Se libra de la pantera y del Gran Eunuco.
Un grupo de mujeres cruzó el patio donde retozaban las palomas. El esclavo que arreglaba el mecanismo del surtidor dijo a media voz:
—¿La francesa…?
Angélica le oyó y aminoró el paso, dejando que sus compañeras fueran delante. No iban escoltadas por eunucos ya que estaban en su patio interior. ¿Cómo podía un esclavo francés trabajar allí impunemente? Si le veía un eunuco, se exponía a la muerte.
Inclinado sobre la canalización que destornillaba:
—¿Sois vos la cautiva francesa? —musitó.
—Sí, y tened cuidado. Está prohibido a los hombres entrar en este recinto.
—No os preocupéis por mí —farfulló—. Tengo derecho a circular a mi antojo por el harén. Haced como si os interesaseis por las palomas mientras os hablo… Colin Paturel me envía a vos.
—¿Sí?
—¿Seguís estando decidida a huir?
—Sí.
—¿Os ha perdonado Muley Ismael porque habéis cedido…?
—No he cedido, ni cederé jamás. Quiero huir. ¡Ayudadme!
—Lo haremos a causa del viejo Savary, a quien se le había metido en la cabeza sacaros de aquí. Era, según creo, vuestro padre. No podemos dejaros, aunque represente un riesgo más tomar a nuestro cargo una mujer. En fin, escuchad. Una noche, cuya fecha se fijará, Colin Paturel u otro os esperará en la puertecita del Norte que da sobre un montón de inmundicias. Si hay un centinela le matará, abrirá la puerta con la llave porque no se abre más que desde afuera; vos estaréis detrás y él os conducirá. Vuestra tarea consiste en procuraros esa llave.
—Según parece, el Gran Eunuco tiene una, y la negra Leila Aicha, otra.
—¡Hum! Poco fácil. En fin, nosotros, sin esa llave, no vemos otro medio. Buscad, pensad algo. Estáis dentro del sitio, podéis pagar a unas sirvientas. Cuando la tengáis, me la entregaréis. Estoy siempre merodeando por aquí. Me he encargado de revisar todos los surtidores de los patios del harén. Mañana, estaré trabajando en el de la sultana Abechi. Es una mujer buena, amable y que me conoce mucho; nos dejará hablar sin complicaciones.
—¿Cómo conseguir esa llave?
—¡Tenéis que ingeniároslas, pequeña! De todas maneras, os quedan varios días por delante. Esperaremos las noches sin luna para la evasión. ¡Buena suerte! Cuando queráis verme, preguntad por Esprit de Cavaillac, de Frontignan, el ingeniero de Su Majestad…
Recogió sus herramientas y la saludó con leve sonrisa de aliento. Ella se enteró después de su historia por la sultana Abechi, muy charlatana. Para hacerle apostatar, Muley Ismael le impuso suplicios especialmente odiosos, haciéndole atar con una cuerda y arrancar por el ímpetu de su caballo, lo que nadie se atreve a nombrar. Esprit de Cavaillac había sido curado por sus compañeros y sobrevivido a sus horribles lesiones. Gracias a su mutilación, tenía libre acceso al interior del serrallo y podría servir de mensajero entre Angélica y los conjurados del exterior.
Su encuentro despertó el valor en la joven. ¡No la olvidaban! ¡Aún se consideraba posible su evasión…! Pues bien, se haría. ¿No había dicho Osmán Ferradji que su fuerza era la de un volcán? Cuando se sintió tan débil, enferma, con la espalda magullada, aquellas palabras le habían parecido irrisorias. Ahora, rememoraba todo a lo que se había atrevido y realizado en unos años de su vida y no veía —no, no lo veía— por qué no iba a conseguir esto tan insensato: ¡escaparse del harén!
