LII El viejo Savary victima del cruel sultán.

¿Cómo sería el rostro de Muley Ismael al inclinarse sobre la mujer deseada? Aquel rostro de dorado bronce, inquietante como el de un ídolo africano, en dura talla, pero terso y modelado por el pulgar audaz de escultor clásico. Labios y nariz de negro, pupilas de felino. No las del tigre sino las del león que puede mirar al sol de frente y ver más allá de las apariencias. ¿Cuál sería la expresión del conquistador al lograr su conquista…?

Angélica sentía que la trampa se cerraba sobre ella. No podía dejar de preguntarse sobre Muley Ismael y cuando vagaba por las avenidas de los deliciosos jardines el vértigo la invadía poco a poco pensando en la naturaleza del dueño que los había creado, el abismo de un ser fluctuante entre extremadas pasiones.

Arrojaba sus cautivos al foso de los leones, inventaba crueldades tan atroces que, para librarse de ellas, el suicidio era el más suave de los recursos; pero amaba las flores raras, el agua murmuradora, los pájaros y demás animales y creía, con toda su alma, en Alá misericordioso. Heredero del Profeta del que tenía la fría e ilimitada bravura, hubiese podido confesar como Mahoma: «He amado siempre a las mujeres, los perfumes y la oración. Pero sólo la oración ha satisfecho mi alma…»

Alrededor de ella las cortesanas cuchicheaban, soñaban, intrigaban. Todas aquellas hembras, a gusto en la tibieza de los almohadones, se dejaban arrastrar a la animalidad de sus bellos cuerpos consagrados al amor. Tersas y suaves, perfumadas, adornadas con sus bien dibujadas curvas, estaban hechas para el abrazo de un dueño imperioso. No tenían otras razones de existir y vivían en la espera del placer que él les daría, rabiosas con su ociosidad y forzada continencia. Porque entre aquellos centenares de mujeres reunidas, era demasiado escasa la frecuencia con que recibían el homenaje principesco.

Las ardientes huríes reservadas a la voluptuosidad de uno solo, engañaban su espera en solapadas conspiraciones. Envidiaban a Daisy la inglesa y a la sombría Leila Aicha, las únicas que parecían haber retenido y descubierto los secretos de su extraño corazón. Le servían en sus comidas. Las consultaba a veces. Pero ninguna olvidaba que el Corán autoriza al creyente a tener solamente cuatro esposas legítimas. ¿Cuál sería pues la tercera?

La vieja Fátima sentíase vejada de que su ama, a la que embellecía a diario, no hubiera sido todavía presentada al Rey ni llegado aún a ser la favorita. Aquello no podía por menos de suceder. El Rey no tendría más que verla. No había en el harén mujer más bella que la francesa. Su tez, preservada por la penumbra de las estancias, habíase purificado. En la cálida carnación, los ojos verdes brillaban con fulgor que no parecía natural. Fátima le había oscurecido el color de pestañas y cejas con alheña bien mezclada con lechada de cal que les daba la suavidad de terciopelo oscuro. En cambio, había aclarado la abundante cabellera con lavados de plantas especiales que hacían cada mechón flexible y brillante como la seda. La carne era nacarada, por haberse macerado en baños de aceite de almendras o de extracto de nenúfares. Estaba a punto, estimaba Fátima. ¿A qué se esperaba entonces?

La provenzal participaba a Angélica sus dudas e impaciencias. Acababa por transmitirle sus rencores de artista viendo desdeñada su obra. ¿Para qué ser tan bella? El instante era propicio para imponerse al tirano y convertirse en su tercera esposa. En lo sucesivo no tendría ya que temer la vejez ni estar relegada al fondo de un lejano caravasar de provincia o, peor aún, enviada a las cocinas para hacer vida de sirvienta hasta el fin de sus días.

El Gran Eunuco las dejaba atollarse en una espera quizá propicia a sus planes, pero tal vez no calculada. ¿Veía solamente pasar los días? Una vez más parecía acechar una señal y contemplaba, soñador, la nueva odalisca que él había creado, bella como las imágenes impías de los pintores italianos. Movía largamente la cabeza: «He visto en los astros…», murmuraba. Lo que había visto y que no decía, le tenía indeciso.

