La caravana se estiraba como inmensa oruga, ondulante, por el paisaje leonado, bajo un cielo añil oscuro, en lento e irresistible asalto a los Montes Ouasernis del Atlas Medio argelino.
El «Safari» comprendía doscientos camellos, otros tantos caballos y trescientos borriquillos, sin contar el elefante enano y la jirafa. Al frente iba un nutrido contingente de jinetes armados, negros en su mayoría, otro formaba la retaguardia, y algunos grupos esparcidos cubrían los flancos. Un centenar de a pie caminaban por grupos, distribuidos a lo largo de la enorme caravana, «la más importante en los cincuenta últimos años» como hacía notar, no sin orgullo, el jefe del safari, el Gran Eunuco Osmán Ferradji. Del grupo de vanguardia se separaban constantemente camelleros o jinetes avanzando en descubierta, acelerando el paso cuando la proximidad de una garganta o desfiladero podía hacer temer una emboscada peligrosa. Los vigías se apostaban en los picachos desde los que podían ser descubiertos los saqueadores y los señalaban con disparos, mientras otros detalles eran indicados con espejos reflejando la luz del sol.
Angélica iba sentada en un palanquín izado entre las jorobas de un peludo camello. Era un insigne honor para ella, pues muchas mujeres, aun las reservadas al harén, iban a pie o montadas en asnos.
El viaje proseguía por las montañas unas veces peladas y otras pobladas de cedros o de acacias. Los portadores eran en especial árabes, pero en cambio, los negros, aun los niños de diez años, iban todos a caballo y armados. Los mismos chiquillos que en Argel se mostraban indolentes, glotones y solapados, se revelaban de pronto en el camino jinetes infatigables, reidores, sobrios y discipinados y la única sujeción que parecía pesarles era no poder lanzarse sin cesar tras de los bandidos, ni poder realizar continuas proezas ecuestres, como salir disparados al galope, decapitando con el sable las ramas de los árboles.
Contrastando con aquella juventud exaltada, caminaban, hieráticos y con sus rasgos petrificados, los negros adultos de la escolta, mejor armados aún, con fusiles y lanzas y con uniforme de turbante rojo y un «sarual» también de seda roja. Eran los terribles «buakers» que formaban parte del cuerpo escogido del Sultán de Marruecos. Las distintas secciones de jenízaros turcos que el Pachá de Argel y Mezzo-Morte habían invitado a escoltar la caravana de su ilustre huésped durante el paso del Atlas Medio, parecían a su lado parientes pobres.
Osmán Ferradji era el pastor indiscutido de aquel rebaño que avanzaba lentamente entre una nube de polvo dorado. Montado en su caballo blanco, inspeccionaba sin cesar la columna, mantenía el contacto con los oficiales, vigilando el temperamento expansivo de los cadetes, cuidando de que llevasen con frecuencia refrescos a las más interesantes de sus cautivas.
Iba envuelto en su manto sudanés de vivos colores y su alto turbante de tisú de oro brillaba al sol cuando se erguía sobre la cabalgadura, avizorando la lejanía o volviéndose para lanzar una orden con su voz armoniosa de mujer que tan curiosamente contrastaba con su aspecto de austero gigante. Era él quien entablaba negociaciones con los jefes de los bandidos cuando la escaramuza preparada amenazaba con degenerar en serio combate. Los saqueadores eran tan numerosos que hubiese exigido un gasto anormal de municiones exterminarlos a todos. Era preferible en muchas ocasiones abonar el derecho de peaje con algunas bolsas de oro y sacos de trigo. Aquellos bandoleros eran en su mayoría bereberes, cabileños vestidos de azul, de piel casi blanca, tribus de montañeses o de agricultores, a los que su existencia miserable impulsaba a exigir tributo a las caravanas. Armados con arcos y flechas, no tenían talla para luchar contra los mosquetes del rey de Marruecos.
—He aquí la verdadera imagen del desorden que las Regencias de Argel y de Túnez promueven en su país —decía Osmán Ferradji, con desprecio—. Esto es lo que le cuesta al Islam dejarse regir por renegados occidentales que no piensan más que, en el lucro inmediato. Esto cambiará, ya lo veréis, cuando lleguemos a Marruecos. Los jefes de aduares responden con su cabeza del robo del menor objeto perteneciente a un viajero que en ellos se cobije. ¡Por eso los caminos son más seguros que en cualquier otro país del mundo!