Rápidamente, bordeó el patio, y se adentró con paso ligero por una larga galería, cruzó un jardín donde dos higueras dejaban caer sobre un pilón sus oblicuas sombras, penetró en otro patio y desde allí, bajo los arcos que formaban claustro y precedían a los oscuros pórticos de los apartamentos, apareció ante ella Raminan el jefe de los guardianes de la sultana Leila Aicha.
—Quisiera ver a tu dueña —le dijo Angélica.
La fría mirada del negro la midió, vacilante. ¿Qué quería la inquietante rival, la criatura del Gran Eunuco, por la cual Leila Aicha y Daisy Valine convocaban desde hacía ocho días los sortilegios maléficos de sus hechiceros? La imperiosa sudanesa de la tribu Loubé no se había engañado sobre el significado de la flagelación sufrida por Angélica. Había adoptado, resistiéndola, el medio más seguro de interesar a Muley Ismael. La punta del puñal que la rebelde había puesto sobre la garganta, agudizaba su deseo. Le urgía dominar a aquella tigresa, hacerla arrulladora como las palomas. Se lo había confesado a la propia Leila Aicha. Decía que aquella mujer no podía resistir al amor. Sin la imprudencia de haber conservado su puñal en el cinturón, la francesa estaría ya desfallecida en sus brazos. Se comprometía a mantenerla bajo el imperio de la voluptuosidad. Adormecería su espíritu y cautivaría su cuerpo. Por primera vez, Muley Ismael se dejaba llevar por la inverosímil ambición de apegarse a una mujer dispuesto a todo para arrancarle una sonrisa y un solo gesto de abandono.
La lúcida negra era muy sensible a aquel cambio. La cólera y el miedo la invadían con sus oscuras oleadas. Por poco hábil que fuese la francesa, dominaría al tirano de un modo indefectible le llevaría como leopardo domesticado, como ella misma dominaba a la pantera Alchadi.
Diabólico, Osmán Ferradji hacía el juego a la extranjera. Hacía correr el rumor de que la francesa estaba moribunda. El Sultán pedía sin cesar noticias de ella. Quería ir a verla. El Gran Eunuco se oponía a ello. La enferma estaba aún aterrorizada y el aspecto de su señor y dueño podía provocar de nuevo la fiebre. Sin embargo, ella había sonreído al recibir el presente que Muley Ismael le había hecho llevar: un collar de esmeraldas, cogido en una galera italiana. ¡A la francesa le gustaban, pues, las joyas…! Desde aquel momento el Sultán recibía a los orfebres de la ciudad y examinaba con la lupa sus piezas más bellas.
Aquellas locuras agitaban a Leila Aicha y a Daisy. Habían examinado todas las soluciones y primero, la más sencilla, puesto que su inquietante rival estaba moribunda: ayudar con tisanas apropiadas una obra tan bien comenzada. Pero las más hábiles sirvientas y los brujos más astutos, encargados de aportar el remedio, habían tropezado con la vigilancia reforzada de los guardias de Osmán Ferradji. Y ahora, la francesa estaba allí de nuevo, con excelente salud al parecer, y solicitando hablar con la que la perseguía con sus imprecaciones y su odio. Raminan, después de pensarlo, le rogó que esperase. El príncipe Bombón —turbante frambuesa y vestido de blanco-azúcar— jugaba no lejos de allí cortando cabezas con su sable de madera. Le habían quitado su sable de acero, porque había producido demasiadas heridas a su alrededor.
El eunuco volvió, y con un gesto, introdujo a Angélica en la estancia donde reinaba la enorme negra entre un amontonamiento de braseros, hornillos y cazoletas de cobre en donde ardían hierbas olorosas. Daisy Valiné, estaba junto a ella. En dos mesas bajas, había unas copas de cristal de Bohemia, en las que las sultanas bebían su té con hierbabuena, así como gran número de cajas de cobre conteniendo té, golosinas o tabaco.
