Osmán Ferradji y sus preocupaciones comerciales.
No tardó en encontrar de nuevo a maese Savary. Señal evidente de que el Cielo velaba por ella.
El caravasar en que los marroquíes recibían de Argel hospitalidad era un edificio que superaba en dimensiones al «batistan» de Candía y que, como aquel, tenía algo de hotel y de almacén. El plano general era el mismo: un inmenso rectángulo, como el marco de un cuadro, y dos pisos con habitaciones hacia el fondo, abriéndose sobre un gran patio interior con columnas, que a su vez encuadraba un patio-jardín con tres surtidores, adelfas, limoneros y naranjos. Sólo había una puerta de entrada, defendida por un cuerpo de guardia armada. Ninguna ventana daba a la calle. Los muros hacia el exterior eran totalmente lisos, los tejados llanos, con rebordes y almenas con aspilleras y centinelas permanentes. Las cuarenta o sesenta habitaciones de aquella imponente construcción, verdadera fortaleza en el corazón de Argel, estaban atestadas de gente y de animales. Varias piezas de la planta servían de cuadra, de establo, a los fogosos caballos de silla, a los asnos, a los camellos.
Por allí había visto surgir Angélica un curioso animal, de largo y moteado cuello serpentino, coronado por minúscula cabeza con dos ojazos enternecedores y orejas muy pequeñas. El animal no parecía malo, contentándose con estirar su largo cuello por encima de las columnatas del patio para alcanzar y ramonear las hojas de una adelfa. Angélica lo contemplaba con extrañeza cuando una voz le advirtió en francés:
—Es una jirafa.
Un montón de paja se movió para dejar aparecer la silueta encorvada y cada vez más andrajosa de su amigo el viejo boticario.
—¡Savary! ¡Oh, mi querido Savary! —murmuró ella, sofocando un grito de alegría—. ¿Cómo os halláis aquí?
—Cuando supe que estabais en manos del Gran Eunuco Osmán Feradji, no he parado hasta acercarme a vos. El azar me ha ayudado. Me había comprado un faquín turco encargado de barrer el patio del cuartelillo de jenízaros. Pero la importancia de este indispensable funcionario, le obligaba a tener un esclavo para mover la escoba en su lugar. Era amigo del guardián de aquella casa de fieras. Supe que el elefante estaba malo. Me propuse y logré curarlo. El guardián me ha rescatado del faquín y aquí estoy en mi puesto.
—Savary, ¿qué va a ser de nosotros? Quieren llevarme a Marruecos, para el harén de Muley Ismael.
—No os preocupéis. Marruecos es un país muy interesante y hace mucho tiempo que deseaba yo tener ocasión de volver. He dejado allí muchos conocidos.
—¿Otro hijo vuestro? —interrogó Angélica con débil sonrisa.
—¡No, dos! El uno es hijo de una hebrea. No hay como esos lazos de la sangre para crear sinceras complicidades. Debo confesaros que, con gran sentimiento mío, no tengo heredero en Argel. Lo cual hace que las posibilidades de evasión sean sumamente difíciles. Vos misma habréis visto a lo que os exponéis intentando evadiros…
—¿Habéis oído hablar de mi evasión?
—Las cosas se saben aquí con rapidez. Una esclava francesa que se fuga y que resulta inhallable: no podía ser más que vos. ¿No habéis sido castigada con demasiada severidad?
—No. Osmán Ferradji ha sido todo atenciones conmigo.
—La cosa es muy singular, pero regocijaos.
—Gozo incluso de bastante libertad. Me dejan ir y venir por la casa y hasta puedo salir del apartamento de las mujeres. En suma, no es todavía el harén, Savary. El mar está cerca. ¿No sería el momento de planear otra tentativa de fuga?
Savary suspiró, cogió un cepillo de un cubo y se puso a frotar vigorosamente a la jirafa. Preguntó al fin qué había sido de Mohamed Raki. Angélica le hizo relato de las revelaciones de Mezzo-Morte. Toda esperanza se derrumbaba para ella. Y ya no aspiraba más que a una cosa: huir y regresar a Francia.
—Siempre quiere uno huir —afirmó Savary—, y después lo lamenta. Es la magia del Islam. Ya lo veréis. Pero empecemos primero por huir, ya que así se presentan los primeros síntomas de la enfermedad.