Pasaba largas noches en lo alto de la torre cuadrada de la alcazaba interrogando al cielo con sus instrumentos de óptica. Poseía los más preciados y perfeccionados del mundo civilizado. El Gran Eunuco tenía debilidades de coleccionista. Con los instrumentos de óptica, para cuya adquisición se había trasladado no sólo a Venecia y a Verona, sino hasta Sajonia, donde las fábricas de vidrio comenzaban ya a ser reputadas por sus lentes de precisión, coleccionaba también estuches persas, paraplumas, incrustados en nácar y esmalte, poseyendo los más raros ejemplares. Le gustaban también las tortugas. Las hacía criar de todas las especies en los jardines de las quintas de recreo de la montaña, donde Muley Ismael encerraba a sus concubinas jubiladas. Las pobres mujeres no sólo eran alejadas para siempre de Mequinez sino que debían terminar sus días en compañía de aquella multitud de amables monstruos, lentas tortugas, gigantes o minúsculas, que les atraían por añadidura las visitas frecuentes del temido Gran Eunuco.

El alto personaje parecía poseer el don de la ubicuidad. Para las pupilas del harén, se encontraba allí precisamente cuando le hubieran preferido en otra parte. Muley Ismael le tenía a su lado cada vez que una repentina inspiración le hacía desear la opinión inmediata de su Gran Eunuco. Visitaba con frecuencia a cada ministro; recibía a diario los informes de múltiples espías; efectuaba numerosos viajes y, sin embargo, parecía pasar los días meditando sobre la perfección de los esmaltes persas y las noches, con el ojo pegado a un telescopio. Lo cual no le impedía cumplir religiosamente, la frente en el suelo, los ritos musulmanes de las cinco oraciones.

—El Profeta ha dicho: «Trabajad para este mundo como si debierais vivir siempre en él, y para el otro como si debierais morir mañana» —repetía con frecuencia.

Su pensamiento parecía estar en comunicación invisible con aquellos y aquellas que tenía bajo su jurisdicción. Como araña en acecho tejía entre ellos y él la tela de la que no podrían liberarse nunca.

—¿No languideces, Firuzé? —le preguntó un día—. ¿No languideces con el feliz delirio de la voluptuosidad? Hace ya mucho tiempo que nos has conocido hombre…

Angélica apartó los ojos. Se dejaría cortar en pedazos antes que confesar la fiebre que hacía sus noches agitadas y que la despertaba, exacerbada, deseando en voz muy baja: ¡Un hombre! ¡Un hombre cualquiera! Osmán Ferradji insistió:

—Tu cuerpo de mujer que no teme al hombre, que siente amistad y agrado hacia él, y no teme su violencia como tantas jóvenes demasiado noveles, ¿no arde en deseos de encontrarle de nuevo? Muley Ismael te colmará… Olvida tus pensamientos y no pienses más que en tu placer… ¿Quieres que te presente al fin…?

Estaba sentado junto a ella en un escabel. La atención de Angélica se fijó en él. Contempló con aire soñador ¡aquel gran exiliado del amor…! Le inspiraba sentimientos complejos de repulsión y estima y no podía evitar una singular tristeza cuando percibía en aquel ser los signos de su estado: la curva acentuada del mentón, los brazos tersos y demasiado hermosos y, bajo el chaleco de raso, la forma de los senos que aparecen a veces en los eunucos en su madurez.

—Osmán Bey —dijo ella a quemarropa—, ¿cómo podéis hablar de esas cosas? ¿No añoráis nunca el no tener derecho a ellas?

Osmán Ferradji alzó las cejas; tuvo una sonrisa indulgente y casi alegre.

—¡No se añora nunca lo que no se ha conocido, Firuzé! ¿Envidias tú al loco que cruza la calle riendo a los fantasmas de su espíritu débil? Ese loco es, sin embargo, feliz a su manera. Su visión le colma. Sin embargo, tú no querrías compartir lo que le contenta y das gracias a Alá de no ser como él. Así se me parece el comportamiento a que arrastra la imperiosa esclavitud del deseo y que, de un hombre lleno de buen sentido, puede hacer un macho cabrío balando tras la más estúpida de las cabras. Y doy gracias a Alá de no haberme sometido a ello. No por eso dejo de admitir la realidad de esta fuerza primigenia y trabajo para conducirla hacia el fin que persigo, que es ¡la grandeza del reino de Marruecos y la purificación del Islam!

Angélica se levantó a medias, sintiendo la exaltación de un estratega que modifica el mundo a su antojo.