Osmán Ferradji tenía prisa en llegar a las fronteras de su reino predilecto. La importancia de la caravana y las riquezas que esta transportaba atraían a los bandidos como la miel a las moscas. Fátima había descrito con todo detalle la lista de presentes que el almirante de Argel enviaba a su muy poderoso soberano Muley Ismael. Un trono refulgente de pedrería que tenía su historia. Mezzo-Morte lo había apresado en una galera veneciana, la cual lo había arrebatado a un corsario que venía de Beirut, donde aquel trono había sido robado al Shah de Persia durante su viaje de inspección a sus tribus chutas e imaelíes. Sólo a peso de oro valía 80 000 piastras. Había también dos ejemplares del Corán incrustados de joyas. Una cortina ricamente bordada de la puerta de la Alcazaba. Tres sables ornados de pedrería, un juego de lavabo cuyas 79 piezas eran de oro, mil piezas de muselina para turbantes, dos cargas de seda de Persia, de la más fina, y quinientas cargas de seda más corriente de Venecia. Cien muchachos, veinte eunucos negros de Somalia, de Libia y del Sudán, diez negros etíopes y siete blancos, de la raza llamada caldea, sesenta caballos árabes, siete de ellos con silla. Además, arneses guarnecidos de oro, gualdrapas bordadas de perlas, el elefantito enano del Sudán, cubierto de escarlata, la jirafa del Bahr el Ghazel, en el Alto Nilo, y veinticinco cargas de fusiles drusos. Y veinte mujeres, entre las más bellas de todas las razas…
Hay inventarios que una persona acostumbrada al lujo no puede dejar de apreciar. El valor de aquel tesoro no estaba lejos de los dos millones de libras, estimó Angélica, impresionada. Aquello rehabilitaba singularmente el prestigio del calabrés renegado a quien había tratado con tanta altanería. ¡Sí, Mezzo-Morte era poderoso! Pero ella le había hecho frente. ¡Y se lo haría también a aquel Muley Ismael por temible que fuese!
En aquel momento, Angélica empezaba a estremecerse y salía del entumecimiento en que la sumían las largas jornadas con el nauseativo balanceo de su montura. Por la noche, levantaban las tiendas y el humo de los vivaques enturbiaba la limpidez de un cielo color naranja o limón. Para distraer a las mujeres del harén, Osmán Ferradji les enviaba algunos juglares, un encantador de serpientes con su flauta angustiada y lancinante, un derviche que engullía escorpiones, vidrio machacado y cactos, un danzarín que al son de un tambor guarnecido de medallas ejecutaba prodigiosos saltos. Había también un cantante ciego que arañaba minúscula guitarra. Acuclillado ante la tienda y alzando hacia el cielo su rostro color ciruela morada, salmodiaba interminables melopeas a la gloria de Muley Ismael; el árabe era ya lo bastante accesible a Angélica para poder seguir el sentido de la endecha:
«Es apuesto joven y de fuerza poco común. Cambia a menudo de color según la pasión que le arrebate. El gozo le deja casi blanco. La cólera le ennegrece y sus ojos aparecen rojos de sangre. Tiene el espíritu vivo y alerta. Adivina los pensamientos de los que se dirigen a él. Es sagaz y astuto y sabe ir siempre a su objeto. Previene los peligros y está sin cesar a la defensiva. Es intrépido y valeroso cuando llega el peligro y de una constancia y firmeza maravillosas en el infortunio… Es más altivo que el difunto califa Arún Al-Raschid y más humilde que el último mendigo sarnoso. Es grande en todo, porque es el Profeta quien ve en él».
Angélica escuchaba maquinalmente, mecida por la voz chillona y monótona. Estaba a la entrada de la tienda, acomodada en mullidos cojines que compartía con una adolescente circasiana, encantadora y triste, que no cesaba de llorar pensando en su país y en sus padres.
