XXXV La vieja esclava Mireya, la Provenzal.

Para las galeras llegando de alta mar fue al principio como un silencio súbito. No se percibía más que el chocar en la roda del agua que se calmaba poco a poco.

Angélica irguió su nuca entumecida. Vio que el barón de Nesselhood tenía la cara vuelta hacia la proa y murmuraba.

—Argel.

De pronto, comenzó a oírse la ciudad, que enviaba su rumor rugiente; su voz hecha de mil voces. Y apareció blanca, árida, entre dos muelles, prolongados en torres. La galera capitana entró en el puerto arrastrando tras ella, sobre las olas, el estandarte de la Orden de San Juan de Jerusalén.

El pabellón en tisú de oro del reis Alí Hadji, en la punta del mástil, se unía a las múltiples banderolas que ondeaban al viento. El estandarte rojo de cruz blanca y el pabellón verde con medias lunas iban desplegados. La primera galera disparó un cañonazo, al cual respondieron los cañones de los fuertes de Argel. La multitud se agrupó en el muelle, lanzando gritos de alegría. Los cautivos fueron desembarcados. En primer lugar los dos caballeros de Malta, con sus cotas rojas de malla de combate, luego los marineros y los soldados, y, finalmente, los pasajeros. Angélica quedó aislada del resto por jenízaros armados.

Los otros, encadenados por parejas y escoltados por la tripulación triunfante de los berberiscos, fueron empujados a lo largo de la cuesta de la Marina y encaminados hacia el Jemina, morada del Pachá, a quien debían ser presentados para que pudiera elegir entre ellos.

La multitud seguía acosándolos por todas partes. Un clamor agudo y doliente salía de aquella masa de blancos espectros, con caras de ocre donde se revolvían pupilas espantosas. Allí se mezclaban caras lívidas de esclavos cristianos, barbudos y harapientos aullando en todas las lenguas. Gritaban sus nombres con la esperenza de que en la recién capturada tripulación hubiese compatriotas que pudieran darles noticias de sus familias.

—Soy Juan Paraguz, de Collioure… ¿Conocéis a los míos?

—Soy Roberto Toutain, de Sete…

Los jenízaros turcos de párpados rasgados y chacos emplumados, blandían a guisa de látigo, vergajos cuyos golpes caían al azar, mientras que sobre Argel-la-Berberisca, el sol de África acababa de tender su toldo de seda dorada. No bien llegó al «batistan», Angélica fue conducida al piso y en él a una reducida estancia, oscura y enjalbegada. Se acurrucó en un rincón, escuchando los ruidos enloquecidos que llegaban de afuera.

Poco después le cortina se levantó, presentándose una vieja musulmana, morena y arrugada como un níspero.

—Me llamo Fátima —dijo con una sonrisa bella y simpática—, pero las cautivas me llaman Mireya la Provenzal. Traía dos galletas de miel, agua envinagrada y ligeramente azucarada, además de un trozo de encaje para cubrirse el rostro y evitar que se tostase.

Precaución que llegaba un poco tarde, pues ya se sentía quemada del sol e incluso sentía ya el picor de las quemaduras. Quería también lavarse. Su vestido estaba arrugado por completo a causa de la humedad de las brumas y la brea fundida del entablado de a bordo.

—Te llevaré a los baños después de la venta de las otras esclavas —dijo la vieja—. Hay que esperar un poco porque no puede efectuarse antes de la oración de Ed Dohor.

Hablaba el «franco», esa jerga de los esclavos compuesta de español, italiano, francés, turco y árabe. Pero poco a poco recobraba el francés, que había sido su lengua nativa. Contó que había nacido cerca de Aix-en-Provence. A los dieciséis años, entró al servicio de una gran dama marsellesa. Cuando acompañaba a su ama que iba a reunirse con su esposo en Napóles, fue apresada por los berberiscos. Criadita sin atractivos fue vendida por unos cequíes a un musulmán pobre, y la gran dama reservada para un harén principesco.

Mireya-Fátima, envejecida y viuda, ganaba ahora algunas piastras yendo al «batistan» a ocuparse de las nuevas cautivas. Mercaderes deseosos de exponer una mercancía atrayente, requerían sus servicios. Ella lavaba, peinaba, confortaba a las desdichadas, con frecuencia indispuestas por una atroz travesía y por el terror de su nueva condición.

—¡Qué orgullosa estoy —exclamó— de haber sido designada para ocuparme de ti! Eres esa francesa que el pirata Rescator compró por 35 000 piastras y que se fugó en seguida. Mezzo-Morte había jurado que te capturaría antes de que su rival pusiera la mano sobre ti.

Angélica la miraba con ojos horrorizados.

—No es posible —balbució—. ¿Podía saber Mezzo-Morte dónde estaba yo?

—¡Oh! Él lo sabe todo. Tiene espías por todas partes. Con Osman Ferradji, el Gran Eunuco del Sultán de Marruecos, que ha venido por la costa en busca de mujeres blancas, ha fletado una expedición para capturarte.

—Pero ¿por qué?

