La tempestad zarandeó durante dos días la barca de los fugitivos. Hasta el amanecer del segundo día no se calmó la violencia del oleaje. La barca seguía manteniéndose a flote. Partidos el mástil y el timón, no eran ya más que un pecio. Por milagro estaban allí todavía. Ningún niño había sido arrancado de los brazos de su madre, ni marinero alguno arrebatado del puente, donde luchaban para evitar que se hundiese aquel esquife. Pero no eran ya más que unos náufragos, empapados, tiritando, esperando ayuda del cielo e ignorando enqué parajes se encontraban. El mar parecía desierto. Finalmente, al anochecer, vieron una galera de Malta, que los recogió.
Angélica estaba acodada en el balcón de mármol. Los rojos resplandores del sol poniente penetraban en su estancia y hacían brillar el enlosado blanco y negro. Cerca de ella, sobre un velador, había un cestillo rebosante de hermosas uvas que el caballero de Rochebrune le había enviado.
Aquel amable gentilhombre, conservaba en Malta las finas maneras que le habían hecho ganar estima en la Corte. Se sintió dichoso, como jefe de la Lengua francesa de la Orden de Malta, de ofrecer a Madame de Plessis-Belliére la hospitalidad de su posada. Este modesto título designaba cada uno de los espléndidos palacios que cada una de las Lenguas había hecho construir para sus afiliados. Eran ocho, simbolizando los ocho brazos de la Cruz, insignia de los Caballeros. La Lengua de Provenza, la de Auvernia, de Francia, de Italia, de Aragón, de Castilla, de Alemania y de Inglaterra. Esta última había sido suprimida desde la Reforma. Su palacio servía de depósito.
Angélica tomó un grano de moscatel que chupó soñadoramente. Se había alegrado de llegar a Malta. Después de aquel bazar desordenado y sensual de Oriente, había encontrado la atmósfera decorosa, encorsetada de acero, del gran feudo de la cristiandad. La suntuosidad y la austeridad parecían ser las consignas paradójicas de los frailes cristianos. En el interior de la Posada de Francia, amplio y lujoso caravasar, adornado de esculturas, lleno de galerías con miradores y de vestíbulos con espejos de Venecia, había encontrado toda la comodidad de un aposento francés. Colgaban tapices de los muros, había un lecho de columnas con baldaquín de brocado, y en una pieza contigua, una instalación de agua digna de Versalles. Aquellas habitaciones de los pisos estaban reservadas a los huéspedes distinguidos. Pero abajo, unas celdas con sencillos lechos de tablas acogían a caballeros, capellanes o hermanos legos, y a veces, al pasar, Angélica veía a los franceses, comiendo en grupos de a cuatro en la misma escudilla de madera, un bodrio monástico.
Los segundones de las grandes familias, al ingresar en la Orden de Malta, no pronunciaban a la ligera los tres votos de obediencia, de pobreza y celibato. En la guerra sin tregua a los Infieles hallaban satisfacción a sus ansias belicosas, un ideal religioso unido a la gloria de pertenecer a Ordentan temida y temible. La riqueza de la Orden, sólidamente asentada, les permitía rendir el esfuerzo a que se habían comprometido. Su flota era una de las más hermosas de las naciones europeas. Las galeras de Malta, siempre preparadas para presentar y entablar combate, surcaban el Mediterráneo en crucero perpetuo e imponían al comercio islámico la suerte que éste reservaba a los cristianos.
En especial, después de sus últimas aventuras, Angélica apreció hondamente la cortesía de las costumbres que reinaban en Malta.
La disciplina era severa a este respecto en las residencias y si, durante las expediciones peligrosas o en las victorias embriagadoras, les sucedía a los Caballeros dejarse ganar momentáneamente por los encantos de una bella esclava lasciva, en Malta, bastión de la Religión, reinaba el mayor decoro. Allí no había mujeres libres, fuera de las maltesas, campesinas de la isla, envueltas en sus velos negros; y las esclavas no representaban más que un valor de cambio. Eran pocas las invitadas de paso, acompañando a sus amantes, alguna vez a sus esposos, en el curso de una campaña, a bordo de una flota española, inglesa o francesa.
El caso de Angélica era aún menos frecuente. Gran dama, merecedora de las consideraciones debidas a su rango, no había dejado por ello de ser recogida entre un puñado de esclavos fugitivos. Ella comprendió muy bien que debía a la Orden de Malta el reconocimiento de sus servicios en especies contantes y sonantes.