Por la noche Osmán Ferradji vino a visitar a Angélica y le preguntó cortésmente si el viejo esclavo cristiano que limpiaba las cuadras era su padre, tío o pariente. Angélica enrojeció ante aquella prueba de vigilancia que ella creía poder eludir. Replicó vivamente que aquel hombre era un compañero de viaje hacia el que sentía amistad y que además era un gran sabio; pero que los musulmanes le habían puesto a barrer el estiércol porque era la manera de humillar a los Cristianos, colocando al criado en lugar del amo y a los espíritus elevados en el fango. Osmán Ferradji movió la cabeza con indulgencia ante aquellas explosiones de niña rebelde.
—Estáis en un error, como lo están todos los Cristianos. Porque el Corán dice: «En el día del Juicio la tinta del sabio pesará más en la balanza que la pólvora del guerrero». ¿Este digno anciano es médico?
Ante la respuesta afirmativa el rostro del Gran Eunuco se iluminó. La mujer islandesa estaba enferma y también el elefante, dos preciados regalos del Almirante de Argel al Sultán y era lamentable pensar que aquellos presentes sufriesen daño ya antes de haber abandonado la ciudad.
Savary tuvo suerte y consiguió que les desapareciera la fiebre a ambos, gracias a una remedio de su invención. Angélica se sorprendía de que en el fondo de unas faltriqueras cada vez más agujereadas y en toda clase de intemperie lograse conservar aquellos polvos, aquellas pastillas, aquellas hierbas cuyo secreto poseía.
El Gran Eunuco hizo que le dieran una chilaba decente y lo agregó a su casa.
—Y esto es todo —concluyó Savary—. Siempre empiezan por querer tirarme al mar o a los perros y luego, no pueden ya prescindir de mí.
Angélica sentíase ahora menos sola. La vieja esclava cristiana Fátima, con su francés infantil, contribuía también a enseñarle el lenguaje y las costumbres de aquel mundo exótico. Cuando pidió al Gran Eunuco autorización para tomar a su servicio a la vieja Fátima, Osmán Ferradji dijo que dudaba que aquella consintiese en penetrar en el Reino de Marruecos, donde los particulares no eran dueños de esclavos, ya que el Rey era el único propietario de todos los esclavos Cristianos ¡cerca de 40 000! Y la vieja Fátima era libre en todo el Islam, aunque ella se empeñase siempre en considerarse esclava; y le daría miedo, seguramente, vivir entre árabes que tenían otro acento y a quienes los argelinos, pese a sus zalemas, consideraban como salvajes.
Pero en contra de toda suposición, Fátima vino a decir que no quedándole muchos años de vida, y estando ya sola en Argel, prefería morir bajo la protección de una compatriota, marquesa como su primera dueña, cuando aún se llamaba Mireya.
—He aquí la prueba —comentó Osmán Ferradji— de que esa vieja bruja os ve rodeada de felices presagios y de que «la sombra de Muley Ismael caerá sobre vos» para exaltaros al gran favor que vuestra belleza e inteligencia merecen.
Angélica se guardaba mucho de desengañarle. Pensaba que el jefe del harén representaba para ella la única esperanza de trato humanitario junto a los otros poderosos desde el día en que llegó a la costa de aquel país hostil: Mezzo-Morte y sus lobeznos, el rey de Argel y sus «mudos» del serrallo, los reis y su Taiffe: todo asociaciones de piratas y salteadores de caminos.
El gran Negro, por el contrario, le había dado muestras de indulgencia poco habitual en él, pues para Osmán Ferradji la disciplina y el orden tenían primacía sobre todo lo demás. La pequeña circasiana Matriamti había sido azotada por orden del Gran Eunuco por haber aparecido sin velo en el patio del piso cuando los camelleros se hallaban aún allí. En cambio, Angélica que se había permitido bajar a aquel mismo patio, no sólo sin velo sino con sus «indecentes» ropas europeas, no había escuchado censura alguna. Él no le pedía que se pusiera el velo más que en dos o tres ocasiones para acompañarla por las calles, a casas de comercio.
