La esclava torturada.
Los jardines de Mequinez eran maravillosos. Angélica iba allí con frecuencia, entre un grupo de mujeres, o en palanquín de ruedas tirado por dos muías. Las portezuelas corridas la ocultaban a las miradas; pero ella podía ver y gozar de la belleza de las flores y de los árboles, exaltada por la luz ardiente del sol.
A veces temía aquellos paseos, pensando con ansiedad en si la diplomacia del Gran Eunuco no habría preparado un encuentro con el amo al revolver de una avenida. Ahora bien, esto ocurría a menudo, ya que Muley Ismael sentía por aquellos paseos una predilección que le hacía parecerse a su lejano ejemplo de soberano, Luis XIV. También él quería ver en persona la marcha de las obras. Sin embargo, aquella hora era propicia para abordarle en las mejores condiciones. Sobre todo cuando tenía en los brazos uno de sus hijos recién nacidos o uno de sus gatos, mientras recorría con paso mesurado las sombreadas avenidas, seguido de grandes personajes de su Corte. Todos sabían que era el mejor momento para presentarle una petición difícil. Muley Ismael no se enojaba entonces nunca, por temor a asustar a la muñequilla morena y ataviada que apretaba sobre su pecho o al gato opulento que acariciaba.
Tenía por los niños y los animales una pasión y una dulzura que sorprendían a cuantos se le acercaban, al igual que extrañaba su brutalidad salvaje con sus semejantes. Los jardines, los palacios estaban llenos de animales raros. Por todas partes, en los árboles, en los patios, por el césped, bajo las flores, gatos de todas las razas, cuidados por un ejército de servidores, exhibían sus opulentos pelajes grises, blancos, negros, listados o moteados. Sus ojos garzos, sus pupilas de oro fluido, seguían largamente a los paseantes a lo largo de las avenidas. Aquello creaba múltiples presencias invisibles y aterciopeladas, que moraban en los jardines como los «djinns» o espíritus protectores y les daban un alma soñadora y secreta. Los gatos no estaban amaestrados para custodiar a esclavos o tesoros, como en Oriente. Los mimaban por ellos mismos, lo que los hacía mansos y satisfechos. Los animales eran felices en la mansión de Muley Ismael. Los caballos, que junto con los gatos, era la especie animal que más adoraba, tenían cuadras espléndidas, con bóvedas de mármol y de trecho en trecho, entre las dos galerías, fuentes y abrevaderos de mosaicos verdes y azules. Los rosados flamencos, ibis, pelícanos, retozaban sin temor al borde de un estanque.
En algunos parajes el verdor era tan espeso, la hilera de olivos y de altos eucaliptos tan bien ordenada, que se ofrecía a la vista la perspectiva de un gran bosque, haciendo olvidar la prisión de las murallas almenadas que los encerraban. Los eunucos acompañaban generalmente a las mujeres en sus paseos, porque a pesar de los muros de la alcazaba, había demasiadas idas y venidas en el interior del inmenso recinto, a causa de las obras. Sólo les eran libremente accesibles los patios con surtidores y macizos de adelfas.
Aquella mañana, Angélica pensaba en ir a visitar al elefante enano. Esperaba así ver a Savary, que era el médico primero del preciado animal. La pequeña circasiana y otras dos concubinas de Muley Ismael se unieron a ella: una alta y alegre etíope, Muirá, y una «peuhl», de raza berebere, de rostro impasible, muy claro, color madera de limonero. Tomaron el camino de la casa de fieras, custodiadas por tres eunucos, uno de ellos Ramidan, el jefe de la guardia de la Reina, que llevaba en sus brazos al principito Zidan. Este, al oír hablar del elefante, había pedido ruidosamente que le llevasen allí.
