XV Por las calles de Candía. Savary conspira

A partir de aquella horrible escena, Angélica vivió en una especie de decaimiento resignado, sin intentar ya concentrar sus pensamientos ni rebelarse.

Sus dos compañeras cambiaron una mirada de comprensión viendo a la francesa, antes tan insolente, permanecer largas horas postrada con los ojos absortos. El pirata sabía la manera de domar a las más rebeldes. Era hombre de gran experiencia. Sentían consideración y aun cierto orgullo de haber caído en su poder.

Al día siguiente uno de los guardianes moros del Hermes hizo su entrada seguido de dos voluminosos negros. A primera vista, Angélica los tomó en efecto por hombres, porque así iban vestidos, tocados con enormes turbantes turcos y con sable al cinto. Pero al examinarlos desde más cerca vio que eran dos mujeres de cierta edad… porque bajo el bolero de terciopelo bordado se adivinaban sus senos caídos, y sus rostros torturados eran imberbes. La más vieja se plantó ante Angélica y dijo en voz de falsete:

—¡Hammam!

La francesa volvió hacia la armenia unos ojos interrogantes.

—¿Hammam? ¿No quiere esto decir baño, en persa?

Choch yacki[6] —aprobó la vieja, con una sonrisa deslumbrante, y luego añadió, apuntando su índice teñido de naranja hacia la moscovita— Bania[7] —Finalmente volvió el dedo hacia su pecho, diciendo— ¡Hammamtchi!

—Es la jefa de las bañeras —dijo la señora Tchémichkian, muy excitada.

Explicó que eran dos eunucos que venían a buscarlas para llevarlas al baño turco, depilarlas, vigilarlas y vestirlas. La eslava pareció despertarse y parloteó muy de prisa y con mucha amabilidad con los atroces personajes. Ella y su compañera parecían encantadas.

—Dicen que podremos escoger los vestidos más caros en el bazar y joyas. Pero antes tendréis que cubriros con el velo. El eunuco opina que es indecente para vos ir vestida de hombre y que esto le avergüenza.

Las hicieron subir a la casa, donde tenían preparada una comida: buñuelos y carne con jugo de limón y de naranja. Los eunucos las vigilaban. Angélica se estremeció al sentir sobre su hombro la mano de uñas anaranjadas del viejo eunuco, que apartó los cabellos para examinarle la espalda. El marqués d'Escrainville apareció entonces. El eunuco le dirigió unas palabras vehementes en turco. La armenia murmuró:

—Le pregunta si no está loco por haber golpeado a una mujer tan bella antes de la venta… Y no garantiza que pueda borrar esta señal para la noche.

Escrainville respondió groseramente a los reproches en la misma lengua. El eunuco, hizo una mueca de matrona ofendida y enmudeció. Los ojos del corsario estaban inyectados en sangre y su boca tenía un rictus amargo. Su mirada era huidiza y no se posó en Angélica. Al cabo de un momento, salió pisando sonoramente.

Unos servidores trajeron los vestidos de calle para las mujeres. Angélica tuvo que meterse por la cabeza un amplio «chader» negro abierto a la altura de los ojos por tul blanco. Varios asnos con alforjas esperaban afuera, llevados del ronzal por chiquillos harapientos. La armenia hizo observar que el ir montadas en asnos demostraba que eran mercancía costosa. Luego, ella y su camarada eslava se pusieron a discutir en turco con el viejo eunuco y Angélica, que no entendía, se quedó apartada.

El viejo eunuco resultó un hombre muy afable y charlatán. Comenzó por comprar unos trozos de temblona jalea roja y verde, que ofreció a las tres mujeres explicando que era «rahat-lukum» de frambuesa y de menta, pero no convenía abusar antes del baño. Cuando Angélica, que encontró insípido y repugnante aquel dulce, quiso ofrecérselo al chiquillo que conducía su asno, el negro se lo arrancó y propinó un vergajazo en las pantorrillas del muchacho.

