XLVI El espectáculo del foso de los leones.

—¡Iremos al espectáculo! ¡Iremos al espectáculo…! —piaban las pequeñas cortesanas haciendo tintinear sus brazaletes.

—Vamos, señoras, un poco de calma —recomendó, solemne, Osmán Ferradji.

Pasó entre las dos filas de siluetas veladas comprobando severamente el atavío y el lujo de cada una y la buena colocación de los haicks de seda o muselina que no dejaban asomar más que los ojos, unos oscuros, otros claros, pero todos chispeantes de excitación.

Aquellas mujeres ataviadas para el paseo, se parecían, por el mismo aspecto de montones de lienzo, en forma de pera, calzados sobre minúsculas babuchas de cuero amarillo o rojo. No estaba allí más que el primer centenar de las favoritas del harén, entre las cuales gustaba Muley Ismael hacer su elección, llevando en la mano el pañuelo que dejaría caer ante la elegida del día o mejor, de la noche. Le habían dicho que era así como procedía el gran señor de Constantinopla en su serrallo. Cuando alguna mujer había estado largo tiempo olvidada por la atención del Rey, Osmán Ferradji la retiraba del círculo y la enviaba a otros pisos y a otros trabajos. No figurar ya entre las «presentadas» era el peor de los destierros. Se perdía en lo sucesivo la esperanza de verse admitida a compartir los placeres del sultán. Era el comienzo del olvido, de la vejez, un exilio cruel a pocos pasos del centro de las felicidades. El Gran Eunuco, dictador de aquellos licenciamientos o de aquellos ascensos, sabía con entero conocimiento suspender la amenaza sobre las cabezas de las indómitas. La que no formaba ya parte de las «presentadas», se veía en lo sucesivo privada de las diversiones, como eran los paseos, espectáculos, y los múltiples viajes y estancias en el campo a los cuales no vacilaba Osmán Ferradji en llevar la parte más importante del harén.

Aquel día, las proscritas, que oían los disparos de fusil y el rumor de la multitud anunciando el festejo, estallaron en sollozos y desesperados gemidos. Osmán Ferradji fue en persona a recomendarles calma. El Rey estaba harto de oír quejas en su serrallo. ¿Querían acaso sufrir la suerte de las mujeres y las hijas de Abd-el-Amed?

El ejemplo era, sin embargo, reciente. A la muerte de Abd-el-Amed, ocurrida a los ocho días de ejecutarse el castigo, al gangrenársele las heridas, sus mujeres habían reanudado gritos y llantos, de tal modo que el Rey se había visto obligado a amenazar de muerte a las que oyese llorar. Durante varios días, mientras el Rey estaba en la alcazaba, habían contenido los suspiros, pero, no bien él salía, volvían los lamentos. Entonces el Rey hizo estrangular a cuatro ante sus ojos.

Con aquella saludable advertencia, las abandonadas volvieron a guardar un silencio ejemplar. Y ya no pensaron más que en buscar una rendija, o una tronera para intentar ver algo del espectáculo.

Al volver de allí, el Gran Eunuco pasó por la estancia de Angélica. Sus sirvientas acababan de envolverla en los velos. No hubiera llorado ella porque la dejasen en el redil, pero el jefe del serrallo quería multiplicar las ocasiones, para que la futura favorita pudiera ver a su futuro dueño sin que éste la conociera. Angélica debía, pues, confundirse constantemente con las mujeres que escoltaban al Sultán en sus paseos o distracciones en público. Si el tirano, volviéndose hacia sus cortesanas, paseaba una mirada demasiado penetrante sobre aquel conjunto de capullos blancos, rosados o verdes que le acompañaban, tres eunucos vigilantes se encargaban de disimular a la joven, y aún de escamotearla llegado el caso. Además, Osmán Ferradji pensaba, y con razón, que para vencer la resistencia de Angélica e iniciarla en sus responsabilidades, lo mejor era que se familiarizase con la presencia y el carácter de Muley Ismael. Ciertamente, las violencias de este último podían serle aún repulsivas. Pero ya se iría acostumbrando, pues había de ser con plena consciencia, la aceptación del dueño y del papel que se le había asignado.

