Le costó a Angélica cierto trabajo reconocerle. Se había teñido la barba de un rojo-castaño, lo cual le daba el aspecto de un morabito, aspecto acentuado por una especie de chilaba, color herrumbre, de pelo de camello, en la que su cuerpo menudo se perdía. Parecía en buena forma física aunque flaco como viejo sarmiento y curtido como una nuez. Ella le reconoció por sus gruesas antiparras, tras de las que brillaban sus ojos.
—Todo marcha bien —murmuró él, cruzando las piernas para sentarse junto a Angélica—, jamás creí que los acontecimientos se arreglasen tan maravillosamente… Alá… ¡hum! quiero decir Dios, nos ha llevado de su mano.
—¿Habéis encontrado cómplices, un medio para huir?
—¿Huir…? ¡Ah, sí, sí! Eso vendrá en su momento, no os impacientéis. Entre tanto, mirad.
De los pliegues de su hopalanda, sacó una especie de bolsillo de tela y, con sonrisa que le llegaba hasta las orejas, extrajo una materia negra y pegajosa. Con ojos fatigados por la fiebre, Angélica dijo, con lasitud, que no veía bien lo que le enseñaba.
—Pues bien, si no veis, oled —dijo Savary poniéndole bajo la nariz la cosa sin nombre.
El olor hizo sobresaltar a Angélica y a su pesar se le escapó una sonrisa.
—¡Oh, Savary…! ¡La mumie…!
—Sí, la «mumie» —dijo Savary, exultante—. La moumie mineral, la misma que mana de las rocas sagradas en Persia, pero ahora en estado sólido.
—¡Pero… cómo es posible…!
—Voy a contároslo todo —dijo el viejo boticario acercándose más.
Con miradas furtivas y acentos de profeta hizo el relato de su descubrimiento. Había sucedido durante la larga marcha de la caravana, al atravesar la región de los lagos salados, los Chotts Naama en los confines de Argelia y Marruecos.
—¿Os acordáis de aquellas largas extensiones áridas, rebrillando por la sal bajo los rayos solares? Nada preciado parecen contener esos paisajes desolados. Y fue entonces… ¿adivináis lo que pasó?
—Un milagro, sin duda —dijo Angélica, conmovida ante tanta fe ingenua.
—Sí, un milagro, como decís, querida marquesa —exclamó Savary exaltado—. Si fuera yo un fanático hablaría del «milagro del camello» Escuchad… Había observado —prosiguió diciendo el boticario— un camello escamoso, parecido a una vieja roca de musgo amarillento, al que la sarna había pelado en parte. Una noche, en la parada, aquel camello se puso a husmear el suelo. Se adentró en el desierto, olisqueando a trechos la tierra de las dunas. Savary, que no dormía, le siguió con intención de traer el animal vagabundo al camellero que recompensaría al esclavo con una ración suplementaria de sémola. O quizás impulsado por una «premonición», por el dedo de Alá…, bueno… de Dios. Los centinelas que le confundían a menudo con un árabe o un judío, no se fijaron en él. La mayoría dormitaban. No había que temer ataques de bandidos, y menos aún evasiones de esclavos cristianos, en zonas donde se podía caminar días y días sin hallar rastro de alimento ni de agua potable. El camello marchó largo rato, atravesando las dunas en donde Savary estuvo a punto de ser tragado por la arena demasiado blanda y saliendo luego a un terreno más duro, de tierra y sal aglutinadas. Con sus extrañas patas que no son cascos sino una especie de suelas elásticas, el camello se puso a apartar los bloques de aquella costra y después a arrancar trozos con la boca y a abrir un hoyo. Un camello abriendo un hoyo con las patas que no pueden soportar el contacto de los guijarros, con las rodillas, con los dientes: yo lo he visto… ¿No me creéis? —preguntó Savary mirando a Angélica con recelo repentino.
—Pero sí…
—¿Os imagináis que he soñado?
