IL La noche en el harén

Escuchaba atenta en la noche. En el interior del harén, los ruidos se sofocaban. Las mujeres debían volver a sus pabellones o estancias respectivas. Su libertad relativa durante el día para ir y venir de un patio a otro y aun de visitarse, se acababa, por la noche, debiendo permanecer en su alojamiento, bajo la custodia de un eunuco y de sus sirvientas negras. ¿Quién se hubiese atrevido a contravenir aquellas prescripciones? Por la noche daban suelta a Alchadi, la pantera que vagaba a su antojo. Cualquier imprudente que, por casualidad, hubiera burlado la vigilancia de los guardianes, se exponía a encontrarse de pronto ante el felino, adiestrado especialmente para saltar sobre las siluetas femeninas. ¡Cuántas sirvientas moras, jovencitas, enviadas por sus amas a las cocinas para traerles golosinas que se les antojaba en aquel momento, morían así destrozadas!

Por la mañana, dos eunucos que habían domado a la fiera corrían por el palacio en su busca. Cuando por fin era atrapada, tocaban una especie de cuerno «Alchadi está encadenada». Hasta entonces no respiraban a gusto y el harén comenzaba a animarse. Una sola mujer era respetada por la pantera: Leila Aicha, la maga. La enorme negra no temía ni a las fieras, ni al Rey, ni a sus rivales. No temía más que a Osmán Ferradji, el Gran Eunuco. En vano concitaba contra él a sus hechiceros y los hacía preparar filtros. El Gran Eunuco se libraba de ellos porque él también poseía la Ciencia de lo Invisible.

Angélica contemplaba desde el borde de su balcón la llama sombría de los cipreses erguidos sobre la palidez de los muros. Surgían del patio interior, de donde ascendía su aroma amargo, el de las rosas y el rumor del surtidor. ¡Aquel patio cerrado sería en lo sucesivo todo su horizonte! Del otro lado, del lado en que estaban la vida y la libertad, los muros eran lisos. Como los de una prisión. Y Angélica llegaba a envidiar a los esclavos, hambrientos y abrumados por el trabajo, pero que del otro lado de aquel muro podían ir y venir a su antojo. Ellos se quejaban de estar bajo el yugo y en la imposibilidad de salir de Mequinez y de llegar al «bled», es decir al interior de las tierras.

Pero a Angélica le parecía que si lograba franquear aquel muro cerrado del harén, el resto de la evasión sería cosa fácil. Era en primer lugar imposible lograr complicidades en el exterior, y había sido un milagro haber podido, gracias a la indulgencia muy calculista del Gran Eunuco hablar dos veces con Savary.

Este organizaría la evasión desde fuera, y ella se fugaría del harén sola y por su cuenta. Y su espíritu inventivo fallaba, tropezaba con demasiados obstáculos solapados. Al principio parecía fácil todo. En la realidad, todo era duro y cruel. De noche, la pantera. De día y de noche, los eunucos, a los que ninguna pasión podía hacer flaquear, armados de lanzas, erguidos junto a las puertas al claro de luna, o efectuando laronda, por las altas terrazas, empuñando el yatagán. ¡Inmutables! ¡Implacables!

¿Y las sirvientas?, se preguntaba Angélica. La vieja Fátima la quería realmente y le era profundamente adicta. Pero aquella abnegación no llegaría hasta ayudar a su ama en una aventura que juzgaba, por su parte, estúpida y en la que, si fracasaba, se exponía a la muerte. Angélica le pidió un día que hiciese llegar un papelito a Savary. La vieja se defendió lo mejor que pudo. Si la sorprendían con un papel de parte de una concubina del Rey para un esclavo cristiano, por lo menos la arrojarían al fuego como haz de leña seca. En cuanto al esclavo cristiano, no se atrevía a imaginar cuál sería su suerte. Temiendo por Savary, Angélica no insistió. Pero ya no sabía qué hacer. A veces, para darse ánimo, evocaba a sus dos pequeños cristianos tan alejados: Florimond y Charles-Henri; pero aquello no bastaba para estimular su voluntad. ¡No podía franquear tantos obstáculos para reunirse con ellos!

Pensaba que el olor de las rosas era exquisito y que la tímida melodía de un «ukele» cuyas cuerdas algo más lejos pinzaba una esclavita mora, para adormecer a su dueña, parecía la voz misma de aquella noche pura. ¿Para qué luchar? A la mañana siguiente habría «bestilla», aquel pastel de hojaldre, fino como encaje que contenía la sorpresa de un picadillo de pichones en que la pimienta rivaliza con la canela y el azúcar… Tenía terribles deseos de una taza de café. Sabía que con sólo dar una palmada la vieja provenzal o la negra que la ayudaba, reanimarían los carbones ardientes de un hornillo de cobre y harían hervir el agua en la reluciente cafetera. El aroma del negro brebaje disiparía su angustia y le traería como sueño apaciguador el recuerdo de una hora extraña que había conocido en Candía.

Entonces, Angélica, con los brazos bajo la nuca, soñaba… Sobre el mar azul, un navio blanco, inclinado como gaviota bajo el viento… ¡Un hombre que la había comprado al precio de un navio! Aquel hombre que la había querido locamente para él, ¿dónde estaba? ¿Se acordaría aún de la bella cautiva que se le había escapado? ¿Por qué había huido?, se preguntaba ahora. Ciertamente, era un pirata, pero también de su raza. Desde luego, resultaba un hombre inquietante, quizás horrendo bajo su máscara, pero, sin embargo, no la había inspirado temor alguno… A partir del instante en que su mirada oscura y magnética había captado la suya, Angélica supo que no había llegado allí para apresarla sino para salvarla, ahora se daba cuenta, de su propia locura imprudente. Locura ingenua la de imaginarse que, en el Mediterráneo, una mujer sola podía libertarse de su destino. Ahora bien, no era libre —si acaso— más que de escoger su dueño. Y por haber rechazado a aquel, había caído en manos de otro, ¡cuánto más implacable!

Angélica derramó lágrimas amargas, sintiendo pesar sobre ella su doble esclavitud de mujer y de cautiva.

—Toma café —murmuró la provenzal—, te encontrarás mejor después. Mañana te traeré bestilla muy caliente.

Los marmitones preparan ya la pasta en las cocinas… El cielo verdeaba por encima de la punta negra de los cipreses. Llevada en las alas del alba, desde lo alto de los minaretes, la voz quejumbrosa de los almuédanos llamaba a los fieles a la oración; y en los corredores del harén los eunucos corrían, llamando a Alchadi, la pantera.