Angélica tuvo, así, que ir entre el grupo de las mujeres que bajaban hacia los jardines. La inglesa de la tez de peladilla color de rosa apareció sin velo, llevando de la mano dos adorables mulatitas de cabello rubio y cutis ambarino; las gemelas que ella había tenido del Sultán y cuyo nacimiento la había apartado del rango de primera esposa, dejando el título a Leila Aicha, que era madre de un príncipe. Para señalar su rango, Leila Aicha apareció la última. Iba también sin velo sobre el rostro y llegaba de su apartamento por otra escalera que no era la común. Tenía su guardia personal de eunucos y se hacía preceder por una sirvienta, con el sable del poder. Su imponente estatura se envolvía en velos rojos y abigarrados. Ambas mujeres con el rostro descubierto, mostraban a Osmán Ferradji que no se sentían obligadas a una estricta obediencia. Leila Aicha meditaba desde hacía mucho tiempo que ascendiera a Gran Eunuco del serrallo el jefe de su guardia, Raminan, adicta criatura suya; un eunuco de cutis de antracita, y sienes con tatuaje de rayas azules, que pertenecía a la familia de los Loudais, mientras que Osmán Ferradji era un Harrar. La pequeña guerra entablada en los secretos del harén no era sino el fuego en incubación de seculares rivalidades africanas.

El principito Zidan seguía a su madre. Por doble ascendencia negroide, aparecía un rostro redondo de chocolate, semioculto bajo un turbante de muselina crema, con un vestido de raso avellana y de seda pistacho o frambuesa. Angélica, a quien divertía aquel niño, le apodaba el príncipe Bombón, aunque su carácter no tuviera tan dulces promesas. Desde su estatura de seis años, contemplaba aquel día el sable de auténtico acero que su padre acababa de regalarle. Por fin no se trataba ya de un sable de madera y ahora podría cortarles la cabeza a Mateo y a Juan Badiguet, los dos esclavitos franceses que compartían sus juegos. Empezaría ya a ejercitarse después del espectáculo.

Las dos favoritas no se velaron más que al franquear la última puerta. Esta daba a los jardines del palacio, y allí se exponían a encontrar esclavos desde que Muley Ismael había hecho construir en ellos una mezquita, unos baños, un anfiteatro y abrir un estanque. Pero aquel día los talleres estaban desiertos, y por entre los muros medio levantados y entre el reflejo plateado de los olivos yacían herramientas, piedras y escaleras.

Un rumor lejano y fragoroso llegaba del otro lado de los primeros muros de la alcazaba. No se acababa nunca de pasar de un compartimiento a otro del inmenso palacio que Muley Ismael hacía edificar para alojar con imperiosa magnificencia a sus mujeres, cortesanos y esclavos. Sólo estaba terminado el edificio principal que encerraba cuarenta y cinco pabellones, todos con su fuente en el patio, así como las colosales y suntuosas cuadras para 12 000 caballos. Después se extendía un enorme laberinto de patios, almacenes, mezquitas, jardines, algunos cercados de muros, mientras que otros se confundían con los barrios de la ciudad. De allí llegaba el rumor del campo de esclavos, donde cada uno tenía su cabaña de adobe y cañas, y cada nacionalidad su barrio bajo la dirección de un jefe y de un Consejo.

El grupo de las mujeres, estrechamente rodeado por los eunucos, fue disuelto por los guardias montados del Rey. Tropezaron con el cortejo real que llegaba, yendo Muley Ismael a pie, bajo un parasol sostenido por dos negritos. Le rodeaban sus principales alcaides así como sus consejeros preferidos, el judío Samuel Baidoran, el renegado español Juan de Alfaro llamado Sidi Mouhady desde su apostasía, y aquel otro renegado francés, Romain de Montfleur, llamado Rodani, que dirigía los depósitos de guerra. El Sultán hizo grandes demostraciones al ver a Osmán Ferradji, que se situó entre los notables.