Desde su estancia en el palacio flotante de Mezzo-Morte, tenía un miedo terrible a los muchachos musulmanes. Además de los cadetes de amarillos turbantes, había pandillas de chiquillos que arrojaban pedazos de botella por los tragaluces de las mazmorras o clavaban trozos de caña en la espalda a los galeotes encadenados. Y era fácil imaginar cuál sería la suerte de una esclava perseguida cuando sonaba la alarma. ¡Se había, pues, librado de lo peor! Así comprobaba ahora una inquietante invasión de niños en su caravasar. Porque en aquellos momentos los había a centenares, agrupados en el césped y alrededor de los surtidores; y parecían no tener otra cosa que hacer más que comer almendras, buñuelos y golosinas.
Le preguntó a Osmán Bey.
—Forman parte de los presentes que mi ilustre señor el rey de Marruecos se digna aceptar de esos perros argelinos. El Rey adora la juventud que llega de todos los puntos del mundo: del lejano Cáucaso, de Egipto, de Turquía, del Sur de África, Grecia o Italia. Los adiestrará para sus tropas de asalto. A Muley Ismael le gusta tener muchachos, no con lujuriosa intención sino porque son guerreros en potencia. No olvidéis que le llaman «la Espada del Islam». Sabe lo que le debe a Alá. Entre nosotros, el Ramadán, o gran ayuno, dura dos meses y no uno solo como entre esos blandengues argelinos. Tenemos que sufrir doblemente para defendernos de la tibieza religiosa de los sedicentes musulmanes de aquí. Combaten bastante bien contra los Cristianos, ciertamente, pero son demasiado bribones en los negocios y aborrecen el trabajo. ¿Dónde están sus construcciones? En nuestro Marruecos se edifica mucho. He sugerido al Sultán que forme unas falanges de conquistadores, guerreros y constructores a un tiempo. Quince mil niños negros aprenden, lo primero, a construir y a hacer ladrillos. Esto dura dos años. Después, durante otros dos años, montan a caballo y guardan rebaños. A los dieciséis, hacen su aprendizaje de armas y participan en combates.
La compañía del Gran Enuco y su conversación no carecían nunca de interés. Parecía sentir por la cautiva francesa una estimación singular que aun a su pesar, no dejaba de halagarla. Angélica se preguntaba hasta dónde podría llegar a ser su aliado aquel Negro de fría inteligencia. Por el momento, dependía por completo de él. Las otras mujeres, esclavas cristianas a las que se unía una decena de bellas cabileñas y negras etíopes, le temían mucho. En cuanto la alta silueta de Osmán Ferradji proyectaba su sombra sobre el enlosado, ellas se inmovilizaban y ponían cara de colegialas culpables. La mirada olímpica del gran negro recorría aquel rebaño indócil y solapado. Les hablaba sin violencia, pero no se le escapaba ningún detalle.
Aquel día, le pareció preocupado. Acabó por confesarle su inquietud. La noble cautiva francesa que él había tenido el honor de conducir al serrallo del rey de Marruecos, ¿no había hablado un día del comercio que hacía ella por su cuenta? Costumbres extrañas, realmente, las de grandes damas ocupándose de tráficos considerados viles además. Equivocadamente, puesto que el propio Mahoma, en su gran sabiduría que le había transmitido Dios en persona, había dicho terminantemente que todos los oficios eran nobles para un verdadero creyente, y que de los cuarenta apóstoles reconocidos por el Islam, ¿no había sido Adán labrador, Jesús, carpintero, Job, mendigo, Salomón, rey, y otros varios, comerciantes? La francesa no debía, pues, avergonzarse de haberse dedicado en otro tiempo a los negocios, antes sin duda de haber alcanzado el título elevado de marquesa, y, siendo así, debía ser experta en paño; tela específicamente cristiana, pero cuya calidad no sabe reconocer con perfección un buen musulmán. ¿Seguiría siéndolo, la inestimable Turquesa?
Angélica había escuchado con buena voluntad la larga endecha comercial del Gran Eunuco. Accedió a seguirle hasta un fardo cuya envoltura dejaba asomar un paño verde y otro escarlata. No era aquella su especialidad, pero las quejas de Colbert la habían iniciado, en otro tiempo, en las fluctuaciones de aquella moneda de cambio, la más corriente con los países musulmanes.
Palpó ella una punta arrugada y la miró al trasluz.
—Estos dos paños no valen gran cosa… Uno, este rojo, es de lana, no lo niego, pero de lana «muerta», es decir, del pelo de la oveja perdido y recogido en las zarzas, pero no esquilado como debe ser. Además, no está teñido con raíz de granza sino con alguna otra sustancia: me sorprendería que no se decolorase al sol.
