La emboscada de la isla de Cam.
La galera se alejó, dejando atrás Malta con sus murallas color ámbar. El carillón de las campanas se esfumó, sustituido ahora por el jadear de las olas y el chocar sordo procedente de los bancos de los remeros.
—El caballero-barón de Nesselhood recorría el puente con su paso seguro de almirante.
Bajo el puente, dos comerciantes franceses, traficantes de coral, conversaban con un grave banquero holandés y un joven estudiante español, que iba a reunirse con su padre, oficial de la guarnición de Bona y que, con Angélica y Savary, representaban los escasos pasajeros civiles de la galera. Los dos traficantes de coral, viejos trajinantes en África, se complacían en aparentar pesimismo, a fin de conmover a sus compañeros, que recibían el bautismo del mar al cruzar el Mediterráneo.
—Es como decir que cuando uno se embarca tiene una probabilidad contra dos de encontrarse sin blanca en la plaza del gran mercado de Argel.
—¿Sin blanca? —preguntó el banquero holandés, cuyo francés carecía de términos familiares.
—Vestido de Adán, caballero. Así nos venderán si nos dejamos capturar. Os examinarán los dientes, os tocarán los bíceps, os harán correr un poco para darse cuenta de lo que valéis.
El banquero, barrigudo, no se imaginaba en aquel papel. ¡Oh! Pero no puede ocurrir. Los caballeros de Malta son invencibles y dicen que el que nos manda, el barón de Nesselhood, es alemán, un guerrero cuya sola reputación hace huir a los más osados corsarios.
—¡Hum! ¡Hum! Eso nunca se sabe. Porque los corsarios son cada vez más atrevidos. Sin ir más lejos el mes pasado parece ser que dos galeras argelinas se apostaron no lejos del castillo de If, ante Marsella, y capturaron una barca en la que navegaban unas cincuenta personas, entre ellas varias damas de alto rango, que iban en peregrinación a Sainte-Baume.
—Y existen dudas en cuanto a la peregrinación que van ellas a hacer entre los berberiscos —dijo su compadre, con mirada picaresca en dirección a Angélica.
Maese Savary, tan locuaz casi siempre, no tomaba esta vez parte en la conversación general. Contaba sus huesos. No los suyos propios sino los que iba sacando cuidadosamente de un enorme saco colocado junto a él. En el momento de embarcarse había dado origen a un incidente tragicómico. La campana de a bordo sonaba ya a todo sonar, anunciando la salida, cuando apareció él llevando el enorme saco. El barón de Nesselhood se adelantó, severo.
No podía admitirse exceso alguno de peso en la galera, atestada ya.
—¿Exceso de peso? ¡Mirad, Monseñor!
Y Savary, como un payaso, dio varias vueltas sosteniendo el saco entre el pulgar y el índice, con el brazo extendido.
—Esto no pesa más de dos libras.
—¿Qué lleváis ahí? —dijo sorprendido el barón.
—Un elefante.
Después de reírse de la broma, confirmó su declaración. Se trataba, dijo, de un «proboscídeo fósil» o elefante enano, fenómeno rarísimo que databa de la génesis del mundo, cuya existencia parecía tan problemática como la del unicornio.
—Una obra de Jenofonte, Los Equívocos, me sirvió de punto de partida para mi audaz teoría. Leyéndola comprendí que si el «proboscídeo» había existido, se encontraría en el subsuelo de las islas de Malta y de Gozo, unidas en otro tiempo a Europa y a Grecia. Este descubrimiento me valdrá seguramente el ingreso en la Academia de Ciencias, ¡si Dios me da vida!
La galera de la cristiandad era más espaciosa que la galera real francesa. Bajo el estrado del tabernáculo, había un camarote donde los pasajeros podían descansar sobre unas rústicas banquetas.
Angélica se sentía enferma de impaciencia, y también, por qué no confesárselo, de inquietud. Porque todo difería de cuanto había soñado. De no haber visto el topacio hubiera dudado incluso del mensajero que se lo trajo. Su mirada le parecía falsa. En vano había intentado conseguir de él otros detalles. El árabe abría las manos con extraña sonrisa de asombro «Ya lo he dicho todo».
