XXXVIII Mezzo-Morte revela su trampa.

Angélica huye de Argel.

Un pequeño cortejo subía por el camino que, desde el barrio de la Marina, conducía a una de las puertas de la ciudad. Aquel camino estaba bordeado de un lado por las murallas y del otro, por unas casuchas formando callejas estrechas como abismos, invadidas ya por el crepúsculo. Angélica andaba tropezando a veces en los guijarros puntiagudos, precedida por Mezzo-Morte, a quien escoltaba su guardia habitual. En la puerta Bab-Azum, hicieron alto. Los oficiales de los guardias vinieron a inclinarse ante el Gran Almirante, que efectuaba con frecuencia inspecciones de aquel género. Pero no era éste su fin aquella noche. Parecía esperar a alguien.

Poco después, de una calle, salió un caballero seguido de una guardia negra armada de lanzas. Por su manto verdicolor Angélica reconoció a su vecino el Negro del espectáculo de las galeras. Se apeó el gigante, saludó a Mezzo-Morte, que le devolvió su saludo, más reverencioso aún que el suyo. El temible italiano parecía demostrar gran consideración al oscuro príncipe que le llevaba casi tres cabezas. Cambiaron unas zalemas y numerosas protestas de amistad en árabe. Luego, con un mismo movimiento se volvieron hacia la cautiva. Con las manos tendidas, y las palmas vueltas hacia el cielo, el Negro saludó de nuevo. Los ojos de Mezzo-Morte refulgían con sardónico placer.

—Olvidaba —exclamó—, olvidaba las buenas maneras de la Corte de Francia. No os he presentado, señora: mi amigo Su Excelencia Osmán Ferradji, Gran Eunuco de Su Majestad el Sultán de Marruecos, Muley Ismael.

Angélica lanzó al gigantesco negro una mirada más sorprendida que aterrada. ¿Eunuco? Sí. Pensándolo bien, hubiese podido darse cuenta antes. Había achacado a la raza semita la femineidad de sus rasgos y su voz demasiado armoniosa. Su mentón imberbe no podía ser un indicio revelador, porque la mayoría de los negros no les crece la barba hasta una edad avanzada. Su elevada estatura engañaba por la impresión de vigor y majestad que inspiraba y parecía menos grueso de lo que en general son los eunucos, cuyas mejillas y papada dan a su fisonomía el aspecto desabrido de mujeres cuarentonas. Así se mostraban los seis negros de su guardia personal.

De modo que era Osmán Ferradji, aquel Gran Eunuco del Sultán de Marruecos. Había oído hablar mucho de él, pero no sabía dónde ni a quién. Estaba tan cansada, que no podía ya hacerse preguntas.

—Esperamos aún a alguien —le previno Mezzo-Morte. Él rebosaba alegría, como si le regocijase dirigir una excelente comedia, en la que cada actor desempeñaría el papel por él asignado—. ¡Ah! Aquí está.

Era Mohamed Raki, al que Angélica no había vuelto a ver desde el combate de la isla de Cam. El árabe no le dirigió ni una mirada pero se prosternó servilmente ante el almirante de Argel.

—Ahora, vamos ya.

Salieron de la ciudad, y fuera de las murallas recibieron en la cara la roja salpicadura del sol que se ponía tras las colinas leonadas y malvas. El sendero, apenas marcado en la grava, bordeaba el recinto de la izquierda, y una pendiente bastanteempinada a la derecha, que desembocaba rápidamente en una cortadura a pico y que, cargada de sombras, purpúreas por el ocaso, parecía una sima del infierno. El lugar tenía un aspecto maldito, acentuado por los revoloteos incesantes de las gaviotas, los cuervos y los buitres. Sus chillidos desoladores henchían el cielo y el estremecimiento del pavor aumentaba con las sombras de la noche.

—¡Allí!

Mezzo-Morte señalaba hacia abajo de la pendiente un montículo de piedras y guijarros amontonados. Angélica miró sin comprender.

—¡Allí! —insistió el renegado.

Ella entrevió entonces, saliendo del montón pedregoso, una mano humana, una mano blanca.

—Aquí yace el segundo caballero que mandaba vuestra galera, francés como vos, Henri de Roguier. Los Tagarinos y los Gitanos andaluces le trajeron aquí para lapidarle a la hora de la oración El Dharoc.

Angélica se santiguó.

—¡Dejad de hacer visages! —aulló el renegado—. Vais a atraer la desgracia sobre la ciudad.

Reanudó su marcha y dejó de señalarle, más lejos, un segundo montón de piedras blancas. Allí yacía el cuerpo mutilado del joven español, otro pasajero de la galera. Mezzo-Morte no era totalmente responsable de aquellas dos ejecuciones, debidas al furor vengativo de los moros españoles al saber la noticia de un auto de fe de la Inquisición, en Granada, donde seis familias musulmanas habían sido quemadas vivas. Les habían entregado dos víctimas: un español y un caballero de Malta. Entonces fue cuando para Henri de Roguier, el antiguo paje de la Corte de Francia, indolente segundón, y para el estudiante español comenzó un doloroso calvario por la ciudad.

