Un silencio cortado solamente por los ayes de los heridos, sucedió a los clamores. Los pasajeros cautivos fueron empujados al puente.
Por la entrada del paso, cuatro galeras muy bajas, armadas de cañones, arbolando oriflamas verdes y pabellones rojos con la orla blanca de Argel, penetraban en la ensenada. En la popa de la primera, estaba el «reisbachi», jefe de la pequeña flota. Llevaba el casco de larga punta, parecido al de los sarracenos que combatieron contra los Cruzados. Envuelto en una chilaba de fina lana blanca bordada, subió a bordo de la galera maltesa, escoltado por sus oficiales, por el «reis-el-assa» su segundo, por el «khopa» o escribano, el «vaoh-todji», jefe artillero encargado de comprobar las averías de la presa maltesa, y por el «reis-contable», jefe de las presas que torció el gesto, porque la hermosa galera le pareció demasiado averiada por los fanáticos imbéciles de la celada. Hizo unas reflexiones amargas sobre esto y luego ordenó que comenzasen metódicamente a hacer el recuento de las riquezas capturadas.
Los galeotes de la chusma que eran de la provincia de Argel fueron libertados. Los otros, transportados a las galeras argelinas. La tripulación maltesa cargada de cadenas. Angélica vio pasar, cubierto de sangre, a Henri de Roguier, con las muñecas rodeadas de hierro, y, luego al caballero de Nesselhood llevado por tres colosos, pero también encadenado, a pesar de sus terribles heridas de las que manaba sangre sin cesar.
Una escuadra de Yoldacks o jenízaros desembarcaba para sustituir a la tripulación.
Los nuevos cautivos fueron llevados ante el Reis que se llamaba Ali-Hadji. No dejándose conmover por su triste aspecto, les examinó detenidamente las manos para ver si su apariencia correspondía a las profesiones por ellos declaradas. Ciertamente, las manos del banquero no eran las de un sastre, como él pretendía ser. Y además, el reloj de oro rodeado de brillantitos que el Estado mayor berberisco se pasó respetuosamente de mano en mano, prometía ya mucho sobre sus posibilidades de rescate. No les enojó demasiado verle negarse enérgicamente a decir su nombre, dirección y nacionalidad. Aquello llegaría empleando los medios necesarios. Los comerciantes confesaron con caras de gran sinceridad que eran «oficiales de fortuna», lo que en general quería dar a entender que carecían de ella en absoluto.
La presencia de Savary desencadenó, alternativamente, muecas de decepción y gran hilaridad. Le palparon las costillas, examinaron la raída tela de su ropa. El contenido del saco que él se apretaba sobre el corazón provocó un asombro mezclado de cierto temor supersticioso. Luego, un bromista indicó que el saco y su dueño podían reservarse para los perros flacos de Argel. Le pusieron aparte, por no decir arrumbado.
La atención de aquellos rapaces se centraba en Angélica. Los negros ojos de los oficiales argelinos la examinaban con curiosidad, no desprovista de deferencia e incluso de admiración. Cambiaron breves palabras entre ellos y el reis Alí-Hadji le hizo seña de que se adelantara.
La captura por los berberiscos era una eventualidad tan corriente para los que se arriesgaban a los viajes, que Angélica no había dejado de pensar en ella. Tenía ya ideados sus planes y había adoptado su decisión. No fingiría. Y pondría en juego su fortuna y su situación de esposa en busca de su marido, para intentar, costara lo que costase, recobrar su libertad. Los argelinos no eran saqueadores desordenados, atacando, quemando, violando, por la sola pasión de la guerra y de sus placeres. Su «industria» de la correría estaba organizada con arreglo a unas leyes bastante rígidas. El botín debía ser repartido y desde el más pequeño trozo de vela hasta el capitán del barco capturado, todo, era catalogado para ser convertido en dinero contante y sonante. En cuanto a las mujeres, sobre todo las blancas europeas, presas más raras y de alto valor, la codicia vencía generalmente a la lubricidad. Angélica dio su nombre, aquel nombre que ella había ocultado durante largos años. Era la esposa de un gran señor francés, Joffrey de Peyrac, que la esperaba en Bona y que seguramente solventaría su rescate. Él le había enviado uno de sus correligionarios, Mohamed Raki, que debía estar entre los prisioneros y atestiguaría por ella.
El intérprete tradujo y el reis permaneció impasible. Ordenó que trajesen a los musulmanes apresados. Angélica temía que Mohamed Raki estuviera herido o que hubiese muerto en el curso de la batalla, pero le vio y le señaló, por lo cual se dio orden de embarcarle separadamente. Luego, les llegó el turno a los cautivos cristianos. Subieron a bordo de una de las galeras y fueron amontonados a popa donde se encontraban ya en confusa mezcla los heridos de la tripulación maltesa.
Los dos caballeros estaban sentados con la espalda apoyada en la batayola, desfigurados por la sangre coagulada de sus heridas. El sol, ahora en el cénit, los agobiaba cruelmente. Angélica llamó al negro que los custodiaba y le manifestó imperativamente que se moría de sed. El hombre transmitió la petición de la cautiva y el reis Adji Alí hizo que le llevasen en seguida un jarro de agua dulce. Sin preocuparse de las reacciones que su gesto podía provocar, Angélica fue a arrodillarse junto al barón de Nesselhood, le dio de beber y después lavó suavemente su rostro cortado por los alfanjazos, mientras el caballero de Roguier apagaba su sed también. El Reis no se interpuso.
