Angélica y sus compañeras habían contemplado también, desde lejos, los fuegos artificiales. Después de mucho vacilar, viendo que la atmósfera tendía a la indulgencia, Angélica preguntó al Gran Eunuco si podía permitirle una entrevista con uno de los Padres, pues necesitaba los auxilios de su religión. Osmán Ferradji creyó que no debía negarle aquel encuentro.
Dos eunucos fueron enviados a la casa de los judíos, donde los Padres esperaban el resultado de las negociaciones en curso y recibían sin cesar visitas de cautivos, pues todos iban a suplicar que se les hiciera figurar entre los doscientos franceses rescatados.
Rogaron al R. P. Valombreuze que siguiera a los guardias negros, pues una de las mujeres de Muley Ismael deseaba hablarle. A la entrada del harén le vendaron los ojos. Se encontró ante una reja de hierro forjado detrás de la cual se hallaba una mujer muy velada; y no sin sorpresa la oyó hablar en francés.
—Creo que estáis satisfecho de vuestra Misión, ¿verdad, Padre? —preguntó Angélica.
El Padre hizo notar, con prudencia, que no estaba todo terminado. La disposición de ánimo del Rey podía dar un cambio. Los relatos que a cada momento le hacían los cautivos que iban a verle no eran como para tranquilizarle. Cómo deseaba encontrarse cuanto antes de nuevo en Cádiz, en compañía de aquellos pobres cautivos, cuyas almas estaban en tan grande peligro bajo el reinado de aquel monarca sanguinario.
—Y puesto que también habéis sido cristiana, señora, no lo dudo por vuestro lenguaje, os ruego que intercedáis cerca del Rey, vuestro señor, para que su indulgencia y buena disposición nos sean mantenidos.
—Pero si yo no soy renegada —protestó Angélica—. Soy cristiana.
El Padre Valombreuze, confuso, acarició su larga barba. Había oído decir que todas las mujeres o concubinas del sultán estaban consideradas como musulmanas y debían seguir abiertamente la religión de Mahoma. Tenían una mezquita para ellas, construida dentro de la alcazaba.
—He sido capturada —repitió Angélica—, no estoy aquí por mi voluntad.
—No lo dudo, hija mía —murmuró el sacerdote, conciliador.
—Mi alma también está en gran peligro —dijo Angélica asiéndose a la verja con súbita desesperación—, pero esto no os importa. Nadie intentará salvarme, nadie intentará rescatarme. Porque no soy más que una mujer…
No lograba explicarse y decir que comenzaba a temer, más que las torturas, aquella oleada de dorada sensualidad que acolchaba el harén; la lenta disgregación de su alma invadida poco a poco por las plantas venenosas de la pereza, la voluptuosidad y la crueldad. Esto es lo que había querido Osmán Ferradji, que conocía el eterno femenino, adormecido en ella y los medios de hacerlo surgir.
El religioso oyó llorar a aquella mujer velada. Movió la cabeza, compasivo.
—Soportad vuestra suerte con paciencia. Vos al menos no tenéis que padecer hambre y la fatiga de los trabajos que abruman a vuestros hermanos.
Aun a los ojos del buen Padre, la pérdida del alma de una mujer parecía menos importante que la de un hombre. Y no precisamente por desdén. Acaso por pensar que la complexión y responsabilidad femeninas merecían alguna indulgencia ante Dios.
Angélica se recobró. Quitóse una de las sortijas, un diamante muy grueso que llevaba grabado la divisa y el nombre de los Plessis-Belliére. Vaciló, cohibida por la presencia del Gran Eunuco que la vigilaba. Lo había pensado bien. Ahora tenía el tiempo contado, lo sabía, y Osmán Ferradji la haría conducir al apartamento de Muley Ismael. Le había dado la posibilidad de comprender que debía seguir sus consejos. Perdería su apoyo si le defraudaba, tendría la enemistad del Rey al afrontarle, le iba en ello la vida y moriría torturada. Y llegaba a preguntarse, con terror, si no esperaba impaciente por que sonase la hora de su derrota, antes que alimentarse de falsas esperanzas. Nadie podía ayudarla, ni dentro ni fuera. El ingenioso Savary no era más que un pobre viejo esclavo que había presumido demasiado de sus fuerzas. No se podía hacer cualquier jugarreta al sultán Muley Ismael. Y si los cautivos cristianos se aventuraban en una de aquellas imposibles evasiones que algunos audaces meditaban, no iban a cargarse con el estorbo de una mujer. «No se escapa nadie de un harén». Al menos podía ella intentar no acabar allí sus días. No veía más que un solo ser que pudiera alzarse y subyugar al intratable Ismael hasta hacerle devolver una de sus presas.