Las violentas profecías de Desgrez volvían a su memoria. ¿Cuál sería la acogida de Joffrey de Peyrac después de tantos años? Años que habían pasado sobre ellos marcándoles en la carne y en el corazón. Cada uno conoció otras luchas, otras búsquedas… otros amores… ¡Difícil encuentro! Entre sus cabellos rubios destacaba un mechón de pelo blanco. Pero se hallaba en plena juventud, aún más bella que al llegar al matrimonio, cuando sus rasgos no habían adquirido toda su personalidad, ni sus formas alcanzado pleno desarrollo, ni su andar aquel empaque de reina que a veces la intimidaba. Aquella transformación se había realizado lejos de la mirada de Joffrey de Peyrac y de su influencia. Era la mano del brutal destino la que la modeló en su soledad. ¿Y él? Cargado de vejaciones e innumerables desdichas, despojado de todo, arrancado de su mundo, de sus trabajos, de sus raíces, ¿qué habría podido conservar de su «yo» antiguo, del que ella amaba?
—¡Tengo miedo…! —murmuró.
Tenía miedo de que el instante maravilloso se hubiera malogrado, perdido, fuera sórdido ya. Desgrez se lo había advertido. Pero la idea de un Joffrey de Peyrac en decadencia no había pasado nunca por su mente.
La duda que la invadió le hizo caer casi de rodillas. Como una niña se repetía que quería verle de nuevo, a «él», a su amor, a «su» amante del Palacio del Gay Saber, y no «al otro», a aquel desconocido en tierra desconocida. Quería oír su voz maravillosa. Pero Mohamed Raki no había hablado de aquella famosa voz. ¿Se podía acaso cantar en Berbería? ¿Bajo aquel sol cruel, entre aquellos hombres de piel oscura que cortan cabezas como se siega un manojo de hierba? Él solo canto que puede elevarse allí es el de los almuédanos en lo alto de los minaretes. Cualquier otra expresión de alegría es sacrilega.
—¡Oh! ¿Qué habría sido de él…?
Intentó desesperadamente resucitar en su recuerdo el pasado, se esforzó en hacer resurgir bajo las arcadas del Gay Saber la presencia del conde languedociano. Pero la imagen huía… se le escapaba… Quiso entonces dormir. El sueño disiparía aquellos velos de la tierra que le ocultaban a su amor. Sentíase cansada… Una voz le musitaba: «Estáis cansada… En mi casa dormiréis… Hay rosas…, lámparas…, ventanas abiertas sobre el mar…»
Se despertó con un grito muy agudo. Savary se inclinaba sobre ella y la sacudía.
—Madame de Plessis, tenéis que despertaros. ¡Vais a alborotar toda la galera!
Angélica se incorporó en su lecho y se apoyó en la pared. Había caído la noche. No se oían ya los «han» del esfuerzo de los remeros, porque la galera navegaba con velamen reducido y los largos remos de veinte toesas estaban alineados a lo largo de la crujía. En aquel silencio desusado, el paso del caballero-barón de Nesselhood martilleaba el suelo por encima de ellos.
La escasa luz del gran fanal revelaba la preocupación de no llamar la atención de los piratas, emboscados sin duda en aquel pasadizo del Mediterráneo entre la Isla de Malta y las costas sicilianas a babor y la de los berberiscos de Túnez a estribor.
Angélica lanzó un hondo suspiro.
—Un brujo me perseguía en sueños —murmuró.
—¡Si no fuera más que un sueño…! —dijo Savary. Ella se sobresaltó e intentó entrever su expresión en la oscuridad.
—¿Qué queréis decir? ¿Qué pensáis, maese Savary?
—Pienso que un pirata tan audaz como el Rescator no nos dejará correr sin intentar recuperar lo que es suyo.
Angélica protestó, sublevada:
—Yo no le pertenezco.
—Él os ha comprado, pagando el precio de un navio.
—Mi marido me protegerá en lo sucesivo —dijo ella con voz insegura.
Savary seguía silencioso. El ronquido del banquero holandés se elevó y decreció.
—Maese Savary —bisbiseó Angélica—, ¿creéis que… esto podría ser una trampa…? He visto en seguida que desconfiabais de ese Mohamed Raki y, sin embargo, ¿no ha dado pruebas indudables de su misión?
—Las ha dado, sí.