La muchedumbre árabe hervía en la tufarada abrasadora y gritos violentos dominaban los sones de las flautas y el tocar de los tamboriles que intentaban dejarse oír entre el tumulto. Los que lanzaban aquellos gritos aparecieron súbitamente al desembocar el cortejo en la plaza mayor de Mequinez. Rechazada la multitud de albornoces blancos, dejó a la vista en la explanada una masa gris y blancuzca; un hormigueo de harapos y rostros lívidos y barbudos que aullaba ferozmente. Los cautivos cristianos contenidos por los negros, con el palo o el látigo en alto, tendían sus manos en dirección a Muley Ismael, a semejanza de los condenados del Infierno de Dante. En aquel griterío se repetía un nombre en todas las lenguas:

—¡El normando! ¡El normando! ¡Perdón para Colin el Normando!

Muley Ismael hizo alto, con una sonrisa en los labios, deleitándose con aquellos gritos y súplicas como si fuesen aplausos. No avanzaba ya, se mantenía a cierta distancia de la multitud rugiente de esclavos. Luego, subió a un pequeño estrado con los de su séquito. Sus mujeres fueron colocadas en buen sitio. Angélica vio entonces lo que separaba al Rey y a su cortejo de la masa de esclavos.

En el centro de la plaza, había un ancho hoyo rectangular de una profundiad de veinte pies. El suelo estaba cubierto de arena blanca. Unas rocas y algunas plantas del desierto le daban aspecto de jardincillo. Un acre olor a fieras ascendía de aquel hoyo con el aire recalentado: ¡el foso de los leones! Restos de osamentas en los ángulos y, en el fondo, dos trampas cerradas por batientes de madera ocultando la abertura de los pasadizos que conducían a la jaula de las fieras.

Muley Ismael levantó la mano. Una de las trampillas fue accionada de modo invisible y resbaló dejando abierta una entrada. Los esclavos se inclinaron hacia delante en movimiento irresistible que estuvo a punto de precipitar a los de las primeras filas en el foso de los leones. Cayeron de rodillas, agarrándose al borde, y alargando el cuello hacia el negro rectángulo, que con la luz dibujaba el hoyo abierto.

Una forma se movió y salió de allí lentamente. Era un esclavo cargado de gruesas cadenas en manos y pies. La trampa se cerró tras él. El esclavo entornó los ojos para acostumbrarse al resplandor del sol. Desde el estrado se podía divisar a un hombre de estatura y vigor poco corrientes. La camisa y el calzón corto que constituían el atuendo de los esclavos, descubrían sus brazos y piernas musculosos, un pecho ancho como un escudo y velludo como el de un oso sobre el que relucía una piadosa medalla. En la maraña color paja que cubría sus mejillas, no se distinguía más que el fulgor de unos ojillos azules y astutos. De cerca, se hubiera podido ver que su cabellera de Vikingo tenía toques plateados en las sienes y que su barba estaba salpicada de hebras grises. Tendría unos cuarenta años y era esclavo desde hacía doce años.

Se extendió un murmullo, que degeneró de nuevo en clamores:

—¡Colin! ¡Colin Paturel! ¡Colin-el-Normando!

Un mozo flaco y rojo gritó en francés, inclinándose hacia él:

—¡Colin, compañero, lucha! Mata, acogota, pero no mueras. ¡No mueras!

El esclavo, desde el foso de los leones, alzó sus macizas manos con gesto tranquilizador. Angélica vio entonces los agujeros ensangrentados en el hueco de sus palmas y recordó que era el hombre a quien habían crucificado sobre la Puerta Nueva. Con paso tranquilo, contoneándose ligeramente, avanzó hasta el centro del foso y alzó la cabeza hacia Muley Ismael.

—Te saludo, señor —dijo en árabe, con voz bien timbrada y segura—. ¿Cómo estás?

—Mejor que tú, perro —respondió el sultán—. ¿Has comprendido que ha llegado al fin el día de pagar las insolencias con que me hartas desde hace años? Ayer mismo osaste calentarme los oídos con tu petición de que hiciera venir a unos «pappas»[20] a mi reino para venderles mis propios esclavos… ¡Pero si yo no quiero vender mis esclavos! —gritó Muley Ismael, irguiéndose en su blanco ropaje—. Los esclavos me pertenecen. Yo no soy de Argel ni de Túnez, no tengo por qué imitar a esos comerciantes podridos que olvidan lo que deben a Alá para no acordarse más que de sus intereses… Has agotado mi paciencia. Pero no como esperabas. ¿Te imaginabas ayer, cuando al despedirte te colmé de caricias y promesas que te ibas a encontrar hoy en el foso de los leones? ¡Ja! ¡Ja! ¿Te lo imaginabas?