—¿Y el otro fardo? —preguntó Osman Bey, cuya habitual serenidad desaparecía ante una ansiedad que le era difícil disimular.
Angélica palpó la tela verde, demasiado tiesa.
—¡Esto es puro desecho! Mejor lana, sí, a la vista, pero mezclada con hilo y con demasiado apresto; si la tela se moja, se arrugará, encogiéndose y no pesará más que la mitad.
El Gran Eunuco se puso de color ceniza. Con voz insegura, rogó también a su cautiva que examinase otras dos piezas de paño. Angélica afirmó que aquellas eran de la mejor calidad. Y añadió, después de un momento de reflexión:
—Supongo que estas dos piezas os las han presentado como muestra para animaros a encargar un lote más importante.
La cara de Osmán Ferradji se iluminó.
—Y lo habéis adivinado con toda exactitud, señora Firuzé. Ha sido Alá quien os ha enviado a mí. Si no, me exponía a quedar desprestigiado ante el reino de Marruecos y las Regencias de Argel y de Túnez. Y a la reina, tan esquinada, a la sultana Leila Aicha, le sería bien fácil desacreditarme ante mi dueño. ¡Ah! Realmente es el mismo Alá quien detuvo mi brazo cuando en mi cólera ante vuestra fuga, había ya decidido torturaros ante las mujeres esclavas para que vuestra ejecución les sirviese de lección. Y después, cortaros la cabeza con mi sable, que había hecho afilar para eso. Pero la sensatez ha detenido mi brazo y mi más hermoso sable ha quedado cubierto de innoble herrumbre en este nido de ratas que es Argel; nido de inmundos comerciantes engañosos. ¡Ah, sable mío, consuélate! Ha llegado la hora de arrancarte de esta penosa inacción para una obra útil y justa.
La última frase fue pronunciada en árabe, pero Angélica comprendió sin dificultad el sentido, viendo al inmenso Osmán Ferradji desenvainar su cimitarra con gesto teatral y hacerla brillar al sol. Acudieron unas sirvientas que revistieron a la cautiva con un amplio «haik» de seda, y la introdujeron en una silla de manos escoltada por guardias armados; a poco se encontró Angélica en la tienda del comerciante sin escrúpulos.
Este se había ya prosternado con la frente en el suelo. El marroquí, muy sereno, rogó a Angélica que repitiese sus juicios sobre la calidad de los paños. Los fardos de tela habían sido traídos y desenrollados. Un esclavo francés, dependiente del comerciante, traducía algo balbuciente y mirando de soslayo el sable que el Gran Eunuco empuñaba. El comerciante argelino protestó enérgicamente de su buena fe. Había sin duda un equívoco. Jamás se hubiera permitido engañar a sabiendas al enviado del gran Sultán de Marruecos. Él mismo iba a ir a la trastienda para escoger todas las piezas para el Venerado y Altísimo Visir del Rey Muley Ismael. Con la espalda encorvada, se precipitó hacia su oscuro antro.
Osmán Ferradji miró a Angélica con sonrisa complacida. Sus ojos brillaban entornándose como los del gato que se dispone a acabar con un ratón. Hizo un guiño hacia la trastienda. Se oyeron unos gritos espantosos y el comerciante reapareció sólidamente sujeto por tres guardias negros que le habían atrapado cuando intentaba escaparse por una puerta trasera.
Le hicieron arrodillarse y colocar la cabeza sobre uno de sus fardos de paño.
—¡No!, ¿no iréis a cortarle la cabeza? —exclamó Angélica. La voz francesa detuvo el brazo ya levantado del Gran Eunuco.
—¿No es un deber suprimir una bestia pestilente? —preguntó él.
—¡No, no, por Dios! —protestó la joven, horrorizada.
El sentido de su intervención era totalmente incomprensible para el jefe del Serrallo de Muley Ismael. Pero tenía sus razones para respetar la sensibilidad de la cautiva francesa. Suspirando, aplazó la ejecución del comerciante que había estado a punto de deshonrarle; a él, al más sagaz intedente de la Gran Casa del rey de Marruecos. Le cortaría solamente la mano, como a los ladrones. Lo que hizo inmediatamente de un golpe seco, como si se hubiese tratado simplemente de una caña de azúcar.
—¡Ha llegado realmente el momento de marcharnos de esta ciudad y de este país de ladrones! —decía días más tarde Osmán Ferradji.