Había quedado convenido con el ecónomo francés del Tesoro de la Orden, que ella escribiría a su intendente, maese Molines, para rogarle que remitiese al Prior del Temple de París cierta suma por su rescate de náufrago.
Pero se había indignado cuando después de preguntar qué habían hecho con sus «griegos» los había descubierto, relegados entre los esclavos, en uno de los depósitos de la isla. Los pobres pescadores de Santorin fueron considerados como captura de Infieles.
En una gran sala donde hombres, mujeres y niños de todos los colores esperaban sobre montones de paja a ser revendidos, con aquellas mismas miradas que ella había visto en Candía, por los muelles o en las calas del barco de Escrainville, pudo al fin reunirse con Savary, Vassos Mikolés y sus tíos, sus mujeres y sus hijos, que se habían unido a la expedición, así como los pocos esclavos fugitivos que tomaron a bordo. Estaban agrupados en un rincón y comían aceitunas, resignadamente. Angélica no ocultó al Ecónomo del Tesoro, el señor de Sarmont, que la acompañaba, lo que ella pensaba sobre la inhumanidad de los presuntos soldados de Cristo.
El religioso se sintió muy ofendido.
—¿Qué queréis decir, señora?
—Que sois unos viles mercaderes de esclavos como los otros.
—¡Esto es excesivo!
—¿Y eso? —dijo ella, señalando el revoltijo de griegos, turcos, búlgaros, moros, negros, rusos, que soñaban bajo los arcos adornados del amplio depósito—. ¿Creéis que haya gran diferencia entre vuestro presidio y los de Candía o Argel? ¡Ya podéis referiros a la grandeza de vuestra misión! ¡Es pura piratería!
El ecónomo se envaró.
—Os equivocáis señora —dijo secamente—. Nosotros no raptamos, nosotros capturamos.
—No veo la diferencia.
—Quiero decir que nosotros no vamos a piratear por las costas de Italia, de Tripolitania, incluso de España o de Provenza, para hacer en ellas nuestro copo «como los otros» piratas. Los esclavos que caen en nuestras manos vienen de las galeras enemigas contra las cuales hemos combatido. Nos llevamos moros, turcos y negros para nuestras chusmas, pero libertamos también en cada ocasión a miles de esclavos cristianos que sin nosotros estarían destinados hasta su muerte a bogar para el Infiel. ¿Sabéis que entre Túnez, Argel y el Reino de Marruecos suman más de 50 000 los cristianos cautivos, y que los de los turcos no pueden contarse?
—He oído decir que en vuestra Orden, entre Chipre, Liorna, Candía y Malta ¡pasan de 35 000!
—Es posible, pero no los hacemos trabajar para nosotros; no los utilizamos para nuestros placeres personales. Los empleamos sólo para los cambios a fin de obtener por ellos el dinero necesario para sostener nuestra flota. ¿No sabéis que en el Mediterráneo los esclavos representan la única buena moneda de cambio y especulación? Para obtener la liberación de un cristiano, tenemos que entregar tres o cuatro musulmanes.
—Pero esos pobres griegos, que son cristianos cismáticos y por añadidura náufragos recogidos, ¿por qué considerarlos como esclavos?
—¿Qué podríamos hacer con ellos? Los hemos alimentado, vestido, alojado. ¿Íbamos a fletar una expedición para llevarlos graciosamente uno por uno a sus islas griegas bajo el domino turco…? Si nuestras galeras tuvieran que servir para repatriar, por caridad, a todos los esclavos errantes del Mediterráneo, la flota no daría abasto. ¿Y con qué podríamos pagar el mantenimiento de nuestros barcos y tripulaciones?
Angélica tuvo que reconocer el sólido fundamento de aquellos razonamientos. Pidió que Savary, su médico, fuera alojado decorosamente en la Posada de Francia y propuso, en cuanto a los otros, pagar su rescate y travesía, cuando algún navio maltes patrullara por el Oriente Medio.
Ahora, esperaba. Había que dar tiempo a que terminasen aquellos tratos financieros. No dejaba de sentir secretas inquietudes. ¿No corría su carta el riesgo de ser interceptada en el trayecto? ¿Y si el Rey, en su cólera, hubiese secuestrado sus bienes?
