XVI El “Batistán”.

Suprema gestión de los caballeros de Malta.

El sol estaba ya en el ocaso cuando unos palanquines de cortinillas corridas, llevados por esclavos, trasladaron a las tres mujeres al «batistan» de Candía.

Se hallaba éste situado en una altura. Desde el exterior tenía el aspecto de un gran establecimiento cuadrado de estilo bizantino que se abría por altas e historiadas verjas. La multitud era densa en los alrededores y las cautivas, siempre bajo la vigilancia de los eunucos, tuvieron que esperar a la entrada, en donde un grupo de gente se amontonaba ante una especie de encerado negro hecho de mármol sin bruñir. Un hombre de tez oscura y nariz prominente, vestido con una casaca recamada, pero sin turbante, escribía con todo cuidado en dos lenguas: italiano y turco.

Angélica conocía el italiano lo suficiente como para poder descifrar lo escrito. Poco más o menos, decía:

Griegos cismáticos 50 escudos oro.

Rusos muy robustos 100 escudos.

Moros y turcos 75 escudos.

Franceses a granel, al cambio 30 escudos.

Curso de los cambios:

1 francés = 3 moros en Marsella.

1 inglés = 6 moros en Tana.

1 español = 7 moros en Monte-Christi (Agadir).

1 holandés = 10 moros en Liorna o Genova.

Un empujón de sus guardianes hizo avanzar a Angélica, y el pequeño grupo penetró en un amplio patio-jardín con pavimento de una preciosa mayólica azul muy antigua, alternando con macizos de rosales, de adelfas y de naranjos. Una fuente, joya de arte veneciano, murmuraba en el centro. Los rumores de la ciudad morían en el interior de las gruesas murallas de aquel caravansar, donde las idas y venidas, no por ello menos afanosas, revestían la dignidad más solemne del alto comercio. Porque allí no estaba uno en los bazares. Alrededor del jardín, columnas cinceladas y cubiertas de antiguas pinturas bizantinas, con finuras de reflejos metálicos, sostenían un largo peristilo cubierto, sobre el cual se abrían las puertas de las salas interiores en donde se efectuaban las ventas. Después de haber cruzado el jardín en toda su longitud, el hammamtchi dejó sus ovejas ante el peristilo para ir a informarse de la sala que les estaba destinada.

Angélica se sofocaba bajo los numerosos velos con que la habían envuelto. La impresión de pesadilla se acentuaba. Apresada en el engranaje, se veía aquella noche en el umbral de aquel mercado de carne humana donde iban a disputársela hombres de todas las razas, de mirada concupiscente. Apartó el velo que ocultaba el rostro para respirar un poco. El joven eunuco la conminó con vehemencia a que se cubriese.

Ella no le escuchó.

Siguió con mirada sombría y aterrada la llegada de los compradores árabes o europeos que cruzaban los jardines y penetraban bajo las columnas saludándose cortésmente. De pronto, vio a Rochat, el cónsul interino, que franqueaba la verja. Llevaba, como de costumbre, barba de ocho días, y tenía un rollo de papeles bajo el brazo.

Angélica se lanzó hacia él, y cruzó el jardín corriendo.

—Señor Rochat —dijo abordándole, jadeante—, escuchadme pronto. Vuestro innoble camarada Escrainville ha decidido venderme. Procurad socorrerme y yo sabré ser agradecida. Tengo fortuna en Francia, y recordad que no os he engañado en cuanto a las cien libras que os prometí. Sé que no podéis intervenir personalmente pero ¿podríais interesar en mi terrible suerte a compradores cristianos; por ejemplo caballeros de Malta, que son aquí tan poderosos? Tiemblo de verme comprada por un musulmán y llevada a un harén. Haced comprender a los caballeros que estoy dispuesta a pagar el rescate que sea si consiguen vencer en la subasta y arrancarme de las garras de esos infieles. ¿No tendrán piedad de una mujer cristiana?

El representante francés comenzó por parecer muy molesto y dispuesto a excusarse; luego se serenó a medida que ella hablaba.

—Sí, esa es una excelente idea —dijo rascándose la nuca— y completamente realizable. El comisario de Esclavos de la Orden de Malta, Don José de Almada, de la Comunidad de Castilla, está presente esta noche, así como un elevadísimo personaje de la Orden, compatriota nuestro, el Bailío Carlos de La Marche, de la Comunidad de Auvernia. Voy a procurar interesarles en vuestro caso. Por lo demás, no veo que haya motivo alguno para no hacerlo.

—¿No resultará extraño que unos religiosos compren una mujer?

Rochat alzó los ojos al cielo.

