Pasó el día. La noche y el hambre volvieron a pesar sobre las tres mujeres. Aquella noche Angélica no pudo dormir. ¿Tendría que soportar otro día de sufrimientos para verlos transformarse, al siguiente, en aquella venta en subasta, en la que el trío era sin duda la selecta atracción?
Savary había prometido arrancarla a su triste suerte. Pero las posibilidades de un pobre viejo sin dinero, cautivo él también, ayudado por algunos griegos ignorantes, eran muy escasas en aquel temible avispero en donde las más altas personalidades de la piratería disponían de cuantas comodidades eran necesarias para llevar a buen término el lucrativo y secular comercio de esclavos.
Hacia la mitad de la noche, creyó ella ver brillar unos ojos luminosos en el tragaluz.
—¡Un gato! —aulló Angélica, alucinada por los relatos de la armenia.
Pero no era sino una lamparita de aceite, de dos mechas. La claridad incierta se veló y Angélica oyó que la llamaban quedamente:
—Signora Angélica, aquí… Ellis…
Titubeando se acercó al tragaluz para recoger en sus manos algo frío y viscoso, que dejó caer horrorizada antes de ver que eran tres hermosos racimos de uvas.
—El viejo médico ha hecho decir… que pase lo que pase no desespere. Vendrá aquí al amanecer cuando oigáis el primer cántico del almuédano desde la Gran Mezquita.
—¡Gracias, Ellis! ¡Eres muy buena…! ¿Qué ruido es éste que se oye? ¿Un volcán subterráneo?
—No, es la tempestad. El mar está muy furioso esta noche. Se oye porque está al pie de la casa del amo.
Y desapareció como una sombra. Angélica se puso a devorarlas uvas. Luego, se interrumpió, arrepentida de no ofrecer a las otras. Quiso despertarlas. Al no conseguirlo les dejó su parte y tragó la suya rápidamente. Después, la noche le pareció interminable. Algo calmada el hambre, tuvo sueño pero se abstuvo de dormir, esperando a Savary. Hacia el amanecer, los rugidos del mar agitado se calmaron. Angélica adosada al muro, junto al tragaluz, acabó por dormirse.
—Madame de Plessis, ¿queréis escribir esta carta?
Angélica tuvo un sobresalto. Logró entrever al viejo boticario intentando introducir entre los barrotes una hoja de papel, una cuerna con tinta y una pluma.
—Pero aquí no veo nada. No tengo escritorio…
—No importa. Apoyaos en el muro o sobre el suelo.
Angélica sostuvo la hoja de papel contra un bloque rugoso. Savary sostenía la cuerna de tinta.
—¿Una carta… una carta para quién? —preguntó Angélica, reponiéndose—. Para vuestro marido.
—¿Para mi marido?
—Sí… He vuelto a ver a Alí Mektub y está decidido a marchar a Argel en busca de su sobrino para interrogarle. Podría ocurrir que el sobrino le lleve en derechura al retiro de vuestro marido. Por eso, convendría que pudiera entregarle una carta con vuestra propia letra para acreditar su misión.
La mano de Angélica temblaba sobre el papel arrugado. ¡Escribir a su marido! Dejaba de ser un fantasma para tornarse otra vez en ser vivo. La idea de que las manos de él tocarían quizás aquella carta, y de que sus ojos la leerían, le parecía insensata. ¿Había creído alguna vez —se preguntó— en su resurrección?
—¿Qué debo decir, maese Savary?
—No lo sé…
—¿Qué he de poner?
—Cualquier cosa, con tal de que él reconozca vuestra letra. Angélica escribió, rasgando el papel, con la emoción: «Acordaos de mí que he sido vuestra esposa. Os he amado siempre. —Angélica».
—¿Debo comunicarle mi terrible situación, y decirle donde me encuentro?
—Alí Mektub se lo explicará de palabra.
—¿Creéis realmente que podrá llegar hasta él?
—En todo caso pondrá todos los medios para ello.
—¿Cómo habéis podido decidirle a partir para ayudarnos? Nosotros, unos pobres esclavos despojados de todo, sin dinero…
—Ya sabéis —dijo Savary—, que los musulmanes no siempre obedecen al incentivo de la ganancia. Por encima de ello, tienen algunas ideas propias y cuando el espíritu sopla en sus velas, no se puede intentar retenerlos. El mercader Alí Mektub ha considerado vuestra historia y la de vuestro marido como un signo de Alá. Dios tiene sobre él y sobre vos, designios imperiosos. Vuestra búsqueda es una obra santa y, por su parte, él estima que debe partir, porque, de no hacerlo, Alá le castigaría. Va a efectuar ese viaje tan piadosamente como si fuese a La Meca, a su propia costa, y él es quien me ha adelantado las cien libras prometidas al señor Rochat a cambio de sus servicios. Yo sabía que lo haría.