La esposa primera de Muley Ismael apartó de sus labios su larga pipa y exhaló una bocanada de humo hacia el techo de madera de cedro. Aquel era su vicio secreto, porque el Sultán reprobaba vivamente el vicio de fumar como el de beber, prohibidos por Mahoma. Él mismo, no bebía más que agua y no había llevado nunca a sus labios la boquilla de narguilé como hacen esos turcos corrompidos que gozan de la vida sin preocuparse de la grandeza de Dios. Leila Aicha se proporcionaba tabaco y aguardiente por medio de los esclavos cristianos, únicos que podían comprarlo y consumirlo.
Angélica se adelantó, y luego, se arrodilló humildemente sobre las suntuosas alfombras. Permaneció así con la cabeza baja ante las dos mujeres que la observaban en silencio. Después se quitó la sortija con una turquesa, regalo, en otro tiempo, del embajador persa Bachtiari bey y la puso ante Leila Aicha.
—Este es mi presente —dijo en árabe—. No puedo ofrecerte nada mejor, porque no lo tengo.
Los ojos de la negra llamearon.
—¡Rechazo tu presente! Y eres una embustera. Posees también el collar de esmeraldas que te ha dado el sultán.
Angélica movió la cabeza y dijo en francés a la inglesa:
—He rechazado el collar de esmeraldas. No quiero ser la favorita de Muley Ismael, ni lo seré jamás… si me ayudáis.
La inglesa tradujo y la negra se inclinó de pronto hacia ella con movimiento ávido y atento:
—¿Qué quieres decir?
—Que tenéis algo mejor que hacer que suprimirme, envenenarme o echarme vitriolo: ayudarme a huir.
Hablaron ellas muy bajo y largo rato, unidas y cómplices. Angélica había transformado a su favor el odio que sus rivales le tenían. En el fondo, ¿qué arriesgaban ellas en la aventura? O Angélica triunfaba en la evasión y no volverían a verla en su vida; o la capturaban y esta vez sería condenada a una muerte horrible. De todas maneras no podrían achacar a las dos primeras sultanas la responsabilidad de su desaparición como ocurriría si la encontrasen muerta por efectos de un veneno. Ellas no eran en modo alguno responsables del harén. No se les podía atribuir la fuga de una concubina.
—Jamás se ha fugado una mujer del harén —dijo Leila Aicha—. ¡Le cortarán la cabeza al Gran Eunuco!
Las pupilas amarillentas inyectadas de sangre, brillaron con rojo fulgor.
—Comprendo. Todo concuerda… Mi astrólogo ha leído realmente en los astros que tú serías la causa de la muerte de Osmán Ferradji…
Un largo estremecimiento recorrió el espinazo de Angélica. «El también lo ha leído, sin duda —pensó—. Por eso Ferradji me miraba con aquel gesto extraño…» «Ahora tengo que luchar contra la suerte, Firuzé ¡para que no seas más fuerte que yo…!» La angustia que sintió en lo alto de la Torre Mazagreb la invadió de nuevo.
El olor de las hierbas, del té y del tabaco la sofocaba y sentía que el sudor humedecía sus sienes. Se dedicó con tenacidad agotadora a obtener de Leila Aicha la llavecita de la puerta Norte. Esta se la entregó por fin. No había opuesto resistencia más que por costumbre y en su afán de hablar largamente. En realidad, desde las primeras palabras de Angélica, se había adherido a su plan porque le desembarazaría de su peligrosa rival, lo que acarrearía al propio tiempo la perdición de su enemigo, el Gran Eunuco; se pondría al abrigo de la cólera de Muley Ismael, el cual no le hubiese perdonado el dañar a su nueva pasión y además ella se arreglaría para enterarse por Angélica del plan de los fugitivos y los haría capturar de nuevo, lo cual asentaría su prestigio y sus dones de adivinación ante su Dueño. Quedó convenido en que la noche de la evasión, Leila Aicha en persona acompañaría a Angélica y la guiaría por el harén hasta la escalerita que daba al patio del secreto donde se abría la puerta secreta. Así podría evitarle ser víctima de la pantera, agazapada en algún rincón. Ella conocía el lenguaje de la fiera y le llevaría unas golosinas para amansarla. Los guardianes dejarían también pasar a la Sultana de las sultanas, cuya venganza y mal de ojo temían.