—Ha visto ciertamente a su tío Alí Mektub, puesto que tenía mi carta. Y sobre mi marido me ha dado detalles que yo sola podía conocer y de los que apenas me acordaba pero que han vuelto a mi memoria inmediatamente… Ha estado, pues, con él. A menos que… ¡Oh, Savary! ¿Creéis que pueda ser víctima de un embrujamiento, de imágenes proyectadas a distancia que me hicieron ver como un espejismo lo que más deseo en el mundo para atraerme mejor a una trampa? ¡Oh, Savary, tengo miedo…!
—Esos fenómenos pueden ocurrir —dijo el viejo boticario— pero no creo que sea éste el caso. Hay otra cosa. Una trampa, quizá —farfulló—, pero nada de magia. Ese Mohamed Raki nos oculta la verdad. Esperemos llegar a nuestra meta. Entonces ya veremos.
Dio vueltas largamente a una cucharita en un cubilete de estaño.
—Tomad esta medicina. Descansaréis mejor.
—¿Es también la «mumie»?
—Como sabéis, no tengo ya «mumie» —dijo tristemente Savary—. No he querido guardar ni un pedazo al provocar el incendio de Candía.
—Savary, ¿por qué habéis tenido empeño en acompañarme en este viaje que no aprobabais?
—¿Podía yo abandonaros? —dijo el viejo como si reflexionase en ardua cuestión científica—. No, creo que no. Iré, pues, a Argel.
—A Bona.
—Es lo mismo.
—Los Cristianos corren allí, sin embargo, menores peligros que en Argel.
—¿Quién sabe? —dijo Savary, moviendo la cabeza, como adivino que ve más allá de las apariencias.
Transcurrió una nueva singladura hacia el Oeste, más lenta, porque el viento había cesado y la embarcación avanzaba sólo con los remos de la chusma. La galera de Malta se cruzó con varios navios, entre ellos un convoy de comerciantes holandeses, que avanzaban, pese a todo, gracias a su fuerte velamen, escoltados por dos barcos de guerra con 50 a 60 cañones cada uno. Era el sistema adoptado por las naciones de Occidente, ingleses, neerlandeses y otros, para comerciar en el Mediterráneo. Penetraban en él como una verdadera flota, custodiada y defendida, que amilanaba la audacia de los corsarios. Hacia mediodía, el viento sopló más favorable y fueron izadas las dos velas. Muy lejana hacia proa, se perfiló una isla montañosa.
El caballero llamó la atención de Angélica:
—Es Pantelaria, que pertenece al duque de Toscana. Hubieran podido hacer escala allí, pero un barco de guerra no debía dejar en absoluto adivinar su intención a fin de evitar las celadas del enemigo infiel. Era preferible eludir todo contacto, incluso con amigos, antes de haber alcanzado la meta asignada: Bona. El viento hinchaba las velas.
—Si esto continúa tan bien podremos estar en Bona por la tarde —dijo el joven caballero.
Después, sólo se desplegó ante el navio de Malta la extensión del azul mar, ligeramente rizado.
Al anochecer surgió un incidente. Se descubrió que una mano criminal había perforado el depósito de agua dulce de a bordo. Entre los ayudantes del cocinero un joven, interrogado con cierta rudeza, sacó un cuchillo y amenazó al cómitre que le preguntaba. Ahora bien, a todo tripulante, le estaba prohibido llevar cuchillo, salvo en las faenas que requerían su empleo. De acuerdo con la costumbre de todas las marinas del mundo, el grumete tuvo que sufrir el bárbaro castigo impuesto a quien infringía aquella reglamentaria prohibición: que le clavasen la mano al palo mayor con el mismo cuchillo, objeto del litigio y permanecer así cierto número de horas, que variaba según la gravedad de su conducta. El caballero de Roguier vino a advertir a Angélica de aquel contratiempo.
—Es un incidente estúpido, pero que nos va a retrasar, porque tenemos ahora que intentar arribar a Pantelaria para hacer allí la aguada; es decir, renovar nuestra provisión de agua dulce. Esto prueba también que hay que ser desconfiado en el Mediterráneo y no ser demasiado generoso. La juventud de ese muchacho le había eximido de la chusma. Le dejábamos ir y venir libremente. Y hoy, en señal de gratitud, ha perforado con una barrena el depósito de agua dulce.
Angélica preguntó angustiada:
—¿Por qué ha hecho eso?