—Osmán Bey, se dice que habéis llevado a Muley Ismael al poder, y que para lograrlo le habéis señalado a los que él debía matar o hacer morir. Pero hay, sin embargo, un asesinato que no habéis perpetrado, ¡el suyo! ¿Por qué mantener a este loco sádico en el trono de Marruecos? ¿No estaríais vos en ese trono mejor que él? Sin vos, él no sería más que un aventurero desbordado por sus enemigos. Vos sois su astucia, su sabiduría y su protección oculta. ¿Por qué no ocupáis su puesto…? Podríais hacerlo. ¿No se ha coronado en otro tiempo a Eunucos, emperadores de Bizancio?

El Gran Eunuco seguía sonriendo.

—Estoy muy reconocido, Firuzé, a la opinión tan elevada que tienes de mí. Pero no mataré a Muley Ismael. ¡Está bien en el trono de Marruecos! Posee exactamente la fogosidad de los conquistadores. ¿Qué puede crear el que no posee la savia de la fecundación…? La sangre de Muley Ismael es una lava ardiente. La mía está helada como la de un manantial umbrío. ¡Y está bien que así sea! El es la espada de Dios. Y yo le he transmitido mi sabiduría, mi astucia. Le he educado y enseñado desde que no era más que un niño enclenque, perdido entre los ciento cincuenta hijos de Muley Archy, que no se preocupaba en absoluto de su educación. Se ocupó solamente de Muley Hamet y de Abd-el-Ahmed. Pero yo me ocupaba de Muley Ismael. Y él ha vencido a los otros dos. Muley Ismael es mi hijo más que lo es de Muley Archy que le ha engendrado… No puedo, por tanto, destruirle. No es un loco sádico, como tú le juzgas con tu espíritu estrecho de cristiana. ¡Es la espada de Dios! ¿No has oído decir que Dios hizo llover el fuego sobre las ciudades culpables de Sodoma y Gomorra…? Muley Ismael reprime los vicios vergonzosos practicados por tantos argelinos y tunecinos; no se ha apoderado jamás de una mujer que tuviera esposo vivo, porque el adulterio está prohibido por la Ley y prolonga una luna entera el ayuno del Ramadán… Cuando tú seas la tercera esposa, calmarás los excesos de su naturaleza exaltada… Mi obra quedará cumplida. ¿Quieres que te anuncie a Muley Ismael?

—No —dijo ella con agitación—, no… todavía no.

—¡Dejemos entonces que decida el Destino…!

Y la cuchilla del destino cayó, una mañana transparente y fresca en que Angélica hizo conducir al palmar su palanquín de cortinas tirado por dos mulas. Había recibido un billete de Savary, entregado no sin renuncia por Fátima, en el que le rogaba que fuese al palmar, junto a la casilla reservada a los jardineros. La mujer de uno de ellos, una esclava francesa, la señora Badiguet, le indicaría entonces dónde se hallaría su viejo amigo.

Bajo el blando arco de las palmas relucía el ámbar de los dátiles maduros. Unos esclavos los recogían. En la casilla de los jardineros, la señora Badiguet, se acercó al palanquín cuyas cortinas abrió apenas Angélica. Aquella esclava había sido capturada cuando se trasladaba con su marido, desde las Saintes-Maries a Cádiz, para establecerse. Sus dos hermanas, capturadas con ella, fueron llevadas al harén de Abd-el-Ah-med, pero ella tuvo derecho a quedarse con su marido, porque Muley Ismael practicaba la Ley que dice que el adulterio está prohibido y él no hubiera nunca separado a una mujer de su esposo vivo. Habían tenido cuatro hijos, nacidos todos en la esclavitud y que eran los compañeros de juego del principito Zidan.

La señora Bodiguet deslizó una mirada furtiva a los alrededores y bisbiseó que el viejo Savary trabajaba no lejos del palmar. Recogía los dátiles caídos que servían de complemento al pan rancio de los esclavos. La tercera avenida a la izquierda… ¿Estaba segura de los dos eunucos que conducían el vehículo? Sí. Eran, por fortuna, dos jóvenes guardianes que no sabían más que una cosa: que Osnián Ferradji les había recomendado no contrariar a la cautiva.

