XLVII Colin Paturel, rey de los cautivos.

—¿Puedo comer, señor? —preguntó humildemente Colin Paturel, que esperaba con el pichón en los dedos.

Sufría allí un suplicio digno de los que Muley Ismael se complacía en inventar, porque su estómago subalimentado desde hacía años, no había conocido en todo aquel tiempo semejante momio. La pregunta provocó en el Rey un nuevo acceso de furor. En efecto, vio que los alcaides se habían puesto a comer sin esperarle y estalló en imprecaciones.

—¡Come! —gritó al normando— y vosotros, tragones, cesad de atiborraros como si los esclavos fuerais vosotros y os alimentaseis de pan y agua, y no unos ricos con todo el oro que me robáis.

Ordenó a sus negros que quitasen la fuente y llevasen inmediatamente lo que quedaba a los cautivos. Los alcaides querían al menos retirar la fuente, diciendo que los cristianos eran indignos de comer de la misma que el Rey. Pero él hizo que la entregasen tal como estaba, llena de pollos, pichones y arroz con azafrán. Los cautivos se arrojaron sobre el regio donativo y hubo una batalla de perros rabiosos alrededor de la cazuela.

Angélica miraba compasivamente a aquellos pobres desdichados, envilecidos por riguroso cautiverio y sin esperanza. Había seguramente entre ellos nobles, nombres distinguidos, eclesiásticos, personas de calidad; pero la miseria los cubría a todos con la misma gris uniformidad y los mismos andrajos. Observó su delgadez y pensó en maese Savary, cuyos dedos le habían parecido secos y duros como palitos. El pobre hombre se moría en realidad de hambre ¡y ella no había pensado siquiera en darle un bizcocho…!

Desde su sitio, había podido oír el coloquio del Rey y del normando y entender casi todo su sentido. Notó que la violenta personalidad, siempre en movimiento, de Muley Ismael la atraía y repelía a la vez. Domar a un hombre de aquella clase era domesticar una fiera, que sería siempre una fiera, conservando su ímpetu salvaje, y afición a la sangre. La pequeña circasiana, velada de verde, se apoyó en su hombro. Sus ojos no se apartaban del perfil del Sultán. Había hecho a Angélica unas confidencias vacilantes, en un árabe tan torpe como el de su compañera; pero sus gestos y mímica lánguida suplían su falta de elocuencia.

—No es tan terrible, ¿sabes…? Ha procurado hacerme reír para secar mis lágrimas… Me ha regalado un brazalete. Su mano era suave sobre mi hombro. Su pecho es como un escudo de plata… Yo no era mujer y ahora lo soy… Y aprendo cada noche nuevos placeres.

«La circasiana le gusta a Muley Ismael —había dicho Osmán Ferradji—. Le distrae y le retiene como una gatita. Está bien así. Esto me da tiempo para prepararle su tigresa».

Angélica se encogía de hombros. Decía que no, pero cada día sostenía con más dificultad una lucha insidiosa, colmada de pastas de almendra y confituras, de cuidados de belleza y confidencias eróticas que las cortesanas se musitaban unas a otras en su celoso afán de revelar las atenciones del dueño. En el harén, todos los sentidos eran exaltados, cuidadosamente mantenidos y sólo giraban alrededor de la persona omnipotente e invisible de Muley Ismael. Estaba presente en todas partes. Aquello se convertía en una obsesión. Angélica se despertaba sobresaltada por la noche, segura de que iba a verle surgir en la sombra.

Cuando tenía ocasión de verle realmente, en carne y hueso, como ahora, sentíase satisfecha. Readquiría forma y densidad; era un hombre con sus limitaciones, y no un mito abstracto, casi religioso. Angélica no había perdido nunca pie ante un hombre. Le tomaría la medida a éste, como lo hizo con otros, y entonces… ya se vería.

—¿Cuándo harás venir a nuestros Padres? —preguntó Colin Paturel mientras comía a dos carrillos. Iba hacia su objetivo con la tenacidad del uro.

—No tienen más que venir con entera confianza, cuando quieran. Hazles saber que accedo a tratar con ellos.

El normando propuso escribir inmediatamente dos cartas. Una de parte del Rey al alcaide Alí, hijo de Abdallah, que sitiaba Ceuta, la ciudad española, a fin de que iniciase aquella negociación. Y la otra a los Padres Trinitarios, que la recibirían por mediación de los comerciantes franceses de Cádiz.

