabe, si cristianos evadidos…? Los dos pastores después de emitir riendo, burlándose, aquella última suposición, cambiaron súbitamente de aire y hablaron en voz baja lanzando miradas inquisidoras hacia los viajeros del otro borde de la quebrada.
—Dame tu arco, Juan de Aróstegui —dijo Colin Paturel—, y tú, Piccinino colócate delante de mí para que no vean lo que preparo.
De pronto, los moros empezaron a chillar y huyeron a todo correr. Pero las flechas del normando les alcanzaron en la espalda y, atravesados, rodaron por la pendiente mientras que sus ovejas se precipitaban balando en oscura marea, rompiéndose las patas en las quebradas.
—Ahora no podrán ya dar la alarma. Nos hubiéramos encontrado con todos los lugareños esperándonos al pasar el puerto.
Permanecieron en alerta hasta allí. Veían el camino que los pastores habían hablado. Pero ellos no podían seguirlo. Sus ropas desgarradas, su aspecto extenuado e inquietante los traicionaría ante el primer viandante. Había que seguir avanzando entre las rocas afiladas, bajo el sol de fuego y el cielo añil, pesado y vertiginoso, que daba a las piedras cegador aspecto de osamentas, con la lengua hinchada por la sed, y los pies ensangrentados. Próxima la noche, vieron reflejos del agua salvadora al borde de un precipicio y a pesar de lo empinado de las paredes emprendieron el descenso. Pero cuando se acercaban se elevó un gruñido, multiplicado por los ecos.
—¡Los leones!
Permanecían agarrados al costado de la quebrada, mientras que las fieras, irritadas por las piedras que se desprendieron, estallaban en rugidos sonoros. Repetido por las quebradas, el ruido se convirtió en atroz y temible alboroto. Angélica veía las formas rubias de las voluminosas fieras agitarse a pocos pies por debajo. Se asió a una mata de enebro con la horrible sensación de que iba a arrancarse de raíz. El normando, que estaba un poco más arriba que ella, la vio palidecer, con pánico en sus pupilas verdes.
—¡Angélica! —llamó.
Su voz, de ordinario lenta y tranquila, cuando mandaba era muy otra. No se podía eludir el dominio de aquel tono bajo y breve.
—¡Angélica, no miréis hacia abajo, pequeña! No os mováis. Tendedme la mano.
La subió como si fuera una paja y ella se inclinó hacia él, ocultando su frente en el hombro macizo para huir de la pesadilla de la visión dantesca. Él esperó paciente a que hubiera cesado de temblar y luego, aprovechando un momento de calma en el tronar tempestuoso de los rugidos, gritó:
—¡Hay que volver a subir, muchachos! No merece la pena insistir…
—¿Y el agua? ¿Y el agua? —gimió Jean-Jean de París.
—¡Vé a buscarla si te lo pide el cuerpo!
La noche de aquel día Angélica fue a sentarse aparte, mientras los cautivos instalaban un pequeño campamento alrededor de un mísero fuego que se atrevieron a encender para cocer bajo la ceniza unos tubérculos silvestres. Ella apoyó su frente en una piedra y permaneció allí, alucinada hasta la tortura por visiones de sorbetes, bebidas heladas y transparentes, de agua reverberante bajo las palmeras.
—¡Lavarme! ¡Beber! Ya no puedo más. No podré seguir adelante.
Sintió una mano sobre su cabeza. Una mano tan ancha no podía ser más que la del normando. Como no tenía fuerza para moverse, él le tiró ligeramente de los cabellos para obligarla a levantar la frente; y Angélica vio una cantimplora de piel que él le ofrecía con un poco de agua en el fondo. Su mirada vaciló, interrogativa.
—Es para vos —dijo él—. La hemos guardado para vos. Todos han dado la última gota de su odre.
Ella bebió el agua tibia, como si fuera un néctar. Al pensar en que aquellos hombres rudos se habían sacrificado por ella, su valor se reanimaba.
—Gracias, mañana estaré mejor —dijo, esbozando una sonrisa con sus labios agrietados.
—¡Seguramente! Si alguien se queda en el camino, no seréis vos —respondió él con tan íntima convicción que ella se sintió conmovida.
«Los hombres me creen siempre mucho más fuerte de lo que soy», pensó tendiéndose, algo confortada, sobre su duro lecho de piedra.
Sentíase tremendamente sola, envuelta en fatiga, miseria y miedo como en una ganga que la aislaba del mundo entero. Cuando Dante descendió a los círculos infernales para oír ladrar allí a Cerbero, con sus tres cabezas ¿sentiría una impresión parecida? ¿Era así el Infierno? Indudablemente, pero sin el gesto de un compañero brindando el último vaso de agua. Sin la esperanza. Pues bien, la esperanza no desaparecería. «Algún día divisaremos los campanarios de una ciudad cristiana sobre el cielo estrellado; algún día respiraremos, beberemos…»