L La plaza de los esclavos.

Llegada de los padres redentoristas.

Un día, muy cerca de su estancia pero disimulada en una esquina del muro, Angélica miró por una saetera de la fachada lisa que caía al lado de la ciudad. Era una ventana en forma de cerradura, demasiado estrecha para poder asomarse, demasiado alta para poder llamar a alguien, pero que daba sobre una amplia plaza, por la que pasaba mucha gente.

Permanecía en ella largas horas. Desde allí veía a los esclavos cristianos agotándose en las incesantes obras de Muley Ismael. Este, construía y construía. Al parecer sin otra satisfacción que la de demoler para volver a construir. Sus procedimientos de edificador permitían gran rapidez de ejecución. Ordenaba que hicieran mortero con tierra arenisca, cal y un poco de agua, comprimiéndolo luego fuertemente entre dos tablas, distanciadas entre sí por el espesor de la muralla a levantar. Los ladrillos y la piedra eran sólo empleados en las jambas y dinteles de las puertas.

Pronto fue para Angélica muy familiar el espectáculo de los talleres de los que no divisaba más que un rincón en la plaza. Los «chaouchs» negros con los palos levantados sin cesar sobre el espinazo de los cautivos: y éstos proseguían sus trabajos sin descanso bajo el sol implacable. Con frecuencia aparecía Muley Ismael, surgiendo a caballo o a pie bajo parasol, seguido de sus alcaides. Entonces el triste cuadro se animaba. Angélica se dejaba pillar en la trampa de su curiosidad de ociosa forzada. Al aparecer Muley Ismael, al instante ocurría algo. Era Colin Paturel que iba a pedirle que a la mañana siguiente se celebrase la Pascua dejando de trabajar, y el Sultán hacía que le dieran cien palos allí mismo. A veces era un esclavo a quien suprimía de un mosquetazo porque descansaba un poco, y no le había visto y a quien luego precipitaba desde lo alto de la muralla de treinta pies. Otras, eran dos o tres guardias negros decapitados por su propia mano, pues los hacía responsables de la lentitud de las obras. Ella no oía las voces ni las palabras. El escenario de la estrecha saetera representaba para ella escenas cortas, trágicas hasta lo burlesco, en sus mímicas silenciosas. Unas marionetas que caían, huían, suplicaban; que golpeaban, que trepaban por escalas y andamiajes; que no cesaban nunca hasta llegar las sombras de la noche.

En aquella hora, la blanca plaza veía prosternarse a los musulmanes con la frente en el polvo, vueltos hacia La Meca, la ciudad del sepulcro del Profeta. Los esclavos volvían a sus barrios o a las mazmorras subterráneas.

Angélica acabó por reconocer a algunos. Sin saber los nombres, distinguía las razas: los franceses que podían soportar un palo sonrientes y que se ponían con frecuencia a discutir con sus carceleros negros hasta que éstos, pasmados sin duda ante sus argumentos, les dejaban hacer lo que querían: descansar un poco, fumar una pipa a la sombra de la muralla. Los italianos que sabían cantar. Cantar entre el polvo acre de la cal viva y de las piedras. Se veía que cantaban porque sus compañeros interrumpían el trabajo para escucharles. Los italianos tenían también accesos de furiosa cólera, aunque se jugasen la vida. Los españoles se distinguían por la condescendencia altiva con que manejaban la llana y no se quejaban nunca del ardor del sol, del hambre ni de la sed. Por el contrario, los holandeses realizaban cuidadosamente su tarea, sin mezclarse en las riñas, viviendo unos cerca de otros. Se reconocía a los Protestantes por aquella misma serenidad severa. Los Católicos y los Cismáticos se odiaban cordialmente y entablaban verdaderas batallas de perros rabiosos siendo separados con dificultad por los palos de los «chaouchs». Los guardianes se veían a menudo obligados a ir en busca de Colin Paturel, cuya autoridad hacía renacer pronto la calma.

El normando seguía siempre cargado de cadenas. Mostraba con frecuencia brazos y espalda llenos de heridas sangrientas debidas a las flagelaciones y palizas que su audacia en reclamar justicia le acarreaba. No por ello dejaba de cargar sobre su hercúleo espinazo pesados sacos de cal; y subía así por las escalas, con las cadenas colgando, hasta lo más alto de las edificaciones. Tomaba las cargas de los más débiles y nadie se atrevía a decirle nada. Un día, asiendo con una mano las cadenas de sus muñecas, deshizo a uno de los Negros que se encarnizaba con el enclenque Jean-Jean de París. Los guardianes acudieron sable en mano pero retrocedieron: ¡era Colin el normando! Sólo el Rey tenía derecho a castigarle. Cuando éste vino por la noche a inspeccionar los trabajos de los esclavos, como tenía por costumbre, puso su lanza sobre el pecho del esclavo: Angélica creyó oír el fatídico:

—¿Moro?, ¡hazte moro!