—Nada de eso.
—Entonces el animal arrancó esta tierra oscura, que vos misma habéis reconocido en seguida. Luego, la sacó a paletadas, que alineó al borde del hoyo, formando metódicamente un colchón, sobre el cual se revolcó restregándose por todas partes.
—¿Y su sarna curó milagrosamente?
—Se curó, pero debéis saber que no hay nada de milagroso —rectificó Savary—. Habéis comprobado como yo, el benéfico efecto medicinal de la «mumie» sobre las enfermedades de la piel. Sin embargo, al hacer yo mismo provisión de esos trozos de tierra, no había observado aún la analogía existente entre ellos y el divino licor persa, y pensaba emplearlo también como ungüento para mis enfermos. Pero entonces, ¡la reconocí! Y al mismo tiempo, hacía un descubrimiento científico prodigioso.
—¡Ah!, ¿otro? ¿Cuál?
—Este, señora, que la sal sigue a la mumie mineral. Es exactamente como en Persia. Además, ya no necesito ir a Persia. Sé que volviendo al sur de Argelia encontraré allí quizás inmensos yacimientos de la preciosa sustancia que tienen por lo menos la ventaja de no estar custodiados como los de Persia reservados al Shah. Allí podré volver libremente.
Angélica suspiró.
—Los yacimientos no están quizá custodiados como en Persia pero vos sí que lo estáis, en Marruecos, querido Savary. ¿Es que eso va a cambiar mucho vuestra suerte?
Se reprochó Angélica su escepticismo respecto a su único amigo y cambiando de tono felicitó efusivamente a Savary que se derritió de agradecimiento, proponiendo en seguida hacer traer una brazada de espinos y una fuente de cobre o de barro.
—¿Para qué, Dios mío?
—Para destilar este producto. He hecho la experiencia quemándolo en una vasija de barro y estalló como un cañonazo.
Angélica le disuadió de efectuar de nuevo aquella experiencia en pleno harén. El dolor de cabeza se le quitaba con unas tisanas que le había hecho beber el Gran Eunuco. Su cuerpo empezaba a bañarse en abundante sudor.
—Os está desapareciendo la fiebre —dijo Savary echándole por encima de sus gafas una ojeada profesional. La mente de Angélica se hacía cada vez más lúcida.
—¿Creéis que vuestra mumie podría servirnos también de algo en nuestra fuga?
—¿Seguís pensando en huir? —preguntó Savary en tono neu-tral, volviendo a guardar cuidadosamente en su saquito los trozos de arena bituminosa.
—Más que nunca —exclamó Angélica, irguiéndose en sobresalto de indignación.
—Yo también —dijo Savary—. No puedo ocultaros que ahora tengo prisa en regresar a París para dedicarme a los trabajos que exige mi reciente descubrimiento. Sólo allí, en mi laboratorio, dispongo de los alambiques y retortas que requiere la prosecución del estudio científico de este combustible mineral que presiento hará progresar a la humanidad entera…
Sin poder contenerse, volvió a coger un fragmento de tierra y lo examinó con una pequeña lupa de concha y ébano. Una de las artes del viejo Savary consistía en que aun en la mayor penuria disponía de los más diversos objetos que parecía fabricarse con destreza de prestidigitador para las necesidades de la causa. Angélica le preguntó de dónde provenía aquella lupa.
—Me la regaló mi yerno.
—No la había visto hasta ahora.
—Hace sólo unas horas que la tengo. Mi yerno, ese muchacho encantador, al ver mi gesto de codicia, me la ha regalado en señal de bienvenida.
—Pero… ¿Quién es vuestro yerno? —preguntó Angélica, creyendo que el viejo divagaba.
Savary plegó la minúscula lupa y la escamoteó entre los pliegues de su ropa.