Hizo ella, pues, conducir el palanquín a la avenida designada y no tardó en ver a Savary, como un gnomo moreno, recogiendo alegremente sus provisiones, en el reflejo esmeralda y oro de las palmeras. El lugar estaba desierto. No se oía más que el zumbido incesante de las moscas alrededor de los racimos pringosos de azúcar. Savary se acercó. Los eunucos quisieron interponerse.

—¡Atrás, mis rollizos nenes! —les dijo amablemente el viejo—. Dejadme ofrecer mis cumplidos a esta dama.

—Es mi padre —intervino Angélica—, ya sabéis que Osmán Bey me permite visitarle algunas veces…

Los guardianes no insistieron.

—Todo marcha bien —murmuró Savary, con la mirada radiante tras sus antiparras.

—¿Habéis encontrado otro yacimiento de «mumie» mineral? —preguntó Angélica con pálida sonrisa.

Le miraba enternecida. Se parecía cada vez más a los duendes barbudos y maliciosos que vienen a danzar alrededor de las mesas de piedra colocadas en los campos del Poitou. No estaba lejos de creer que Savary no era sino uno de los viejos genios de su infancia a quienes ella había acechado tanto tiempo en la hierba húmeda de rocío, y que la seguía fielmente para protegerla.

—Seis esclavos van a arriesgarse a una evasión. Su plan es perfecto. No quieren comprometerse con los guías, que con gran frecuencia traicionan a quienes deben conducir a tierra cristiana. Han recogido informes de esclavos evadidos y que fueron atrapados de nuevo. Han trazado la ruta hasta Ceuta, los caminos que hay que seguir y los que hay que evitar. La época propicia para huir será dentro de uno o dos meses. Es la estación de los equinoccios porque los moros, no teniendo trigo ni frutos que custodiar, no duermen ya en el campo. No viajarán mas que de noche. Les he convencido de que lleven a una mujer con ellos. No querían. No se ha visto nunca evadirse a una mujer, una mujer fugitiva. Les he hecho observar que precisamente vuestra presencia les protegería, porque si ven una mujer entre ellos, creerán que se trata de comerciantes y no de cautivos cristianos. Angélica le estrechó la mano con efusión.

—¡Oh, mi querido Savary! ¡Y yo que os acusaba de abandonarme a mi triste suerte!

—Tejía mi tela —dijo el viejo boticario—, pero no es eso todo. Es preciso que podáis salir de la fortaleza. He estudiado todas las salidas del harén que se abren fuera de la alcazaba; del lado norte, sobre una de las fachadas que da sobre una verdadera colina de inmundicias, no lejos del cementerio de los judíos, hay una puertecita que no siempre está vigilada. Me he informado por las sirvientas. Da a un patio llamado «patio del secreto», a dos pasos de una escalera que comunica con el harén. Por ahí podréis salir. Uno de los conjurados os esperará afuera una noche. Ahora debéis saber que esa puertecita no se abre más que desde el exterior y que sólo dos personas tienen la llave: el Gran Eunuco y Leila Aicha. Esto les permite regresos inesperados cuando se los ha visto salir con gran pompa por delante… Ya conseguiréis escamotear esa llave y hacerla pasar a uno de nosotros, que vendrá a abriros…

—Savary —suspiró Angélica— tenéis hasta tal punto costumbre de levantar montañas que todo os parece sencillo. Hurtar una llave al Gran Eunuco, ¡afrontar la pantera…!

—¿Tenéis una sirvienta de la que estéis segura?

—Es decir… no sé…

Maese Savary puso de pronto un dedo sobre sus labios. Se alejó con una viveza de hurón, con su cesto medio lleno de dátiles bajo el brazo.

Angélica oyó un galope de caballo acercarse. Muley Ismael surgió de una avenida transversal, con su albornoz amarillo flotando al viento y seguido de dos alcaides. Se detuvo al ver entre los árboles el palanquín de las cortinas rojas. Savary volcó su cesta en medio de la avenida y empezó a lanzar lamentos.

La atención del sultán se desvió hacia él. Llegó al paso de su caballo. La torpeza y el terror fingidos del viejo esclavo excitaban su imperiosa necesidad de atormentar.

—¡Oh!, ¿no es este el pequeño santón cristiano de Osmán Ferradji? Se cuentan maravillas de ti, viejo hechicero. Cuidas admirablemente mi elefante y mi jirafa.

—Te agradezco tu bondad, señor —balbució Savary prosternándose.

—Levántate. No está bien que un santón, que es un ser sagrado por el cual habla Dios, se mantenga en posturas humillantes.