—Mi pobre amiga, bien se nota que no sois de aquí. Hace ya largo tiempo que la Orden compra y revende mujeres con el mismo título que adquiere los otros esclavos. Nadie lo censura. Estamos en Oriente y no olvidemos que estos buenos Caballeros hacen voto de celibato y no de castidad. De todas maneras no es la baratija lo que les interesa sino el rescate. La religión necesita dinero para sostener el poderío de su flota guerrera. Pues bien, voy a salir garante de vuestros títulos, de vuestro rango y de vuestra fortuna. Además, los Caballeros se sienten satisfechos de estar a bien con el rey de Francia y he oído decir que gozabais de favor en la Corte con respecto a Su Majestad Luis XIV. Todo esto les convencerá para prestaros ayuda.

—¡Oh, gracias, señor Rochat…! ¡Sois mi salvador!

Se olvidaba de que era apocado, mísero y que iba sin afeitar. Iba a hacer algo por ella. Le estrechó con efusión las manos. Rochat dijo emocionado y torpe:

—No me deis las gracias… Me alegrará mucho poder seros útil… Me atormentaba vuestro caso pero no podía remediarlo, ¿verdad? En fin, ahora, tened confianza.

El joven eunuco que se les había unido lanzaba gritos como un quebrantahuesos. Acabó por coger a Angélica del brazo a fin de cortar aquel aparte escandaloso.

Rochat se alejó rápidamente.

Furiosa al sentir unas manos negras sobre su brazo, Angélica se volvió y abofeteó las mejillas flaccidas del eunuco. Este desenvainó el sable y se quedó indeciso, sin saber cómo utilizar su arma contra una mercancía preciada que le habían recomendado encarecidamente. Era un eunuco joven, llegado de un pequeño serrallo de provincia, donde no había tenido bajo su custodia más que a dulces mujeres indolentes. No le habían enseñado aún cómo debía comportarse con extranjeras recalcitrantes. Sus abultados labios hicieron una mueca como si fuese a llorar.

El hammamtchi alzó los brazos al cielo al enterarse del incidente. No tenía más que un afán: desembarazarse de sus responsabilidades. Por suerte para él llegó el marqués d'Escrainville. Los dos eunucos le hicieron un relato detallado de sus dificultades.

El pirata lanzó una mirada colérica a la mujer velada en la que le costaba trabajo reconocer al joven caballero del viaje. Bajo los pliegues de muselinas y sedas que caían sobre su cuerpo se realzaba toda la femineidad de Angélica. La antigüedad que envolvió simplemente a las mujeres en vez de encorsetarlas, sabía que el pliegue de una tela puede revelar un cuerpo floreciente y apetecible.

Escrainville rechinó los dientes. Su mano apretó el brazo de Angélica hasta hacerle palidecer de dolor.

—¿Es que no te acuerdas, puta, de lo que te he prometido si no eras dócil? Esta noche misma estarás en manos de los eunucos o te entregaremos a los gatos… A los gatos…

Una mueca horriblemente cruel deformaba sus rasgos. Ella pensó que se parecía al demonio. Él se dominó, porque un invitado avanzaba por la avenida. Era un banquero veneciano, barrigudo, cubierto de plumas, encajes y dorados.

—Señor Marqués d'Escrainville —exclamó el recién llegado con marcado acento—, me complace mucho veros de nuevo. ¿Cómo os encontráis?

—Mal —respondió el gentilhombre-pirata, secándose la frente sudorosa—. La cabeza me estalla. Tengo jaqueca, y la tendré hasta que no haya conseguido vender a esa muchacha que veis ahí.

—¿Es bella?

—Juzgadlo vos mismo.

Con gesto de chalán levantó el velo de Angélica. Él otro emitió un ligero silbido.

—¡Pardiez…! Tenéis la suerte de vuestra parte, señor Escrainville. Esta mujer va a llenaros de oro.

—Cuento con ello. No la daré en menos de 12 000 piastras.

El rostro de carrillos temblequeantes del banquero mostró una expresión decepcionada. Debía pensar que la bella cautiva estaba muy por encima de sus medios.

—12 000 piastras… Ciertamente, las vale, pero ¡sois voraz!

—Hay aficionados que no vacilarán en subir hasta ese precio. Espero al príncipe charkés Riom Mirza, un amigo del Gran Sultán, encargado por éste de buscarle la perla rara y también a Chamyl-Bey, el gran eunuco del pachá Solimán Aga, que no repara en el precio cuando se trata de los placeres de su amo…

El veneciano lanzó un hondo suspiro.

—Nos es difícil competir con las prodigiosas fortunas de esos orientales. Sin embargo, asistiré a la venta. O mucho me equivoco o vamos a presenciar un espectáculo selecto. ¡Buena suerte, querido amigo!