Angélica se estremeció. No le había oído acercarse. Le seguían tres negritos, uno trayendo el café, otro un libro grueso, un rollo de papel, tinta y un cálamo, y el tercero un tizón ardiente y una brazada de espinos.
Angélica se quedó a la expectativa. ¿No había que esperarlo todo de aquel extraño personaje? ¿No eran los utensilios para un suplicio especial y refinado, que iba ella a sufrir? El Gran Eunuco sonreía. Sacó después de su chilaba un gran pañuelo a cuadros rojos y negros cuyo nudo desató extrayendo una sortija.
—Esto es un regalo personal para vos: una sortija. En verdad es pequeña porque aun siendo muy rico, debo dejar al Rey, mi señor, el privilegio exclusivo de haceros regalos de gran valor. Os ofrezco éste en señal de alianza. Y ahora, voy a empezar a enseñaros el árabe…
—Pero… ¿y ese fuego? —preguntó Angélica.
—Es para purificad el aire en torno al Corán que vais a empezar a estudiar. No olvidéis que sois aún cristiana, y que, por tanto, inficionáis cuanto os rodea. Por donde paséis durante el viaje, me veré obligado a purificar el sitio con ritos, y a veces, por el fuego. Esto es muy molesto, podéis creerme…
Resultó un profesor ameno, paciente y culto. Angélica no tardó en sentir agrado por aquellas lecciones. La distraían. Tenía que serle útil aprender el árabe, y la ayudaría a buscar cómplices y a fugarse algún día. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Y adonde? No lo sabía. Pero no dejaba de repetirse que si seguía con vida y dueña de sus actos, ¡lograría huir!
Entre las cosas que tuvo que aprender, una era que en Oriente no existe la noción del tiempo. Así, cuando el Gran Eunuco le había repetido cierto número de veces «que saldrían inmediatamente para Marruecos», Angélica tomó aquella afirmación al pie de la letra. Esperaba cada día verse en una caravana, montada en un camello. Pero pasaban los días. Osmán Ferradji no dejaba de vituperar una vez más a los holgazanes y ladrones argelinos «pues sólo entre los judíos y cristianos había mayores ladrones»; pero se veía claramente que no estaba previsto nada para la partida.
En cambio, un día presentaba a la francesa un corte de terciopelo de Venecia para saber su opinión; otro, la consultaba sobre la elección de un cuero de Córdoba para sillas de montar. Le advertía que esperaba un cargamento de cierto almizcle de Arabia, además de pistachos y albaricoques de Persia, y también «giaze» persa; ese piñonate del que los de Argel y El Cairo eran vil imitación.
Angélica, animada a su pesar por aquellas confidencias de tipo doméstico, llegó hasta confesarle que el persa Bachtiari Bey le había dado la receta exacta del piñonate auténtico, hecho con miel, pasta de almendras y ciertas harinas, una de ellas nada menos que el famoso maná del desierto, esos cristales de azúcar exudados por ciertos arbustos en cantidad suficiente para formar a veces, cuando el viento arrastraba a los copos, verdaderas dunas nevadas. La mezcla se amasaba con los pies, en cubas de mármol y se rellenaba con pistachos y avellanas. El austero Negro palmoteo como un niño y se puso seguidamente en acción para hacer traer aquel maná, especialidad de los desiertos bíblicos. Aquello prometía una prolongación indefinida de la estancia.
Angélica no sabía si aquel aplazamiento debía regocijarla. Mientras se hallaba ante el mar, conservaba la ilusión de una posible fuga. La presencia de los miles de esclavos, algunos de los cuales llevaban allí veinte años, daba sin embargo un mentís a tal esperanza. Argel era una ciudad de la que nadie se evadía. En algún momento, Angélica pensó que la caravana haría parte del viaje por mar. Se había pasado toda una noche empeñada en convencerse de que los barcos marroquíes no podían dejar de ser capturados por los caballeros de Malta o por piratas cristianos, y aquella certeza iluminaba su cara, cuando el Gran Eunuco, durante una de sus lecciones de árabe, le dijo como si terminase una conversación sobre aquel tema.
—Si no recorriera el mar esa maldita flota de Malta, podría yo, dentro de veinte días, tener el placer de presentaros a vuestro dueño, el poderoso comendador de los Creyentes, Muley Ismael.