De todas maneras, no estaba impaciente por salir de Malta. Se hallaba resguardada dentro de aquel último baluarte de los Cruzados. Debajo de ella, a su alrededor, la Ciudad Valette, de mármol patinado por la mordedura de las brumas, se erguía como relicario de oro, sobre el horizonte púrpura del cielo y del mar. Era un prodigioso amontonamiento de campanarios, cúpulas, palacios engastados en la roca y obras de defensa, armadas de cañones, que descendía hasta el magnífico puerto natural cuyas dársenas se ramificaban de isla en isla erizadas de fortines como los múltiples tentáculos de un pulpo gigantesco.
«Ciudad levantada por gentileshombres para gentileshombres», según la frase del señor de La Valette, uno de los grandes maestres de la Orden, que emprendió su construcción cuando, en el siglo XVI, los últimos caballeros de Rodas expulsados por los turcos, se habían refugiado con reliquias y galeras, en aquella roca perdida entre Sicilia y Túnez. Con ayuda de los malteses, población rebelde y de carácter áspero, habían hecho de aquel islote una fortaleza inexpugnable.
Fue en vano que, cinco años antes, el sultán de Constantinopla, viniera a cercarlo. Tuvo que batirse en retirada, diezmada la flota, no sólo por los cañones y el asalto de las galeras de la Religión, sino también por la astucia de los expertos buceadores, que formaban en Malta una curiosa falanje de hombres-rana con pulmones habituados a mantenerse largo tiempo bajo el agua y que, por la noche, nadaban nasta el centro de la flota otomana para hacer volar los navios y provocar incendios.
Sí, Angélica podía sentirse segura. El conde de Rochebrune le había informado de que los efectivos de defensa de Malta comprendían dos regimientos de 700 hombres, mercenarios o malteses, 400 barcos de combate, 300 galeras, 1200 infantes escogidos, 100 artilleros, 1200 marineros sirvientes, y otros tantos infantes de la milicia, más unos 300 hombres que formaban las nuevas milicias.
Para la Orden de Malta, la guerra era un estado permanente desde los tiempos remotos en que los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén habían comenzado a patrullar por los caminos de Palestina para socorrer a los Cristianos en peligro. Orden hospitalaria, fundada para acoger a los peregrinos a Tierra Santa, los cuales no tardaron en trocar el balde de agua caliente que les servía para lavar los pies de los viajeros, por la cota de malla y la recia espada. Un cuarto voto vino a añadirse a sus compromisos: defender el Santo Sepulcro y el signo de la Cruz hasta la última gota de su sangre y combatir al Infiel en dondequiera que se le encontrase. En la actualidad, la hermandad de los frailes guerreros, expulsada de Jerusalén a la fortaleza de Margat, de la isla de Chipre a la de Rodas, y luego a Malta, se había convertido por la fuerza de las circunstancias en aquel Estado soberano y militar que proseguía sin tregua su lucha contra los hijos de Mahoma.
Las galeras, que aquella noche volvían al puerto lentamente, con la cruz blanca en el centro de la oriflama roja, que se desplegaba al viento, habían atacado quizás, unas horas antes, a un pirata berberisco. Traían prisioneros moros que a su vez irían a remar en las galeras cristianas, y cristianos libertados que la Orden de Malta encaminaría hacia sus familias, después de haber discutido el precio de sus servicios.
En una de aquellas galeras de guerra fueron recogidos Angélica y sus compañeros náufragos. La pequeña barca desmantelada fue divisada, y los desdichados griegos izados a bordo, envueltos en mantas, alimentados y confortados con un vaso de vino de Asti. Poco después, sintiéndose ya repuesta, Angélica se presentó al comandante, un caballero alemán de unos cincuenta años, el barón Wolf de Nessenood, enorme y rubio teutón de sienes encanecidas, lo cual sentaba bien a su frente atezada cruzada por tres pálidas arrugas. Su reputación de marino y guerrero era considerable. Los berberiscos le temían, considerándole como su peor adversario y se decía que Mezzo Morte, el almirante de Argel, había jurado, si le capturaba, hacerle descuartizar por cuatro galeras. Tenía como segundo a un francés de unos treinta años, el caballero de Roguier, un muchacho de cara franca, en el que Angélica había hecho profunda impresión.