Las predicciones de Angélica resultaron exactas. Encontraron a Savary armado de una enorme jeringa de plomo, disponiéndose, con ayuda de otros dos esclavos, a aplicar un clisterio a su paciente. El elefante había engullido demasiadas guayabas. El principito quiso ofrecerle más inmediatamente. El médico no tuvo inconveniente en ello. Unas guayabas más o menos no alterarían en nada la indisposición del paquidermo y era preferible no arrostrar la cólera del regio negrito. Angélica aprovechó aquel momento para dar a Savary dos panecillos tiernos que ocultaba bajo sus velos. El gordinflón Refei lo vio pero no dijo nada. Tenía órdenes muy precisas en lo concerniente a la cautiva francesa. No había que enfrentarse con ella por una minucia. Angélica murmuró:
—¿Habéis concebido algún plan para nuestra evasión?
El viejo boticario lanzó una inquieta mirada y respondió entre dientes:
—Mi yerno, el judío Samuel Cayan, ese muchacho encantador, está dispuesto a adelantarme una suma importante para pagar a los encubridores que han de servirnos de guías. Colin Paturel conoce a algunos que han logrado éxito en unas evasiones.
—¿Son de confianza?
Él los garantiza.
—Entonces, ¿por qué no se ha escapado él?
—Va siempre encadenado… Su evasión es por lo menos tan difícil como la vuestra. Dice que jamás ha intentado una mujer evadirse… O si lo ha intentado, nunca se ha sabido. A mi juicio, esperad mejor a la llegada de los Padres Redentoristas y haced que intervenga Su Majestad el rey de Francia.
Angélica quiso replicar vivamente, pero un gruñido de Rafai la hizo comprender que el coloquio secreto, del que no podía entender una palabra, había durado ya demasiado. Con lo cual los guardianes apremiaron a las mujeres para que se retirasen. Costó más trabajo convencer al príncipe Bombón. Ramidan tuvo que tomarlo de nuevo en brazos. Su cólera se calmó cuando, alrededor de una avenida, encontró al viejo esclavo, medio calvo, Juan-Bautista Caloen, un flamenco que recogía las hojas caídas. El niño gritó que quería cortarle la cabeza porque era calvo y ya no servía para nada. Promovió tan espantoso alboroto que los eunucos aconsejaron al esclavo que se dejase caer al suelo no bien le hubiera tocado. El principito levantó su cimitarra en miniatura y asestó el golpe con todas sus fuerzas. El viejo se desplomó, haciéndose el muerto. No por ello dejaba de tener en el brazo un extenso corte. A la vista de la sangre, el monigote encantador se calmó, siguiendo alegre su paseo.
Pasaron cerca de un jardín muy profundo que estaba lleno de trébol para los caballos de palacio. Una balaustrada prolongaba la terraza. Algo más lejos había un bosquecillo de naranjos y rosales. Era el lugar más atractivo de la alcazaba, cuyo plano había sido trazado por un jardinero español y armonizaban no sólo el verde azulado de los árboles, en donde se encendían las gruesas linternas de las naranjas, con los de los macizos de rosas que estaban a su pie, sino también los perfumes delicados de los frutos y de las flores. Dos esclavos estaban trabajando allí. Al pasar, Angélica los oyó hablar en francés. Se volvió para mirarlos. Uno de ellos, mozo apuesto de aspecto fino y noble, le hizo un guiño con mirada alegre. Ha de estar muy abrumado un francés por el yugo de la esclavitud para no sonreír al paso de veladas beldades misteriosas, aunque tenga por ello que perder la vida. La pequeña circasiana exclamó de pronto:
—Quiero esa naranja tan hermosa, la de arriba. Decid a los esclavos que la cojan.
En realidad, ella había visto al guapo joven y deseaba pararse, examinarle. La experiencia del amor en brazos del voluptuoso Ismael había hecho de la ignorante muchachita una mujer curiosa que deseaba probar sus encantos ante otros hombres. Aquellos, pese a sus caras de mal alimentados y a sus harapos miserables, eran los primeros a quienes veía aparte del Rey, desde que éste le había revelado las primeras reglas del juego sutil y violento que, desde que el mundo es mundo, opone y acerca a Eva y Adán.