—Un judío del «ghetto» de Mequinez —murmuró él—, cambista de metales preciosos, como su padre. Es cierto, no he tenido ocasión de poneros al corriente, pero he aprovechado bien las pocas horas transcurridas desde nuestra llegada a esta buena ciudad de Mequinez. Ha cambiado mucho desde la época de Muley Archy. Muley Ismael hace edificar por todas partes; se circula entre andamios como en Versalles.
—Pero… ¿y vuestro yerno?
—A eso voy. Ya os dije que tuve dos agradables aventuras marroquíes en la época de mi primera esclavitud.
—Y dos hijos.
—Eso es, salvo que mis recuerdos eran algo vagos, porque de Rebeca Maimoran tuve, según parece, la alegría de ser padre de una hija, y no de un hijo. Esa hija es, por tanto, la que he vuelto a hallar hoy en la flor de la edad y casada con Samuel Cayan, el cambista que ha tenido la amabilidad de regalarme esta lupa.
—en señal de bienvenida. ¡Oh, Savary! —dijo Angélica sin poder contener una débil risa—. Sois tan francés que me hace gran bien escucharos. Cuando pronunciáis las palabras «París» o «Versalles» me parece que huyo de este olor raro a cedro, sándalo y yerbabuena y que soy de nuevo la marquesa de Plessis-Belliére.
—¿Deseáis realmente volver a serlo? ¿Deseáis realmente huir? —insistió Savary.
—¡Pero si ya os lo he dicho y repetido! —exclamó Angélica con brusco gesto de cólera—. ¿Por qué tengo que repetíroslo?
—Porque es preciso que sepáis a qué os exponéis. Os arriesgaréis cincuenta veces a morir sólo antes de veros fuera del serrallo; a morir veinte veces antes de franquear las puertas de la alcazaba; a morir diez veces antes de haber salido de Mequinez, a morir quince veces antes de haber llegado a Centa o Santa Cruz[19], a morir tres veces antes de penetrar en uno u otro de esos baluartes cristianos.
—¿De modo que de cada cien no me dejáis más que dos probabilidades de salir con éxito de semejante empresa?
—En efecto.
—¡Pues lo conseguiré, pese a todo, maese Savary!
El viejo boticario movió la cabeza con aire preocupado.
—Me pregunto a veces si no sois demasiado terca. Forzar la suerte hasta ese punto, no es sensato.
—¡Oh! Habláis ahora como Osmán Ferradji —dijo Angélica con voz sofocada.
—Acordaos; en Argel queríais tenazmente intentar una evasión que hasta los esclavos más antiguos, hartos ya de quince o veinte años de cautiverio, no se habrían atrevido a intentar. Me costó mucho trabajo hacer que esperaseis con paciencia. ¡Pues bien!, ¿no nos vimos recompensados…? ¡He encontrado la «mumie» en los caminos del desierto y de la esclavitud! Luego he pensado, a veces, que si este serrallo principesco os hubiera convenido, si la… personalidad del gran Muley Ismael no os desagradara demasiado… sería más sencillo… ¡Oh! No he dicho nada, consolaos…
Le había cogido de la mano y le daba en ella golpecitos suaves. Por nada del mundo hubiera querido hacer llorar a aquella gran dama que se había mostrado siempre como amiga excepcional, que había escuchado siempre con paciencia sus lucubraciones seniles y que había recogido para él, de manos de Luis XIV, la garrafa del precioso líquido persa. ¿Por qué aquella joven que todo lo podía no había sido amante del Rey? ¡Ah, sí! Estaba la historia de aquel marido de quien se había servido Mezzo-Morte como cebo para atraerla a una celada. Hubiera sido más razonable para ella no pensar más en aquello.
—¡Nos fugaremos —le dijo, indulgente—, nos fugaremos! ¡De acuerdo!
