Durante el coloquio de los dos caballeros con la cautiva, las subastas habían proseguido. El moro quedó adjudicado a un corsario italiano, Fabricio Oligliero, para su tripulación.
Ponían ahora precio a un gigante eslavo de cabello rubio y musculatura magnífica. Por mera fórmula, Don José de Almada y el danés de Túnez se lo disputaron. Cuando el esclavo ruso se vio adjudicado al renegado de Túnez, se arrodilló, suplicante.
—¡Toda la vida —gritaba— condenado a bogar en las galeras berberiscas! No volvería a ver jamás las llanuras grises, barridas por el viento de su país natal.
Unos criados malteses, encargados a las órdenes de los caballeros, de asegurar la policía del «batistan», vinieron para cogerle y entregarle a los guardianes de su nuevo dueño. Luego hicieron subir al estrado un grupo de niños blancos. La armenia hundió sus dedos en el hombro de Angélica.
—Mira: el que está junto al pilar es mi hermano Arminak.
—Diríase que es una niñita. Va pintado hasta los ojos.
—Es eunuco, como te he contado y ya sabes que en nuestro país se pinta a los niños. No esperaba verle aquí, pero tanto mejor. Es prueba de que le han encontrado digno de crecida puja. Con tal de que le compre alguno muy rico: es listo y ya verás como dentro de veinte años poseerá la fortuna del idiota de su dueño, que le habrá hecho su confidente y visir.
El viejo sudanés señaló al adolescente con su dedo enrojecido con alheña y lanzó una cifra gutural. El gobernador turco de Candía la elevó. Un religioso de sotana negra con la insignia de la cruz blanca, fue a sentarse entre los dos caballeros. Era un capellán de la Orden de Malta. Asió al tasador por el caftán y le murmuró unas palabras. El otro vaciló, interrogó con la mirada al gobernador turco, quien con un gesto de bendición hacia la escena accedió a la petición. Entonces los adolescentes se pusieron a cantar.
El capellán, que era italiano, escuchó a cada uno por separado y apartó cinco del grupo, uno de ellos el hermano de la armenia.
—1 000 piastras por el lote —dijo.
Un personaje de piel blanca, circasiano sin duda, tocado con bordado turbante, se levantó y gritó:
—¡1 500 piastras!
La armenia musitó:
—¡Qué felicidad! Es Chamyl-bey, el jefe de los eunucos blancos de Solimán Aga. Si mi hermano logra entrar en ese famoso harén, su fortuna está hecha.
—2000 —subió el capellán de la Orden de Malta. Le fue adjudicado el lote.
Tchemichkian lloró, secándose con un pico del velo las lágrimas que quemaban sus ojos ennegrecidos con alcohol[8].
—¡Ay! Por listo que sea mi pobre Arminak no conseguirá nunca burlar la vigilancia de esos religiosos que no se dejan aturdir por los placeres ni piensan más que en amontonar oro para sostener sus armas. Y estoy segura de que el sacerdote le ha comprado simplemente por su voz de castrado, para hacerle cantar en una iglesia católica. ¡Qué deshonra! ¡Quizá le lleven a Roma para que cante ante el Papa!
Y escupió, colérica, al decir aquella palabra. En el estrado continuaba la subasta. No quedaron más que dos muchachos enclenques que nadie quería y que el viejo sudanés aceptó por un precio irrisorio, a fuerza de protestas, diciendo que con ello perdía su reputación de hombre de gusto y de comerciante avispado.
Luego, estalló un alboroto en la sala. Hacía su entrada el enviado personal del Sultán de todos los Creyentes. El príncipe cherguís, tocado con su gorro de astracán llevaba uniforme de seda negra y, sobre el pecho, una serie de cartuchitos de fusil en oro cincelado, sostenidos por cordoncitos de seda roja, formando marcial bordado, y el puñal y el sable engastados de rubíes. Se adelantó seguido de su guardia, saludó distraídamente al gobernador turco; luego se detuvo ante el gran eunuco Chamyl-bey y entabló con él animada discusión.
—Disputan —musitó la armenia—. El príncipe dice que no admitirá que sea el eunuco de Solimán quien adquiera la bella cautiva, porque está destinada al Sultán de Sultanes. Espero ser yo esa bella cautiva. Arqueó su busto y onduló su cintura.