La marcha a lomo de camello había obligado a Angélica a llevar el atavío de las mujeres turcas que había usado incidentalmente en Candía. Un largo sarual de tela ligera, camisa de mangas largas de muselina y bolero adornado con bordados. La vida de caravana en el desierto no se prestaba en absoluto a la rigidez de tontillos, pecheras y corsés. Angélica comiscaba pistachos bañados en azúcar cande y fritos en grasa de cordero, pensando que, para colmo de sus desdichas, iba fatalmente a engordarse…
El cantor seguía salmodiando:
«El ha vencido a sus enmigos y reina solo». «¡Cuántos infieles han sido, esta noche, decapitados! ¡Cuántos exhalan aún estertores, cuando los arrastran por el suelo! ¡A cuántas gargantas sirven de collares nuestras lanzas! ¡Cuántas puntas de jabalina se han clavado en los pechos enemigos! ¡Cuántos cautivos, cuántos muertos yacen en tierra! ¡Cuántos heridos cuya sangre se derrama! Las aves de presa pasan y se abrevan en ellos». «Durante toda la noche los chacales se nutren de ellos. Los chacales y los buitres dicen “Muley Ismael ha pasado por aquí”. Al llegar la mañana sus tropas estaban ebrias sin haber tomado bebidas fermentadas. Su lugarteniente Ahmet le ha enviado desde Tafilete seis mil cabezas cortadas en dos carros. Al llegar a Mequinez faltaban diez cabezas. Muley Ismael ha tomado su sable y ha cortado las diez cabezas de los descuidados guardianes…»
El largo cuerpo de Osmán Ferradji se inclinó junto a Angélica y el Gran Eunuco preguntó, amable:
—¿Entendéis el árabe para seguir las palabras del poeta?
—Sí, lo bastante para tener pesadillas. Vuestro Muley Ismael me parece, sobre todo ¡un salvaje sediento de sangre!
Osmán Ferradji no respondió en seguida. Cogió con tres dedos la tacita en la que un esclavo le ofrecía el café hirviendo.
—¿Qué imperio no se ha edificado sobre la matanza, las guerras y la sangre? —dijo—. Muley Ismael apenas está llegando al final de la gran lucha contra su hermano Muley Archy. Desciende de Mahoma por su padre. Su madre era una negra sudanesa.
—Osmán Ferradji, ¿no pensáis seriamente en presentarme a vuestro soberano como si fuera una de sus innumerables concubinas?
—No, sino como a su tercera esposa y titular favorita.
Angélica estaba decidida a emplear una estratagema a la que ninguna mujer se resigna voluntariamente. Había resuelto añadir cinco… no, siete…, mejor diez años enteros a su verdadera edad. Confesó, pues, al jefe del Serrallo que había cumplido los cuarenta. ¿Cómo podía pensar él, proveedor de los placeres de un soberano tan puntilloso, en presentar como favorita a una mujer en su ocaso, cuando él mismo le confesó últimamente las preocupaciones que le causaba el sostenimiento de las concubinas desechadas que tenía que encerrar en distante alcazaba, mientras el harén se renovaba sin cesar con lozanas jovencitas entre quince y veinte años?
Osmán Ferradji la escuchaba, con burlona sonrisa en la comisura de sus labios.
—De modo que tenéis mucha edad —dijo.
—Sí, mucha —confirmó Angélica.
—Eso no le desagradará a mi señor. Es muy capaz de apreciar el talento, la sabiduría y la experiencia de una mujer de edad, sobre todo cuando ese talento se oculta en un cuerpo que ha conservado todas las seducciones de la juventud. —La miró de frente, un poco burlón—. Un cuerpo de muchacha, una mirada de mujer madura, la fuerza, la languidez, la ciencia amorosa y tal vez la perversidad de mujer en la cumbre de su floración; todo esto hay en ti, y esos contrastes excitantes no desagradarán a mi dueño. Él mismo los adivinará sólo con mirarte, porque es cierto que su facultad adivinatoria de los demás es penetrante a pesar de su juventud y de su temperamento frenéticamente voluptuoso, que mantiene por su ascendencia negra. Podría quedar hundido, ya que la llama de sus sentidos arde con un fuego siempre avivado por la variedad de seducciones que se le presentan. Podría perder tiempo y fuerzas en lucha agotadora para la satisfacción de sus ansias. Pero se revela ya como hombre de talento. Se muestra física y moralmente superior a la tentación y la fatiga. Sin desdeñar los atractivos de sus concubinas o, mejor quizá, sabiendo desdeñarlos, es capaz de apegarse a una sola mujer si encuentra realmente en ella el reflejo de su fuerza moral. ¿Sabes la edad de su primera esposa, su favorita, junto a la cual va en busca de consejo? Por lo menos cuarenta años… pero auténticos. Es enorme y tan alta que teniendo él buena estatura, le lleva la cabeza… Y es negra como el fondo de un caldero. Viéndola, tiene uno que preguntarse de qué medios se ha servido para conquistar el corazón del Rey, sobre cuyo espíritu posee tan gran poder. Su segunda esposa, en cambio, no debe pasar mucho de los veinte. Es una inglesa, que los corsarios de Salé capturaron cuando se dirigía con su madre a Tánger, donde su padre estaba de guarnición. Es rubia, sonrosada y de una gracia extraordinaria. Hubiera podido esclavizar el espíritu de Muley Ismael, pero…
—¿Pero?