La sala de ventas parecía un inmenso salón. Alfombras valiosas cubrían el suelo y había divanes bajos, unos frente a otros, a lo largo de las paredes. El fondo de la estancia lo ocupaba un estrado al que se subía por breves escalones. Preciosos candelabros de cristal de Venecia reflejaban desde el techo, con sus mil colgantes, las luces que unos criados malteses acababan de encender.

La sala estaba ya casi llena. La multitud no cesaba de aumentar. Unos servidores turcos de largos mostachos y tocadoscon gorro puntiagudo de tisú de oro o plata, se afanaban sirviendo tacitas de café y platos de golosinas sobre mesas bajas de cobre o plata. Otros dejaban junto a quien lo deseaba el inevitable narguilé, cuyo discreto glúglú se mezclaba al rumor de las conversaciones.

Predominaban las vestimentas orientales. Sin embargo, una decena de corsarios blancos rozaban con sus embreados calzones los caftanes bordados. Algunos, como el marqués d'Escrainville, se habían tomado la molestia de ponerse una casaca o traje no muy raídos, y de tocarse con sombrero de plumas aún vistosas; pero todos con el adorno belicoso de sus numerosas pistolas o sables de abordaje. Pipas holandesas de hornillo pequeño y largo tubo competían, bajo los mostachos, con su hermano oriental el narguilé. El renegado danés Eric Jansen entró escoltado por tres guardaespaldas tunecinos y fue a sentarse, altivo y barbudo, cerca del viejo comerciante sudanés. Este negro, con manto bárbaro africano, era un alto personaje, representante de los traficantes del Nilo encargados de aprovisionar los harenes de Arabia y Etiopía y los de todos los sultanes y reyezuelos del interior de África. Sus cabellos blancos y rizosos, bajo casquete bordado de perlas, contrastaban con su piel negra, algo amarillenta en los pómulos y en la nariz.

Las tres mujeres, veladas y conducidas por los eunucos, cruzaron la sala en toda su longitud. Les hicieron subir los escalones del estrado, y luego las empujaron hacia el fondo, donde una cortina podía ocultarlas a medias y donde había unos cojines para sentarse.

El armenio, que hacía poco escribía las cotizaciones de la Bolsa de esclavos a la entrada del «batistan», se acercó a ellas en compañía del marqués d'Escrainville. Era Erivan, el subastador y ordenador de las ceremonias. Llevaba amplia vestidura oscura, barba asiría de bucles bien peinados y cabellera igualmente rizada y perfumada; se presentía que debía oponer a la fiebre de las ventas, a los llantos de los esclavos y a las reivindicaciones de los dueños, la misma sonrisa untuosa y apacible.

Saludó a Angélica en francés con mucha deferencia, preguntó en turco a la eslava y a la armenia si no deseaban que les trajesen café y sorbetes, confituras y otras golosinas, a fin de esperar con paciencia. Luego, una viva discusión le enfrentó con el marqués d'Escrainville.

—¿Para qué recogerle los cabellos? —protestó el pirata—. Como veis es un verdadero manto de oro.

—Dejadme hacer —dijo Erivan, entornando los ojos—. Hay que reservar las sorpresas.

Llamó con una palmada a dos sirvientas muy jóvenes. Siguiendo las indicaciones de Erivan, trenzaron los cabellos de Angélica y los recogieron sobre la nuca en grueso moño sostenido por horquillas con cabeza de perlas. Luego la envolvieron de nuevo en sus velos.

Angélica se dejó hacer, indiferente. Toda su atención se concentraba en acechar la llegada de uno de aquellos caballeros de Malta cuya ayuda le había prometido Rochat. Por la rendija de la cortina, intentaba en vano percibir entre los caftanes y las casacas, el sobrio manto negro con la cruz blanca de los gentileshombres de la Orden. Un sudor frío bañaba su frente ante la idea de que Rochat no encontrase los argumentos necesarios para convencer a aquellos prudentes comerciantes para que le concedieran crédito.

Comenzó la venta. Presentaron a un moro, experto en navegación, y se hizo un silencio apreciativo ante aquella estatua de bronce cuyo cuerpo había sido cuidadosamente frotado con aceite para hacer resaltar sus nudosos músculos y formas hercúleas.

Entonces, nuevos rumores turbaron la atención, que se desvió un instante por la entrada de dos caballeros de Malta. Envueltos en su manto negro con la cruz plateada, atravesaron la sala inclinándose ante los notables de Constantinopla, avanzaron hasta el estrado y dijeron unas palabras a Erivan. Este les señaló el rincón de las cautivas. Angélica se incorporó, llena de esperanza. Los dos Caballeros se inclinaron ante ella, con la mano en la empuñadura de sus espadas. Uno era español, el otro francés, los dos emparentados con las familias más linajudas de Europa, porque era preciso justificar cuando menos ocho ramas de nobleza para obtener el título de caballero de la Orden más encopetada de la cristiandad. La severidad de su atuendo no descartaba cierto lujo. Bajo los mantos, llevaban una corta casulla negra, marcada igualmente con una cruz blanca y que cubría sus jubones. Pero los puños y chorreras eran de encaje de Venecia, las medias de seda con una flecha plateada, y en los zapatos lucían hebillas también de plata.