—No, señor —contestó el normando en tono humilde.

—¡Ja! ¡Ja! Te regocijabas y te jactabas ante los tuyos de manejarme a tu antojo. Colin Paturel, vas a morir.

—Sí, señor.

Muley Ismael volvió a sentarse con gesto sombrío. Empezaron a elevarse de nuevo los gritos en las filas de esclavos y los guardias negros levantaron hacia ellos los mosquetes. El Sultán miró también en aquella dirección. Su expresión se ensombreció más aún.

—No me agrada condenarte a muerte, Colin Paturel. Me he resignado ya varias veces y me he felicitado después de verte volver sano y salvo de los tormentos en los que esperaba hacerte perecer. Pero esta vez, no dejaré a los demonios la posibilidad de socorrerte, puedes estar seguro. No me moveré de aquí hasta que no te hayan roído el último hueso. Sin embargo, ¡me desagrada tanto verte morir! Sobre todo pensando que mueres en la ceguera de tus creencias y que te condenarás. Aún puedo concederte la gracia. ¡Hazte mahometano!

—Eso es imposible, señor.

—¿Qué imposibilidad —rugió Muley Ismael— puede haber para un hombre que sabe el árabe, de pronunciar estas palabras: «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta»?

—Si las pronunciase, sería moro. Y entonces te entristecerías, señor. Pues ¿por qué te desagrada verme morir y deseas conservarme la vida? Simplemente porque soy el jefe de tus cautivos de Mequinez, que gracias a mí tienen más corazón y obediencia para construir tus palacios y mezquitas; y necesitas que yo siga con ellos. Pero si me hago moro, seré un renegado, ¿y qué voy a hacer después entre los esclavos cristianos…? Me pondré el turbante, iré a la mezquita y no tendré ya que manejar la llana a tu servicio. Renegado, me pierdes con tu gracia. Cristiano, me pierdes con tus leones.

—Perro, bastante me ha trastornado ya la cabeza tu lengua endemoniada. ¡Muere, pues!

Cayó un agobiador silencio sobre la multitud, porque, mientras el esclavo seguía hablando, habían visto levantarse detrás de él la segunda trampa. Con toda lentitud, salió de la sombra un soberbio león de Nubia. Movía la pesada cabeza coronada por negra melena y avanzaba con el paso de las fieras, pesado y ágil a la vez. A su zaga se estiró una leona menos corpulenta, y luego otro león del Atlas de pelaje como la arena caldeada y melena casi roja. Dieron silenciosamente unas zancadas, y se encontraron junto al esclavo que no se había movido. El león de Nubia empezó a azotarse los flancos nerviosamente, pero parecía irritarle mucho más la presencia de las cabezas ansiosas inclinadas allí arriba, que la presencia del hombre inmóvil abajo en su morada. Gruñó paseando impávida mirada sobre la multitud; y luego, de pronto, rugió varias veces, con el lomo en tensión. Angélica se tapó la cara con el haick. Oyó murmurar a la multitud y miró de nuevo. El león, completamente asqueado por la curiosidad malsana de que era objeto, había ido a echarse a la sombra de una roca, pasando cerca del cautivo con indiferencia. Un poco más y le habría rozado las piernas como un enorme gato.

La multitud árabe, frustrada en su espera, se puso a dar gritos histéricos, a arrojar piedras y terrones para excitar a las fieras. Estas rugieron a coro, y luego, después de haber dado una vuelta completa, fueron a tenderse ante las cerradas trampas, manifestando así el deseo de volver a continuar su siesta en sitio más tranquilo.

Los ojos de Muley Ismael se desorbitaron.