Después de aquellos días de internamiento, el aire libre le sentaba bien. La tempestad se había alejado. El mar, que se divisaba a veces al final de una calleja, tenía un tinte morado salpicado de blanco, pero el cielo era azul y limpio de nubes, y el calor menos sofocante. El pequeño cortejo avanzaba muy despacio entre la barahúnda de las calles invadidas ya de gente, pese a la hora temprana. Lo mismo que en el puerto, todas las razas del Mediterráneo se codeaban en aquellos estrechos pasadizos abiertos entre dos muros lisos de casas griegas o balcones salientes de los palacetes venecianos. Griegos de las montañas, campesinos de los alrededores, que se distinguían por sus faldellines blancos y sus rodillas al aire, se mezclaban con mercaderes árabes de chilabas grises o bordadas. Algunos turcos, bastante escasos, se distinguían por sus inmensos turbantes, globos de muselina blanca o rutilante raso, sujetos con gemas, los calzones bombachos y las fajas de innumerables vueltas. Malteses aceitunados se cruzaban con italianos y sardos, vestidos al estilo de su país. La mayoría eran pequeños mercaderes llegados allí costeando. El hecho de haberse zafado de los corsarios les permitía abordar en Candía como hombres libres, tratando, de igual a igual, para la liquidación de su flete, como hubiera podido hacerlo Melchor Pannassave si la suerte le hubiese sonreído. Veíanse muchos trajes europeos y grandes chambergos emplumados, botas con vueltas y también zapatos de tacón. Vestimentas más o menos raídas, chorreras más o menos arrugadas de funcionarios coloniales, olvidados en aquella isla lejana, terciopelo y pluma de avestruz, cuero fino de algún banquero venido de Italia o de comerciante próspero.

Cada cien pasos se topaba con un pope vestido de negro, barbudo y llevando sobre el pecho una inmensa cruz de madera labrada, de plata o de oro. La armenia pedía a todos su bendición, que el religioso le concedía distraídamente, trazando en el aire el signo de la cruz.

En el barrio de los sastres, el jefe de los eunucos efectuó numerosas compras, joyas y rollos de velo de todos colores. Después propuso que volviesen al puerto. La pequeña caravana reanudó su marcha, atravesando una hilera de zocos, unos abiertos bajo el cielo azul y ardoroso, otros abovedados y sombríos como el de los caldereros donde en cincuenta puestos se trabajaba el cobre entre un ruido ensordecedor. La multitud se hacía cada vez más densa. Los vendedores ambulantes se mezclaban allí sin perder el equilibrio de su inmensa bandeja de madera sostenida a medias sobre el turbante y sobre un taburete también de madera colgado a la espalda. Había de todo en aquellas bandejas: frutas, nueces, golosinas y aun jarros de plata con café, junto a dos tacitas, y el vaso de agua inevitable para los orientales.

Niños de todos los colores, desnudos o con prendas abigarradas se peleaban con los perros entre las patas de los jumentos. Niños y perros eran flacos. En cambio, los gatos, igualmente abigarrados, estaban gordos a más no poder. Angélica miraba con horror aquellos gatos de pelaje abundante, astutos, agazapados en el tejadillo de cada tienda, de cada cornisa, a la sombra de todos los pilares y balcones. En una placita, un hombre tocado con alto gorro rojo, portando sobre los hombros espetoncillos de carne cruda estaba rodeado de un grupo maullador. Era el vendedor de hígado de cordero, encargado por la ciudad de repartir aquellas exquisiteces al animal favorito de la civilización otomana. Luego, la fila de borriquillos llegó a un muelle pavimentado con gruesas piedras negras y cubierto de montones de frutas: dátiles, melones, sandías, naranjas, cidras, higos. Una selva de mástiles y de aparejos de barco, apareció entonces.

En el puente de una galeota que arbolaba pabellón de Túnez, una especie de ogro melenudo y barbudo, con calzón embreado y botas altas de cuero rojo, rugía como el dios de los mares.

Los eunucos hicieron parar los asnos para gozar del espectáculo y cambiaron comentarios con las cautivas. Tchémichkian tradujo amablemente para Angélica. Así supo que era el renegado danés Eric Jansen, que llevaba veinte años con los berberiscos a los que había enseñado a construir barcos redondos a la manera de Occidente.