Angélica, pese a sus llamadas interiores a la razón, estuvo a punto de prorrumpir en sollozos. Aquellos hombres venidos allí para disputársela, decidían ya sobre su destino. Sintió vértigo. No escuchó apenas la continuación de las operaciones; la venta de los jóvenes eunucos negros de Escrainville; luego la de la rusa y, por último la de la pobre Tchemichkian. No supo nunca si la joven caucasiana vio al fin colmados sus deseos de ser escogida para un harén principesco, si había caído en manos del viejo proxeneta sudanés o, para mayor tristeza, en las de un corsario que la revendería después de haber gozado de ella.
Erivan, con su sonrisa perpetua entre sus aceitosos bucles, se inclinaba ante ella.
—Servios seguirme, bella dama.
El marqués d'Escrainville les pisaba los talones; asió a Angélica del hombro.
—Acuérdate —dijo—. Los gatos…
La idea de la muerte horrible que la amenazaba y la esperanza de librarse de ella por la intervención de los caballeros de Malta permitieron a Angélica afrontar los centenares de ardientes miradas que acogieron su aparición. Reinó un expectante silencio. Desde hacía tres días, la fama de la francesa tenía en llamas a Candía.
Inclinados hacia delante, los espectadores se preguntaban sobre el misterio de aquella criatura velada, presentada al fin a su codicia.
Erivan hizo una seña al joven eunuco de servicio, que se acercó e hizo caer el velo que ocultaba el rostro de la cautiva. Angélica se sobresaltó. Sus ojos refulgieron. A la luz tornasolada de los candelabros, veía aquellas caras tensas, aquellas miradas fijas y atentas de machos en acecho; y la idea de que iban a ofrecerla desnuda, dentro de un momento, a su concupiscencia, la irguió en un arranque de rebeldía, que le hizo palidecer mientras le recorría un prolongado escalofrío. Aquel estremecimiento salvaje, la mirada altiva y casi imperiosa de sus pupilas de aguamarina, parecieron electrizar la sala hasta entonces bastante indolente. Un súbito movimiento de interés y de pasión hizo ondular la hilera de cabezas.
Erivan lanzó una cifra:
—5000 piastras.
El pirata Escrainville se estremeció en su sitio. Era el doble de la cifra convenida para la puja inicial. ¡Maldito gusano el tal Erivan! Desde el primer instante había sentido nacer, en su público, el brote repentino de la codicia que justifica toda locura. Unos hombres iban a entregarse a las pasiones emparejadas del juego y del deseo.
—5 000 piastras.
—7 000 —gritó el príncipe cherguís.
El jefe de los eunucos blancos murmuró una cifra. Fogoso y resuelto a llevarse la subasta, Riom Mirza gritó:
—¡10 000 piastras! Se hizo un silencio religioso.
Angélica miró hacia el lado de los caballeros de Malta, que no habían hablado aún. Don José, con una sonrisa en la comisura de su boca severa, se inclinó.
—Príncipe —dijo—, el último imán del Gran Señor preconizaba la mayor economía. Rindo homenaje a la fortuna del Sultán, pero ¿10 000 piastras no son el precio de toda una tripulación de galera?
—El Sultán de Sultanes puede sacrificar una de sus innumerables galeras si tal es su augusto capricho —replicó secamente el caucasiano.
Y lanzó una mirada triunfante al eunuco Chamyl-bey, cuya cara de mujer gorda y apacible reflejaba la mayor tristeza. El gran eunuco de Solimán habría tenido profundo orgullo en llevar aquella esclava preciosa e insólita a su ilustre amo, pero como administrador de su fortuna, conocía mejor que nadie sus posibilidades y se reprochaba ya el haberlas rebasado.
El silencio se prolongaba. Angélica sintió de pronto las manos ágiles del joven eunuco sobre sus hombros mientras desenrollaba con gran habilidad la tela que cubría su pecho. Quedó desnuda hasta los ríñones, pálida bajo la luz ambarina de las velas. Un fino sudor angustioso brotaba sobre su piel, dando a su carne tonalidades de nácar. Retrocedió un paso, pero ya el eunuco había quitado las horquillas que retenían la cabellera y ésta cayó en cascada de oro sobre sus hombros. Tuvo ella el gesto instintivo de la mujer ante la sensación de perder el moño; alzó los brazos para contener la masa sedosa de sus bucles, y en aquel movimiento descubrió sus senos firmes y perfectos, ofreciendo la escena íntima y llena de gracia de la mujer en su tocado.
Un murmullo recorrió la masa de asistentes. Un corsario italiano lanzó una serie de juramentos. Una oleada de nerviosismo y pasión agitó las masas aglomeradas de caftanes, casacas, uniformes y gloriosos oropeles.
El eunuco Chamyl-bey decidió que por semejante tesoro, su amo le perdonaría las dificultades pecuniarias, y lanzó:
—¡11 000 piastras!