El esclavo cristiano que había traído el jarro se inclinó sobre ellos y dijo a media voz:
—Por si esto os puede servir, señores caballeros, os diré que me llamo Jean Dillois, que soy francés de Martigues y que llevo diez años de esclavitud en Argel. Confían en mí. Os diré, pues, que Mezzo-Morte, el almirate de Argel, sabía que ibais a Bona y preparó la celada en que habéis caído.
—No podía saberlo —dijo el noble alemán, moviendo penosamente su labio partido.
—Lo sabía, señor Caballero. Habéis sido traicionados por los vuestros.
Un golpe de cimitarra sobre los hombros le hizo callar y tuvo que retirarse con el jarro.
—Hemos sido traicionados. Acordaos de esto. Hermano, cuando volváis a Malta —murmuró el barón de Nesselhood. Sus ojos azules se levantaron hacia el azul oscuro del cielo—. Yo no volveré a ver Malta.
—No habléis así, Hermano —protestó Henri de Roguier—. Otros caballeros han bogado también en las galeras del Infiel, y han recobrado su libertad, quedando en la chusma sus verdugos. Son los azares de nuestros combates.
—Tengo que rendir cuentas a Mezzo-Morte. Ha jurado que me haría descuartizar por cuatro galeras.
Una expresión horrorizada apareció en el rostro del joven caballero. La mano encadenada del barón de Nesselhood se posó sobre la suya.
—Acordaos también, Hermano mío, a lo que os habéis comprometido al pronunciar vuestros votos bajo el estandarte de Malta. No es buena muerte para un caballero morir en una residencia provincial, refugio apacible de los guerreros fatigados. Mucho mejor es morir con la espada en la mano sobre el puente del propio navio. Pero la verdadera muerte de los caballeros, ¡es el martirio…!
Abandonando la ensenada sangrienta, la pequeña flota había franqueado el estrecho paso y retornado a alta mar. Las galeras argelinas, verdaderos caballos de carreras, hechas para navegar en el hueco de las olas, como zorro por un vallecillo, eran bajas, estrechas, y una vez instalado a bordo nadie podía moverse ya sin alterar el equilibrio y comprometer su velocidad. Solamente los cómitres negros o moros, corrían por la crujía haciendo caer sus látigos sobre el espinazo de los forzados cristianos.
Chusma y guardianes habían cambiado de color de piel, pero era de nuevo el mar y su aventura.
El reis Haji-Alí miró varias veces hacia Angélica. Esta adivinó que hablaba de ella con su khedja[13] pero no pudo entender lo que decían. El viejo Savary había conseguido deslizarse junto a la joven.
—No sé si Mohamed Raki mantendrá sus declaraciones —le dijo ella—. ¿Qué va a pensar mi marido de todo esto? ¿Podrá pagar mi rescate? ¿Vendrá a prestarme auxilio? Voy en su busca pero lo ignoro todo de él. Si ha vivido mucho tiempo en Berbería, podrá mejor que nadie terciar con nuestros raptores. ¿He hecho bien en presentarme así?
—No habéis hecho mal. La situación era bastante complicada para que no sintáis escrúpulos en embrollarla más. Con ello conseguiréis cuando menos, si caéis entre juristas del Islam, no exponeros a los «últimos ultrajes». El Corán prohibe que un adepto suyo adquiera mujer cuyo marido vive todavía, porque el pecado de adulterio es vivamente reprobado. En cambio, he oído lo que el reis decía cuando le fuisteis presentada:
«¿Es ella? Sí, es ella. Hemos cumplido, pues, nuestra misión. Mezzo-Morte y Osman Ferradji se sentirán satisfechos».
—¿Qué significa eso, Savary?
El viejo hizo un gesto de ignorancia.
El sol quemaba a pesar del viento. Angélica, entumecida por su postura incómoda, sentada sobre el entablado mismo de la galera, intentaba desviar su rostro de los rayos abrasadores. Aquella captura tan cerca del puerto tenía que ser una pesadilla ¡Resultaba demasiado injusto! Tener tan cerca a su marido, el resucitado a quien había llorado tanto y que la suerte adversa los volviera a separar, era algo así como las persecuciones vanas y agotadoras que crean los fantasmas del sueño. Por la noche las galeras argelinas pasaron por delante de Bona. Angélica, que no dormía y contaba las estrellas, lo adivinó. De nuevo decayó su ánimo. ¡Era demasiado estúpido y atroz no dar con él por tan poco!
Luego, su esperanza renació. Después de todo, nada se había perdido y sí retrasado simplemente. En Argel el almirante de los Berberiscos era un renegado de origen italiano, aquel Mezzo-Morte de gran renombre.
Podría explicarse ante él, y su marido acudiría para libertarla, porque no dudaba que él habría llegado a ser influyente, y aun acaudalado. Se durmió y creyó oír resonar su paso renqueante sobre las losas de un largo vestíbulo solitario. Pero el paso desigual no se acercaba a ella. Por mucho que aguzase el oído, se alejaba, se alejaba siempre hasta perderse entre el rumor del mar.