Una vez que ella mencionó sus títulos y su rango, relató a los dos caballeros la historia de sus tribulaciones. Acogida en La Valette como huéspeda de categoría por el conde de Rochebrune, compatriota y antiguo amigo de Versalles, supo Angélica que el duque de Vivonne la buscaba. La escuadra francesa había estado dos semanas anclada en La Valette, donde caballeros y gentileshombres franceses pudieron reprobar a sus anchas las fechorías de los piratas. El anuncio del naufragio de La Real en las costas de Cerdeña sumió a Vivonne en espantoso estado de ánimo. Como almirante del Rey sintióse hondamente afectado. Como enamorado —porque aquella vez temía estar enamorado de Angélica— no se consolaba pensando en el horrible final de aquella mujer tan hermosa. Después del hijo, la madre. Se acusaba de haberles dado mala suerte, ahogados ambos en condiciones casi análogas; y hablaba de signos adversos en el cielo, de destinos malditos…
No comprendía su delirio hasta que les llegó un mensaje del teniente de Millerand, prisionero del barón Paolo de Visconti. El teniente pedía que enviasen rápidamente a Córcega la bonita suma de 1000 piastras, reclamada por el pirata genovés a cambio de su libertad. Confirmaba el final de La Real, atraída hacia los escollos por los nativos provocadores de naufragios; pero daba noticias de la marquesa de Plessis, que estaba sana y salva. Entre tanto, la intrépida viajera había logrado burlar la vigilancia de su carcelero. Al parecer, debía navegar hacia Candía, a bordo de un pequeño cúter provenzal. Muy gozoso, el duque de Vivonne olvidó sus sinsabores. Una vez reparadas sus galeras en las dársenas de La Valette, puso rumbo a su vez hacia Candía, soñando con encontrar allá a la bella marquesa, quien unos días después pisaba los muelles de La Valette, ciñendo sobre su vestido sucio y quemado por el agua de mar, el manto negro del Rescator.
—¡Extraña partida de escondite!
Angélica tuvo una vaga sonrisa de desengaño: Vivonne, los forzados, la aparición fantasmagórica de un Nicolás galeote, y su muerte: todo parecía ya lejano. ¿Le había sucedido a ella realmente? La vida transcurría a prisa. Recuerdos más terribles y cercanos hollaban aún su carne.
Una semana después de su llegada a Malta se encontró por azar, en un paseo, a Don José de Almada, recientemente desembarcado, así como a su compañero, el bailío de La Marche.
Angélica náufraga dos veces, tres veces fugitiva, no podía ya enrojecer ante un hombre que la había visto exhibida con el más ligero de los atuendos, en las subastas de un «batistan», y el hastiado Comisario de Esclavos había rebasado hacía mucho tiempo la etapa de las timideces fuera de lugar. Se abordaron, sintiendo el placer de encontrarse de nuevo, como viejos amigos que tienen mil cosas que preguntarse y contarse. El austero español habíase desprendido un tanto de su rigidez, con la alegría bien sincera de encontrarla de nuevo, viva y libertada de manos de los piratas.
—Espero, señora, que no nos guardaréis rencor por habernos visto obligados a abandonaros ante las locas pretensiones de los pujadores. Nunca, nunca ha alcanzado una venta cifras parecidas… Una locura. Yo pujé hasta donde podía hacerlo.
Angélica dijo que se daba cuenta de los esfuerzos que habían ellos hecho para salvarla y que, desde el momento en que había logrado eludir su triste suerte, les quedaba para siempre agradecida a su intervención.
—¡Dios os libre de caer de nuevo en manos del Rescator! —suspiró el bailío de La Marche—; os debe ciertamente la contrariedad más irritante de su carrera: dejar escapar la noche misma de la venta —con o sin el incendio— una esclava por la que se ha pagado la suma desatinada de 35 000 piastras… Bonita jugarreta le habéis hecho con ello, señora. ¡Pero tened cuidado!
Le relataron lo sucedido después en Candía, durante la noche dantesca.
El incendio se había comunicado a las viejas casas de madera del barrio turco, que habían ardido como antorchas. En el puerto, muchos navios quedaron consumidos o muy averiados. El marqués d'Escrainville habíase desplomado como en un ataque de epilepsia, mientras el Hermes se hundía entre silbidos y chorros de vapor, ante sus ojos. El Rescator, por el contrario, había salvado su jabeque. Consiguió dominar el fuego a bordo gracias a un procedimiento misterioso.
En lo sucesivo, el viejo Savary pasó el tiempo en la Posada de Auvernia o en la de Castilla para arrancar a los caballeros los menores detalles sobre la cuestión: ¿cómo, con qué, en cuánto tiempo logró el Rescator dominar el fuego?