Le explicó que a pesar de todo las probabilidades de llevar a cabo semejante hazaña en Mequinez eran mejores que en Argel. Los cautivos, que pertenecían todos al rey, formaban una especie de casta que comenzaba a organizarse. Habían elegido jefe: un normando de Saint-Valéry-en-Caux, llamado Colin Paturel, esclavo desde hacía doce años, y que había adquirido gran ascendiente sobre sus compañeros de miseria. Por primera vez en la historia de la esclavitud, los Cristianos de diferentes confesiones dejaron de odiarse y destrozarse entre ellos, porque aquel hombre había formado una especie de consejo en el que un moscovita y una candiota representaban a los ortodoxos, un inglés y un holandés a los protestantes, un español y un italiano a los católicos. Él, que era francés, administraba justicia y dirimía los litigios. Tenía el atrevimiento de dirigirse a Muley Ismael, a quien pocos osaban abordar porque se jugaban la vida; y no se sabía con qué persuasión o habilidad había logrado que el tirano le escuchase. Con ello, había mejorado la situación de los esclavos, aunque siguiera siendo terrible y al parecer sin esperanza. Un fondo común, establecido sobre el total de los ingresos de cada uno, permitía pagar complicidades. Piccinino el Veneciano, antiguo dependiente de banca, manejaba y llevaba las cuentas de aquel tesoro secreto. Algunos moros, atraídos por el cebo de una crecida ganancia, se prestaban a servir de guía a los fugitivos. Bajo su égida se habían intentado seis evasiones el mes anterior. Una de ellas tuvo buen éxito. El rey de los cautivos, Colin Paturel, juzgado como responsable, fue condenado. Y el mismo día lo ataron por las manos a unos gruesos clavos en la puerta de la ciudad para permanecer así colgado hasta que expirase. Prendió la rebelión entre los cautivos ante aquella condena que les privaba de su jefe. A palos y pronto a lanzadas, los guardias negros hacían retroceder a los esclavos hasta sus cercados, cuando vieron reaparecer a Colin Paturel, haciendo un llamamiento a la calma a sus hermanos. Desgarradas las manos después de doce horas de suplicio, había caído vivo al pie de la puerta y, lejos de huir, había vuelto tranquilamente a la ciudad y solicitado hablar al Rey. Muley Ismael no estaba lejos de creerle protegido de Alá. Temía y respetaba al hércules normando y le distraía conversar con él.
—Todo esto es para explicaros, señora, que es infinitamente preferible ser esclavo en el reino de Marruecos que en el nido podrido de Argel. Aquí, se vive intensamente, ¿comprendéis?
—¡Y se muere lo mismo!
El viejo Savary tuvo una frase soberbia:
—Es lo mismo. Lo principal para un esclavo, señora, es poder luchar, y cuando los tormentos son suficientes para felicitarse cada día de seguir aún con vida se tiene buena salud. El rey de Marruecos ha formado un pueblo de esclavos para que le edifiquen sus palacios, pero esto será pronto una herida en su costado. Se murmura que el normando acaba de reclamar muy alto al Rey que, al igual que en los otros estados berberiscos, haga venir a los Padres Trinitarios para la redención de cautivos. He pensado una cosa. Si alguna vez llegase una Misión a Mequinez ¿por qué no les confiáis una misiva para Su Majestad el Fey de Francia, exponiéndole vuestra triste situación?
Angélica enrojeció, sintiendo latir de nuevo la fiebre en sus sienes.
—¿Creéis que el Rey de Francia reclutaría legiones para venir en mi auxilio?
—Puede que su intervención y sus reclamaciones no fueran indiferentes a Muley Ismael. Profesa gran admiración a ese monarca al que querría imitar en todo y más que nada en su ambición de edificar.
—No estoy tan segura de que a Su Majestad le preocupe sacarme de este apuro.
—¿Quién sabe…?
El viejo boticario era la voz de la sensatez, pero Angélica hubiera preferido mil muertes a una humillación semejante. Todo se le embrollaba en el cerebro. La voz de Savary se iba alejando y ella se adormeció profundamente mientras un nuevo amanecer despuntaba sobre Mequinez.