—Sólo tenemos que desconfiar del Gran Eunuco —objetó Daisy—. Es el único temible. ¿Qué vas a contarle si te pregunta por qué has venido a visitarnos?
—Le diré que me había enterado de vuestra cólera con respecto a mí y que deseaba calmaros con aparente docilidad.
Las dos mujeres asintieron con la cabeza.
—Puede que te crea. ¡Sí, a ti te creerá!
Por la tarde, Angélica visitó a la sultana Abechi, una gruesa musulmana de origen español, a la que el Rey prodigaba aún algunos homenajes. Había estado a punto de ser su tercera esposa. Vio ella a Esprit de Cavaillac y deslizó la llave en su mano.
—¡Pardiez con vos! —dijo él, estupefacto—. ¡Bien puede decirse que habéis obrado con prontitud! El viejo Savary estaba en lo cierto cuando nos aseguró que erais ingeniosa y valiente y que se podía contar con vos como con un hombre. Es preferible esto a llevar una mujer torpe. Bueno, ahora no tenéis más que esperar. Os avisaré el día convenido.
Aquella espera fue lo más cruel y angustioso que había conocido Angélica. A merced de dos mujeres ponzoñosas y solapadas, bajo la mirada de adivino del Gran Eunuco, tuvo que fingir, y calmar hasta la impaciencia de su propio pensamiento. La espalda se le curaba. Se sometía dócilmente a los cuidados que la vieja Fátima le prodigaba. Esta esperaba realmente que su dueña terminase de mostrarse terca. Los sinsabores que ella ahora experimentaba, los ungüentos y medicinas, su piel arrancada y herida, le demostraban que no sería la más fuerte. Entonces ¿para qué obstinarse?
Entre tanto, corrió el rumor de que el Gran Eunuco salía de viaje. Iba a ver sus tortugas y a las viejas sultanas. Su ausencia no pasaría de un mes; pero Angélica, al saberlo, lanzó un hondo suspiro de satisfacción.
Era en absoluto necesario aprovechar aquella ausencia para evadirse. Así se facilitarían las cosas y estando ausente el Gran Eunuco no le cortarían la cabeza. No quería ella creer en tal eventualidad, ya que estando el enorme Negro harto bien situado en la Corte no se expondría a la cólera de Ismael ni siquiera por la evasión de una esclava; pero no podía tampoco dejar de pensar en las predicciones del astrólogo de Leila Aicha: «Ha leído en los astros que tú serías la causa de la muerte de Osmán Ferradji…» ¡Había que evitarlo a toda costa! Se presentaba la ocasión de fugarse.
El Gran Eunuco vino a decirle adiós y a aconsejarle gran prudencia. Estaba admitido que ella se encontraba aún muy enferma y aterrorizada; así que Muley Ismael esperaría con paciencia. ¡Era un milagro! ¡Qué no malograse sus posibilidades con Leila Aicha, que no procuraba más que perjudicarla! Dentro de un mes estaría él de regreso y entonces las cosas se arreglarían. Podía confiar en él.
—En vos confío, Osmán Bey —dijo ella.
Una vez que él partió, Angélica se dedicó a decidir a los cautivos, por mediación de Esprit de Cavaillac para que adelantasen el día de su partida. Colin Paturel hizo que le contestasen que había que esperar las noches sin luna. Pero entonces corrían el riesgo de que estuviera de vuelta el Gran Eunuco. Ella se mordía los dedos de impotencia. ¿Podría hacer comprender a aquellos cristianos bárbaros, que ella había emprendido una carrera contra el tiempo, contra la marcha inexorable del Destino? ¡Una lucha monstruosa contra el oráculo que la señalaba como futura causante de la muerte de Osmán Ferradji! ¡Un combate titánico contra los astros! Y en sus pesadillas, veía el cielo estrellado precipitarse girando vertiginoso sobre ella, y aplastarla. Por último, Esprit de Cavaillac le dijo que el rey de los cautivos se allanaba a sus razones. Era preferible para ella que la evasión se realizase en ausencia del jefe del serrallo. Para los otros, la claridad de la luna añadiría un peligro suplementario pero ¡tanto peor!