—Porque tienes fama de ser la más bella cautiva blanca del Mediterráneo.

—¡Oh! Quisiera ser horrible —exclamó Angélica, retorciéndose las manos—. Deforme, espantosa, un monstruo…

—Como yo —dijo la vieja provenzal—. Cuando me capturaron no tenía en mi favor más que mis dieciocho años y un pecho abultado. Cojeaba un poco. El que me compró, mi marido, era un honrado artesano, un alfarero, que no salió de pobre en toda su vida y que no tenía con qué comprarse una concubina. Me azacané como una burra, pero lo prefería. A nosotras, las cristianas, no nos agrada el reparto del cariño.

Angélica se pasó la mano por la frente dolorida.

—No lo comprendo. ¿Cómo han podido tender esta trampa?

—He oído decir que Mezzo-Morte había enviado hacia ti, a Malta, a su consejero favorito Amar Abbas a fin de decidirte a que embarcases hacia un destino donde podría sorprenderte.

Angélica movía la cabeza, temiendo comprender.

—No… Yo no he recibido a nadie… Sólo a un antiguo servidor de mi marido llamado Mohamed Raki…

—Era él, Amar Abbas.

—¡No, imposible!

—¿El hombre que recibiste no era un beréber, con una barbita sin teñir?

Angélica sentíase incapaz de articular palabra.

—Espera —prosiguió la vieja esclava—. Hace un momento que he visto a Amar Abbas discutir en la plaza interior del «batistan» con el Oulik, Sadi Hassan. Voy a ver si está ahí todavía y te lo mostraré.

Volvió instantes más tarde, llevando en sus brazos un gran velo.

—Envuélvete en esto. Oculta tu cara. No enseñes más que los ojos.

La guió a lo largo de la galería que daba la vuelta al piso. Desde allí sus miradas se clavaban en el patio cuadrado del «batistan».

La venta había comenzado. Los nuevos esclavos estaban desnudos. Sus cuerpos pálidos y velludos de europeos, resaltaron sobre el conjunto de chilabas blancas, de caftanes anaranjados, rosa claro o verde Nilo, de turbantes color crema que coronaban las medallas broncíneas de los rostros moriscos y de las amplias calabazas de muselina que dominaban la faz de pan de centeno de los turcos. A la derecha se veían sentados en suntuosos cojines los jefes de la milicia de los Chaouchs y de la Taiffe así como todos los antiguos jefes corsarios, moros o renegados, a quienes expediciones afortunadas habían enriquecido y que gozaban ahora de su caudal cerca de sus harenes renovados sin cesar con nuevas cautivas, en sus casas de campo donde centenares de esclavos plantaban olivos, naranjos y adelfas.

Rodeado de negritos que le daban aire suavemente con grandes abanicos de largo mango, había tomado asiento uno de los favoritos del Pachá; su Oulik o encargado de negocios. Con los grandes burgueses y los oficiales de la taiffe, representaba a los dueños del mercado.

—Mira —dijo la vieja Mireya—, al que está junto a él y que ahora habla…

Angélica se inclinó y reconoció a Mohamed Raki.

—Es él —dijo.

—Sí, él es, en efecto; Amar Abbas, el consejero de Mezzo-Morte.

—No, no —gritó Angélica, desesperada—, me ha enseñado el topacio y la carta.

Todo el día permaneció postrada, intentando comprender lo sucedido. ¿No tuvo razón Savary en desconfiar del mensajero beréber? ¿Dónde estaba Savary? No había pensado en buscarle entre la masa miserable de esclavos en venta. Sabía sólo que no había visto a los dos Caballeros. Poco a poco los rumores del «batistan» se fueron acallando. Los compradores habían regresado a sus casas, llevándose a sus nuevos esclavos. En cuanto al banquero holandés, ¿aprendería aquella noche a tirar de la noria del pozo en el patio de algún fellah…?

Caía la noche sobre la Blanca Argel.

En el silencio nocturno del Islam, sólo un lugar continuaba encendido, ruidoso y sonoro. Hasta el «batistan» se oían sus clamores.

Cerca del diván donde Angélica intentaba conciliar el sueño, Fátima-Mireya se había tendido sobre la estera. Alzó la cabeza arrugada y dijo:

—Es la Taberna del Presidio.

Para dormir a la prisionera le habló largo rato de aquel lugar único, la Taberna del Presidio de Argel, donde el vino y el aguardiente corrían a oleadas. Allí los esclavos iban a cambiar lo que habían robado por un poco de alimento; allí, los que estaban enfermos o heridos iban a que los curasen. Y allí, cuando al amanecer los quinqués de aceite empezaban a humear y chisporrotear, era donde se oían las más bellas historias del mundo. Los daneses y hamburgueses contaban sus pescas de la ballena, en Groenlandia; la época en que el sol aparece en Islandia y en la que termina la noche de seis meses. Los holandeses hablaban de las Indias Orientales, del Japón y de China; los españoles soñaban con las delicias de Méjico, y las riquezas del Perú y, los franceses, hablaban de Terranova, el Canadá o Virginia, pues casi todos los esclavos eran gente de mar.