Don José lo ignoraba. El bailío había oído hablar de un líquido árabe que, al contacto con el agua, se convertía en gas. Nadie ignora que los árabes están muy versados en una ciencia llamada química. Después de haber salvado su navio, el rico pirata había ayudado a la extinción de los otros focos. Las pérdidas no eran por ello menos considerables, ya que el fuego se había declarado con fulminante rapidez.
—¡Je! ¡Je! Lo sospecho —dijo con una risita Savary, mientras tras sus antiparras brillaba un relámpago—, ¡el fuego griego…!
Acabó por despertar las sospechas de sus interlocutores.
—¿Seréis vos uno de los miserables, esclavos sin duda, que han provocado esa terrible catástrofe? Hemos perdido allí una de nuestras galeras.
Savary se retiró prudentemente. Y fue a confiar sus perplejidades a Angélica. ¿Hacia dónde debía él encaminarse al presente? ¿Regresaría a París para redactar allí una tesis sobre sus sensacionales estudios y experiencias sobre la «mumie» dando cuenta a la Academia de Ciencias? ¿O se lanzaría en busca del Rescator para arrancarle su secreto sobre la misteriosa sustancia ignífuga? ¿Reanudaría acaso un viaje tan aleatorio como peligroso para recoger nuevas provisiones de «mumie» en los manantiales persas? A decir verdad, estaba un poco como alma en pena desde que no tenía ya que transportar y preservar su preciosa garrafa.
Y ella, madame de Plessis-Belliére, ¿qué dirección pensaba tomar? Tampoco lo sabía. Una voz le murmuraba: «Basta ya. Vuelve al buen camino. Implora la clemencia del Rey. Y luego…» Chocaba contra semejante porvenir. Y a su pesar, su mirada errante sobre el mar, buscaba una suprema esperanza.
El sol desapareció en el horizonte. Las galeras, dibujadas en negro sobre una superficie de oro deslumbrante, parecían grandes aves nocturnas con las alas abatidas de sus veinticuatro remos. Los galeotes moros o turcos volvían a los depósitos donde quedaban encadenados durante la noche, mientras que los buceadores, con el cuerpo untado de grasa, se zambullían al agua para revisar las cadenas y las redes tendidas que cerraban la entrada del puerto. Las campanas de las numerosas iglesias tocaron el Ángelus de la puesta de sol. Había más de cien iglesias, de todo tamaño y género, construidas como obra pía, por las manos de una población salvajemente religiosa. Cuando se lanzaban al vuelo todas las campanas, aquello acababa en atronador estruendo y Malta se transformaba tres veces al día en un monstruo sonoro, mugiendo la gloria de la Virgen María, entre los aletazos de las aves marinas enloquecidas. Angélica cerró la ventana y se retiró precipitadamente. No se hubiera podido oír un grito a dos pasos. Sentóse en el borde de su lecho para esperar el final del estruendo. El manto del Rescator estaba allí, echado sobre la colcha de brocado.
No había conservado el vestido de los bordados de nácar indio, destrozado por la tempestad. Pero no quiso separarse del manto de grueso terciopelo que, en aquella noche de Candía, había echado el pirata sobre sus hombros. ¿No era una especie de trofeo? De pronto, Angélica se tendió sobre el lecho ocultando su rostro en los pliegues de la prenda. Ni las furiosas salpicaduras del viento marino habían podido disipar el perfume penetrante de aquel manto. Sólo al respirarlo surgía en su memoria una imperiosa silueta. Oía su voz ronca y grave y revivía aquella hora extraña en Candía, entre los arabescos irreales del humo de incienso y tabaco, los vapores olorosos del oscuro café y los agudos sones de las pequeñas arpas de tres cuerdas. Unos ojos ardientes la acechaban tras los orificios de una máscara de cuero.
Lanzó un gemido, apretando contra su pecho la tela arrugada y movió la cabeza a un lado y a otro, alucinada por una añoranza que no quería calificar.
Las campanas se calmaban, sus sones se espaciaban. Una campana mayor respondía aún al toque apresurado de un carillón. Entre las últimas hondas sonoras, Angélica percibió al fin unos repetidos golpes que daban en su puerta y que aquel estruendo no había dejado oír.
—¡Entrad! —gritó, levantándose. Un paje, con casulla negra, apareció en el umbral.
—Señora, perdonad que interrumpa vuestro descanso —dijo levantando la voz para dominar los últimos repiques de campanas—, pero hay abajo un árabe que quiere veros. Dice llamarse Mohamed Raki y viene de parte de vuestro esposo.