Sus ojos magníficos examinaban ávidamente por encima del velo a aquellos esclavos de piel blanca. ¡Eran realmente muy velludos y musculosos…! Pero el más alto, un joven de sonrisa de ángel, tenía el pelo rubio y sedoso. Debía resultar extraño estar desnuda en sus brazos. ¿Cómo se comportaban los cristianos en el amor…? Dicen que no los circuncidan.
—Quiero que me traigan esa hermosa naranja, de allá arriba —insistió ella.
El grueso Rafai le hizo notar severamente que ella no tenía derecho a pedir unas frutas que pertenecían exclusivamente al Rey. La pequeña se encolerizó y replicó que lo que pertenecía al Rey le pertenecía también a ella. Porque en lo sucesivo tenía todo el poder sobre él. Se lo había asegurado. Y se quejaría al Rey de la insolencia de los eunucos, que serían castigados.
Los dos esclavos seguían la discusión con el rabillo del ojo. El joven rubio, que era el marqués de Vaucluse, cautivo desde hacía unos meses, sonreía con indulgencia, encantado de oír una voz femenina y caprichosa; pero su compañero, un bretón, Yan Le Goen, perro viejo de la esclavitud con sus veinte años de Marruecos, le aconsejó vivamente en voz baja que apartase su mirada y se absorbiera en su faena, porque estaba prohibido a los esclavos mirar a las mujeres del Rey bajo pena de muerte. El marqués se encogió de hombros. Era bonita aquella pequeña, al menos en lo que de ella se adivinaba. ¿Qué es lo que quería, en realidad?
—Quiere que le den una naranja —tradujo el bretón.
—¿Y se puede negar eso a una muchacha tan linda? —dijo el marqués de Vaucluse, quien, soltando su podadera, irguió su elegante talla bajo un jubón raído para alargar la mano hacia el naranjo. Cogió el fruto e inclinándose ante la circasiana como lo hubiera hecho ante madame de Montespan, le entregó la naranja.
Lo que cayó sobre ellos después, ocurrió con la rapidez del huracán.
Algo silbó en el aire y la punta de una jabalina lanzada casi a quemarropa, atravesó el pecho del marqués de Vaucluse, que se desplomó. En la linde de un sendero herboso, Muley Ismael erguido sobre su caballo blanco apareció, con el rostro convulso de furor. De un espolazo acercó su caballo, arrancó su lanza del cadáver y se volvió hacia el otro esclavo para atravesarlo a su vez. Pero el bretón, en una zambullida, se precipitó entre las patas del caballo, gritando, con lamentos, en árabe:
—¡Piedad, señor, piedad por la santidad de tu caballo sagrado, peregrino de La Meca!
Muley Ismael intentaba herirle bajo el vientre del animal, pero el cautivo, exponiéndose a ser aplastado por los cascos del animal inquieto, no salía de su cobijo. Algunos de los caballos de Muley Ismael tenían fama de ser sagrados, en especial los que habían estado en La Meca y eran «hadj», que es el título del musulmán que ha hecho la peregrinación a La Meca. Yan Le Goen había reconocido a tiempo uno de aquellos animales, el más admirado y querido del Sultán. Este acabó cediendo, por amor a Lanilor.
—Está bien —dijo al esclavo—, tú al menos conoces nuestras costumbres sagradas. ¡Pero quítate de mi vista, inmundo gusano, y que no vuelva yo a oír hablar de ti jamás!
El bretón salió de debajo del caballo, cargó con el cuerpo de su compañero y huyó a todo correr por el bosquecillo florido y aromado. Muley Ismael se volvió, con la lanza levantada. Buscaba, entre los eunucos, a cuál iba a atravesar el primero para castigarles por su negligencia; pero Ramidan a su vez, encontró el medio de enternecerle tendiendo hacia él al pequeño Zidan a quien todo aquel espectáculo encantaba.