Savary se levantó y cogió de nuevo su cesta.

—¡Espera…! Te diré que no me agrada que se atribuya el título de santón a ti que permaneces en el error de tus infames creencias. Si posees secretos mágicos, no pueden provenir más que de Satán. Hazte moro y te agregaré a mi séquito para que interpretes mis sueños.

—Lo pensaré, señor —afirmó Savary.

Pero Muley Ismael estaba de mal humor. Levantó su lanza y encogió su brazo dispuesto a herir.

—¡Hazte moro! —repitió amenazador—. ¡Moro…! ¡Moro…!

El esclavo hizo como si no oyese. El Rey le asestó una primera lanzada.

El viejo Savary cayó a medias y se llevó los dedos al costado donde chorreaba la sangre. Con la otra mano temblorosa, ajustó sus antiparras, y alzó entonces hacia el Sultán una mirada centelleante de indignación:

—¿Moro…? ¡Un hombre como yo! ¿Por quién me tomas, señor…?

—¡Insultas la religión de Alá! —rugió Muley Ismael, hundiéndole de nuevo la punta de su lanza en el vientre.

Savary se la arrancó e intentó levantarse para huir. Logró dar apenas unos pasos vacilantes; pero Muley Ismael le seguía a caballo repitiendo: «¿Moro? ¿Moro?» y traspasándole cada vez con su lanza. El viejo se desplomó de nuevo.

Angélica miraba horrorizada la atroz escena, por la rendija de sus cortinas. Se mordía los dedos para no gritar. ¡No! Ella no podía dejar inmolar así a su viejo amigo. Se lanzó fuera del palanquín y corrió como loca, a aferrarse al arzón de Muley Ismael.

—¡Detente, señor, detente! —suplico en árabe—. ¡Piedad, es mi padre…!

El Sultán se quedó con la lanza levantada, estupefacto ante la aparición de aquella mujer espléndida y desconocida, cuyos cabellos sueltos se esparcían como una cascada bajo un rayo de sol. Bajó el brazo.

Angélica, trastornada, se precipitó hacia Savary. Levantó al viejecillo, tan menudo que no se notaba su peso, y le llevó hasta el pie de un árbol para apoyarle en él. Su viejo ropaje estaba todo lleno de sangre. Sus gafas estaban rotas. Se las quitó delicadamente. Las manchas rojas se ensanchaban, invadiendo la tela raída de su vestimenta; y Angélica veía con espanto la tez del viejo blanca como el sebo, sobre la cual resaltaba su barbita roja teñida con alheña.

—¡Oh, Savary! —dijo ella con la voz entrecortada por los latidos de su corazón—, ¡oh, mi querido viejo Savary, os lo suplico, no muráis!

La señora Badiguet, que había presenciado desde lejos el drama se precipitó hacia su casa en busca de un remedio. La mano de Savary tanteó para coger de una doblez de su traje un trocito de tierra negra y viscosa. Sus ojos enturbiados vieron a Angélica.

—¡La «mumie»…! —dijo—. Señora, Nadie sabrá ya el secreto de la tierra… Sólo yo lo sabía… y me voy… me voy. Sus párpados adquirieron un tono plomizo.

La mujer del jardinero acudía, llevando un brebaje de grano de tamarisco mezclado con canela y pimienta. Angélica lo acercó a los labios del viejo. Pareció que él olía el vaho ardiente. Esbozó una sonrisa.

—¡Ah, las especias! —murmuró—, el olor de los viajes felices… Jesús, María, acogedme…

Y con aquellas palabras, el viejo boticario de la calle del Bourg-Tibourg, expiró. Su cabeza canosa se inclinó y entregó su alma.

Angélica tenía entre sus manos las del viejo, inertes y frías.

—No es posible —repetía, trastornada—, ¡no es posible!

¡No era el ágil e invencible Savary el que yacía allí como un lamentable pelele roto en la luz esmeraldina del palmar! ¡Era una pesadilla! ¡Una de sus tretas de genial histrión…! Iba a reaparecer, a musitar: «Todo marcha bien, señora». Pero había muerto, atravesado a lanzadas.

La joven sintió entonces un peso terrible caer sobre ella. El peso de una mirada que la contemplaba. Divisó junto a ella en la arena los cascos de un caballo parado y levantó la cabeza. Muley Ismael la cubría con su sombra…