Precedidos por los mercaderes que los habían comprado la víspera y que, al son de música bárbara, hacían colecta para desquitarse de su desembolso, seguidos de la multitud aulladora, los desdichados, desnudos hasta la cintura, con las manos atadas a la espalda, se habían encaminado lentamente, entre los insultos y los golpes de las mujeres y los niños, hasta el lugar situado fuera de la puerta Bab-el-Oued. Cuando llegaron allí no tenían ya forma humana. Arrancados los cabellos a manojos, la cara magullada a golpes y cubierta de lodo e inmundicias, el cuero erizado de trocitos de caña puntiagudos que los niños se habían divertido en clavarles en la carne, ofrecían el aspecto lamentable de unos infelices entregados a una multitud bestial que se embriagaba con su propia ferocidad. La lapidación puso fin a sus torturas. Angélica no sabía nada de aquello, pero lo adivinaba. ¿Iba ella también a su vez hacia su calvario?

Por último, la escolta se detuvo ante un alto muro de la ciudadela. En él estaban clavados a trechos regulares, de arriba abajo unos ganchos en forma de anzuelo. Desde arriba arrojaban a los condenados que se empalaban en la caída y agonizaban durante largos días. Dos cuerpos enganchados y medio devorados por las aves de presa, colgaban aún, pingajos horribles, resaltando sus sombras torturadas sobre la muralla que el sol poniente patinaba de oro viejo. Angélica, harta de los horrores de la jornada, apartó los ojos.

Entonces, Mezzo-Morte insistió con voz melosa:

—¡Miradles bien!

—¿Para qué? ¿Es ésta la suerte que me reserváis?

—No —dijo el renegado, riendo—. Sería una lástima. No soy muy entendido, pero una mujer como vos debe servir para otra cosa que para decorar los muros de Argel al solo fin de satisfacer a buitres y cuervos marinos. Sin embargo, fijaos bien ¡A uno de ellos le conocéis!

Angélica se sintió traspasada por una horrible duda: ¿Savary? A pesar de su repugnancia lanzó una mirada hacia la muralla y vio que eran dos moros.

—Disculpadme —dijo ella en tono irónico—, pero no estoy acostumbrada, como vos, a contemplar cadáveres. Estos no despiertan en mí recuerdo alguno.

—Entonces, os diré sus nombres. El de la izquierda es Alí Mektub, el orfebre árabe de Candía al que confiasteis una carta para vuestro marido… ¡Ah! Veo que «mis» cadáveres empiezan a interesaros. ¿Sentís curiosidad por saber el nombre del otro?

Angélica le miró fijamente. Aquel hombre jugaba con ella como el gato con el ratón. Por muy poco se hubiera él relamido de placer.

—¿El otro? Pues bien, es Mohamed Raki, su sobrino.

Angélica lanzó una exclamación y se volvió hacia el individuo que se había presentado a ella en la Posada de Malta.

—Ya veo lo que pensáis —dijo Mezzo-Morte—, pero el fenómeno es sencillo, sencillísimo. Este es un espía que envié a vuestro encuentro, mi consejero Amar-Abbas. Un «falso» Mohamed Raki. El verdadero está ahí arriba.

Angélica no dijo más que una simple palabra:

—¿Porqué?

—¡Qué curiosas son las mujeres…! ¿Queréis explicaciones? Soy un buen príncipe y os las daré. No perdamos tiempo acerca de las circunstancias que han hecho llegar a mis manos esta carta de Alí Mektub… La leo. Y me entero de que una gran dama francesa va en busca de su esposo desaparecido hace largos años, que está dispuesta a hacer lo que sea para reunirse con él. Brota una idea en mi cerebro. Interrogo a Alí Mektub: «la mujer, ¿es bella?, ¿rica?» «Sí». Mi decisión está tomada. La capturaré. Se trata de poder atraerla a una trampa y el marido servirá de cebo. Interrogo al sobrino, Mohamed Raki. Ha conocido a ese hombre y le ha servido durante varios años en Tetuán, donde dicho hombre había sido comprado por un viejo sabio alquimista para convertirse luego en su ayudante y casi su heredero. La filiación es fácil de retener: cara cubierta de cicatrices, alto, flaco, moreno. Y para colmo de suerte ha dado a su fiel servidor, Mohamed Raki, una joya personal que su esposa no dejará de reconocer. Mi espía escucha y se guarda la joya. Después, lo más difícil es encontrar a la mujer que se ha expuesto, entre tanto, a ser vendida en Candía. Pero pronto me informo. Está en Malta, después de haber huido del Rescator, que la ha comprado en 35 000 piastras…

—¡Creí haber sido yo quien os dio ese detalle, que ignorabais!

—No, no lo ignoraba. ¡Pero me divertía tanto que me lo contasen…! ¡Ah, cuánto me divertía! Después, todo ha sido fácil. He enviado a mi espía a Malta con el nombre de Mohamed Raki y hemos preparado la celada de la isla de Cam que ha resultado muy bien, gracias a las complicidades que mi espía se había proporcionado a bordo. Entre otros, la de un joven grumete musulmán. No bien he sabido, por una paloma mensajera, el éxito de esa emboscada, he mandado ejecutar a Alí Mektub y a su sobrino.