Siendo los dos expeditivos, Muley Ismael hizo coger acto seguido la pluma a su amanuense y Colin Paturel hizo acercar a su escribiente, el esmirriado pelirrojo que hacía poco le había animado: «Mata. ¡No mueras!» Le llamaban Jean-Jean de París. Era uno de los pocos cautivos nacido en la capital de Francia. Antiguo pasante de un magistrado, había acompañado a su jefe a Inglaterra para cierto asunto. El barco, presa de la tempestad, habíase ido a la deriva; estuvo veinte veces a punto de estrellarse contra las costas de Bretaña, encontrándose al fin en el golfo de Gascuña donde unos corsarios berberiscos les dieron caza y capturaron. Colin Paturel le dictó una carta dirigida al R. P. Superior, suplicándole que organizara una misión de rescate para los cautivos de Mequinez que habían estado hasta entonces muy olvidados en relación con los de Inglaterra y Túnez. Recomendaba que trajeran ricos presentes para agradar al Rey, en especial relojes de pared; sí, relojes de pared, muy grandes, con un péndulo dorado que representase el sol. Los ojos del Sultán brillaron. Le entró de pronto la prisa de hacer partir a sus mensajeros.

Piccinino el Veneciano, banquero de los cautivos, sacó de la alcancía común cuatro ducados para el amanuense que había escrito la carta al alcaide Alí. Esta fue secada con arenilla, sellada y metida en un estuche que el mensajero debía llevar sobre su misma piel, bajo la axila. Una preocupación oscurecía aún el rostro de Ismael.

—¿Tú has dicho que los «pappas» se llaman Padres Trinitarios?

—Sí, señor. Son unos abnegados religiosos que recorren los campos y recogen los óbolos de las gentes piadosas a fin de poder rescatar también a los cautivos sin fortuna.

Pero la preocupación del Sultán era de otro género.

—¿Trinitarios, es decir, de la Trinidad? ¿No es el dogma que vosotros profesáis, el que Dios se divide en tres personas? Eso no es cierto. No hay más Dios que el Dios único. No puedo hacer venir a mi reino a unos Infieles que pertenecen a una creencia tan insultante.

—Pues bien, dirijamos mi carta a los Padres Redentoristas —dijo bonachonamente el normando, rectificando la dirección.

El mensajero partió al fin entre una nube de polvo rojizo y Muley Ismael prosiguió su requisitoria.

—Vosotros, los cristianos decís que hay el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Infligís un insulto a Dios. Creo que Jesús era el Verbo de Dios. Creo que era uno de los más grandes entre los profetas porque el Corán dice: «Todo hombre que nace del seno de su madre es abofetedo por Satanás, excepto Jesús y su Madre». Pero yo no creo que fuera Dios en persona, porque si lo creyese… Si lo creyese haría quemar a todos los judíos que están en mi reino —rugió, tendiendo el puño hacia Samuel Baidoran.

El ministro judío dobló el espinazo. El corazón de Muley Ismael era un embrollo de violentos rencores religiosos que le invadían hasta el sofoco. La mayoría de sus actos provenían del sentimiento de un Dios frustrado, vejado, envilecido por la necedad de los Descreídos y que él, Comendador de los Creyentes, debía hacer respetar. El Sultán respiró hondamente.

—Quisiera discutir sobre la Ley contigo, Colin Paturel. ¿Cómo puede un hombre de buen sentido complacerse en el mal que trae la condenación?

—No soy un buen teólogo —respondió Colin Paturel, royendo el ala de su pichón—, pero ¿a qué llamas tú el Bien y el Mal, señor? Para nosotros, matar a un semejante representa un crimen.

—¡Imbéciles! ¡Imbéciles que mezcláis detalles terrenales con las grandes verdades! El Mal… El único Mal imperdonable es rechazar la salvación, ¡es rechazar la Verdad! Y éste es el crimen que todos los días cometéis vosotros, los cristianos, y del que os hacéis culpables, y más todavía los judíos, que fueron los primeros en recibir la Verdad… Los judíos y los cristianos han mancillado nuestros libros sagrados, el Libro de Moisés, los Salmos de David, los Evangelios… y les han hecho decir lo que no han dicho nunca. ¿Cómo puedes vivir así en el error? ¿Vivir así en el pecado? ¡Responde, perro bastardo!

—No puedo responderte. Yo no soy más que un pobre marinero normando, nacido en Saint-Valéry-en-Caux. Pero te mandaré a Renaud de Marmondin, un caballero de Malta, muy versado en la ciencia de Dios.

—¿Dónde está tu caballero? Traémelo.

—No está en Mequinez. Ha salido al amanecer con la columna que va al Oued a buscar los cestos de grava para el mortero.

Aquellas palabras arrancaron de pronto a Muley Ismael de sus preocupaciones metafísicas. Su sangre de edificador hirvió al comprender que una parte de sus esclavos descansaban hacía tres horas.

—¿Qué hacen estos perros saciándose con los restos de mi mesa? —aulló—. Les había yo invitado a presenciar tu suplicio pero no a burlarse de la humillación que tú me has impuesto. Fuera de mi vista, ¡puerco infame! Te he concedido la gracia por este día. Pero mañana… ¡Ten cuidado…! ¡Mañana…!

E hizo administrar cien bastonazos a todos los franceses cautivos que, aquella mañana, habían faltado al trabajo para ver morir a Colin Paturel.