Osmán Ferradji entró en el «hammam», donde las sirvientas ayudaban a Angélica a salir de la gran piscina de mármol. Se bajaba a ella por unos escalones de mosaico. Había también en las bóvedas del hammam mosaicos azules, verdes y oro, floridos de arabescos, que, según decían, estabacopiado de los baños turcos de Constantinopla. Un arquitecto cristiano cismático que había trabajado en Turquía, edificó aquella delicada maravilla para comodidad de las mujeres de Muley Ismael.
El vapor, perfumado de benjuí y de rosa, esfumaba el contorno de las columnas incrustadas de oro y creaba la apariencia de un palacio de ensueño, entrevisto a través de las fantasmagorías de un cuento oriental.
Divisando al Gran Eunuco, Angélica buscó vivamente un velo para cubrirse. No se había acostumbrado nunca a ver a los eunucos participar en la intimidad de la vida femenina y aún soportaba menos la presencia del elevado personaje, jefe del serrallo.
Osmán Ferradji tenía una expresión impenetrable. Dos jóvenes eunucos de mejillas rollizas le seguían, llevando unos montones de muselisa rosa irisadas, finamente bordadas en plata. Con tono seco, Osmán Ferradji ordenó a las sirvientas que los fueran sacando uno por uno.
—¿Están aquí los siete velos?
—Sí, señor.
Con mirada crítica, contempló el cuerpo armonioso de Angélica. Fue la única vez en su vida que sufrió por ser mujer y ser bella. Se sintió como objeto de arte cuyas cualidades y originalidad aprecia un coleccionista, calculando y comparando su valía. ¡Era una sensación odiosa, indignante, como si le hubiesen arrebatado el alma…!
La vieja Fátima ciñó con mano respetuosa en torno a las caderas un primer velo que caía hasta los tobillos y dejaba adivinar bajo su transparencia las piernas ahusadas, de lisos reflejos de porcelana, las caderas arqueadas y el modelado en sombras del vientre. Otros dos velos cubrieron con el mismo indiscreto impudor los hombros y el busto. Otro, más amplio, ciñó los brazos. El quinto tenía la largura de una capa. Luego fue cubierta la cabellera, apresada en la ancha envoltura de un velo mayor que los otros. El último era el haick, que le pondrían dentro de un momento sobre la cara, no dejando visibles más que sus ojos verdes a los que daban especial fulgor los contenidos sentimientos que la agitaban.
Angélica fue conducida a su apartamento. Osmán Ferradji se reunió con ella. Angélica encontró que su negra piel tenía hoy reflejo de pizarra azul. Ella también debía estar algo pálida bajo los afeites. Angélica le miró muy de frente.
—¿Para qué ceremonia propiciatoria me preparáis así, Osmán Bey? —preguntó con voz concentrada.
—Lo sabes muy bien, Firuzé. Debo presentarte dentro de un rato a Muley Ismael.
—¡No! —dijo Angélica—, ¡eso no sucederá!
Las finas aletas de su nariz palpitaban y tenía que alzar la cabeza para mirar a la cara al Gran Eunuco. Las pupilas de éste se encogieron, volviéndose agudas y brillantes como la hoja de una espada.
—Te has mostrado a él, Firuzé… ¡Te ha visto! Me ha costado algún trabajo explicarle por qué te he ocultado desde hace tanto tiempo. Se ha allanado a mis razones. Pero ahora, quiere conocerlo todo de tu belleza, que le ha deslumbrado.
Su voz se hacía baja y lejana.
—¡Nunca has estado tan bella, Firuzé! Le seducirás, no abrigues ningún temor. No tendrá para ti más que atenciones y deseo. Lo posees todo para gustarle. ¡Tu blancura, tus cabellos dorados, tu mirada! Y hasta tu orgullo impresionará su espíritu habituado a demasiadas debilidades. E incluso tu pudor, tan extraño en una mujer que ha conocido ya el amor y del que no puedes prescindir ni siquiera ante mí, asombrará y endulzará su corazón. Le conozco. Sé la sed que le atormenta. Tú puedes ser para él el manantial. Eres la que puede enseñarle lo que es el dolor. La que puede enseñarle el temor… Puedes tener su destino entre tus manos frágiles… ¡Lo puedes todo, Firuzé!
Angélica se dejó caer sobre su diván.
