XLIII Muley Ismael

Al desembocar en el reborde de una pequeña meseta rocosa, Angélica divisó la caballería de Muley Ismael en plena «fantasía». Magníficos y admirables caballos parecían volar ingrávidos en la luz incandescente. Formaban cuerpo con ellos los jinetes haciendo que el viento y el impulso hinchasen sus albornoces. Recorrían la llanura en un despeluzamiento de crines y colas, revoleando, arrancando, parándose en seco estremecidos.

En contraste con aquel exuberante cuadro de color y vivacidad, desembocaba por la izquierda un grupo de esclavos cristianos sudorosos y polvorientos, de barba y cabellos hirsutos, con harapientos calzones arremangados hasta el muslo dejando ver las piernas estriadas por los vergajazos, y que transportaban jadeantes un enorme caldero de fundición que se hubiera dicho robado de las cocinas del Infierno. Más prosaicamente, aquella amplia cuba, en la que dos hombres enteros hubieran podido cocerse como pollos, estaba destinada a las destilerías de ron americanas, pero los corsarios saleitas[18] se la habían regalado a su soberano.

Los esclavos habían cargado con ella durante cuatro leguas desde Mequinez y se preguntaban angustiados si les harían prolongar más el paseo. Llegaban a una encrucijada donde palmeras indolentes crecían al borde de un pozo. La carreta con los verdugos y los leños acababa de llegar. Junto a ellos, sentado, con las piernas cruzadas, estaba un personaje vestido de amarillo a quien dos negros abanicaban. Fue hacia él Osmán Ferradji, que se apeó del caballo, encorvando su alta figura en múltiples saludos, para al fin prosternarse con la frente en el polvo.

El personaje de amarillo, sin duda un alcaide de alto rango, respondió tocándose frente y hombro con la mano y poniéndola después sobre la cabeza de Osmán Ferradji. Luego se levantó y el Gran Eunuco le imitó. Al lado de este último los demás parecían de baja estatura. El alcaide, más alto de lo corriente, le llegaba al hombro. Su vestimenta era sencilla: un amplio ropaje con las mangas subidas que dejaban ver sus brazos desnudos y un albornoz color azafrán más oscuro que el vestido, con capucha terminada en negro copete. Cubría su cabeza con un turbante de muselina crema bastante voluminoso. Al acercarse, Angélica vio que era un joven de rasgos negroides en cuya tez broncínea había, sin embargo, zonas menos oscuras; brillos de madera clara en los pómulos, en la frente, en el caballete de la nariz. Una corta barba negra le cubría el bien modelado mentón. Se echó a reír alegremente al ver a siete de los caravaneros de Osmán Ferradji avanzar hacia él llevando cada uno de ellos de la brida los espléndidos corceles ensillados que enviaba Mezzo-Morte al Sultán de Marruecos. Los Negros se prosternaron con la frente en tierra.

Angélica se inclinó hacia uno de los eunucos, el gordinflón Rafal y le murmuró en árabe:

—¿Quién es este hombre?

Los ojos del Negro brillaron.

—Es él… Muley Ismael, nuestro soberano… —Y añadió, moviendo sus pupilas blancas como gotas de ágata—: Se ríe, pero nosotros debemos temblar. Porque viste de amarillo, el color de su cólera.

Entre tanto los cautivos, que se desplomaban bajo el peso de su carga, iniciaron un coro de quejidos.

—¿Qué hacemos con la caldera, señor? ¿Qué hacemos con ella?

Muley Ismael hizo que la dejaran sobre un gran fuego de leños que acababan de encender. Echaron pez, aceite y el sebo para deshacerla. Las horas siguientes transcurrieron en la presentación de los primeros regalos argelinos. La brea empezaba a humear en la caldera, cuando un estrépito ensordecedeor de tamboriles, de salvas de mosquetes y de gritos desgarradores anunció la llegada del rebelde vencido.