—Tiene la baraka —jadeó varias veces—, tiene la baraka. —Se levantó, y en su excitación se acercó mucho al borde del foso—. Colin Paturel, los leones no quieren hacerte daño. ¿Cuál es tu secreto? Dímelo y te concedo la vida.

—Concédeme la vida primero, y te diré mi secreto.

—¡Sea! ¡Sea! —dijo el Rey, impaciente.

Hizo una seña y los encargados de las jaulas levantaron las trampillas. Los leones se adentraron bostezando en la sombra mientras los batientes bajaban de nuevo. Una inmensa aclamación brotó del pecho oprimido de los esclavos. Los Cristianos se abrazaban unos a otros llorando. ¡Su jefe estaba salvado!

—¡Habla! ¡Habla! —gritó Muley Ismael, impaciente.

—Una gracia más, señor. Permite que los Padres Trinitarios vengan a Mequinez para ocuparse del rescate de los esclavos.

—¡Este perro quiere jugarse la piel! ¡Qué me traigan mi mosquete y le suprimiré con mi propia mano!

—Y me llevaré el secreto conmigo.

—Bueno, sea también. Haced venir a vuestros sagrados «pappas». Ya veremos lo que me traerán de regalo y si les debo algo a cambio. Sal de ahí, Colin Paturel.

Con agilidad a pesar de sus gruesas cadenas, el hércules subió los escalones de piedra tallados en un talud del foso. Surgió por entre los árabes iracundos y defraudados, pero éstos no se atrevieron a tocarle ni a insultarle. Ante el trono de Muley Ismael, el esclavo cristiano se prosternó, con la frente en tierra. Los labios abultados del tirano se contrajeron en una especie de sonrisa indefinible y apoyó su babucha sobre el espinazo nudoso.

—¡Levántate, perro maldito!

El normando se irguió en toda su estatura. Angélica no pudo evitar el observar con intensidad a ambos personajes enfrentándose. Estaba tan cerca de ellos que no se atrevía a moverse ni apenas a respirar.

El uno tenía todo el poder, el otro estaba cargado de cadenas, pero resultaba que el Rey y el esclavo, el musulmán y el cristiano, reconocían un adversario común: Azrael, el Ángel de la Muerte. Ante hombres de aquel género, Azrael retrocedía espantado. Se iba a otra parte a llevarse vidas débiles, a segar hierbas silvestres y lánguidas… Aunque bien tendría que arrancarles la vida algún día; a Muley Ismael a pesar de la cota de mallas que llevaba siempre bajo su albornoz, a Colin Paturel a pesar de su astucia; pero la lucha que sostendrían con el Ángel sería encarnizada y Azrael no triunfaría al otro día precisamente. ¡No había más que mirar al uno y al otro…!

—Habla ya —dijo Muley Ismael—. ¿De qué magia te vales para apaciguar a los leones?

—No es cuestión de magia, señor. Pero al aplicame ese suplicio, ¿has olvidado que he estado mucho tiempo encargado de las jaulas y que aún ayudo a los beluarios? Los leones, por tanto, me conocen. He entrado ya impunemente en su jaula. Ayer aún me ofrecí para sustituir a los sirvientes que llevan la comida de las fieras y les hice servir ración doble… ¡Doble…!, ¡qué digo! Triple ración. Esos tres animales que tú elegiste entre los más feroces para devorarme, han entrado en el foso atiborrados como un cañón hasta la boca. No es que ya no tuvieran hambre. La sola vista de un trozo de carne viva o sangrante les levantaba el estómago, tanto más cuanto que mezclé en su comida cierta hierba que predispone a la somnolencia.

Muley Ismael estaba negro de rabia.

—¡Perro descarado! ¡Tienes la osadía de decir ante mi pueblo que te has burlado de mí! Voy a quitarte la cabeza.

Se irguió y desenvainó su sable. El rey de los cautivos protestó:

—Te he entregado mi secreto, señor. He cumplido mi promesa. Tienes fama de ser un príncipe que mantiene las suyas. Me debes la vida por esta vez y has prometido hacer que vengan los Padres Trinitarios para nuestra redención.

—¡No me calientes más la cabeza! —aulló el tirano haciendo remolinear su cimitarra. Pero la volvió a envainar, murmurando—: ¡Por esta vez! ¡Sí, por esta vez…!

