XXX El servidor de Joffrey de Peyrac.

A partir del instante en que aquellas sorprendentes palabras fueron pronunciadas, Angélica actuó como una autómata. Sin decir nada, se levantó, cruzó la habitación, se deslizó como fantasma por la escalera de mármol, y atravesó el vestíbulo: Bajo el peristilo de columnatas venecianas, un hombre esperaba.

Tenía la pálida tez de esos bereberes que han dado su nombre a Berbería. Un estrecho turbante de lienzo blanco alrededor de la frente sostenía sobre su cabeza un alto gorro rojo. Su vestimenta era bastante parecida a la de un campesino de la Edad Media francesa, y se componía de calzones, chanclas puntiagudas y una especie de blusa con capucha y mangas abiertas a la altura del codo para dejar pasar el antebrazo. Una barba rala e incolora cubría su barbilla. Hizo una profunda inclinación, mientras ella le miraba con las manos juntas y los ojos desorbitados.

—¿Os llamáis Mohamed Raki?

—Para serviros, señora.

—¿Conocéis el francés?

—Lo he aprendido con un señor francés a quien he servido como criado mucho tiempo.

—¿El conde Joffrey de Peyrac?

Los labios del árabe se alargaron en una sonrisa. Dijo que no conocía a ningún hombre que llevase el extraño nombre que ella acababa de pronunciar.

—Pero ¿entonces…?

Mohamed Raki hizo un gesto apaciguador. El señor francés a quien él había servido se llamaba Jeffa-el-Khaldum.

—Este es el nombre que le han dado en el Islam. He sabido siempre que era francés y de elevada prosapia. Ignoraba, lo confieso, bajo qué título, pues a nadie se lo ha dicho. Y cuando me envió a Marsella, hace cuatro años, para reunirme allí con un Padre lazarista y confiarle la misión de buscar a cierta dama de Peyrac, tuve buen cuidado de olvidar hasta ese nombre, para complacer a quien ha sido para mí un amigo más que un amo.

Angélica respiró hondamente y sintió que las piernas le fallaban. Hizo seña al árabe de que la siguiese y pasaron al salón, donde se dejó caer en uno de los numerosos divanes que lo amueblaban. El hombre se puso en cuclillas ante ella en actitud humilde.

—Habladme de él —dijo Angélica en tono apagado.

Mohamed Raki cerró los párpados y comenzó con voz monocorde, lenta, como recitando una lección.

—Es alto, delgado; parece español. Su rostro está marcado de gloriosas cicatrices y a veces aterra su aspecto. Sobre la mejilla izquierda, las heridas forman un signo en punta, como éste. —El dedo de uña rojiza del árabe, trazó una V sobre su mejilla—. Y sobre la sien tiene otra línea que le cruza el ojo. Alá le ha preservado de ser ciego porque estaba consagrado a un gran destino. Sus cabellos son negros, espesos y oscuros como la melena de un león de Nubia. Sus ojos negros os traspasan el alma como los de un ave de presa. Es ágil y fuerte. Posee gran habilidad en el manejo del sable y en la doma de los más fogosos corceles, pero aún es más grande la ciencia de su espíritu, que ha tenido admirados a los doctores de la escuela de Fez, la ciudad tan célebre y secreta de las Medersas musulmanas.

El calor empezaba de nuevo a circular por las venas de Angélica.

—¿Es quizá mi marido un renegado? —preguntó espantada, aunque pensando que eso le sería igual.

Pero era un pensamiento impío y sacrilego. Mohamed Raki movió negativamente la cabeza.

—No es frecuente —dijo— que un cristiano pueda trasladarse impunemente al reino de Marruecos sin ser adicto a nuestra ley. Pero Jeffa-el-Khaldum vino a Fez y a Marruecos, no como esclavo, sino como amigo del muy venerado morabito Abd-el-Mecchrat, con el cual se escribía hacía largos años para ciertos trabajos de alquimia, que a los dos apasionaban. Abd-el-Mecchrat tomó a aquel cristiano bajo su protección y prohibió que tocara nadie un pelo de su cabeza. Marcharon juntos al Sudán para fabricar allí oro y en tal ocasión fui agregado al servicio del gran francés. Esos dos sabios, conocedores de los secretos de la Naturaleza, trabajaban para uno de los hijos del rey del Tañía. —El hombre calló un momento, frunciendo las cejas, como si intentase recordar un detalle importante—. Le seguía a todas partes un negro fiel que llevaba el nombre de Kuassi Ba.

Angélica se cubrió la cara con las manos. Más que la descripción tan precisa que el árabe le había hecho de la fisonomía de su marido, lo que desgarraba el velo y la colocaba ante la realidad cegadora era el nombre del buen servidor moro Kuassi-Ba. La pista seguida entre tanteos y dolores desembocaba en plena luz; se había alcanzado el puerto; la resurrección se había efectuado, y lo que sólo era un sueño insensato tomaba humana forma, que pronto podría ser abrazada.

—¿Dónde está? —suplicó ella—. ¿Cuándo vendrá? ¿Por qué no os ha acompañado?

El árabe tuvo una sonrisa indulgente ante su impaciencia. Haría pronto dos años que había dejado de servir a Jeffa-el-Khaldum. El propio Mohamed Raki, hacia aquella época habíase casado e implantado un pequeño comercio en Argel. Pero tenía frecuentes noticias de su antiguo amo que viajaba mucho, y que después se había fijado en Bona, ciudad de la costa de África, donde seguía entregándose a numerosos trabajos científicos.