—¡NO —repitió—, eso no sucederá! —Adoptó una actitud tan desenfadada como se lo permitían los numerosos velos que la envolvían—. ¿No habéis tenido nunca francesas en vuestra colección, Osmán Bey? Vais a saber, a vuestra costa, de qué materia están hechas…
Se vio entonces al solemne Osmán Ferradji llevarse las manos a las sienes y empezar a gemir balanceándose como mujer doliente.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Oh, pero que he hecho yo a Alá para verme obligado a responder a semejante cabeza de mula!
—¿Qué tenéis?
—Pero, desgraciada, ¿no comprendes que te es imposible negarte a Muley Ismael? Enfurrúñate un poco, si quieres, al principio… Una ligera resistencia no dejará de agradarle. Pero debes aceptarle como dueño. Si no, te matará, te hará perecer entre torturas.
—¡Pues bien, tanto peor! —dijo Angélica—. Moriré. ¡Pereceré entre torturas!
El Gran Eunuco levantó los brazos al cielo. Luego, cambió de táctica, se inclinó hacia ella.
—Firuzé, ¿no estás ansiosa de sentir los brazos de un hombre cerrarse sobre tu bello cuerpo? El calor del deseo te atormenta… No ignoras que Muley Ismael es un varón excepcional. Está hecho para el amor como está hecho para la caza y para el combate, porque lleva sangre negra… Puede satisfacer a una mujer siete veces en una noche… Te haré beber licores que exaltarán tu fiebre amorosa… Conocerás tales goces que ya no vivirás más que en la espera de sentirlos repetirse…
Angélica, con el rostro encendido, le rechazó. Se levantó y fue hacia el fondo de la galería. Él la siguió como paciente felino, intrigado al encontrarla en observación ante una estrecha saetera que daba a la plaza donde trabajaban los esclavos. Y se preguntaba qué espectáculo había aportado a su fisonomía atormentada por deseos femeninos aquella expresión de paz.
—Cada día en Mequinez —murmuró Angélica— cautivos cristianos mueren, mártires de su fe. Para ser fieles a ella, aceptan el trabajo, el hambre, los golpes, las torturas… Y, sin embargo, no son, en su mayoría más que simples hombres de mar, rudos y sin instrucción. Y yo, Angélica de Sancé de Monteloup, que he tenido reyes y Cruzados en mi ascendencia, ¿no iba a ser capaz de imitar su constancia? No me han puesto ciertamente una lanza en la garganta, diciéndome: «¿Mora?» Pero me han dicho en cambio: «Te entregarás a Muley Ismael, ¡el verdugo de los cristianos, el que ha degollado a mi viejo Savary!» Y esto viene a ser lo mismo que si me pidieran que renegase mi fe. ¡Yo no renegaré mi fe, Osmán Ferradji!
—¡Perecerás entre las torturas más atroces!
—Pues bien, ¡tanto peor para mí! ¡Dios y mis antepasados me asistirán!
Osmán Ferradji suspiró. Por el momento carecía ya de argumentos. Sabía bien que acabaría por hacerla ceder. Cuando le hubiese mostrado los instrumentos del verdugo y descrito algunos de los suplicios que Muley Ismael reservaba a sus mujeres, ¡su magnífico ardor se doblegaría! Pero también el tiempo apremiaba… el Sultán esperaba impaciente.
—Escuchad —dijo él en francés—. ¿No me he mostrado como un amigo para vos? No he faltado a mi palabra, y sin vuestra propia imprudencia Muley Ismael no os reclamaría hoy. ¿No podéis entonces por consideración a mí, consentir tan sólo en serle presentada? Muley Ismael nos espera. Yo no puedo encontrar ya ninguna disculpa para sustraeros. Incluso a mí me cortará la cabeza. Pero la presentación no compromete a nada… ¿Quién sabe?, quizá le desagradéis. ¿No sería la mejor solución? He advertido al Sultán que sois muy huraña… Sabré hacerle aguardar algún tiempo más.
¿El tiempo de qué? ¿De tener miedo? ¿De flaquear? Pero también pensaba Angélica quizá el tiempo de huir…
—Acepto… sólo por vos —dijo ella.
Sin embargo, rechazó colérica la escolta de los diez eunucos.
—¡No quiero ser conducida como una prisionera o como un cordero al que van a degollar!
Osmán Ferradji cedió, dispuesto decididamente a todas las conciliaciones. La acompañaría él solo con un pequeño eunuco, encargado de sostener los velos, que el jefe del serrallo quitaría uno por uno.