Colin Paturel movía la cabeza negativamente. ¿Iba a desplomarse allí, a expirar al fin, el invencible gigante rubio, que hacía años venía siendo el blanco de una persecución por la que hubiera debido morir cien veces? ¿Iba al fin Azrael a llevarse su presa?

Angélica se mordía los puños. Sentía deseo de gritarle en francés que apostatase, y no comprendía la especie de obstinación que mantenía al hombre frente a su verdugo, con la muerte sobre su corazón.

Muley Ismael tiró al fin colérico su lanza a un lado. Angélica supo más tarde que había dicho: «¡Este perro quiere condenarse!» La terquedad de Colin Paturel en desear arder entre los demonios y en rechazar el Paraíso de los Creyentes, causaba al Rey de Marruecos una amargura casi apenada.

Angélica suspiró con alivio tras sus muros y fue a tomar una taza de café para reanimarse. Se preguntaba con asombro cómo aquellos miles de cautivos, la mayoría buena gente sencilla, marineros de todos los países del mundo, tenían valor para afrontar la muerte o varios años de cautiverio por un Dios del que tal vez no se preocupaban cuando eran libres. Si uno de aquellos miserables, hambrientos, torturados, desesperados, apostataba, tenía en seguida de qué comer. Una vida cómoda, un puesto honorable y tantas mujeres como permite Mahoma a sus fieles. Y había, ciertamente, muchos renegados en Mequinez y Berbería, pero pocos en relación a los centenares de miles de cautivos que pasaban a poder de los sultanes desde hacía varias generaciones.

Lo que Angélica contemplaba desde lo alto de la saetera, era lo mejor que puede salir del pobre cuerpo maltratado de un hombre. ¡Ellos no lo sabían! Trabajaban, sufrían, esperaban… Angélica vio pasar un convoy de nuevos cautivos enviados al rey por los corsarios de Salé. No habían comido desde hacía ocho días. Sus ropas maltratadas y sucias no habían tenido todavía tiempo de parecerse a los uniformes andrajosos de los esclavos. Se distinguían los dorados del gran señor sobre su casaca y el chaleco rayado del marinero. Pronto serían todos hermanos: cristianos cautivos en Berbería. Y algunos habían tenido que llevar las cabezas de sus camaradas, muertos en el camino, pues los guardianes temían ser acusados de haberlos vendido por su cuenta.

En el centro de aquella plaza donde el sol de fuego proyectaba sombras color añil, y por su intensidad, era también lugar para producir espejismos, Angélica divisó una mañana al personaje más sorprendente, al más incongruente que hubiera esperado ver: un hombre vestido de etiqueta y con peluca. Sus altos tacones y zapatos de hebillas no acusaban una larga caminata. Destacaba la blancura de los puños. Fue preciso que un alcaide se acercara al personaje con tres saludos para que ella se convenciera de que no estaba soñando.

Entonces se precipitó adentro para enviar a una sirvienta a preguntar de qué se trataba. Luego pensó que al hacerlo descubriría su puesto de observación. Tuvo, pues, que esperar a que la noticia se difundiese por sí sola… lo cual ocurrió muy pronto.

El enviado extraordinario, con peluca, no era otro que un honrado comerciante francés de Salé, el señor Bertrand, que, a título de antiguo residente en las costas marroquíes se había encargado de venir a Mequinez a anunciar la tan reclamada venida de los Padres Redentoristas. Buen cristiano, deseoso de acudir en ayuda de sus hermanos desdichados, el comerciante había puesto su experiencia en aquel país al servicio de los Redentoristas, que desembarcaban por primera vez en el reino celosamente cerrado de Muley Ismael. Los religiosos llegaban por pequeñas etapas, montados en asnos, con sus presentes y cartas de recomendación.

Surgió en seguida la efervescencia entre los cautivos. Los hombres de mar, algunos de los cuales habían sufrido esclavitud varias veces en Argel o en Túnez, y debiendo su libertad a la intervención de los Padres, sentían gran afecto por aquellos religiosos, a los que llamaban también los Mareantes, o los Hermanos de los asnos, pues estaban habituados a verlos penetrar valientemente en el interior de las tierras, hasta los más alejados aduares, para rescatar cautivos. Pero el acceso a Marruecos, les había sido prohibido desde hacía quince años.