—Entonces, no tengo más que ir a Bona —dijo Angélica, febril—. Ciertamente, señora. A menos que una malaventura haya alejado al amo para un breve viaje, le encontraréis sin dificultad porque cualquiera os indicará el lugar de su morada. Es célebre en toda Berbería.

Estuvo ella a punto de caer de rodillas y dar gracias a Dios. Un martilleo regular de alabarda sobre el suelo le hizo levantar los ojos. Era Savary, que entraba allí, golpeando los mosaicos con la punta de su enorme parasol de tela embreada. Al verle, Mohamed Raki se levantó y se inclinó, diciendo cuánta satisfacción sentía en conocer al honorable anciano de quien le había hablado tanto su tío.

—¡Mi marido vive! —dijo Angélica, con voz entrecortada de sollozos—. Me lo asegura. Mi marido está en Bona donde podré reunirme con él.

El viejo boticario examinaba a aquel hombre con gesto sagaz, por encima de sus antiparras.

—¡Vaya, vaya! —repitió Savary—, yo ignoraba que el sobrino de Alí Mektub fuese berebere.

Mohamed Raki pareció sorprendido y encantado con aquella observación. En efecto, su madre, hermana de Alí Mektub, era árabe y su padre beréber de las montañas de Kabilia. Él había heredado todos los rasgos de éste.

—¡Vaya, vaya! —repitió Savary—, es un caso raro. Hay generalmente pocas uniones entre las dos razas, que se odian: el árabe conquistador llegado de Arabia y el vencido beréber, de origen europeo.

El otro sonrió de nuevo. El honorable viejo conocía bien el Islam.

—¿Cómo no te ha acompañado tu tío?

—Íbamos camino de Candía cuando, por un navio con el que nos cruzamos, supimos que la mujer francesa había huido y se hallaba ahora en Malta. Mi tío siguió hacia Candía con la prisa de volver a su comercio abandonado, mientras que yo subía a bordo del navio para tornar atrás. —Entre sus largas pestañas lanzó Savary una mirada medio triunfal, medio irónica—. Las noticias se difunden con rapidez en el Mediterráneo, maese. Vuelan tan veloces como las palomas mensajeras.

Sacó lentamente de los pliegues de su chilaba, un estuche de cuero y extrajo de él la hoja que Angélica había escrito con pluma temblorosa en su prisión de Candía: «Acordaos de mí que soy vuestra esposa. Os he amado siempre. —Angélica».

—¿No es esta la misiva que habéis entregado a mi tío Alí-Mektub?

Savary se ajustó las antiparras para leer desde más cerca.

—Es la misma, en efecto. Pero ¿por qué no ha sido entregada a su destinatario?

El rostro de Mohamed Raki se crispó en expresión apenada y con voz quejumbrosa y de salmodia se lamentó de las dudas que Savary parecía sentir sobre él: el honorable anciano no ignoraba que Bona era un enclave español en manos de los cristianos, los católicos más fanáticos de todos y que dos pobres moros, hijos de Mahoma, no podían penetrar allí sin arriesgar sus vidas.

—Pues bien has venido a Malta —observó Savary. El otro explicó paciente que, en primer lugar, Malta no era España, y luego, que él había aprovechado la única ocasión de deslizarse entre el séquito del aga Ahmet Sidi que iba a Malta para negociar el rescate del príncipe Lai Loum, hermano del rey de Aden, capturado recientemente por la Religión.

—Nuestra galera ha entrado hace una hora en el puerto arbolando el pendón de rescate, y no bien estuve en tierra me apresuré a partir en busca de la dama francesa. Mientras no hayan terminado las conversaciones referentes a Lai Loum, no corro riesgo alguno por parte de los cristianos.

Savary asintió. Se tranquilizaba visiblemente.

—¿No es deber mío mostrarme desconfiado? —dijo a Angélica, como para disculparse de sus reticencias. Se le ocurrió una idea y señaló con el índice al beréber—. ¿Y quién me prueba que tú eres Mohamed Raki, sobrino de mi amigo Alí Mektub, y servidor del señor francés a quien buscamos?

El hombre se crispó de nuevo y sus ojos se entornaron con expresión colérica. Pero se dominó.

—Mi amo me quería —dijo con voz sorda—. Me ha dado una prenda.

Del mismo bolsillito de tafilete sacó una joya de plata coronada por una piedra preciosa. Angélica la reconoció en seguida: ¡el topacio!

No era una joya de gran valor pero Joffrey de Peyrac la tenía en mucho aprecio porque se conservaba desde hacía siglos en su familia. Y le complacía decir que el topacio era su piedra benéfica, color de oro y de llama a la vez. Ella le había visto llevarla colgada al extremo de una cadena de plata sobre un jubón de terciopelo. Más adelante, había hecho que se la enseñase el R. P. Antonio, en Marsella, en señal de reconocimiento.

Cogió la joya de manos del moro y, con gesto apasionado, cerrando los ojos, puso en ella sus labios. El viejo Savary la contemplaba en silencio.

—¿Qué pensáis hacer? —preguntó él al fin.

—Intentar ir a Bona, cueste lo que cueste.