El caballero hizo un gesto dubitativo y no respondió. La galera había cambiado bruscamente de rumbo. Ya no navegaba hacia el Oeste-Noroeste, sino hacia el Suroeste, según podía apreciarse por la posición del sol poniente. Los pasajeros recibieron una ración de vino fino del que había reserva; pero de la tripulación y de los esclavos de la chusma llegaban murmullos por no poderse cocinar a bordo. Terminó la calurosa jornada.
Angélica no pudo dormir. Hacia la medianoche subió al puente para respirar un poco de aire fresco. La noche era muy oscura porque el alumbrado, ya débil, de la noche anterior, había sido suprimido por completo. Solamente una claridad difusa de estrellas lejanas iluminaba el barco que avanzaba a velas rizadas y con ayuda de un solo puesto de chusma, descansando los otros dos. Oíase la respiración de los galeotes durmiendo en el fondo de los pestilentes sollados, pero no se veía nada. Angélica dio unos pasos en dirección a la crujía. Creía que los dos caballeros estarían a proa y hubiera querido hablarles. Un ruido la detuvo.
Una voz sofocada e hiposa farfullaba débilmente en árabe una queja en la que el nombre de Alá se repetía. Luego la voz callaba, y a poco empezaba de nuevo. Adivinó más que vio la silueta del pequeño renegado, clavado al palo mayor por un cuchillo hundido en su mano. Debía sufrir horriblemente y también de sed. Ella no tenía ya vino pero había guardado un trozo de sandía, y fue a por él. Cuando quiso acercarse, un vigilante se interpuso.
—Dejadme —dijo ella—. Sois marinos y hombres de guerra. No juzgo vuestros actos. Pero soy una mujer y tengo un hijo casi de su edad.
El hombre se inclinó. Casi a tientas consiguió ella deslizar unos trozos de sandía entre los labios abrasadores del joven. Tenía el pelo rizado como Florimond. Su mano torturada se crispaba como una garra, estriada de sangre seca.
—¡Voy a pedir al barón de Nesselhood que levante el castigo, esto es demasiado! —dijo Angélica con el corazón trastornado.
De pronto, el campo visual quedó iluminado por una claridad leonada que cambió varias veces de tono, para acabar en una irradiación multicolor.
—¡Un cohete!
El joven lo había divisado también.
—¡Allah mobarech![10].
Un bullicio general sacudió el entumecimiento del barco. Los legos armados y los marineros iban y venían interpelándose. Unas linternas sordas balancearon su ojo redondo. Angélica despertó a Savary. Aquella escena le recordaba demasiado los preliminares de la que había precedido al combate con el jabeque del Rescator.
—Savary, ¿creéis que vamos a tropezar con ese pirata?
—Señora, os dirigís a mí como si yo fuera un estratega poseedor además de un poder mágico para estar a la vez en una galera de Malta y en la de su adversario. Un cohete turco no es sólo el signo indicador del Rescator, vuestro dueño. Puede significar también que se prepara una celada argelina, tunecina o marroquí.
—Se diría que ha sido lanzado desde este mismo barco.
—Entonces es que hay un traidor a bordo.
Sin despertar a los otros pasajeros, subieron de nuevo. La galera parecía navegar zigzagueando, sin duda para intentar despistar al enemigo que podía ocultarse en la oscuridad. Angélica oyó la voz del caballero de Roguier que venía de proa con el caballero alemán.
—Hermano, ¿ha llegado el momento de ponernos nuestras cotas escarlatas?
—Todavía no, hermano.
—¿Habéis buscado al traidor que ha lanzado el cohete a bordo? —les preguntó.
—Sí, pero sin resultado. De todas maneras hay que aplazar la justicia hasta más tarde. ¡Mirad, allí! A lo lejos, a proa, se percibía una línea de luces. «Una costa o una isla», pensó ella.
Pero la costa parecía vacilar y ondular. Las luces parpadeaban y se acercaba en línea, luego en semicírculo.
—¡Flota de emboscada ante nosotros! ¡Alerta! —gritó con voz tonante el caballero de Nesselhood.
Cada cual marchó a su puesto y comenzaron a levantar la «albarrada», una empalizada de seis pies de altura, destinada a atacar los navios de más alto bordo. Angélica contó una treintena de luces sobre el agua.