No era insignificante el triunfo obtenido por Colín Paturel al lograr que el especial carácter del Rey cediera en aquella cuestión.

Llegaban. El viejo Caloens, el decano de los cautivos, con sus 70 años y sus veinte de presidio, cayó de rodillas y dio gracias al cielo. ¡Al fin entreveía la libertad! Sus compañeros se sorprendían porque el viejo Caloens, jardinero del Rey, cuyos céspedes cuidaba con cariño, había parecido siempre muy dichoso con su suerte. Explicó que era cierto y que no abandonaría la tierra marroquí sin derramar lágrimas, pero que debía partir porque se quedaba calvo. Y al Rey no le agradaban los calvos. Cuando veía a uno, corría hacia él y le partía el cráneo con el puño de su grueso bastón. El viejo Caloens, por viejo que fuera, no tenía aún deseo de morir, sobre todo de aquella manera.

Los Hermanos de los asnos llegaban. El Rey dejó a todos los esclavos acudir a su encuentro, con verdes palmas en señal de bienvenida.

Angélica no pudo contenerse. Por primera vez pidió al Gran Eunuco que le concediera un favor: el de asistir a la audiencia en la que Muley Ismael recibiría a los religiosos franceses. Osmán Ferradji entornó sus ojos oblicuos de gato, como calculando lo que podía ocultar aquella petición, y se lo concedió.

Hubo que esperar mucho tiempo, pues la Misión había sido alojada en el barrio judío y permaneció allí encerrada una semana, con el pretexto de que no estaba permitido a los Padres visita alguna antes de haber sido recibidos por el Rey. Los alcaides, ministros y renegados de elevada situación, fueron a ver los presentes de los pobres Padres y a tantear el dinero que de ellos podrían obtener.

Al fin, una mañana, la cautiva francesa recibió aviso de que se preparase para el paseo. Osmán Ferradji la condujo hasta su palanquín de cortinas rojas, tirado por una mula y bien escoltada. El vehículo franqueó varios recintos. En la puerta que daba sobre la explanada de la Alcazaba, el Gran Eunuco hizo parar el palanquín. Angélica podía ver por entre las cortinas.

El Rey estaba ya instalado, sentado sobre el suelo, con las piernas desnudas y cruzadas, y con babuchas amarillas. Su atuendo y turbante eran verdes, señal de excelente humor. Se tapaba la boca con un pliegue del albornoz, lo que daba brillo intenso a su mirada. Él también sentía curiosidad por ver de cerca a los sacerdotes cristianos y avidez por contemplar los presentes que le traían. El renegado Rodani le había afirmado que había dos relojes. Pero, sobre todo, Muley Ismael se concentraba para entablar un combate en el que tenía gran empeño. Si podía arrancar la impiedad del corazón de aquellos «pappas» imanes de las religiones cristianas, ¡qué victoria para Alá! Había preparado muy bien su discurso; sentíase henchido de ardor y de convicción. No había querido a su alrededor más que a unos treinta de sus guardianes negros armados con largos mosquetes de culata plateada. Detrás de él, estaban dos negritos; uno sostenía el parasol, mientras el otro movía el abanico. Alcaides y renegados, de gran gala, con trajes de brocado y turbantes de copete de plumas le rodeaban, sentados sobre los talones.

Los Padres Redentoristas llegaron por el fondo de la plaza, seguidos de doce esclavos que llevaban los presentes. Eran presentados por el renegado francés Rodani, el judío Zacarías y el alcaide Ben Messaud.

Los Padres Redentoristas habían elegido cuidadosamente a sus representantes para aquella misión extraordinaria intentada en vano desde hacía años. Eran seis, de los cuales tres hablaban el árabe vulgar y todos el español. Cada uno de ellos había realizado, cuando menos, tres misiones de rescate en Argel y Túnez, siendo conocidos por su gran hábito del mundo musulmán. Su Superior era el R. P. Valombreuze, segundón de una gran familia del Berry, doctor por la Sorbona. Aportaba a las negociaciones, sutilezas de campesino y dignidad de gran señor. No se podía encontrar hombre mejor preparado para enfrentarse con Muley Ismael. Los hábitos blancos con una cruz roja en el pecho, y las barbas de los Padres causaron en el Rey buena impresión. Se parecían a los piadosos eremitas llamados «santones», tan reverenciados por los musulmanes.