—Pero Leila, la primera esposa, la tomó bajo su dominio y la joven no hace nada sin decírselo, obedeciéndola en todo… En vano he intentado formar su espíritu y librarla de tal influencia. La pequeña Daisy, que se llama Valina desde que es musulmana, no es tonta, sin embargo; pero la sultana Leila Aicha no la dejará escapar.
—¿No sois el fiel servidor de vuestra soberana Leila Aicha? —preguntó Angélica.
El Gran Eunuco se inclinó varias veces, llevando la mano al hombro y a la frente y protestando vivamente de su adhesión a la Sultana de las sultanas.
—¿Y la tercera esposa?
Los ojos de Osmán Ferradji se entornaron, en su mímica habitual.
—La tercera esposa tendrá la cabeza firme y ambiciosa de Leila Aicha y el cuerpo —nieve y oro— de la inglesa. En ella mi amo gozará de todas las voluptuosidades, hasta el punto de que no habrá ya otras mujeres a sus ojos.
—¿Y ella habrá de seguir ciegamente los consejos del Gran Eunuco?
—Haciéndolo se encontrará bien, al igual que mi amo, y el mismo reino de Marruecos.
—¿Por eso no me habéis hecho cortar la cabeza en Argel?
—Sin duda.
—¿Y por qué no me habéis hecho azotar hasta que brotase la sangre, como todos me lo anunciaban?
—¡No me hubieras perdonado nunca! Ninguna palabra, ninguna promesa, ninguna intención hubiesen podido borrar en lo sucesivo tu resentimiento, ¿no es cierto, pequeña Firuzé?
Mientras conversaban, caía la noche y las rojas fogatas surgían aquí y allá, en el seno de la caravana agrupada para pasar la noche en un rumor confuso de voces y sonidos delicados de flautas y tamboriles. A veces estallaban los chillidos atroces de los camellos, relincho de caballos, y balidos de ovejas, de las que llevaban todo un rebaño para sacrificar una cada noche.
Sobre las hogueras se alzaba en los calderos la pella untuosa de sémola de trigo duro. Árabes, portadores, guerreros y también los esclavos, se apretujaban, tragando a sorbitos la sopa muy caliente, perfumada con cilantro, sazonada con un poco de aceite, dulce como natilla. Las fuentes de kebab circulaban ofreciendo trozos de carne picada, enrollados sobre el muslo y fritos con sebo de cordero. La carne estaba reservada a los jefes, pero los esclavos tenían, sin embargo, derecho a las legumbres cocidas sazonadas y con mucho pimentón.
El calor no caía ya del cielo pero salía de la tierra, bañando los seres y las cosas en un hálito de horno que hacía más: intensos los olores a churre y fritura dominados por bocanadas de exquisita yerbabuena fresca. La voz de un cantor se elevó, potente, dominando los sones monocordes y chillones de la música musulmana. Era un esclavo napolitano a quien el cielo estrellado y el alivio del vivaque en el silencio del desierto volvían a alegrar el corazón. Olvidada entonces su esclavitud, sentíase de pronto unido a los encantos de aquella vida errante; imagen de libertad hasta para el que caminaba encadenado.
Y como Angélica notaba que empezaba a resbalar por la pendiente de semejante tentación, la de consentir en su cautiverio, dijo con viveza:
—¡No contéis conmigo, Osmán Ferradji! Mi destino no es el de odalisca de un sultán seminegro.
El Gran Eunuco no se ofendió.
—¿Qué sabes tú de eso? ¿Crees que la vida que dejas atrás merece la pena de ser añorada…?
«¿En dónde querrías vivir? ¿Para qué mundo has sido creada, Angélica, hermana mía?» —le decía a veces Raimundo, su hermano, mirándola con sus ojos penetrantes de jesuita.
—En el harén del gran sultán Ismael tendrás cuanto una mujer puede desear: poder, voluptuosidad, riqueza…
—El propio Rey de Francia ha puesto todas sus riquezas y poderío a mis pies ¡y los he rechazado!
Había conseguido asombrarle.