Abd-el-Maleck, sobrino del Sultán, era de la misma edad que su tío contra quien había luchado. Era pues muy joven. Iba montado en una mula, con los puños atados a la espalda. Su lugarteniente, Mohamed-el-Hamet, le seguía, atado igualmente sobre una mula, con todos sus familiares empujados hacia delante por los jenízaros que los habían capturado en su huida. Las mujeres se desgarraban el rostro con las uñas y lanzaban feroces aullidos.

Con una seña, Muley Ismael hizo avanzar su caballo negro y montó en él de un salto. Pareció de pronto transformarse, crecer, hincharse extrañamente en el revuelo de su albornoz color de sol, mientras hacía caracolear varias veces su montura de ojos llameantes. Sobre el esmalte azul del cielo, su cara tomó reflejos broncíneos, tonalidades movedizas del acero en fusión, cruzado de relámpagos y zonas oscuras. Su mirada, bajo el arco de las cejas muy negras, se hizo penetrante y temible. Blandió la jabalina y se lanzó en corto galope, parándose en seco a unos pasos de sus enemigos encadenados. Abd-el-Maleck se apeó de su mula y tirándose al suelo se prosternó varias veces. El Rey le apoyó su lanza en el estómago. El desdichado príncipe dirigió sus miradas a la caldera donde hervía la pez y a los carniceros armados de cuchillos. Le invadió el espanto. No temía a la muerte, pero Muley Ismael era famoso por la crueldad de los suplicios que infligía a sus enemigos.

Abd-el-Maleck y Muley Ismael se habían criado juntos en el mismo harén. Formaron parte de la misma banda temible que representaba la descendencia de un gran jerife; pandilla de lobeznos crueles que nadie se atrevía a castigar y cuya distracción más inocente consistía en acribillar a flechazos a los esclavos cristianos cuando estaban en pleno trabajo. Habían puesto los pies el mismo día en sus primeros estribos, mataron juntos con la jabalina sus primeros leones y habían participado, juntos también, en las incursiones de sumisión del Tafilete. Se querían como hermanos, hasta el día en que las tribus del sur y de las montañas del Atlas se habían vuelto hacia Abd-el-Maleck para hacerle ver que sus derechos al trono de Marruecos eran más legítimos que los de un hijo de concubina sudanesa. Abd-el-Maleck de raza pura, moro de ascendencia cabileña, había respondido al llamamiento de su pueblo. Sus posibilidades, inicialmente, superaban con mucho las de su tío. La tenacidad, el sentido de la guerra, el imperioso dominio que Muley Ismael tenía sobre la gente, habían dado la victoria a este útimo. Abd-el-Maleck exclamó:

—¡Por el amor de Alá, no olvides que soy tu pariente!

—¡Bien lo has olvidado tú, perro!

—¡Acuérdate de que hemos sido como hermanos, Muley Ismael!

—He matado con mis propias manos a seis de mis hermanos verdaderos y he mandado matar a otros. ¡Así pues, qué vas a importarme tú, que eres sólo un sobrino!

—Por el amor de Mahoma, perdóname.

El Rey no le respondió. Hizo señas de que lo cogieran y lo hicieran subir a la carreta. Dos guardias se subieron con él. Le asieron el brazo derecho, uno por el codo, otro por la mano y apoyaron su muñeca sobre un tajo.

El rey llamó a uno de los carniceros y le ordenó que procediese a la ejecución. El moro vacilaba. Era de los que habían deseado secretamente la victoria de Abd-el-Maleck. Sólo aquel joven príncipe había hecho suyas todas las aspiraciones de las tribus, ávidas de instaurar una dinastía de noble alcurnia como la de los almorávides o de los almohades. Con su muerte, aquel sueño se desvanecía. El oscuro carnicero-verdugo había disimulado sus sentimientos, pero había que creer que los ojos de Muley Ismael le habían atravesado de parte a parte. Se dispuso a subir, luego se detuvo y dando un paso atrás dijo que no cortaría jamás la mano a un hombre de tan noble ascendencia, al propio sobrino de su soberano; que prefería que le cortasen la cabeza.