—¿Por qué? —dijo de nuevo Angélica con voz apagada.

—Sólo los muertos no hablan —replicó Mezzo-Morte, con cínica sonrisa.

Angélica se estremeció. Despreciaba y odiaba de tal modo a aquel hombre que ya ni siquiera la amedrentaba.

—Sois innoble —dijo ella—, pero sobre todo ¡sois un falsario…! ¡Vuestra historia no tiene fundamento alguno! —gritó ella—. ¿Queréis hacerme creer que para capturar a una mujer a la que no habíais visto nunca y cuyo rescate no podíais calcular de antemano, ponéis en danza una flota de seis galeras y treinta faluchos y caiques y sacrificáis por lo menos el valor de dos tripulaciones en el combate de Cam? Sin contar las municiones, 20 000 piastras, la carena de las galeras, 10 000 piastras, los reis que habéis contratado y pagado por esta única expedición que no debía reportarles nada, 50 000 piastras. ¡Un gasto por lo menos de 100 000 piastras por una sola cautiva! Creo, sin duda, en vuestra codicia ¡pero no en vuestra estupidez!

Mezzo-Morte la escuchaba con atención, entornando los ojos.

—¿Cómo tenéis conocimiento de esas cifras?

—Sé calcular y nada más.

—Haríais un buen armador.

—Es que lo soy… Poseo un barco que hace el comercio de las Indias Occidentales. ¡Oh! os lo ruego —continuó ella, con ardor—, escuchadme. Soy muy rica y puedo, sí… puedo, no sin dificultad, pagaros un rescate exorbitante. ¿Qué más podéis obtener de mi captura que ha sido quizás un error por vuestra parte y que lamentáis ya?

—No —dijo Mezzo-Morte, moviendo suavemente la cabeza—, no es un error y no lamento nada… Por el contrario, me felicito.

—¡Repito que no os creo! —gritó de nuevo Angélica, exaltada por la cólera—. Aunque hayáis ganado en el asunto la muerte de dos caballeros de Malta, vuestros peores enemigos, esto no justifica vuestras artimañas con respecto a mí. Ni siquiera estabais seguro de que me embarcaría en una galera de Malta. ¿Y por qué no haber pensado mejor en ponerse en relación con mi marido para llevar a buen término vuestra emboscada? He cometido la necedad de contentarme con unas débiles pruebas que me aportaba vuestro espía. Hubiera debido dudar, exigir un testimonio escrito de esa llamada de mi marido.

—Lo pensé, pero era imposible.

—¿Por qué?

—Porque ha muerto —dijo sordamente Mezzo-Morte—. Sí, vuestro esposo, o presunto esposo murió de la peste hace tres años. Hubo en Tetuán más de diez mil víctimas. El amo de Mohamed Raki, ese sabio cristiano llamado Jeffa-el-Khaldum, terminó su vida.

—No os creo —dijo ella—, no os creo. ¡No os creo!

Se lo gritaba a la cara para levantar una barrera entre su esperanza y el derrumbamiento que aquellas pocas palabras acababan de provocar en ella. «Si lloro, ahora, estoy perdida», pensó Angélica.

Los cadetes del Gran Almirante, que no habían visto a nadie hablar a su jefe en aquel tono, gruñían y se excitaban, con la mano en la empuñadura de su daga. Los eunucos, enérgicos y serenos, se interponían ante ellos; y era un espectáculo singular el de aquella mujer gritando en el centro del corro formado por la guardia negra de los eunucos y la de los turbantes amarillos, mientras que una sombra azul-añil, venida del mar, invadía hasta la cima de la muralla sinestra, donde aún quedaban algunos resplandores rojos.

—¡No lo habéis dicho todo!

—Es posible, pero no os diré nada más.

—Dejadme en libertad. Pagaré el rescate.

—¡No…! Ni por todo el oro del mundo, ¿lo oís? Ni por todo el oro del mundo lo haría. Yo también busco algo más que la riqueza: El Poderío. Y vos sois un medio para alcanzarlo. Por eso vuestra captura no tenía precio… No es preciso que comprendáis.

Angélica alzó los ojos hacia la muralla. La noche borraba los detalles, anegaba en la sombra los ganchos y su macabra carga. Aquel Mohamed Raki, joyero árabe, sobrino de Alí Mektub, era el único de quien ella tenía la certeza de que había conocido a Joffrey de Peyrac en su segunda vida. ¡Y ahora ya no hablaría más…! «Si fuera yo a Tetuán quizás encontrase allí gente que le haya conocido… Pero para eso necesito estar libre…»

—Ved cuál será vuestra suerte —decía Mezzo-Morte—. Se preveía, dada vuestra belleza, tan grande como vuestra reputación; voy a incluiros entre los presentes que envío por mediación de Su Excelencia Osmán Ferradji a mi muy querido amigo el Sultán Muley Ismael. Os entrego a Su Excelencia. Aprenderéis a ser menos altiva bajo su égida. Sólo los eunucos saben domar a las mujeres. Es una institución ésta que falta en Europa…

Angélica apenas le había escuchado. No comprendió hasta que le vio alejarse seguido de su escolta, mientras se posaba sobre su hombro la negra mano del Gran Eunuco.