—¡Por la gracia de tu hijo, señor, por la gracia de tu hijo…!
Y explicó con locuacidad que la circasiana se había jactado de hacerles castigar por él, el amo, cuando éste había concedido plena confianza a sus eunucos para domar a las indóciles. ¡Ella quería una naranja! Y pretendía que lo que pertenecía al Rey ¡le pertenecía a ella! Muley Ismael, ensombrecido como la noche, tuvo después una sonrisa sardónica que descubrió sus dientes.
—Aquí todo me pertenece sólo a mí. Ya lo aprenderás a tus expensas, Marryamti —dijo en tono grave.
Y haciendo dar la vuelta a su montura se alejó al galope.
Las mujeres fueron conducidas de nuevo al harén. Una atmósfera angustiosa pesó todo el día sobre las estancias y patios donde los cortesanos, cuchicheando, tomaban lánguidamente el té. La pequeña circasiana estaba lívida. Sus grandes ojos vagaban sobre los rostros de sus compañeras, intentando leer en ellos el secreto de su condena. Muley Ismael iba a torturarla. El horrible veredicto no ofrecía duda.
Cuando supo por Ramidán el incidente, la negra Leila Aicha preparó sobre un brasero un cocimiento de hierbas que sólo ella conocía y envió a dos sirvientas a que lo llevasen a la circasiana. ¡Qué la niña lo bebiese en seguida: se dormiría sin dolor en la muerte! Así se libraría de las torturas atroces que el amo le preparaba para castigar su insolencia.
Cuando la circasiana comprendió al fin lo que le aconsejaban, lanzó un grito de horror y rechazó el bol de veneno, que se vertió. Leila Aicha hizo una mueca de simia irritada. Había obrado por pura bondad de alma, decía. Ahora, ¡qué importa! ¡Dejaría que actuase el Destino…!
Entre tanto, uno de los gatos lamió el líquido derramado y murió al instante. Las mujeres, enloquecidas, lo enterraron en secreto. ¡Sólo faltaba que el Rey se enterase de la muerte de uno de sus animales tan queridos!
La pequeña circasiana se había refugiado en los brazos de Angélica. No lloraba. Temblaba como una gacela acosada por la jauría. Y, sin embargo, todo estaba en silencio. El perfume de las flores flotaba en el aire de la noche, que por encima de los patios extendía un cielo de jade. Pero el espíritu del cazador sádico e invisible planeaba ya sobre su escogida presa haciéndose dispersar, en la sombra de las estancias, a las criaturas mudas y oprimidas. Angélica acariciaba los cabellos azul noche de la Marryamti. Componía algunas frases en árabe para calmarla:
—¡Por una naranja…! No es posible que te castigue tan cruelmente… Quizás haga que te azoten. Pero lo hubiera ordenado ya… No sucederá nada. ¡Tranquilízate!
Pero ni ella misma conseguía tranquilizarse. Sentía el latir desigual del corazón de la desdichada. De pronto la circasiana lanzó un aullido.
Por el fondo de la galería, avanzaban los eunucos. Al frente iba Osmán Ferradji. Llevaban cruzados los brazos sobre el rojo chaleco de raso. Un «saroual» del mismo color, ceñido al talle por un cinturón negro del que colgaba la cimitarra. No llevaban turbante y se veían sus cráneos afeitados, con sólo un mechón trenzado sobre la nuca. Avanzaban sombríos y mudos sin expresión alguna en sus rostros carnosos. Las mujeres huyeron. Habían reconocido el atuendo de las ejecuciones.