Muley Ismael esperaba en una estancia reducida donde le agradaba retirarse a solas para meditar. En unos pebeteros de cobre se quemaban unos perfumes que embalsamaban la habitación. Angélica tuvo la impresión de encontrarse por primera vez en su presencia. Ya no estaba separada de él por las barreras de lo desconocido. La fiera, la veía hoy. Se irguió a su entrada.
El Gran Eunuco y su pequeño acólito se prosternaron con la frente sobre el suelo. Luego Osmán Ferradji se levantó, pasó por detrás de Angélica y la cogió por los hombros para llevarla suavemente ante el sultán. Este se tendió ardientemente hacia la silueta velada. Los ojos dorados del Rey y los de Angélica se encontraron.
Bajó ella los párpados. Por primera vez, desde hacía meses, un hombre la miraba como a una mujer deseable. Al aparecer su rostro, que la mano del Gran Eunuco acababa de descubrir, sabía ella que aquel hombre mostraría el encanto sorprendido que la vista de sus rasgos perfectos, de su boca henchida, grave y ligeramente burlona, había despertado en tantas miradas varoniles. Sabía que las anchas aletas de la nariz de Muley Ismael palpitarían a la vista de su singular cabellera, cayendo como una madeja de oro sobre sus hombros. Las manos de Osmán Ferradji la rozaban y, con los párpados tenazmente bajados, ella no veía, no quería ver más que la danza de aquellas largas manos negras de uñas rojas y con sortijas de rubíes y diamantes. ¡Era curioso! Ella no había observado nunca que sus palmas fuesen tan pálidas, como desteñidas, y de un color de rosa seca…
Se esforzaba en pensar en otra cosa para soportar el suplicio de la exhibición bajo la mirada del amo intratable a quien estaba destinada. Sin embargo, no pudo dejar de crisparse cuando sintió sus brazos desnudos. Las manos de Osmán Ferradji le impusieron una rápida presión. Él le recordaba el peligro… Su mano se posó sobre el último velo, que mostraría sus senos y revelaría la finura de su talle, su espalda flexible y larga como la de una doncella.
La voz del Rey le dijo en árabe:
—Deja… No la importunes. ¡Adivino que es bellísima! —Se levantó del diván y se acercó a ella—. Mujer —dijo en francés, con su voz ronca que sabía ser pasional—, enséñame, enséñame… ¡Tus ojos!
Dijo esto en un tono tal que ella no pudo resistir, y alzó sus pupilas hacia el rostro temible. Vio un signo tatuado junto a sus labios, y el grano de su piel, curiosamente amarillo y negro. Una lenta sonrisa estiró sus labios abultados.
—¡No he visto nunca unos ojos semejantes! —dijo en árabe a Osmán Ferradji—. No debe haber otros en el mundo.
—Tú lo has dicho, señor —aprobó el Gran Eunuco. Volvía a recoger los numerosos velos, en torno a Angélica. A media voz le aconsejó en francés—: Inclínate ante el Rey. Le complacerá.
Angélica no se movió. Muley Ismael, si bien comprendía poco el francés, del que no tenía más que rudimentos, era lo bastante sagaz para captar la mímica. Tuvo otra sonrisa y sus ojos brillaron con fulgor alegre y salvaje. Sentíase henchido de impaciencia y de interés por aquella mujer, sorpresa inédita y maravillosa que le había reservado el Gran Eunuco. Encerraba en sí tantas promesas que él no sentía siquiera prisa por descubrirlas en seguida. Aquella mujer era como un país desconocido cuyo horizonte se revela lentamente, un lugar enemigo por conquistar, un adversario a quien traspasar. Una ciudad cerrada cuyo punto débil hay que encontrar. Tendría que interrogar al Gran Eunuco que la conocía bien. Aquella mujer, ¿era sensible al atractivo de los presentes, a la dulzura o a la brutalidad? ¿Sentía el gusto del amor? Sí. El agua límpida de sus ojos confesaba su turbación; el ardor de los ímpetus que disimulaba bajo la frialdad de su cuerpo de nieve. No temblaba de miedo. Era de una raza inaccesible al miedo, pero bajo la mirada pesada del Rey, su rostro que intentaba esquivarla, tomaba ya la expresión de agotada y vencida que debía tener después del amor. ¡Ella ya no podía más…! Quería huir de aquella influencia y, como pájaro fascinado, buscaba con los ojos una escapatoria, paralizada entre aquellos dos hombres crueles y atentos a su emoción.
Muley Ismael volvió a sonreír.