Colin Paturel, despojado de su cadenas daría la vuelta a la alcazaba matando a los centinelas para penetrar en el segundo, y luego, en el tercer recinto. Tendría que cruzar el bosquecillo de naranjos y un patio que conducía hasta la puertecita. No había más que pedir a Dios que, aquella noche, dos nubes viniesen a velar la última fase de la luna, aún demasiado indiscreta. Quedó fijada la fecha.
Aquella noche, Leila Aicha le envió unos polvos para echar en las bebidas de sus sirvientas-guardianas. Angélica ofreció café a Rafai, que vino a informarse de su salud. En ausencia del Gran Eunuco, era el responsable del serrallo. Al gordinflón le complacía poner en su mirada el aire semifamiliar, semiprotector del Gran Eunuco. Aquella actitud, tan natural en la personalidad principesca de Osmán Ferradji, no se avenía en absoluto al grueso Rafai. Se atraía los bufidos de las burlonas. Por eso le alegró ver que Angélica se humanizaba y se bebió, hasta el fondo, la taza de café que ella le ofrecía. Después de lo cual, fue a mezclar sus ronquidos con los de las sirvientas, aletargadas. Angélica esperó un rato que le pareció interminable. Cuando percibió la llamada de un ave nocturna, bajó al patio a paso de lobo. Leila Aicha estaba allí, y junto a ella la silueta frágil de Daisy. La inglesa llevaba una lámpara de aceite. La luz era inútil por el momento, porque ¡ay!, la luna brillaba como vela latina bogando sobre el océano de la noche, en un cielo que no enturbiaba nube alguna.
Las tres mujeres cruzaron el jardincillo, y se adentraron en una larga galería abovedada. De cuando en cuando Leila Aicha exhalaba de su amplio pecho un extraño sonido, una especie de arrullo ronco; Angélica comprendió que llamaba a la pantera.
Llegaron sin tropiezo al final del pasadizo abovedado. Siguieron luego las galerías de columnatas que encuadraban otro jardín con suave aroma a rosas. De pronto, la negra se detuvo.
—¡Está ahí! —musitó Daisy, crispando su mano sobre el brazo de Angélica.
La fiera salió de las matas, con el hocico junto al suelo, arqueados los ijares, como si fuese un enorme gato a punto de saltar sobre un ratón.
La sultana le tendió unos despojos de pichón, mientras seguía lanzando su arrullo salvaje. La pantera pareció calmarse. Se acercó y Leila Aicha le enganchó una cadena en el collar.
—Quedaos a dos pasos detrás de mí —dijo ella a las dos mujeres blancas.
Reanudaron la marcha. A Angélica le extrañaba no encontrar eunucos con más frecuencia, pero Leila Aicha había decidido pasar por el recinto de las antiguas concubinas, hoy abandonadas, a las que no se custodiaba con demasiado rigor. La disciplina flojeaba más en ausencia del jefe del serrallo, y los eunucos preferían reunirse en su zona personal para entregarse a interminables partidas de ajedrez. Unas sirvientas adormiladas que las vieron pasar, se inclinaron ante la Sultana de las sultanas.