—¿Sois la noble dama francesa de quien acaba de hablarnos el señor Rochat? —preguntó el de más edad, que llevaba una peluca blanca al mejor estilo de Versalles. Se presentó—: Soy el bailío de La Marche, de la Comunidad de Auvernia, y he aquí a Don José de Almada, de la Comunidad de Castilla, comisario de Esclavos por la Orden de Malta. Con este título puede interesarse por vos. Según parece habéis sido capturada por el marqués d'Escrainville, ese buitre pestilente, cuando os dirigíais a Candía, encargada de una misión por el rey de Francia.

Angélica bendijo in mente al pobre Rochat por haber presentado las cosas de aquella manera. Le mostraba el camino a seguir.

Se apresuró ella a hablar del Rey como persona habituada a la Corte, nombró a sus más importantes amistades, desde monsieur Colbert hasta madame de Montespan, habló del duque de Vivonne, que había puesto su galera almirante y la escolta de la escuadra real a su disposición. Luego contó cómo había quedado desorganizado el crucero por el ataque del Rescator…

—¡Ah, el Rescator…! —exclamaron los Caballeros alzando los ojos al cielo.

Y cómo, después de aquello, había ella intentado proseguir su misión con medios fortuitos en un pequeño velero, que no tardó en ser presa de otro pirata, el marqués d'Escrainville.

—Estos son los efectos deplorables del desorden que impera en el Mediterráneo desde que los Infieles han desterrado de él la disciplina cristiana —dijo el bailío de La Marche.

La habían escuchado los dos moviendo la cabeza, convencidos en seguida de su sinceridad. Los personajes que ella nombraba, los detalles que daba sobre su rango en la Corte de Francia, no podían dejarles duda alguna.

—Es una historia lamentable —concedió el español, en tono lúgubre—. Tenemos el deber con el rey de Francia y con vos misma, señora, de intentar sacaros de este mal paso. ¡Ay, no somos ya los dueños en Candía! Pero como propietarios del «batistan», los turcos nos deben cierta consideración. Vamos a pujar en la subasta. Soy Comisario de Esclavos de la Orden y poseo, por tanto, ciertas disponibilidades para los asuntos que a mi criterio ofrezcan buenas garantías.

—Escrainville es exigente —hizo observar el bailío de La Marche—. Querría por lo menos 12 000 piastras.

—Puedo prometeros el doble por mi rescate —dijo vivamente Angélica—. Venderé mis tierras si es preciso, venderé mis cargos, pero seréis reembolsados, me comprometo a ello. La Religión no tendrá que lamentar el haberme salvado de un destino horrible. Pensad que si soy llevada a un harén de Turquía, a partir de entonces, nadie, ni siquiera el rey de Francia, podrá hacer nada por mí.

—¡Eso es cierto, ay! Pero tened confianza. Vamos a intervenir en cuanto nos sea posible. —Sin embargo, Don José parecía preocupado—. Hay que esperar pujas muy elevadas. Está anunciada la presencia de Riom Mirza, el amigo del Gran Señor. El Sultán le ha encargado que le busque una esclava blanca de excepcional belleza. Según parece ha visitado ya los mercados de Palermo e incluso de Argel sin resultado satisfactorio. Se disponía a volver fracasado cuando ha oído hablar de la francesa capturada por el marqués d'Escrainville. Es indudable que se aferrará con todos los medios si descubre que madame de Plessis representa el ideal perseguido en vano para complacer a su augusto amigo.

—Se habla también, como posibles competidores, de Chamyl-bey y del acaudalado orfebre árabe Naker-Alí.

Los dos caballeros se apartaron unos pasos a fin de discutir locuaces a media voz, y luego volvieron.

—Llegaremos hasta las 18 000 piastras —dijo Don José—. Es un margen enorme y estamos seguros de que nuestros competidores más tenaces renunciarán. Contad con nosotros, señora.

Algo aliviada, les dio las gracias con voz apagada y vio alejarse, con el corazón oprimido, las dos siluetas envueltas en sus mantos negros con la cruz blanca. ¿Se habrían mostrado tan generosos de haber sabido que la gran dama a quien deseaban salvar no gozaba ya del favor regio? Pero había que evitar el peligro más apremiante. Esclavista por esclavista, ella prefería estar del lado de la Cruz que del de la Media Luna.