—¡Qué así sea entonces! —gritó Muley Ismael, y desenvainando su sable le decapitó de un solo y certero tajo que revelaba una larga costumbre en aquel cruel ejercicio.

El hombre se desplomó; rodó su cabeza, esparciéndose la sangre sobre la arena abrasadora. Otro de los carniceros designado, intimidado por aquel ejemplo, subió vacilando a la carreta. Mientras subía, el Rey hizo acercarse a los hijos, las mujeres y los parientes de Abd-el-Maleck y les dijo:

—Venid a ver cortar la mano de ese cornudo que ha osado tomar las armas contra su rey ¡y ved cómo cortan ese pie que se ha atrevido a marchar contra él!

Desesperados alaridos se elevaron en el aire sofocante y dominaron el grito del príncipe a quien el carnicero había cortado la mano. Después, le cortaron el pie. El Sultán se aproximó y le dijo:

—¿Qué, Cara, me reconoces ahora como tu rey? ¡Antes no me conocías!

Abd-el-Maleck no respondió, viendo correr la sangre de sus arterias. Muley Ismael empezó a caracolear allí mismo, alzando hacia el cielo su rostro terrible, presa de una agitación que helaba de terror a cuantos le miraban. De repente, levantó su lanza y mató de un golpe en el corazón al carnicero que había procedido a la ejecución. Viéndolo, su antiguo rival, desplomado sobre su propia sangre gritó:

—¡Ved bien al hombre valiente, ved su bravura! Mata al que le obedece, mata al que no le obedece. Todo lo que hace es inútil. ¡Alá es justo! ¡Alá es grande!

Muley Ismael se puso a rugir para dominar la voz de su víctima. Gritó que había traído la caldera para hacer que el traidor conociese el suplicio supremo, pero siendo como era, grande y magnánimo, la pez de aquel suplicio serviría, por el contrario, para salvarle; que él había obrado como corresponde a un rey ultrajado, pero que dejaría a Alá el decidir si Abd-el-Maleck debía vivir o morir. Así no se diría que era él quien había matado a su hermano porque demasiadas cosas les unían y él experimentaba hoy el mayor dolor de su vida. Era como si el cuchillo del carnicero le hubiese cortado, a él también, el pie y la mano. Y, sin embargo, Abd-el-Maleck no era más que un traidor que, de haber triunfado, le habría degollado a él con su propia mano. Lo sabía. Sin embargo, ¡le perdonaba…!

Ordenó que metiesen el brazo y la pierna de su sobrino en la brea hirviendo, para contener la sangre. Después, mandó a sus jenízaros que hicieran una descarga cerrada y encargó a los cuatro alcaides que llevasen vivo a su sobrino a Mequinez.

Los oficiales se informaron de la suerte que el sultán reservaba al lugarteniente Mohamed el-Hamet. Muley Ismael lo entregó a sus «cazadores», unos negritos de doce a quince años. Lo arrastraron al pie de los muros de la ciudad. No se sabe lo que con él hicieron, pero cuando fue recogido al anochecer estaba muerto y bien muerto y ninguno de los suyos hubiese podido reconocerle…

Muley Ismael con su escolta, y la caravana, pardusca y multicolor a la vez, de Osmán Ferradji llegaron a Mequinez a la hora del ocaso, cuando eran izados los estandartes en las doradas bolas de los minaretes y la llamada imperiosa y quejumbrosa de los almuédanos planeaba sobre la ciudad de bello color marfil, extendida sobre su espolón rocoso en el ardor de un cielo escarlata.

La negra bocaza de la maciza puerta de guerra, se tragaba las siluetas hormigueantes, su ración de guerreros y jinetes, de esclavos y príncipes, de camellos y asnos. La ciudad recogía dentro de sus murallas todos aquellos ruidos humanos, gritos y llantos, fiebre y pasiones.

Al pasar bajo la Puerta Nueva, Angélica movió la mirada. Un esclavo desnudo, que le pareció gigantesco, estaba clavado en la hoja por las manos. La cabeza rubia y despeluzada se le abatía sobre el pecho como la de un Cristo muerto.