Entornaba casi hasta cerrarlos sus ojos de negro semita, no dejando más que una dorada rendija de intenso brillo. La joven sabía ya que era la manera de solicitar su juicio, y aun su consejo encubierto, y a veces también para darle a entender que la adivinaba.
Ahora, el jefe del Serrallo parecía haber dado la última mano a su imponente caravana. Cada día era inminente la partida. Pero cada día, por motivos misteriosos —quizá no había ninguno— la orden de partida era anulada y Osmán Ferradji seguía esperando algún nuevo signo invisible, o acaso imprevisible.
Una de las causas del retraso fue la preocupación por la salud del elefante enano. No se podía arrastrar por las rutas de montaña y del desierto un animal tan preciado como raro y al cual haría Su Majestad entusiasta acogida. A Muley Ismael le enloquecían los animales. Tenía mil caballos en sus cuadras y cuarenta gatos en sus jardines, todos con sus nombres. Había que esperar a que el elefante estuviera completamente repuesto. Cada día, su doctor, el viejo esclavo Savary, era consultado largo rato.
Después, hubo que esperar a la captura por unos tripolitanos de un navio que se sabía iba cargado con el mejor vino de Malvasía… En aquella ocasión, Angélica tuvo que sufrir minucioso interrogatorio. ¿Qué había que pensar de los vinos dulces franceses, portugueses, españoles e italianos? ¿Eran vinos propios para servir a las damas del harén o había que considerarlos como vinos que embriagaban, prohibidos entonces, por la religión del Islam?
Angélica sugirió, con cierta ironía, que se dirigiesen a los «talbes» o doctores coránicos para resolver aquel punto difícil, y al eunuco le encantó aquella respuesta que demostraba la sabiduría de su discípula y la comprensión de sus lecciones, enseñándole que Islam significa «sumiso a Dios». Los vinos de Malvasía fueron admitidos por Mahoma y se esperó a su incautación. El Gran Eunuco se hubiera sentido muy apenado de tener que volver a su país sin llevar una bebida rara y sabrosa para halagar la gula de aquellas damas, siempre al acecho de las novedades, tras las rejas de su harén. Al comienzo de su estancia en Argel había él comprado varias barricas de un vino que le dijeron era famoso; pero como Angélica le reveló que era un aguachirle detestable, se vio una vez a punto de quedar deshonrado. Y nada detuvo su sable vengador que cayó sobre el cuello del bribón que le había vendido aquellas barricas ¡y que se atrevía encima a alegar su cualidad de antiguo peregrino a La Meca y su título de «Hadj»…!
Angélica escuchaba paciente aquella charla que se parecía mucho a comadrerías de mujer. A veces, le sorprendía haber tomado al principio a aquel Negro por un auténtico descendiente de los Reyes Magos. Se decía que era mezquino como una comadre, tan charlatán y más veleidoso que una mujer. Daba la impresión de estar siempre pisando en falso y buscando a tientas su camino:
—Desengañaos, señora —le dijo el viejo Savary, moviendo la cabeza cuando ella le confesó sus dudas—. Ha sido Osmán Ferradji quien hizo de Muley Ismael el Sultán de Marruecos, e intenta ahora instaurarle como Comendador de todo el Islam y quizá de Europa. Tratadle con toda consideración, señora, y rogad a Dios que nos ayude a salir de sus manos, porque sólo Dios puede hacerlo.
Angélica se encogía de hombros. ¡De modo que Savary hablaba como el loco Escrainville! ¿Comenzaba acaso a decaer un poco? Ciertamente no le faltaban motivos, con todas aquellas aventuras. Si el viejo boticario, siempre ingenioso y tramando conspiraciones, se encomendaba al Cielo, era porque no se encontraba ya en estado normal. O que juzgaba la situación especialmente grave…
Savary tenía libertad para circular por la ciudad, en calidad de «mukanga», que significa médico o mago en sudanés. Gracias a lo cual, registraba bazares y zocos en busca de las hierbas o productos químicos necesarios para sus medicamentos, trayendo sobre todo un montón de noticias espigadas entre los esclavos recién capturados.