—Servios seguirme, noble dama…

«Si lloro ahora estoy perdida… Si grito, si me resisto, estoy perdida… encerrada en un harén…» No pronunció palabra, ni hizo ni un gesto, y siguió, tranquila y dócil a los Negros que volvían a bajar hacia la puerta de Bab-el-Oued. «Dentro de unos segundos será noche cerrada… habrá llegado el momento… Si fallo entonces, estoy perdida…»

Bajo la bóveda de la puerta Bab-el-Oued no habían encendido aún los quinqués. La oscuridad de un túnel se tragó al grupo. Angélica se deslizó como una anguila, saltó, se adentró en una calleja tan negra como la bóveda. Corría, sin sentir los pies rozar el suelo. De una calle casi desierta desembocó en un arteria más ancha y llena de gente; tuvo que aminorar la marcha, escabulléndose entre las chilabas de lana, los bultos blancos y movedizos de las mujeres veladas y los borriquillos cargados de cuévanos. Por el momento, la hora oscura la protegía, pero no tardarían en fijarse en aquella cautiva del rostro sin tapar y de aspecto trastornado. Torció hacia la izquierda por otra callejuela y se detuvo para tomar aliento. ¿Adónde dirigirse? ¿A quién pediría socorro? Había repetido victoriosamente el golpe de su evasión en Candía, pero aquí no había complicidad preparada. Ignoraba qué habría sido de Savary.

De pronto creyó oír un clamor que se iba acercando. La perseguían. Reanudó su desatinada carrera. La calleja bajaba en escalones hacia el mar. Era un atolladero bordeado de muros lisos con puertecitas negras en forma de herradura a largos intervalos. Una de aquellas puertas se abrió. Angélica empujó a un esclavo que salía con una alcarraza sobre el hombro. La alcarraza cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Angélica oyó un «¡Voto a Satanás!» retumbante seguido de una andanada de juramentos que no hubiera desaprobado un valiente militar de Su Majestad Luis XIV.

Angélica volvió sobre sus pasos.

—Señor —dijo jadeante—, ¿sois francés? ¡Señor, por amor de Dios, salvadme!

El clamor se acercaba. Con gesto casi instintivo, el esclavo la empujó hacia la abertura de la puerta, que volvió a cerrar. Un correr de pies descalzos y de babuchas pasó entre un torbellino de aullidos. Angélica apretaba los hombros del esclavo. Su frente se apoyó sobre un ancho pecho cubierto con mísero mandil. Tuvo un breve desfallecimiento. El ruido de los demonios lanzados en su persecución por las calles de Argel decrecía. Respiró con alivio.

—Se acabó —dijo—, ya han pasado.

—¡Ay mi pobre niña, qué habéis hecho! ¿Habéis intentado fugaros?

—Sí.

—¡Desgraciada! Os van a azotar hasta haceros sangrar y a baldaros quizá para todo la vida…

—Pero no podrán cogerme de nuevo. Vais a ocultarme. ¡Vais a salvarme!

Hablaba, agarrada en plena oscuridad a un desconocido del que lo ignoraba todo, pero que era de su raza y al que adivinaba joven y simpático, como también podía él presentir, por las formas del cuerpo que se ceñía estrechamente a él, que aquella mujer era joven y bella.

—¿No me abandonaréis?

El joven lanzó un profundo suspiro.

—¡Es una situación espantosa! Os halláis en casa de mi amo, Mohamed Celibi Oigat, comerciante de Argel. Estamos rodeados de musulmanes. ¿Por qué habéis huido?

—¿Por qué…? Es que no quiero estar encerrada en un harén.

—¡Ay! Esta es la suerte de todas las cautivas.

—¿Y os parece entonces que debo resignarme a ella?

—La de los hombres no es mejor. ¿Creéis que a mí, conde deLoménie, me divierte desde hace cinco años, transportar alcarrazas de agua y haces de espinos para la cocina de mi ama? ¡Tengo las manos en un estado! ¡Qué diría mi delicada amante parisiense, la bella Susana de Raigneau, que hace tiempo debe haberme sustituido!

—¿El conde de Loménie? Conozco a uno de vuestros parientes, el señor de Brienne.

—¡Oh, qué feliz casualidad! Decid, ¿dónde le habéis encontrado?

—En la corte.

—¿Sí? ¿Puedo saber vuestro nombre, señora?

—Soy la marquesa de Plessis-Belliére —dijo Angélica después de un leve titubeo: recordaba que no le había dado suerte reivindicar el título de condesa de Peyrac.

Loménie evocó sus recuerdos.

—No he tenido el placer de haberos visto en Versalles pero, como hace cinco años que sufro mi dura esclavitud, las cosas han debido cambiar mucho. ¡No importa! Conocíais a mi pariente y quizá podáis darme alguna razón que explique el silencio de mi familia. En vano he mandado mi petición de rescate. Mi última carta la confié a los Padres Redentoristas que vinieron a Argel el mes pasado. Esperemos que ésta haya llegado a su destino. Pero ¿qué puedo hacer por vos? ¡Ah! Creo que se me ocurre una buena idea… ¡Cuidado!, alguien llega.