Tendió la joya a través de los florones de la verja.
—Padre, os lo suplico… Os conjuro a que vayáis a Versalles en cuanto regreséis. Pediréis audiencia al Rey, y le entregaréis esta sortija. Verá mi nombre grabado en ella. Entonces le contaréis todo: que he sido capturada, que estoy prisionera. Le diréis…
Su tono bajó y acabó con voz sofocada:
—Le diréis que solicito su perdón y que le llamo en mi auxilio.
Las negociaciones no estaban, ¡ay!, terminadas cuando Muley Ismael supo por un renegado francés que el título de Padres Redentoristas ocultaba el de la Orden de Padres Trinitarios. Su cólera fue terrible.
—Me has engañado de nuevo con tu lengua demoníaca, astuto normando —dijo a Colin Paturel—. Pero esta vez no has tenido tiempo de llevar a cabo tu burla.
Hizo que le llenasen la barba, nariz y oídos de pólvora de cañón con la intención de prenderle fuego. Después, cambió de opinión. No haría morir aún a Colin Paturel. Se contentó con hacerle atar sobre una cruz y exponerle desnudo al sol abrasador de la plaza, con dos Negros armados de mosquetes; estos debían disparar contra los buitres que intentaban vaciarle los ojos. Uno de los guardianes disparó torpementee hirió al cristiano en un hombro. Al enterarse, el Rey acudió y cortó la cabeza del guardián de un sablazo.
Angélica, estremecida, con la cara apoyada en la estrecha rendija de la saetera, no podía apartar su mirada de aquella cruz horrible. Veía a veces retorcerse los músculos del cautivo que intentaba incorporarse para libertar sus miembros entumecidos por las cuerdas. Su abultada cabeza rubia de largos cabellos caía hacia adelante. Pero pronto se erguía. Volvía lentamente el rostro de derecha a izquierda, miraba al cielo. Se agitaba sin cesar, como para impedir que la circulación se paralizase en sus miembros torturados. Su prodigiosa complexión triunfó del suplicio. Cuando le bajaron por la noche, no sólo no había muerto, sino que, cuando el Rey hizo que le dieran un caldo de especias, se irguió, y los que ya le lloraban, le vieron llegar hasta ellos, andando, alta la cabeza, a pesar de la sangre de sus heridas. Las noticias circulaban con gran rapidez y se vivía en tensión borrascosa.
En su cólera, el Rey había escupido sobre los presentes de los Padres. Dio los collares y sortijas a sus negritos. Desgarró el vestido de paño verde. No llegó, sin embargo, a romper los relojes.
Los Padres, que recibieron al orden de salir inmediatamente de Mequinez so pena de ser quemados vivos, estaban consternados. Se consultaron acerca de lo que debían hacer. Con gran valentía los dos comerciantes de Salé, los señores Bertrand y Chappe-de-Laine, que no habían sido designados para efectuar aquella partida, dijeron que iban a pedir audiencia al Rey y obtener explicaciones mientras que los religiosos, para no excitar más su carácter intratable y caprichoso, recogían ya sus bártulos y montaban en sus asnos.
Pero Colin Paturel, previendo los obstáculos, había encendido un contrafuego moral atizado ahora por aquella lamentable situación. Los días anteriores a la llegada de los Padres, había visitado personalmente a todas las familias de los moros cautivos en las galeras de Francia e hizo chispear ante ellos como espejuelos, la esperanza de que un posible canje, permitiría hacerlos volver muy pronto. Ahora, al ver que por capricho del Rey los negociadores se marchaban sin que quedase nada concertado, los moros se precipitaron en alud hacia la alcazaba, injuriando y suplicando alternativamente al Rey que no dejase pasar aquella ocasión, que por primera vez se les presentaba, de hacer regresar a sus musulmanes cautivos de los cristianos.