En Argel, reuniendo a gentes venidas de todos los puntos de Europa, se sabían las noticias mejor quizá que los reyes de Francia, Inglaterra o España. Así se supo que Ragoszki había llegado a ser rey de Hungría y que Luis XIV se había lanzado a una campaña contra Holanda. Aquellas noticias le parecían a Angélica irrisorias e irreales. Aquel rey de Francia que desencadenaba la guerra contra Europa ¿era el que la había tenido en sus brazos, suplicándole muy bajito que no fuese cruel con él? ¿Y si ella le pedía auxilio, haría tronar todos sus cañones para liberarla? No había pensado todavía en ello y rechazó aquel pensamiento, porque representaba ya para ella una derrota.
Aquellos innumerables esclavos, venidos del mundo entero, no hablaban jamás de un hombres desfigurado y cojo que hubiera llevado el nombre de Joffrey de Peyrac. Pudo ella establecer con certeza que había venido efectivamente al Mediterráneo; pero su rastro parecía haberse borrado hacía ya varios años. ¿Había que aceptar la versión de Mezzo-Morte de que el conde murió de la peste años atrás? Cuando aquella idea la dominaba, experimentaba, poco a poco, cierto alivio. La incertidumbre es a veces la peor de las torturas. Es preferible que la herida sea descarnada, abierta. «He corrido demasiado en pos de mi esperanza…»
Ella creía en algunos momentos comprender mejor a Savary. Había éste vivido muchos años entregado ardientemente a su «mumie mineral». Su acto de valentía, el incendio de Candía, no era más que un experimento científico. Y ahora, iba a tientas. El esqueleto del elefante enano y los cuidados que había que prodigar a su descendiente vivo no parecían materia suficiente para su cerebro de sabio. Iba, como ella, arrastrado hacia otra parte por un ciego destino. La vida toda ¿no era, en el fondo, sino un caminar sin fin? No, no quería dejarse ablandar por el calor y el dorado claustro en que la situaban. Quería huir ¡y esto era ya un objetivo!
Con nuevo ardor se inclinó sobre el pergamino en que trazaba signos. Y se estremeció porque la mirada de Osmán Ferradji estaba clavada en ella. Se había olvidado de su presencia. Le parecía que había estado allí siempre, hierático y misterioso, con sus largas piernas cruzadas bajo los pliegues de su blanca chilaba. Llevaba un caftán gris tórtola y un alto gorro negro con bordados del mismo rojo que sus uñas.
—La voluntad es un arma mágica y peligrosa —dijo él. Angélica le miró, agitada por repentina cólera como cada vez que se sentía adivinada por él.
—¿Queréis decir que es preferible dejarse llevar por la vida como perro destripado a merced de las olas?
—Nuestro destino no está en nuestras manos y lo que está escrito escrito está.
—¿Queréis decir que no se puede nunca cambiar el destino?
—Sí, se puede —dijo él con gravedad—. Todos los humanos poseen una ínfima probabilidad de contradecir el destino. Esto sólo se logra a fuerza de voluntad. Por eso digo que la voluntad es una forma de magia, puesto que fuerza a la naturaleza. Y es peligrosa, porque el resultado se paga siempre a alto precio y entraña las pruebas de la vida. A ello se debe que los Cristianos que emplean su voluntad personal a cada instante y para fines mezquinos, estén sin cesar en desacuerdo con sus destinos y abrumados por males de los que se les oye quejarse con frecuencia.
Angélica movió la cabeza.
—No puedo comprenderos, Osmán Bey. Pertenecemos a mundos diferentes.
—La sabiduría no puede adquirirse en un día, sobre todo cuando ha sido uno educado entre la locura y la incoherencia. Y porque sois inteligente y bella quiero poneros en guardia contra esos males que van a abrumaros si os obstináis en forzar el destino en el sentidos que vos exigís, cuando ignoráis los caminos y los fines que Alá os reserva.
Angélica hubiera querido desviar los ojos y replicar altivamente que no se podía comparar la educación coránica con las riquezas de la civilización greco-latina. Sin embargo, no lograba sentirse ofuscada. Experimentaba la sensación apaciguadora de ser «seguida» y guardada más allá de sí misma por un espíritu lúcido y sereno que poseía el don de proyectar osados rayos de claridad en las tinieblas, densas aún, de su destino.
—Osmán Bey, ¿sois mago?
La sonrisa que afloró a los labios del Gran Eunuco no carecía de bondad.
—No, no soy más que un ser humano despojado de las pasiones que privan a muchos de la clarividencia. Y quisiera sobre todo recordarte esto, Firuzé: que Alá concede siempre lo que se desea si la petición es justa e insistente.