El halo de una lamparilla avanzaba desde el fondo del patio en el que flotaba olor a grasa de cordero y a sémola tibia. El conde de Loménie colocó a Angélica tras él y la ocultó esperando reconocer a la persona que llegaba.

—Es mi ama —murmuró con alivio—. Una buena y honrada mujer. Creo que podremos pedirle ayuda. Siente por mí cierta debilidad…

La musulmana levantaba su lámpara de aceite a fin de distinguir las siluetas que murmuraban bajo el porche. Por encontrarse en su propia morada iba sin velo y mostraba un rostro de mujer madura y gruesa, de grandes ojos pintados con alheña. Se comprendía fácilmente el papel que desempeñaba junto a ella el esclavo cristiano, mozo apuesto, amable y vigoroso, sobre el que puso ella sus miras yendo a escogerle al «batistan».

El modesto comerciante Mohamed Celibi Oigat no tenía medios para pagar un eunuco que custodiase a sus tres o cuatro mujeres. Dejaba a su primera esposa al cuidado de gobernar su casa y comprendía la necesidad de un esclavo cristiano para las bajas faenas, sin ir a buscarlo más lejos. La mujer había visto a Angélica. El conde de Loménie, en voz baja, comenzó a hablarle en árabe.

La mujer movía la cabeza, hacía un gesto, se alzaba de hombros. Toda su mímica expresaba que a su entender el caso de Angélica era desesperado y que hubiera sido preferible echarla en seguida a las tinieblas exteriores. Finalmente, se dejó convencer por los argumentos de su favorito y se alejó, para volver momentos después con un velo, indicando por señas a Angélica que se cubriese. Ella misma prendió el «haik» que es el «tchabek» de los moriscos, y luego abrió la puerta, inspeccionó la calleja e hizo señas al esclavo y a la cautiva evadida de que saliesen. En el momento en que franqueaban el umbral empezó de pronto a lanzar una oleada de injurias.

—¿Qué sucede? —musitó Angélica—. ¿Va a cambiar de parecer y a perdernos?

—No, pero ha visto los pedazos de la alcarraza y no se priva de decirme lo que piensa de ello. Hay que confesar además que no he sido nunca muy diestro y que le rompo mucha vajilla. ¡Bah! Sé cómo apaciguarla y me encargaré de ello dentro de un rato. No vamos muy lejos.

En unas zancadas llegaron a una puertecita de hierro en la cual el joven dio dos o tres golpes de contraseña. Se filtró una luz y una voz murmuró:

—¿Sois vos, señor conde?

—Soy yo, Lucas.

La puerta se abrió y la mano de Angélica se crispó sobre la de su compañero al ver a un árabe envuelto en su chilaba y tocado con un turbante. Sostenía en lo alto una vela.

—No tengáis miedo —dijo el conde empujando hacia adentro a la joven—, es Lucas mi antiguo ayuda de cámara. Fue capturado a la vez que yo en el barco de guerra que me llevaba a mi nuevo cargo militar de Genova. Pero como había hecho a mi lado sus armas de astuto ladrón, los corredores de comercio de Argel han apreciado sus dotes y su amo le ha apremiado para que se hiciera musulmán, a fin de poder confiarle sus negocios; y ahora es ya un personaje en la especulación.

El antiguo criado, bajo su turbante no muy bien arrollado, abría unos ojos recelosos. Tenía la nariz respingada y muchas pecas.

—¿Qué me traéis aquí, señor Conde?

—Una compatriota, Lucas. Una cautiva francesa que acaba de escaparse de su comprador.

Lucas tuvo la misma reacción que su ex-amo.

—¡Señor! ¿Por qué ha hecho esto?

El conde de Loménie hizo castañetear sus dedos, con desenvoltura.

—Capricho de mujer, Lucas. Ahora ya está hecho. Vas a ocultarla.

—¿Yo, señor Conde?

—¡Sí, tú! Bien sabes que yo no soy más que un pobre esclavo que tiene que compartir su estera de junco con los dos perros de la casa y sin un rincón siquiera en el patio. Tú eres un hombre que ha triunfado. No arriesgas nada.

—¡Más que el fuego, la cruz, el poste de tortura, las flechas, los ganchos, el ser enterrado vivo o la lapidación! Esta es la elección para los conversos que ocultan a cristianos.

—¿Te niegas?

—¡Sí, me niego!

—¡Haré que te den una tanda de palos!

El otro se ciñó con dignidad en su chilaba.

—¿Olvida acaso el señor Conde que un esclavo cristiano no tiene derecho a poner la mano sobre un musulmán?

—Espera un poco a que volvamos a nuestro país. Te sacudiré un puntapié en el trasero y te haré quemar vivo como hereje por el Santo Oficio… Lucas, ¿no has guardado algunas golosinas para mí? Desde esta mañana no tengo en el estómago más que un puñado de dátiles y un vaso de agua. Y no sé si esta señora se ha alimentado hoy de algo más que de emociones.