El viejo comerciante sudanés se levantó y recitó una larga parrafada en tono de melopea. Erivan tradujo:
—11500 piastres de un pobre viejo que dedica toda su fortuna a adquirir esta turquesa cuyos favores se disputarán los jeques de Arabia, los reyes de Etiopía, los reyes del Sudán y hasta de la lejana Kampar.
Se hizo una nueva pausa.
Angélica miraba con terror al viejo negro de las comarcas remotas que, por su osadía de comerciante, iba a derrotar a los dos poderosos pujadores.
El caballero de Malta bajó sus párpados morenos.
—12 000 piastras —dijo.
—13 000 —gritó Riom Mirza. Una vez más el español declaró con ironía—: ¿Creéis que el Sultán de Sultanes os agradecerá que le arruinéis? El desorden de sus finanzas no es un secreto para nadie.
—Yo no hablo ya por el Sultán —respondió el príncipe cherguís— sino por mí. Quiero esta mujer. Sus ojos negros no se apartaban de Angélica.
—En uno u otro caso, ¿no os exponéis a que os corten la cabeza? —insistió el Comisario de Esclavos de Malta.
Por toda respuesta, el Príncipe repitió impaciente:
—13 000 piastras.
Don José suspiró.
—15 000 piastras.
Se elevaron murmullos. Chamyl-bey callaba, presa de las angustias de la íncertidumbre. ¿Iba a dejarse arrastrar a un desequilibrio en su presupuesto durante largos meses, o cedería a la vanidad de llevar al serrallo de Solimán Aga aquella perla rara…?
—16 000 —lanzó Riom Mirza.
Pero comenzaba a flojear, porque se levantó el gorro de astracán para secarse la frente.
—¿Quién da más? —gritó el subastador; y luego repitió su grito en varias lenguas.
Hubo un silencio opresor. Los corsarios europeos no habían abierto la boca. Vieron desde el comienzo que rápidamente la subasta se elevaba demasiado por encima de lo que permitían sus ambiciones. ¡Condenado Escrainville! Había sabido pillar la mejor tajada. Con aquella mujer iba a poder no sólo pagar todas sus deudas sino comprarse además otro navio con toda su tripulación.
—¿Quién da más? —repitió Erivan, con un gesto en dirección a Don José.
—16 500 —dijo éste, secamente.
El príncipe se obstinó.
—17 000.
Las cifras salían disparadas como balas. El rumor de las voces y las palabras en francés, en italiano o griego, chocaban en la cabeza de Angélica. No lograba seguirlas. Tenía miedo. Veía crisparse la cara morena de Don José y ensombrecerse al bailío de La Marche. Temblaba, intentando taparse con la cabellera. ¿Cuándo iba a terminar aquel suplicio?
Un árabe muy alto envuelto en su blanco albornoz se levantó en el fondo de la sala y con paso flexible de pantera, doblándose en numerosos saludos, se acercó al estrado. Angélica oyó a Erivan nombrarle: Naker Alí. Bajo su turbante listado de rojo y blanco, se abrían unos ojos oscuros como la noche, en un rostro oliváceo, de nariz aguileña y barba negra y brillante.
Se agazapó sin apartar su mirada de la joven y sacó, de un ancho bolsillo sobre su pecho, unos objetos que se vieron después sobre su palma abierta. Eran las más bellas piedras preciosas traídas de su último viaje a las Indias: dos zafiros, un rubí del tamaño de una almendra, una esmeralda, un berilo azul, ópalos, turquesas. Con la otra mano, Naker-Alí extrajo su ligera balanza de orfebre ambulante, formada de una púa de puerco-espín como fiel y un platillo de cobre. Colocó allí las piedras una por una. Erivan, inclinado sobre él, se dedicaba con los dedos y los labios a cálculos tan rápidos como complicados. Anunció al fin, triunfante:
—¡20 000 piastras!
Angélica lanzó una mirada de pánico hacia Don José. La cifra-límite que el caballero de Malta se había fijado, estaba superada. El bailío de La Marche suplicó, casi en voz alta:
—¡Hermano, un esfuerzo más!
Al príncipe cherguís Riom Mirza le rechinaban materialmente los dientes. Por su parte, renunciaba. Pero ¿iban a dejar aquella soberbia francesa a un vulgar mercader del MarRojo, rico pero tosco personaje, cuyo harén de tendero en una casa de madera en Candía o en Alejandreta debía apestar a langostas asadas y a aceite rancio?
Habló aparte a Don José, apostrofándole, intimándole a que se pronunciase sin dilación, porque si no le mataría con su propia mano. El caballero de Malta, con los ojos clavados en el techo parecía un mártir de un retablo español.