Ahora subían por una escalera que conducía a las murallas. ¡Era el lugar más difícil de franquear! Siguieron el camino de ronda que por un lado dominaba el abismo sombrío de los jardines que rodeaban la mezquita, cuya cúpula de tejas verdes se veía relucir, y por el otro una plaza de arena, desierta, donde se efectuaba a veces el mercado interior de la alcazaba; una verdadera plaza fuerte. Muley Ismael se había construido un palacio en el que poder resistir durante meses a las posibles rebeliones de la ciudad que lo rodeaba. Al final del camino de ronda había un guardián subido a uno de los merlones, vuelto de espaldas, vigilando la plaza, con su lanza hacia las estrellas.
Las tres mujeres se acercaron, deslizándose en la sombra de los merlones. A unos pasos del eunuco inmóvil, Leila Aicha hizo un gesto brusco. Lanzó en su dirección los despojos del pichón que no había dado aún a la pantera. La fiera saltó hacia delante para atrapar su bocado. El guardián se volvió, vio al animal encima de él. Lanzó un grito, aterrado, tropezó y basculó en el vacío. Se oyó el ruido sordo de su cuerpo estrellándose al pie de las murallas. Las mujeres esperaron, conteniendo el aliento. ¿Atraerían los gritos del guardián a sus compañeros? Pero todo siguió en calma.
Leila Aicha reanudó sus manejos para calmar a la pantera, y luego volvió a tomar en su mano el extremo de la cadena. Después, penetraron en el piso de otro bloque de viviendas, desalojadas. Estaban a punto de demolerlas para levantar nuevo edificio.
Las sultanas condujeron a Angélica hasta lo alto de una escalerita empinada que se hundía en la sombra de un patinillo, hondo como un pozo.
—Ahí es —dijo la negra—. ¡Baja! Verás el patio y la puerta abierta. Si no lo está esperas. Tu cómplice no puede tardar. Le dirás que deje la llave en un pequeño saliente del muro a la derecha. Enviaré mañana a Raminan a recogerla. ¡Y ahora, vete!
Angélica empezó a bajar, alzó la cabeza y se creyó obligada a decir «Gracias»; y pensó que nunca había visto nada tan singular como aquellas dos mujeres, inclinadas juntas, mirando cómo se alejaba: la rubia inglesa levantando en alto su lámpara de aceite y la sombría negra conteniendo por el collar a la pantera Alchadi.
Siguó bajando. La claridad de la lamparilla dejó de seguirla. Tropezó un poco en los últimos escalones, pero en seguida vio el dibujo de la puerta que se recortaba en forma de cerradura, inundado por el claro de luna. ¡Abierta…! ¡Ya! El cautivo se había adelantado.
Angélica se acercó vacilante y angustiada a pesar suyo, en el momento de dar los últimos pasos. Llamó a media voz en francés:
—¿Sois vos?
Una silueta humana se encorvó para entrar por la angosta abertura obstruyéndola y velando al mismo tiempo la claridad, hasta el punto de que Angélica no pudo de momento distinguir al que entraba. No le reconoció hasta que al erguirse, un rayo de luna se reflejó cabrilleando en su alto turbante de tisú de oro.
El Gran Eunuco Osmán Ferradji estaba ante ella.
—¿Adónde vas, Firuzé? —preguntó con su voz suave. Trastornada, Angélica se apoyó en el muro. Hubiese querido desaparecer. Creía que era una pesadilla—. ¿Adónde vas, Firuzé?
Había que aceptarlo. Él estaba allí. Se puso a temblar, agotadas sus fuerzas.
—¿Por qué estáis aquí? —dijo ella—. ¡Oh!, ¿por qué estáis aquí? ¿No os encontrabais de viaje?
—He vuelto hace dos días, pero no he creído necesario difundir el rumor de mi regreso.
¡Diabólico Osmán Ferradji! Tigre dulzón e implacable. Se mantenía erguido entre ella y la puerta de su salvación. Se retorció las manos, juntándolas en gesto desesperado.
—¡Dejadme huir! —suplicó jadeante—. ¡Oh, dejadme huir, Osmán Bey! Sólo vos lo podéis. Sois todopoderoso ¡Dejadme huir!
La expresión del Gran Eunuco fue como la de quien presencia un sacrilegio.