—En efecto, señor Conde, había previsto vuestra visita y os he preparado… ¡ah, adivinadlo! Os gustaba esto tanto en otro tiempo… una empanada.

—¡Una empanada! —exclamó el pobre esclavo, con los ojos brillantes de codicia.

—¡Chist…! Acomodaos. El tiempo de quitarme de encima a mi dependiente y de cerrar la tienda, y estaré con vos. Dejó la vela y volvió poco después con un frasco de vino y una pequeña marmita de plata de la que salía un olor delicioso.

—Yo mismo he confeccionado la pasta, señor Conde, con manteca de camella y la salsa con leche de burra. No vale tanto como la buena leche y la buena manteca de vaca, pero hay que emplear lo que se tiene. Me faltaban albóndigas de lucio y setas, pero creo que servirán los pequeños langostinos y las coles de palmito. Si la señora marquesa quiere tomarse la molestia de servirse…

—Este Lucas —dijo el conde enternecido— es un hombre excepcional. Sabe hacerlo todo. ¡Magnífica tu empanada! Haré que te den cien escudos, muchacho, cuando regresemos a nuestra tierra.

—El señor Conde es muy bondoso. ¡Sin él yo habría muerto, señora! No es que mi amo, Mohamed Celibi Oigat sea mal hombre y menos aún mi ama, aunque es un tanto avara y son seres que se alimentan con nada. Y esto no es suficiente para un hombre al que se le exigen trabajos duros. No hablo solamente de la sopa, del agua y de la madera… Las musulmanas sienten predilección por los cristianos. El Corán debía haberlo previsto… Por otra parte, esto puede reportar beneficios.

Angélica devoraba. El antiguo ayuda de cámara abrió el frasco.

—¡Vino de Malvasía! He escamoteado unas gotas del cargamento de barricas que Osmán Ferradji ha venido a comprar para el harén del sultán de Marruecos. Cuando se piensa, señor Conde, que somos los dos oriundos de Turena y que quisieran obligarnos a beber agua clara o té con yerbabuena, ¡qué desastre! Espero que nuestras pequeñas libaciones no me traerán disgustos con el Gran Eunuco. Porque tiene buen ojo este hombre. ¡Bueno! digo este hombre; es un modo de decir… No puedo acostumbrarme a esta clase de individuos que tanto abundan aquí. Cuando me habla estoy a punto a veces de llamarle: ¡Señora! Pero tiene ojo, creedme. A él no se le puede engañar sobre la cantidad ni la calidad de la mercancía.

El nombre de Osmán Ferradji le cortó el apetito a Angélica. Dejó la tacita de plata. La angustia reaparecía. El conde Loménie se levantó diciendo que su ama iba a impacientarse. Su camisa mugrienta y andrajosa desentonaba con su perfil de joven lechuguino que conservaba, pese a los rigores del cautiverio y del sol africano. Se volvió hacia Angélica y al verla mejor a la luz de la vela, exclamó:

—¡Pero sois encantadora!

Suavemente apartó de su frente un mechón rubio.

—¡Pobre pequeña! —murmuró, ensombrecido. Angélica le dijo que había que procurar encontrar a su amigo Savary. Era un viejo mañoso y lleno de experiencia, a quien se le ocurriría seguramente alguna idea. Hizo su descripción y también la de los pasajeros de la galera maltesa, el banquero holandés, los dos franceses traficantes de coral y el joven español. El conde desapareció, doblando de antemano el espinazo para sufrir los reproches de su irascible y exigente dueña.

—Poneos cómoda, señora marquesa —dijo Lucas, retirando los platos.

Angélica saboreó el ligero alivio que la proporcionaba la presencia de un criado bien enseñado que la llamaba «señora marquesa». Se lavó las manos y la cara con el agua perfumada que él le trajo, además de una toalla y se tendió sobre los almohadones. Lucas el turonense iba y venía, arrastrando las babuchas y enredándose en su chilaba árabe.

—¡Ah, mi pobre señora! —suspiró— ¡lo que hay que padecer cuando se navega! ¡Por qué diablo tuvimos mi señor y yo la idea ridicula de poner los pies en aquella galera!

—Sí, ¿por qué? —suspiró Angélica, pensando en su propia inconsecuencia.

Había tomado por exageraciones meridionales las advertencias de Melchor Pannassave, que en Marsella le predijo que acabaría en el harén del Gran Turco. Ahora aquello resultaba una siniestra realidad y el Gran Turco sería tal vez preferible a Muley Ismael, el salvaje monarca del reino marroquí.

—Ya veis, señora, adonde me ha llevado aquello. Un buen sujeto como yo he estado siempre a bien con la Santa Virgen y con los Santos, ¡soy un renegado…! Claro está que yo no quería, pero cuando nos apalean, nos abrasan la planta de los pies y nos amenazan con descuartizarnos vivos, con cortarnos cierta parte y con enterrarnos en la arena para aplastarnos la cabeza con unos pedruscos, ¿qué queréis…? No se tiene más que una vida y una… en fin, ya me entendéis. ¿Cómo os habéis arreglado para escaparos? A las mujeres vendidas para los grandes harenes no se les vuelve a ver nunca más, y al miraros no hay duda de que habéis sido comprada para un gran personaje.