Muley Ismael se vio obligado a ceder. Sus guardias galoparon tras los Padres y les ordenaron que volvieran a Mequinez bajo pena de ser decapitados si no lo hacían. Se reanudaron las conversaciones que fueron tumultuosas y duraron tres semanas.
Al fin, los Padres obtuvieron doce cautivos en lugar de los doscientos. Cada uno de ellos debía ser canjeado por tres moros y 300 piastras. Los Padres los llevarían a Ceuta donde esperarían hasta que se efectuase dicho canje. El Rey escogió personalmente los doce esclavos, entre los más viejos y débiles. Los hizo desfilar ante él y, naturalmente, caminaban con el aspecto más deplorable que podían.
Muley Ismael se frotaba las manos y dijo con satisfacción:
—Son realmente todos pobres y miserables…
El guardián aprobó:
—¡Dices bien, señor!
Para mayor certeza el Rey se volvió hacia su escriba y le preguntó su parecer. El escriba aprobó también.
—Has dicho bien, señor, cuando has dicho que eran pobres y miserables.
Iban a registrarlos cuando un cautivo cojitranco se presentó de pronto e hizo notar que el viejo Caloens no era francés, porque había sido capturado bajo bandera inglesa. El asunto databa de hacía veinte años y no había tiempo de comprobarlo. El viejo Caloens se encontró en la puerta del patio como en la del Paraíso terrenal. El cojitranco ocupó su puesto. Los Padres apresuraron su partida, al ver que cada día les infligían nuevas vejaciones. La envidia y el pesar agriaban a los cautivos que los perseguían con sus quejas. Había que pagar y colmar de regalos a todos los alcaides y renegados que pretendían haberles hecho favores.
Salieron de Mequinez entre la rechifla y las piedras, tanto de los musulmanes como de los cristianos, que en lo sucesivo no veían ya fin a su miseria. El viejo Caloens lloraba.
—¡Ah!, ¿cuándo volverán los Hermanos de los asnos…? ¡Yo, estoy perdido!
Creía sentir sobre su cabeza calva el puño del bastón del rey. Se dirigió al palmeral y se ahorcó. Colin Paturel llegó a tiempo para descolgarle.
—No te desesperes, abuelo —dijo—, lo hemos intentado todo para mejorar nuestra suerte. Ahora nos queda todavía una salida: la fuga. Tengo que irme. Mis días están contados. Renaud de Marmondin, el caballero, ocupará mi puesto. Si no te sientes demasiado viejo, vendrás con nosotros.
Colin Paturel había insistido, no sin motivo, cerca de los Padres para que trajesen relojes. Al cabo de quince días, ya no funcionaban. Un relojero ginebrino, Martin Camisart, se ofreció para repararlos. Necesitaba solamente una serie de pequeñas herramientas: tenazas, limas, pinzas…
Algunos de estos instrumentos se perdieron no se sabía cómo y cuando los relojes volvieron a dar su tic-tac, el ginebrino había sustraído los suficientes útiles para acabar con las cadenas de Colin Paturel y liberarle cuando llegase el día. Rompería también las de Jean-Jean de París, el «escriba» de los cautivos. Con aquellos dos, inseparables hacía diez años, estarían también Piccinino el Veneciano, el marqués de Kermoeur, un noble bretón, Francis Bargus apodado el Arlesiano, oriundo de Martigues y Juan de Aróstegui, un vasco de Hendaya.
Eran los cabecillas del presidio, todos ellos lo bastante locos para afrontar la muerte hasta encontrarse en tierra cristiana. A ellos se uniría el pobre Caloens, el calvo condenado, y aquel viejo boticario llamado Savary, que había sabido proponerles, una tras otra, las mil maneras más absurdas de írsele de las manos a Muley Ismael, y de convencerles de que lo imposible se había hecho posible.