—Jamás se ha escapado una mujer del harén custodiado por mí —afirmó, hoscamente.
—¡Entonces, no digáis que queréis salvarme! —gritó Angélica, iracunda—. No digáis que sois mi amigo. ¡Bien sabéis que aquí no tengo más destino que la muerte!
—¿No te pedí que confiaras en mí…? ¡Oh, Firuzé! ¿Por qué quieres siempre forzar la suerte…? Escucha, pequeña rebelde, no fue para ir a ver a las tortugas por lo que partí, sino para intentar reunirme con tu antiguo dueño.
—¿Mi antiguo dueño? —repitió Angélica, sin poder comprender.
—El Rescator, ese pirata cristiano que te compró por 35 000 piastras en Candía.
Todo empezó a dar vueltas alrededor de Angélica. Cada vez que aquel nombre era pronunciado ante ella, sentía la misma turbación hecha de esperanza y añoranzas, y no sabía ya qué pensar.
—He podido alcanzar uno de sus navios que hacía escala en Agadir, y como el capitán me indicó donde se hallaba, he podido comunicar con él por medio de dos palomas mensajeras… Va a venir… ¡Viene a buscarte!
—¿Qué viene a buscarme? —repitió ella, incrédula. Y poco a poco se aligeró el peso que oprimía su corazón. Iba a venir a por ella…
Era, sin duda, un pirata, pero un hombre de su raza. En otro tiempo no le había inspirado temor alguno. No tenía más que aparecer, negro y flaco, que posar su mano sobre su cabeza tan humillada hoy para que el calor vital la invadiera de nuevo. Le seguiría y le preguntaría: «¿Por qué me comprasteis en 35000 piastras en Candía? ¿Me encontrabais tan bella o habíais leído en los astros, como Osmán Ferradji, que estábamos hechos para reunimos…?»
¿Qué respondería él? Recordaba su voz difícil y ronca, que le había hecho sentir escalofríos. Sin embargo, era un desconocido, pero ya se veía, cuado él se la llevase lejos, muy lejos de allí, llorando sobre su corazón. ¿Quién era él? Era el viajero que venía del horizonte, cargado con provisiones de los tiempos futuros. La llevaría…
—Eso es imposible, Osmán Bey. ¡Es una locura por vuestra parte! ¡Cómo va a consentir nunca esto Muley Ismael! No es de los que suelten fácilmente su presa, ¿Tendrá el Rescator que rescatarme al precio de un navio?
El Gran Eunuco movió la cabeza. Tuvo una sonrisa y ella vio aparecer en su ojos aquella mirada llena de serenidad y bondad que Angélica creyó leer en él cuando lo vio por primera vez, tomándole por un mago.
—No te hagas más preguntas, señora Turquesa —dijo él gozoso—. Debes saber solamente que las estrellas no han mentido. Muley Ismael tendrá más de un motivo para acceder a la petición del Rescator. Se conocen y se deben numerosas atenciones. El tesoro del reino no podría prescindir del pirata cristiano que le nutre de plata, a cambio de su bandera. Pero hay más. Nuestro sultán, tan respetuoso con las leyes, no podrá hacer más que inclinarse. Porque aquí es el dedo de Alá el que interviene, Firuzé. Escucha. Ese hombre era en otro tiempo…
Cesó de hablar profiriendo una especie de estertor. Angélica, que le miraba, vio agrandarse sus ojos con la expresión sorprendida y horrorizada que había tenido ante ella la otra noche, en lo alto de la Torre Mazagreb. Exhaló un nuevo estertor. De pronto, un chorro de sangre manó de su boca, salpicando el vestido de Angélica, y se desplomó como una masa, con los brazos en cruz, y la cara contra el suelo.
Detrás de él surgió un gigante rubio y barbudo, vestido de harapos, cuya mano sostenía el puñal que acababa de herir.
—¿Preparada, pequeña? —preguntó Colin Paturel.