—¡Los berberiscos! —dijo a media voz.
El caballero de Roguier, que pasaba, la oyó.
—Sí, pero tranquilizaos, no es más que una flotilla de barcas pequeñas que no se atreverán seguramente a atacarnos si no tienen un refuerzo de unidades marinas. Sin embargo, no hay duda de que se trata de una celada. ¿Preparada para nosotros? El lanzamiento del cohete parece indicarlo… De todas maneras no vamos a malgastar nuestras municiones en escaramuzas, cuando es fácil librarse de ellos sin riesgo. Ya habéis oído que nuestro jefe no cree llegado el momento de vestir nuestro traje de combate: la cota roja de mallas de los caballeros de Malta. No debemos vestirla hasta el mismo momento a fin de que nuestros hombres no nos pierdan de vista en la batalla. El barón de Nesselhood es un león de la guerra, pero ha de tener por lo menos tres galeras frente a él y estimar entonces que la pieza posee la suficiente importancia para arriesgar a sus hombres y su navio.
Pese a las afirmaciones del joven de que aquellas barcas musulmanas no eran capaces de atacarles, Angélica se daba cuenta de que tenían ventaja sobre la pesada galera muy cargada. Esta izó todas sus velas, hizo maniobrar a los tres puestos de chusma, viró de bordo, y se lanzó hacia la brecha ampliamente abierta aún del cerco enemigo. Casi en seguida, las luces de la flotilla se alejaron y desaparecieron. Poco después dibujó hacia proa la masa sombría de una montañosa isla bastante cercana. A la luz de una linterna los dos caballeros consultaron su carta de a bordo.
—Es la isla de Cam —dijo el barón germano—. El paso en la ensenada es muy angosto, pero lo intentaremos con ayuda de Dios. Esto nos permitirá hacer aguada, manteniéndonos al abrigo de las galeras de Bizerta o de Túnez, que no tardarán sin duda en runirse con la flotilla que nos hemos encontrado. La población, compuesta de algunos pescadores miserables, no es lo que nos impedirá arribar: aquí no hay fuerte alguno, ni tan sólo un fusil.
Viendo a Angélica a unos pasos, inmóvil y silenciosa, el caballero de Nesselhood añadió en tono áspero:
—No creáis, señora, que los caballeros de Malta acostumbran a eludir así el combate. Pero tengo empeño en llevaros a Bona, puesto que nuestro Gran Maestre me ha rogado que os conduzca allí. Ya nos encontraremos con nuestros adversarios al regreso.
Ella le dio las gracias, con la garganta oprimida. La vela fue acortada y el caballero alemán se situó a popa para tomar la barra de manos del timonel y continuar él gobernando.
La sombra, negra tinta, de los acantilados que se elevaban sobre el mar, ocultó la claridad difusa de la noche. Angélica sentíase oprimida y pese al buen éxito de la huida y al hallazgo de aquel lugar de aguada situado casi milagrosamente en su ruta gracias a la ciencia náutica del hermano-almirante, sentíase abrumada de presentimientos. Sabía muy bien que en el Mediterráneo no se llegaba nunca en derechura a la meta, pero en aquella ocasión, el menor retraso la torturaba, pareciéndole que sus nervios no podrían resistir. Preocupada por las observaciones de Savary, se figuraba lo peor. Sus ojos escudriñaban las rocas negras, esperando ver surgir un nuevo cohete que iluminase la traición.
Pero no sucedió nada de ello: la claridad del cielo nocturno reapareció y la galera se encontró en aguas quietas donde se reflejaban las estrellas. Una playita se dibujaba al fondo de la ensenada con algunas casuchas de adobe y un friso de palmeras y olivos que delataban el manantial. El cielo comenzó a blanquear. Angélica seguía en el puente. «No tendré ya valor para dormir hasta entrar en Bona», se dijo.
Por exceso de prudencia, la galera permanecía a la entrada del canal, esperando el amanecer para adentrarse más. El barón de Nesselhood inspeccionaba los alrededores y, a medida que la bruma matinal descubría otro rincón del paisaje, sus ojos azules se fijaban, registrando los matorrales, los acantilados. Levantado y circunspecto, el rostro parecía el de un sólido perro guardián, receloso hasta la médula y que no quiere dejar nada al azar. Su inmovilidad fascinaba a Angélica. ¿Iba él a moverse al fin, a hablar, a pronunciar con sus labios finos y apretados la palabra tranquilizadora? Las aletas de la nariz se agitaban. Era evidente que percibían algo.