La joven giró sobre sí misma como animal enloquecido, buscando una salida. Luego, se arrojó de nuevo a las rodillas de Angélica, agarrándose a ella con todas sus fuerzas. No gritaba pero su mirada patética pedía auxilio desesperadamente. Osmán Ferradji separó él mismo los dedos delicados.
—¿Qué van a hacerle? —interrogó Angélica jadeante, en francés. No es posible que la hagan sufrir… ¡por una naranja!
Impasible, el Gran Eunuco no se dignó responder. Entregó la víctima a otros dos guardianes, que la arrastraron. Ella gritaba ahora en su lengua nativa, llamando a su padre y a su madre a quienes los turcos habían matado, suplicando a los santos iconos de la Santa Virgen de Tiflis que la salvasen. El terror multiplicaba sus fuerzas. Tuvieron que arrastrarla sobre el enlosado. Así la habían llevado hacia el Amor. Aquella noche, la llevaron hacia la Muerte.
Angélica se quedó sola, con los nervios destrozados. Vivía una pesadilla y el suave murmullo del surtidor, en su perfección, le produjo un terror animal como algo monstruoso en su inconsciencia. Vio a la etíope que, con amplia sonrisa, le hacía señas desde la galería para que se acercase. Se unió a un grupo de mujeres inclinadas sobre la balaustrada.
—Desde aquí se oye todo.
Se elevó un grito prolongado, y luego otros y otros más. Angélica se tapó los oídos apartándose como de una tentación. Sentía una fascinación horrible ante aquellos lamentos de agonía y dolor inhumanos que un tirano sádico arrancaba del cuerpo de una pequeña esclava culpable tan sólo de haber cogido una naranja. Era algo que no había experimentado desde su niñez. Volvió a ver a la nodriza, con fulgor en sus ojos de morisca, contándole a ella y sus hermanas los tormentos que Gilles de Rais infligía a los inocentes a quienes raptaba para Satán… Vagó por las galerías.
—¡Hay que hacer algo! ¡No se puede permitir que hagan esto!
Pero no era más que una esclava encerrada en un harén, y cuya vida estaba también en juego.
Vio a una mujer que se inclinaba, con oído atento, hacia las habitaciones del Rey. Sus largas trenzas rubias le colgaban sobre la espalda. Era Daisy, la inglesa. Angélica se le acercó. Sentíase de su misma raza entre las orientales, españolas e italianas, demasiado morenas. Era la única rubia, además de la pobre islandesa, inutilizable y que no se acababa de morir. Nunca se habían hablado. Sin embargo, cuando se acercó, la inglesa le puso el brazo sobre los hombros. Y su mano estaba helada.
Desde allí también «se oía».
A un gemido más inhumano, Angélica respondió con otro gemido sordo. La inglesa la estrechó. Murmuró en francés:
—¡Oh! ¿Por qué no habrá bebido el veneno que Leila Aicha le envió? ¡No puedo acostumbrarme a estas cosas!
Hablaba el francés con mal acento pero con bastante soltura, pues estudiaba idiomas para distraerse, ya que no lograba ceder a la pereza intelectual de las otras cortesanas. Durante mucho tiempo, Osmán Ferradji había apostado por aquella cristiana nórdica, sin pasiones, pero Leila Aicha se la había arrebatado. Sus ojos claros buscaron el rostro de Angélica.
—¿Os da miedo, verdad…? Y, sin embargo, sois una mujer dura como un sable. Cuando Leila Aicha os mira, dice que lleváis cuchillos en los ojos. La circasiana ocupaba el puesto que Osmán Ferradji os reserva… ¿Y tembláis ante su suplicio…?
—Pero en fin ¿qué le están haciendo?
—¡Oh! La imaginación del señor no se queda corta para inventar suplicios refinados. ¿Sabéis cómo hizo perecer a Mina Varadoff, la bella moscovita, que le había hablado con insolencia? Cortándole los senos con la tapa de un cofre sobre la que hizo subir a dos verdugos. Y no es la única que ha hecho torturar así… Mirad mis piernas.