—Para el sultán de Marruecos —dijo Angélica. Y esto le pareció tan chusco que se echó a reír. El vinillo de Malvasía empezaba a surtir efecto.

—¿Eh? —dijo Lucas que no encontraba nada divertido el anuncio—. ¿Queréis decirme que formabais parte de los mil y un presentes que Mezzo-Morte piensa enviar a Mequinez para ganarse el favor del sultán Muley Ismael?

—Algo así, por lo que he comprendido.

—¿Cómo os habéis arreglado para escaparos? —repitió él. Angélica le relató su fuga, aprovechando un rincón oscuro y un momento de descuido de los eunucos que formaban la guardia de Osmán Ferradji.

—¿Y ese individuo es el que os anda pisando los talones?

—¿Tenéis negocios con él?

—Es preciso, pero ¡qué calvario! He intentado colarle algunos barriles de aceite enranciado, como debe hacerse en todo pedido grande de 500 barriles. ¡Pues lo ha descubierto! Ha vuelto aquí con unos esclavos portadores con toda exactitud de los diez barriles en cuestión; y por poco no me corta la cabeza, que es lo que hizo con uno de mis colegas que le había vendido sémola con demasiados gusanos.

—¿Nos referimos al mismo hombre? —dijo Angélica soñadoramente—. Yo le había tomado por un alto personaje y me pareció afable y cortés, tímido casi.

—Es un alto personaje, señora, y es ciertamente afable y cortés. Lo que no le impide cortar las cabezas… cortésmente. Los seres así, hay que comprenderlo, no tienen entrañas. Les es igual ver a una mujer desnuda que cortarla en pedazos. Por eso son peligrosos. ¡Cuándo pienso que le habéis hecho esa jugarreta ante sus narices…!

Angélica recordaba ahora quién le había hablado de Osmán Ferradji. Fue el marqués d'Escrainville. Le dijo: «Un gran hombre bajo todos los aspectos: genial, felino, feroz… Él fue quien ayudó a Muley Ismael a conquistar su trono…»

—¿Qué haría si me capturase de nuevo?

—Mi pobre señora, en tal caso, sería preferible que os tomaseis en seguida una bolita de veneno. Al lado de estos marroquíes, los argelinos son unos corderos. Pero no os inquietéis demasiado. Vamos a intentar sacaros del apuro. ¡No sé cómo, en verdad!

El conde de Loménie volvió al día siguiente, dejando en un rincón del patio a su antiguo criado, su carga de leña. No había podido encontrar ni rastro de Savary. Los vendedores de coral que estaban en el presidio de la Jenina como esclavos de rescate, no sabían nada del pobre viejo.

—Ha debido ser comprado por unos campesinos y llevado al interior…

En cambio, Loménie había oído hablar de la fuga de una soberbia cautiva francesa reservada para el harén del Sultán de Marruecos. Cinco negros de la guardia del Gran Eunuco, responsables de aquella evasión, habían sido ejecutados, ya que el sexto gozó de la circunstancia atenuante de haber sido designado muy recientemente por Osmán Ferradji. Mezzo-Morte, furioso ante la afrenta hecha a su huésped, ordenó por su lado pesquisas y los jenízaros registraban las casas acompañados del eunuco, que levantaba el velo a cada mujer.

—¿Pueden sospechar de ti, Lucas?

—No lo sé. Desgraciadamente, resido en el barrio donde sospechan que la esclava fugitiva ha hallado refugio. Nuestra dueña ¿sabrá callarse, señor Conde?

—Mientras sus celos no se inquieten con el interés que he demostrado por mi compatriota.

La angustia de los dos franceses no era fingida. Angélica les escuchaba discutir a media voz. El último viaje de los Padres Redentoristas, aquellos audaces religiosos que no vacilaban en afrontar las peores dificultades para el rescate de los cautivos, se había efectuado el mes anterior. Su reducido grupo había partido de nuevo llevándose apenas unos cuarenta esclavos.

Y además, su intervención no hubiera prestado auxilio alguno a Angélica, puesto que se trataba de un rescate. ¿Habría que intentar llevarla a bordo del navio francés libre? Era una idea que muchos otros cautivos habían pensado cuando el velamen de un barco libre de su nación se balanceaba en el puerto. Algunos se tiraban a nado, otros se amarraban sobre unas tablas y remaban a la pagaya con sus propias manos, procurando alcanzar el asilo inviolable. Pero los argelinos vigilaban con todo celo; y la Marina y el muelle estaban plagados de centinelas, y los faluchos recorrían la dársena sin cesar. Antes de partir el navio, éste era registrado de arriba abajo por un piquete de jenízaros o de «chaouchs», de modo que aquellas «fugas a bordo» eran casi imposibles. No había, pues, que pensar en ello.