Más tarde, Angélica estaba persuadida de que él había reconocido el olor antes de ver nada. La boca del caballero se adelantó en una mueca mientras sus ojos se iban cerrando hasta no ser más que una estrecha rendija.
Se volvió hacia Henri de Roguier y los dos entraron bruscamente bajo la toldilla. Salieron de allí vestidos con su cota roja de mallas.
—¿Qué ocurre? —gritó Angélica.
Los ojos claros del alemán eran acero en fusión. Desenvainó la espada y de sus bocas brotó el vibrante grito secular de la Orden:
—¡Los sarracenos! ¡Hermanos, a las armas! En el mismo instante, una lluvia de metralla, cayendo de las alturas, barrió la proa, segando el espolón que quedó colgando, medio destrozado.
Había amanecido. Ahora se divisaba entre los matorrales el centelleo de seis baterías emplazadas en lo alto y apuntadas todas hacia las galeras. En medio del estruendo de los cañonazos, el Caballero dio orden de virar de bordo e intentar salir del canal para volver al mar libre. En el fondo de aquella ensenada, la galera quedaría sin remedio convertida en un osario, en un colador, hundiéndose bajo el tiro parabólico de las baterías moriscas, sin poder defenderse siquiera.
Mientras se efectuaba con dificultad la maniobra, los sirvientes de las piezas transportaban al puente unas pequeñas bombardas móviles y las emplazaban allí. Los otros militares, armados de mosquetes, respondían lo mejor que podían, pero nada podía protegerlos y la metralla los segaba. La cubierta estaba ya llena de muertos y heridos. Se elevaban los gritos de la chusma, donde un banco entero había sido diezmado por dos andanadas. Sin embargo, una bombarda maltesa apuntó largamente a una de las baterías. Salió el disparo. Un negro basculó en lo alto del acantilado y cayó al agua. Un artillero de las bombardas logró alcanzar de lleno con la metralla a los dos sirvientes de la otra batería emplazada al fondo de la ensenada.
—¡No quedan más que cuatro! —aulló el caballero de Roguier—. Desarmémosles. Cuando no tengan con qué tirar, recobraremos la ventaja.
Pero las crestas circundantes se llenaban de una hilera de cabezas oscuras, tocadas con turbantes blancos o gorros rojos. Los ecos repetían sus alaridos espantosos.
—¡Brebré, mena perros![11]
Y la entrada del paso quedaba obstruida por la llegada de barcas, los pequeños faluchos cuya barrera había empujado la galera de Malta durante la noche hacia la trampa preparada.
Desde los primeros cañonazos, Savary había llevado a Angélica al abrigo del camarote, pero ella quiso quedarse junto a la puerta; y seguía, alucinada, aquel combate desordenado y desigual.
Los musulmanes eran cinco o seis veces más numerosos y la superioridad de la artillería de Malta, aparte de algunos disparos certeros, no servía porque las 24 piezas empotradas en el armazón de la galera no estaban hechas más que para tirar a ras del mar y no hacia lo alto. La mosquetería de a bordo realizaba en vano prodigios de precisión, diezmando con preferencia a los jefes musulmanes, reconocibles por sus cascos puntiagudos, esperando así desorganizar la ofensiva. Los piratas se multiplicaban y en el frenesí de la conquista se arrojaban al agua, en masas negras, para alcanzar la galera a nado sin esperar la ayuda de los pontones. Varias barcas habían logrado ya deslizarse en la bahía, soltando así un enjambre de nadadores que sostenían sobre sus turbantes antorchas de resina encendidas. Los tiradores escogidos de Malta los cogieron bajo su fuego e hicieron en ellos una verdadera carnicería; las aguas se pusieron rojas. Pero cuantos más desaparecían, más surgían por todas partes. Y pese a los mosquetes y bombardas, los costados de la galera estuvieron muy pronto cercados por un barullo de barcas, a flote o hundidas, pero de las cuales subía inexorable la aulladora marea humana, blandiendo antorchas, puñales, sables y mosquetes.