Dejó acallarse el tumulto, y lanzó para terminar:
—¡21 000 piastras!
El gobernador turco de Candía, entornando los ojos con malicia, sacó la punta de su narguilé de entre su barba blanca y dijo, suavemente:
—21 500.
La mirada de Don José fue una daga envenenada. Sabía a ciencia cierta que el turco no podía pechar con semejante deuda y que sólo lo hacía para usurpar la superioridad al Estado soberano de Malta, primera nación cristiana. Estuvo a punto de terminar la puja y de dejar al viejo pacha burlón que se las compusiera para abonar sus 21 500 piastras y para rendir honores a su demasiado bella esclava. Pero la expresión patética de la joven le conmovió, aunque no quería ceder a un sentimiento.
Erivan, que sabía también que la última oferta no era más que una chanza por parte del gobernador, prolongó hábilmente la subasta para dar tiempo a éste último a lamentarlo y jurarse que no volvería a insistir más; y luego propuso, volviéndose hacia el Comisario de Esclavos de la orden de Malta:
—Arracho[9]
—22 000 —dijo, tajante, Don José de Almada.
El silencio fue entonces larguísimo, vacilante.
Pero Erivan no había jugado sus últimos triunfos. Sabía por experiencia que la pasión de los hombres es mucho más fuerte que su rigurosidad comercial.
Don José, que luchaba por un «asunto», no podía aportar a las subastas la constancia de un hombre presa del deseo de posesión.
El árabe Naker-Alí, arrodillado al pie del estrado alzaba hacia la esclava una mirada alucinada. Sus finos labios temblaban y, en algunos momentos, metía la mano en el bolsillo de su vestimenta; luego, se detenía frenado por suprema vacilación.
El eunuco se acercó y tiró del broche que sostenía el cinturón del último velo. La tenue tela cayó a los pies de Angélica.
Ella percibió la violenta turbación que agitaba a los hombres y los inclinaba hacia la forma blanca que acababa de aparecer, tan bella como esas estatuas griegas que se encuentran bajo las adelfas, en las islas.
Pero aquella estatua vivía. Temblaba la joven y todos percibían los estremecimientos de su admirable cuerpo torturado: prendas de voluptuosidad, promesa de emociones y abandonos, para quien supiera seducirla.
Cada cual soñó con una conquista difícil y con una victoria arrobadora.
Cada cual soñó con ser el dueño que sabría hacerla desfallecer de placer.
Una oleada abrasadora recorrió a Angélica, tras una sensación de frío mortal. Y para no soportar más aquellas miradas devoradoras se tapó el rostro con su brazo doblado. La abrumaba tal sensación de sonrojo y desesperación que la dejaba ciega y sorda para cuanto ocurriera a su alrededor en lo sucesivo. No vio a Naker-Alí mostrar sobre la palma de su mano un diamante blanco, bastante grueso, y unas aguas admirables que depositó en la balanza.
—23 000 piastras —gritó Erivan.
Don José volvió la cabeza.
—¿Arracho? ¿Arracho? —murmuró Erivan, y tendió la mano hacia su campanilla de final de venta.
El príncipe cherguís lanzó un rugido y se arañó la cara con sus uñas en señal de desesperación. Una lenta sonrisa se dibujó en el rostro del árabe.
Entonces, Chamyl-bey, el gran eunuco blanco, se levantó. Las últimas pujas le habían dado tiempo a buscar las diversas combinaciones financieras por medio de las cuales restablecería la fortuna muy mermada de su amo y taparía aquella brecha importante.
Frío, impasible, dejó caer sin mover apenas los labios:
—25 000 piastras.
Se apagó la llamarada sobre el rostro de Naker-Alí. Recogió su pedrería, la guardó de nuevo en su pecho y luego, levantándose, marchó despacio, hundiéndose en la sombra y saliendo de la sala de ventas.
Vuelto hacia Chamyl-bey, Erivan alzó lentamente su campanilla. Luego, su mano quedó en alto, como paralizada, y ya no se movió.
El silencio se hizo pesado y extraño, interminable…
Se prolongó indefinidamente, tan absoluto y tan insólito que Angélica lo percibió y alzó la cabeza instintivamente. Entonces, sintió una conmoción. Violenta como un golpe. Uno de esos golpes terribles que hacen vacilar la razón y gritar delirando. Porque al pie del estrado, adonde se dirigía con paso tranquilo, después de haber cruzado la sala sin prisa, entre las miradas estupefactas, había un gigantesco y sombrío personaje. Negro de los pies a la cabeza, negro con sus guantes de cuero de manoplas claveteadas de plata, negro por su máscara del mismo cuero que le cubría todo el rostro hasta los labios, encuadrado por una barba oscura que daba a aquella aparición un aspecto de pesadilla.