Aquella noche, yendo rumbo a Albania, había sido arrastrado por el huracán y sólo pudo evitar el naufragio de su navio, cargado en exceso, arrojando por la borda parte de su cargamento: aproximadamente un centenar de esclavos. El viejo vikingo echaba pestes, con su barba rubia al viento bajo el turbante rojo, vigilando la venta de otro contingente de esclavos, «averiados» por la noche atroz pasada en la cala de un barco casi hundido. Liquidaba a bajo precio en los muelles de Candía, hombres heridos, mujeres y niños medio muertos de terror, quedándose solamente con las «piezas» más interesantes de sus últimas correrías. Todos aquellos sinsabores comerciales le habían puesto de malísimo humor y los latigazos de los cómitres restallaban secamente, excitados por sus rugidos de león.

El averiado rebaño era izado sobre mástiles apilados o sobre toneles para estar bien a la vista del público. Unos árabes con albornoz blanco, de la tripulación del Berberisco, hacían el artículo desgañitándose. Los posibles compradores tenían derecho a tocar, a palpar, a desvestir a las mujeres. Ellas se erguían al borde del muelle, temblorosas y desnudas, expuestas a todas las miradas. Algunas intentaban taparse con los cabellos, pero los guardianes, con un golpe seco, rechazaban aquellos gestos de pudor. No eran más que reses en venta. Les hacían abrir la boca para que se viera si estaban demasiado desdentadas.

Angélica tuvo un estremecimiento de vergüenza ante aquel espectáculo.

«No es posible —se dijo—, yo no… eso no». E intentó buscar a su alrededor un auxilio improbable. Vio a un viejo vendedor de naranjas, que la miraba entreabriendo su amplia chilaba. Le hizo una leve seña y se perdió entre la multitud. Un comerciante negro estaba separando a la fuerza una mujer alelada y de ojos enloquecidos de tres niños desnudos que lloraban.

—Así le quitaron mis hermanos a mi madre —dijo la armenia, con tristeza.

Escuchó ella los comentarios y prosiguió:

—Esa mujer ha sido comprada para un harén egipcio, muy adentrado en el desierto. El comerciante no puede cargar con niños tan pequeños, se morirían en el camino.

Angélica no respondió. Le invadía una especie de indiferencia.

—Los van a rescatar por unas piastras —continuó la armenia—, o si no se irán a vagar por Candía con los perros y los gatos. ¡Maldito…! ¡Maldito sea el día en que nacieron!

La joven oriental movió la cabeza largo rato.

—Nuestra suerte es feliz. Al menos, nosotras no padeceremos hambre.

Luego, pidió alegremente ir a admirar las dos galeras de Malta, cuyos pabellones rojos con la cruz blanca ondeaban al viento. Allí, la venta estaba a punto de terminar. Unos «sirvientes de armas» —soldados de la Orden de Malta—, empuñando la alabarda, mantenían el respeto alrededor de las cadenas de cautivos llevados por sus nuevos dueños.

Calzados con botas altas, y en la cabeza cascos, aquellos militares se diferenciaban de los mercenarios habituales por sus casullas negras que llevaban en el centro del pecho una gran cruz blanca de ocho brazos.

La joven armenia ortodoxa sintió un éxtasis ante los representantes de la mayor flota de la cristiandad. El eunuco tuvo que enojarse para arrancarla de su admiración. Ciertamente, no había querido negar a las cautivas que al día siguiente marcharían a lejanos harenes, el asistir por última vez al «tomascha», el espectáculo callejero tan dilecto a todo oriental, que no se debe negar ni al condenado a muerte. Pero ahora había que apresurarse. La hora de la venta se acercaba.

—¡Hammam! ¡Hammam! —repetía, apremiando a su tropa.

Ante los baños turcos, Angélica volvió a ver al mendigo de los cestos de naranjas. Él tropezó justamente entre las patas del asno y ella reconoció a Savary.

—Esta noche —bisbiseó el viejo—, cuando salgáis del «batistan», estad preparada. Una bengala azul será la señal. Mi hijo Vassos os guiará. Pero si no pudiese reunirse con vos, procurad por todos los medios llegar a la Torre de los Cruzados, en el puerto.

—Eso es imposible. ¿Cómo podría yo escapar de mis guardianes?

—Creo que en ese momento vuestros guardianes, cualesquiera que sean, tendrán otra cosa que hacer que vigilaros —dijo Savary, riendo burlón y con fulgor diabólico tras los cristales de sus antiparras—. ¡Estad preparada…!