El Rey habló el primero, comenzando por la salutación de bienvenida y alabando el celo y la caridad de los sacerdotes que les habían hecho ir tan lejos en busca de sus hermanos. Alabó después al gran rey de Francia. El R. P. Valombreuze, bien vuisto en la Corte de Versalles, pudo darle la réplica sobre aquel punto y asegurarle que el rey Luis XIV representaba, por su magnificencia y el valor de sus actos, el más grande rey de la Cristiandad. Muley Ismael asintió y luego inició el elogio de su gran Profeta y de su Ley.

Angélica, alejada, no podía seguir aquel largo discurso pero veía a Muley Ismael animarse cada vez más. Su rostro resplandecía entonces como nubes de tormenta que el sol atraviesa un instante. Era curioso, según le daba el sol, verle tan pronto negro como dorado. Tendía sus puños cerrados como dos mazas, conjurando a sus interlocutores a que reconociesen sus errores y vieran al fin con claridad que la religión de Mahoma era la única verdadera, la única pura, designada y definida por los profetas desde Adán. Ciertamente, no les ordenaba que abjurasen, pues habían venido como embajadores y no como esclavos, pero les exhortaba a ello para no tener que responder ante Dios de no haberlo hecho. Era un gran sufrimiento para él tener en su suelo a seres tan limitados y sumidos en el error. Y era todavía una suerte que no perteneciesen a aquel dogma sacrilego de la Trinidad, ¡Qué se atreve a declarar que en Dios hay tres dioses!

—Ciertamente, Dios es el Único, y muy por encima de la cualidad de tener un hijo. Jesús es semejante a Adán, creado del barro. Es solamente el enviado de Dios y su Verbo es un espíritu de Él, que ha proyectado sobre María, hija de Amram. No ha sido abofeteado por Satán, ni ella tampoco. Creed, pues, en Dios y en su Profeta, no digáis que Dios tiene tres personas y os sentiréis bien…

Los valerosos Padres Redentoristas soportaron pacientes aquella larga prédica, castigo por todas las que ellos habían infligido a los otros. Se guardaron de hacer notar al Rey que su Orden era, de hecho, la de los Padres Trinitarios, que llevaba ocasionalmente aquel otro título de «Padres Redentoristas». Colin Paturel, en su carta, les había recomendado encarecidamente que se presentasen bajo este nombre, y ahora comprendían por qué. Dieron las gracias al Rey del cuidado que se tomaba en querer hacerles santos ya que realmente a dicho fin, y según las máximas del cristianismo, por lo que venían desde tan lejos para libertar a sus hermanos; y que pese al deseo que tenían de agradarle no podían apostatar puesto que no habían efectuado aquel penoso viaje más que para rescatar a unos cautivos cristianos.

El Rey se allanó a sus razones e hizo un esfuerzo para no exteriorizar su decepción.

Los esclavos, tras desatar las cuerdas de las cajas que contenían los presentes, levantaron las tapas. Los religiosos ofrecieron al rey varias piezas de ricas telas de Cambrai y de Bretaña, envueltas en estuches damasquinados de oro. Ofrecieron también tres sortijas y tres collares. Muley Ismael se puso las sortijas en los dedos y dejó los collares, en el suelo, a su lado. De cuando en cuando, los cogía y examinaba. Finalmente, desembalaron los relojes. Sus esferas no habían sufrido mucho en el viaje. El más grande de ellos tenía un péndulo de oro representando el sol y las cifras eran de esmalte azul enmarcado en oro.

A su vista, Ismael se sintió invadido de pueril alegría. Aseguró que escucharía favorablemente la petición de los Padres y que les entregaría doscientos esclavos. ¡Jamás se hubieran atrevido ellos a esperar número tan elevado!

Aquella misma noche, para mostrar su alegría y dar las gracias al Rey, los esclavos vinieron junto al canal de la alcazaba y prendieron un gran fuego de artificio; Lean Davias, Pouliguen y José Tomás, de Saintonge, eran los dos expertos artificieros y organizaron un espectáculo como los moros no habían presenciado nunca. Un barco de fuego, una galera, un árbol bogaban sobre el canal y un pájaro, revoloteando, prendía todos aquellos elementos con el fuego que salía de su pico.

Desde lo alto de la terraza, Muley Ismael contemplaba aquellas maravillas. Estaba muy emocionado. Dijo que sólo los esclavos le amaban de verdad, porque cuando concedía beneficios a los suyos o a su pueblo, éstos, en vez de agradecerlo pedían más, mientras que los cautivos cristianos le alborozaban con su alegría.

Hizo que aquel mismo día le confeccionaran una veste de paño verde de Bretaña, por parecerle especialmente bello.