Más imposible aún era la fuga por tierra. Llegar hasta Oran, otro enclave español, el punto más cercano en donde se encontraban tropas cristianas, representaba semanas de marcha por un país desconocido, hostil y desértico, expuestos a los peligros de extraviarse o ser devorados por las fieras. Ninguno de los que intentaron la aventura, tuvo éxito. Los volvían a traer para sufrir el apaleo o las mutilaciones y las torturas si su evasión iba acompañada de la menor violencia cometida con los guardianes.

Loménie habló de los mallorquines. En efecto, las islas Baleares no estaban muy distantes. En último caso, una buena balancela[17] podía efectuar el trayecto en unas veinticuatro horas y los audaces bretones desde hacía cerca de dos siglos habían logrado organizar una empresa próspera de liberación de esclavos. Tenían unas embarcaciones ligeras fletadas casi únicamente para aquel servicio. La mayor parte de ellos habían sido esclavos y conocían perfectamente aquellos parajes. Los contratistas de evasiones corrían grandes riesgos. Si los cogían eran quemados vivos. Pero la industria era lucrativa y la mayoría de los osados marinos que la realizaban llevaban en la sangre el odio a los musulmanes, vecinos demasiado cercanos de sus islotes católicos. Por eso se encontraban siempre tripulaciones dispuestas a afrontar todos los peligros para arrancar a los argelinos algunos de sus cautivos cristianos.

Por medio de espías, se hacía contacto con un grupo de cautivos decididos a la fuga y que habían reunido la suma necesaria. Se fijaba el día y la hora. Escogían una noche sin luna y se convenía una señal y el santo y seña. Llegado el momento, el navio salvador que, durante el día, había arriado velas y permanecido lejos de las costas para no ser descubierto, se acercaba con precaución al lugar designado. Entre tanto los cautivos, que ya habían cuidado de que los empleasen en el cultivo de los jardines situados en las afueras de la ciudad, se emboscaban silenciosamente a lo largo de la orilla y esperaban impacientes la hora de la partida. Por fin llegaba una barca silenciosa, movida por remos engrasados y forrados de estopa. Intercambiando el santo y seña, se realizaba el embarque, silencioso y rápido y se navegaba inmediatamente hacia alta mar. Pero también ¡cuántos peligros! Se estaba a merced de una barca de pesca retrasada, del insomnio de algún ribereño, del ladrido de un perro guardián. Inmediatamente, resonaba el grito: «¡Los Cristianos! ¡Los Cristianos!» Los centinelas de las puertas de la ciudad daban la alarma; las galeras de vigilancia, siempre armadas y dispuestas, salían a toda prisa de la dársena. ¡Y ahora, sobre todo, que la construcción reciente de fuertes hacía más peligroso aún acercarse a la costa! Intentaban arreglárselas solos.

Lucas recordó la odisea de Yossef el Candiota, que había partido en un barco pequeño construido por él, con cañas y tela embreada. Y los cinco ingleses de Brest enrolados como marineros para conducirle a Civita Vecchia. Pero eso era otro caso. ¡No podía obrarse así con una mujer joven! ¡Además, no se había visto nunca fugarse una mujer…! Finalmente, el conde de Loménie se levantó diciendo que procuraría ver a Alférez el mallorquín, dueño de la taberna del presidio, que se encontraba tan a gusto en Argel que no quería ya retornar a su casa, pero que, sin embargo, mantenía algunos contactos con sus coterráneos.

El Conde volvió aquella noche, ahora más animado. Había visto a Alférez y éste, muy en secreto, le había asegurado que se preparaba una evasión y que un nuevo cautivo sería bien acogido en la expedición, pues uno de los que iban a figurar en ella acababa de morir.

—No he dicho que se tratase de una mujer, ni que erais vos —explicó Loménie— porque vuestra evasión ha promovido ya demasiado alboroto y han prometido una crecida prima a quien denuncie el sitio de vuestro retiro. Pero dadme una prenda y conseguiré saber el sitio de la cita y la fecha, para llevaros allí.

Angélica entregó unos brazaletes y unos escudos de oro que conservaba en un bolsillo interior de su amplia enagua.

—Pero, y vos, señor de Loménie, ¿por qué no aprovecháis estos informes para fugaros también?

El gentilhombre hizo un gesto de extrañeza. No había pensado nunca en afrontar los riesgos de una evasión.

Angélica pudo dormir aquella noche en el tabuco sofocante donde el fiel Lucas la encerró. Como muchos cautivos a quienes abruman el calor y el cielo demasiado sereno de África, soñó con una noche de nieve, una noche de Navidad fría y acolchada. Llegaba a una iglesia cuyas campanas sonaban y nunca había oído nada más agradable que el carillón de aquellas campanas católicas. En aquella iglesia con figuras había un belén bien distribuido sobre el musgo: la Santísima Virgen, San José, el Niño Jesús, los pastores y los reyes Magos. El rey Baltasar llevaba un manto singular y un alto turbante de oro parecido a una diadema. Angélica se movió y creyó despertarse. Pero hacía ya un momento que tenía los ojos abiertos y que le veía.

¡Osmán Ferradji, el Gran Eunuco, estaba ante ella!