Detrás de él, Angélica reconoció la silueta rechoncha del capitán Jason.
Erivan bajó muy suavemente el brazo que sostenía la campanilla de remate de ventas. No la había agitado. Se inclinó hasta el suelo y susurró, en tono untuoso:
—Esta mujer está a la venta. ¿Os interesa, monseñor Rescator?
—¿Cómo van las pujas?
La voz que salía de debajo de la máscara negra era baja y ronca.
—25 000 piastras —dijo Erivan.
—¡35 000!
El armenio se quedó con la boca abierta. Fue el capitán Jason, quien volviéndose hacia la concurrencia, repitió, con voz estentórea:
—¡35 000 piastras ofrece mi amo!, monseñor Rescator. ¿Quién da más?
Chamyl-bey se desplomó sobre los cojines y permaneció postrado, mudo.
Angélica oyó el débil tintineo de la campanilla. Aquella forma tenebrosa a la que miraba con aire trastornado, le pareció que se agrandaba más aún, que se acercaba, y sintió cómo la envolvía el pesado manto de terciopelo negro, que el Rescator había deslizado de sus hombros a los de ella. Los pliegues de la prenda cayeron hasta sus pies. Con gesto furioso, lo ciñó a su cuerpo. En toda su vida olvidaría la vergüenza que había tenido que padecer.
Unas manos desconocidas seguían manteniéndola sólidamente, unas manos posesivas. Notó entonces que le fallaban las piernas y que sin aquella ayuda, habría caído de rodillas. La voz sorda y ronca decía:
—¡Buena velada para vos, Erivan! ¡Una francesa…! ¡Y de qué calidad! ¿Quién es su dueño?
El marqués d'Escrainville se adelantó titubeante como un hombre ebrio. Sus pupilas llameaban en su rostro de yeso. Tendió un dedo tembloroso hacia Angélica:
—¡Una ramera! —dijo con voz balbuciente y sombría—, la peor ramera que haya pisado la tierra. ¡Ten cuidado, maldito brujo, te devorará el corazón…!
El tuerto Coriano vino corriendo del fondo de la sala, desde donde había seguido la venta, tras una cortina. Se interpuso, descubriendo su boca desdentada en la más obsequiosa de las sonrisas.
—No le escuchéis, Monseñor, la alegría le hace perder la cabeza. Esta dama es encantadora… Muy encantadora. Completamente dócil y tierna.
—¡Falsario! —exclamó el Rescator.
Se llevó la mano a la escarcela de oro que colgaba de su cinturón; sacó una bolsa repleta de escudos y se la arrojó a Coriano, cuyos ojos se desorbitaron.
—Pero, Monseñor —farfulló el filibustero—, si yo tendré mi parte del botín.
—Toma eso como anticipo.
—¿Porqué?
—Porque quiero que todo el mundo esté contento esta noche.
—¡Bravo! ¡Bravissimo! —chilló Coriano, tirando al aire su gorro—. ¡Viva Monseñor Rescator!
Este alzó la mano:
—Comienza la fiesta.
El capitán Jason transmitió la invitación que el más poderoso traficante de plata del Mediterráneo ofrecía a la noble concurrencia. Iban a traer danzarinas, vinos, cafés, músicos y cordero asado. Se entregarían bueyes enteros a las tripulaciones de todos los navios corsarios anclados en el puerto, se colocarían en todas las esquinas de la ciudad treinta barricas de vinos de Esmirna y de Malvasía. Unos criados pasarían con cestas de galleta y espetones de carne por las calles y se arrojaría una lluvia de monedas desde lo alto de los tejados.
Candía, durante aquella noche, disfrutaría del máximo regocijo en honor de la francesa. Así lo quería monseñor el Rescator.
—¡Viva! ¡Viva! —gritaban.
—¡Pah! ¡Pah! ¡Pah! —lanzaron los turcos, ocupando de nuevo sus sitios en los divanes de la sala, cuando ya se disponían a marcharse. Todos, corsarios o príncipes, volvían a sentarse, preparados para los prometidos festejos. Solamente los dos caballeros de Malta se dirigieron a la puerta. El propio Rescator los llamó:
—¡Caballeros! ¡Caballeros! ¿No queréis ser de los nuestros?
Don José le fulminó con la mirada, y en compañía del bailío de La Marche, se retiró, muy digno.