El desfile de los servidores trayendo la comida del Rey en una gran fuente de cobre fue motivo de diversión. Muley Ismael había dado orden de que le sirviesen su comida allí mismo, porque preveía que el apetito de los leones estimularía el suyo propio. Los servidores estuvieron a punto de caer de coronilla al ver la «comida de los leones» en pie, junto a su amo. El Rey se sentó sobre su colchón de almohadones e hizo que se agrupasen a su alrededor los notables que compartían su comida.

Volvió a preguntar al normando:

—¿Y cómo has podido adivinar que yo me disponía a hacerte arrojar al foso de los leones? No se lo he dicho a nadie antes de cantar el gallo. Por el contrario se difundía en palacio el rumor de que yo te había escuchado favorablemente.

Los ojos azules del cautivo se entornaron.

—¡Te conozco, señor, te conozco!

—¿Quiere eso decir que mis tretas son burdas y que no sé engañar a los que se me acercan?

—Tú eres hábil como el zorro, pero yo soy normando.

Los blancos dientes del sultán lanzaron un relámpago sobre su cara tenebrosa. Reía. Esto desató la hilaridad de los esclavos, entre quienes circulaba el «secreto» de Colin Paturel.

—Me gustan los normandos —dijo Muley Ismael, bonachón—. Voy a ordenar a los corsarios de Salé que vayan a navegar además hacia Honfleur y el Havre, para que me traigan un montón de ellos. Eres realmente muy alto. Me superas en estatura y esto es una insolencia que no puedo tolerar.

—Tienes varios medios de remediarlo, señor. Puedes cortarme la cabeza. O, si no, hacerme sentar a tu lado. Con el turbante serás más alto que yo.

—Sea —dijo el Rey después de un momento de reflexión en que decidió no enfadarse—. Siéntate.

El esclavo dobló sus largas piernas y tomó asiento sobre las suntuosas sederías junto al temido sultán que le ofreció un pichón. Los alcaides y grandes personajes del séquito del Rey y aun las dos reinas Leila Aicha y Daisy Valina murmuraron, ofendidos. Muley Ismael echó un vistazo a su alrededor.

—¿Qué tenéis que murmurar? ¿No os han servido a vosotros también unas tajadas?

Uno de los visires, Sidi Acmeth, un renegado español, respondió con malhumor:

—No nos quejamos de la comida, señor, sino de ver a un hediondo esclavo sentado junto a ti. —Los ojos le centellearon.

—¿Y por qué me veo obligado a tratar, de igual a igual con un esclavo hediondo? —preguntó—. Voy a decíroslo. Porque ninguno de mis ministros quiere mancharse tomando la palabra por ellos. Si los esclavos quieren pedirme algo, tienen que acudir a mí directamente y esta es la causa de que me vea yo en el disgusto de castigarles por su insolencia y de que pierda así cada vez un esclavo por vuestra culpa. ¿No os incumbiría sobre todo a vosotros, interponeros entre ellos y yo; a ti, Sidi Acmeth Mouchady y a ti, Rodani, que fuisteis cristianos en otro tiempo? ¿Por qué no has sido tú, Acmeth, el encargado de pedirme que hiciera venir a unos «pappas»? ¿No tienes compasión de tus antiguos hermanos?

Muley Ismael se acaloraba a medida que iba hablando. El español no se turbó. Conocía lo sólido de su postura. Era el lugarteniente principal del Rey en sus campañas contra las tribus rebeldes. Fue capturado por los berberiscos siendo oficial de Su Majestad Felipe IV, cuando se dirigía a América con tropas de ocupación. El Sultán tuvo ocasión de comprobar sus cualidades de estratega durante una retirada en el Atlas, donde Juan de Alfaro, que había partido como esclavo, volvió al frente de una compañía de jenízaros. Muley Ismael que quería atraérsele, supo convencerle, gracias al tormento, de que abrazase la fe de Mahoma. A los reproches vehementes del Sultán, respondió, lanzando una mirada despectiva hacia los cautivos cristianos:

—He renegado del Maestro. No veo por qué iba a ocuparme de los servidores.