La galera maltesa parecía una enorme gaviota herida, asaltada por una multitud de hormigas. Los moros trepaban al abordaje, gritando:
—¡Va Al-lah! ¡Al-lah!
—¡Viva la verdadera Fe! —respondió el caballero de Nesselhood, atravesando con su espada al primer árabe medio desnudo que pisó el puente.
Pero llegaban otros y otros más. Los dos caballeros rodeados de algunos hermanos legos, retrocedieron, manejando sus armas, hasta el pie del palo mayor, del que seguía colgando, como una masa informe, el joven moro ajusticiado. Por todas partes se luchaba cuerpo a cuerpo. Ninguno de los asaltantes parecía siquiera pensar en el saqueo, sino en la furia por degollar el mayor número de adversarios frente a él.
Angélica, horrorizada, vio a uno de los comerciantes de coral luchando con dos jóvenes turcos. Abrazados, buscaban sólo morder y estrangular. Era como una pelea de perros rabiosos.
Sólo el reducto al pie del palo mayor ofrecía un ejemplo de orden: los dos caballeros se batían como leones. Había ante ellos dos brechas, dos medias lunas vacías bordeadas por un muro abigarrado de cadáveres amontonados. Era preciso apartar los cuerpos para acercarse a ellas y los más osados comenzaron a retroceder ante aquella resistencia encarnizada, cuando la bala de un franco-tirador, que había tenido tiempo de asegurar la puntería desde la popa, alcanzó al caballero de Nesselhood, que se desplomó. Roguier esbozó un gesto hacia él. Un alfanjazo le tajó los dedos.
El comerciante de coral, que había logrado escapar de los jóvenes frenéticos, bajó corriendo la escala del camarote, empujó a Angélica al interior, donde se encontraban su compañero, así como Savary, el banquero holandés y el hijo del oficial español.
—Esta vez se acabó —dijo—. Los caballeros han caído. Vamos a ser capturados. Es el momento de arrojar nuestros papeles al mar y cambiarnos de vestido a fin de engañar a nuestros nuevos dueños sobre nuestra posición social. Vos, sobre todo, joven —dijo, dirigiéndose al español—, rezad a la Virgen para que no sospechen que sois hijo de un oficial de la guarnición de Bona, si no, os tomarán como rehén y al primer moro muerto bajo las murallas españolas enviarán a vuestro padre como regalo vuestra cabeza y algo más que me imagino.
Entre tanto, todos aquellos hombres, sin preocuparse por la presencia de una dama, se despojaron apresuradamente de su ropa, hicieron unos bultos con ellas, metieron dentro sus papeles y los arrojaron al mar por el ojo de buey, mientras se ponían informes andrajos sacados de un cofre.
—Aquí no hay ningún vestido de mujer —dijo uno de los comerciantes, aterrado—. Señora, estos saqueadores van a ver en seguida, por vuestro atavío, que sois de elevado rango. ¡Dios sabe la fortuna que van a pedir por vuestro rescate!
—Yo no necesito nada —dijo Savary, que esperaba muy tranquilo, con su paraguas, después de haber atado cuidadosamente los cordones de su saco de huesos paleontológicos—. «Ellos» empiezan siempre queriendo echarme al mar, por lo mísera que les parece la presa.
—¿Qué hago con mi reloj, mi oro, mis escudos? —preguntó el banquero holandés, muy molesto con su disfraz de harapos para engañar a los raptores sobre su valor comercial.
—Haced lo que yo. Tragaos cuanto podáis —dijo otro de los comerciantes.
Su compañero se engullía ya, no sin muecas e hipos, el contenido de su bolsa, pistola tras pistola[12]. Picado en su afán de emulación, el estudiante español se tragó sus sortijas. El razonable banquero holandés contemplaba aquella epidemia de «crisofagia» con aire irritado.
—¡Prefiero tirarlo todo al mar!
—Hacéis mal. Si lo tiráis al mar no lo volveréis a encontrar jamás. Mientras que si os lo tragáis podréis recuperarlo.
—¿De qué modo?
La aparición en lo alto de la escala de un enorme negro, con su cara de carbón animada por dos bolas de marfil, que se movían tan horriblemente como su cimitarra ancha y curva, dejó en suspenso la respuesta. El banquero fue apresado con su oro en la mano, lo que hizo perder valor a su disfraz.