—¿Es posible? ¿Te has negado a tu soberano cuando te lo suplicaba? ¿Eres entonces insensible a los goces del amor? Eso es imposible. Hay en ti una libertad, un aire de mujer que se encuentra a gusto entre los hombres. Posees el ímpetu vital, la osadía de la sonrisa y la mirada de las cortesanas natas. No puedo equivocarme en eso…
—Y, sin embargo, es así —insistió Angélica, encantada de verle preocupado—. He defraudado a todos mis amantes y, al quedarme viuda, he preferido llevar una vida tranquila y exenta de esos sinsabores que causan las intrigas amorosas. Mi frialdad ha desesperado al rey Luis XIV, es cierto, pero ¿qué le voy a hacer? Muy pronto le hubiese defraudado también y me lo habría hecho pagar caro porque ciertos desdenes son insultos para un monarca. ¿Os agradecerá vuestro Muley Ismael que llevéis una amante indiferente a su lecho?
Osmán Ferradji se estiró inmenso, frotándose con perplejidad las largas manos principescas. Le costaba trabajo disimular la profunda contrariedad que aquellas revelaciones le causaban. Era un obstáculo realmente considerable surgido en el engranaje bien lubricado de su plan. ¿Qué hacer de una esclava de sorprendente belleza, que prometía al parecer, aportar la fogosidad de su temperamento para satisfacer los apetitos del hastiado Ismael, si luego mostraba torpe pasividad entre sus brazos? ¡Deplorable visión! Osmán Ferradji sentía por anticipado un sudor frío. Creía ya estar oyendo rugir a Muley Ismael.
¿No se había lamentado éste del cansancio que le producían tantas vírgenes insípidas; bellas, sí, pero en las que no hallaba más que la desilusión torpe de la inexperiencia? Y si eran mujeres expertas estaban ya marchitas. El Gran Eunuco había emprendido largo y penoso viaje a los confines de las grandes selvas del centro de África, sabiendo que en las sectas de los «tchicombi», encontraría vírgenes iniciadas por los brujos. Pero Muley Ismael había torcido el gesto. Estaba harto ya de negras. Las quería blancas.
El Gran Eunuco marchó entonces a Argel. Salvo Angélica, lo que traía de allí no era —en principio— como para satisfacer al Sultán. Su Gran Eunuco había entresacado cantidad incalculable de esclavas, apartando algunas muy hermosas, pero sin duda demasiado verdes. La islandesa de cabellos de luna y ojos de pescado frito no podía figurar más que a título de curiosidad. Nada la sacaba de su encantamiento y además moriría pronto.
Lo había pues apostado todo por aquella mujer de ojos de turquesa, de bruscos sobresaltos de tigresa ardiente, e imprevisibles alegrías infantiles. El Mediterráneo había hablado de ella. A instancias del Gran Eunuco, Mezzo-Morte se había empeñado en capturarla y, contrariamente a lo que ella se imaginaba, Angélica no formaba parte de los presentes; pero Osmán Ferradji la había comprado a precio de oro al renegado calabrés, porque era él precisamente quien había pagado todos los gastos de la expedición de la Isla. Y he aquí que ella misma le confesaba un defecto imperdonable en la cortesana que él quería ver elevada al rango de favorita llamada a retener la pasión de Muley Ismael con todas las seducciones de la inteligencia y los sentidos.
Bruscamente, se sintió inquieto porque, en efecto, había notado, dejándola ir y venir libremente por el caravasar, que nunca intentaba atraer a los hombres. No se turbaba bajo las miradas atrevidas de los camelleros o de los guerreros, ni lanzaba las suyas solapadamente hacia las piernas musculosas o el torso de un varón apuesto. El sabía que las Cristianas occidentales son con frecuencia frías y muy poco expertas en la práctica del amor, que parecían temer y considerar con sonrojo.
Traicionó su desconcierto al exclamar en árabe:
—¿Qué voy a hacer contigo?
Angélica comprendió y quiso aprovechar la ocasión inesperada para ganar tiempo…
—No tenéis necesidad de presentarme a Muley Ismael. En ese harén donde decís que hay cerca de 800 mujeres podré muy bien mantenerme apartada, mezclándome con las sirvientas. Evitaré toda ocasión de encontrarme ante el Sultán. Llevaré siempre velo y podéis decir que soy una desdichada desfigurada por una enfermedad de la piel…
Osmán Ferradji detuvo con un gesto irritado aquellas fantasías. Tendría que reflexionar. Angélica le vio alejarse, con ironía. En su fuero interno sentía cierto remordimiento por haberle entristecido así.