Alzó el borde de su saroual. Sus pies y tobillos conservaban las huellas rosáceas e hinchadas de atroces quemaduras.
—Me metieron los pies en aceite hirviendo para hacerme renegar. No tenía yo más que quince años. Cedí… Y se hubiera dicho que él me amaba doblemente por la resistencia que le opuse. He conocido goces maravillosos en sus brazos…
—¿Habláis de ese monstruo?
—Necesita hacer sufrir. En él es una forma de lujuria… ¡Chist! Leila Aicha nos observa.
La enorme negra permanecía en pie, junto al umbral de una puerta.
—Es la única, la única mujer que él ama —bisbiseó Daisy con mezcla de rencor y admiración—. Hay que estar con ella. Entonces no os sucederá nada malo… Pero desconfiad del Gran Eunuco, ese tigre dulzón e implacable…
Angélica huyó, seguida por las miradas de las dos mujeres. Se refugió en su estancia. Fátima y las sirvientas le presentaron en vano golosinas y café. Las enviaba sin cesar en busca de noticias: ¿había muerto ya la circasiana? No. Muley Ismael no se hartaba de sus torturas y habían sido tomadas las peores precauciones para que la muerte no sobreviniera en seguida.
—¡Oh, que caiga un rayo sobre esos demonios! —decía Angélica.
—Pero si no es tu hija ni tu hermana —decían extrañadas las sirvientas.
Acabó por desplomarse sobre el diván, con las manos en los oídos y unos almohadones encima de la cabeza. Cuando se levantó salía la luna. Reinaba el silencio. Creyó ver pasar por la galería al Gran Eunuco, haciendo la ronda. Se precipitó y bajó a su encuentro.
—¿Ha muerto, verdad? —gritó ella—. ¡Ah, por amor del cielo, decidme que ha muerto!
Osmán Ferradji miró con perplejidad aquellas manos suplicantes, aquel rostro deshecho por la angustia.
—Sí, ha muerto —dijo—. Acaba de expirar…
Angélica exhaló un suspiro de alivio que parecía un sollozo.
—¡Por una naranja! ¡Por una naranja! Y ésta es la suerte que me reserváis, Osmán Bey. Querríais que fuese su favorita para que me haga morir así, entre suplicios, al menor gesto.
—No, eso no podrá ocurrirte. Yo te protegeré.
—¡No podéis hacer nada contra la voluntad de este tirano!
—Puedo mucho… Casi todo.
—Entonces, ¿por qué no la habéis protegido a ella? ¿Por qué no la habéis defendido?
Una expresión de sorpresa apenada apareció en el rostro del Gran Eunuco.
—Pero… Ella no era interesante, Firuzé. Era un cerebro minúsculo. Con un cuerpo bello, ciertamente, una ciencia instintiva del amor y ya perversa. Por ese lado atraía a Muley Ismael, que empezaba incluso a sentir demasiada predilección por ella. Lo sabía y por eso sentía rencor hacia la muchachita. Su cólera ha sido una buena consejera. La ejecución de hoy le ha suprimido una obsesión que le envilecía… ¡y que deja el puesto libre para ti…!
Angélica retrocedió hasta su lecho, con la mano sobre los labios.
—Sois un monstruo —dijo a media voz—. Sois todos unos monstruos. ¡Me dais horror!
Se arrojó sobre los almohadones, sacudida por temblor convulsivo.
Poco después Fátima-Mireya se presentó con un tazón de tisana calmante que el Gran Eunuco había encargado que le llevase. Con la bebida traía, de las cocinas, detalles muy recientes sobre los diversos suplicios que había sufrido la circasiana, y ardía en deseos de hacer el relato horripilante a su ama. Pero, desde las primeras palabras, ésta la abofeteó y fue víctima de un ataque de nervios que a la vieja provenzal le costó mucho trabajo dominar.