—Es quizá señal clara de que el cielo se apiada de mí. Pero ese viaje será largo… Entre tanto ¿cuál será mi suerte? ¡Ya sabéis que han hablado de venderme dentro de dos días!
—Lo sé —dijo Savary, preocupado—, pero no desesperéis. Yo habré tenido tiempo tal vez de poner a punto un proyecto de evasión. Sin embargo, si pudierais ganar algunos días antes de ser entregada a la subasta, esto reforzaría nuestras posibilidades.
—He reflexionado y me he informado por mis compañeras. Según parece hay prisioneras que se mutilan a veces o se desfiguran para evitar la venta. Yo no tengo valor para eso pero he pensado que si me cortase el cabello al rape, esto embarazaría grandemente a mis carceleros. Tienen puestas las mayores esperanzas en que soy rubia, lo cual atraería a los orientales. Privada del cabello, mi precio disminuirá. No se atreverán a ponerme en venta y no tendrán más remedio que esperar a que crezcan. Esto nos haría ganar tiempo.
—La idea no es mala. Temo, sin embargo, los furores de ese miserable contra vos.
—No temáis por mí. Empiezo a acostumbrarme a él. Necesitaré solamente unas tijeras.
—Voy a intentar hacer que os las pasen. No sé si podré volver yo mismo porque estoy vigilado, pero ya encontraré alguien que se encargue de ello. ¡Valor y «Inch Allah»!
Llegó la mañana de aquel tercer día de cautiverio. Angélica esperaba que aumentasen los malos tratos por parte de su dueño. Sentía la cabeza como vacía y las piernas débiles. Cuando oyó unos pasos por el suelo del corredor que conducía a su calabozo, se estremeció dolorosamente. Apareció Coriano, la hizo salir, y sin decirle una palabra la condujo al salón en donde el marqués d'Escrainville se paseaba con una expresión de rabia concentrada. Cuando Angélica estuvo allí le dirigió una mirada perversa y luego sacó unas largas tijeras.
—Esto es lo que han encontrado en poder de un chiquillo griego que intentaba deslizarse hasta el tragaluz del calabozo. Era para ti, ¿verdad? ¿Qué pensabas hacer con ellas?
Angélica no respondió, apartando desdeñosamente los ojos. Su ardid había fracasado.
—Esta tunanta debía tener alguna idea en la cabeza —dijo Coriano—. ¡Ya sabéis lo que son capaces de inventar a veces para librarse de la venta…! Acordaos de la siciliana que se había echado vitriolo voluntariamente… Y aquella otra que se arrojó desde lo alto de las murallas… Una pérdida total.
—¡No hables de desgracias! —dijo el pirata. Reanudó su paseo de un lado para otro. Luego volvió hasta Angélica, y la agarró de los cabellos para mirarla la cara—. ¿Estás decidida a no ser vendida, eh? A hacer cualquier cosa para librarte de ello, ¿verdad? ¿Vas a gritar? ¿A aullar? ¿A forcejear…? ¿Habrá que sujetarte entre diez para desnudarte?
La soltó y repitió sus paseos.
—Ya lo estoy viendo. ¡Un buen escándalo! A los caballeros de Malta, propietarios del «batistan» no les gusta eso, ni a los que buscan mujeres dóciles.
—¿Se le podría dar una droga?
—Ya sabes que eso tampoco gusta. Se les pone entonces un aspecto embrutecido, deformado. No es atractivo. Y, sin embargo, ¡necesito mis 12 000 piastras!
Se detuvo ante Angélica.
—Si eres dócil, estoy seguro de conseguirlas… Pero tú no lo serás y, hasta el último momento vas a prepararnos golpes inesperados. ¡Soy yo quien te lo dice, Coriano! Sería capaz de pagar para que me librasen de esta ramera.
El tuerto lanzó una especie de gruñido irritado:
—¡Hay que domarla!
—¿Y cómo? Lo hemos ensayado todo.
—No.
El ojo único del segundo resplandecía.
—No ha ido a darse una vueltecita por el calabozo de las murallas. Esto le hará comprender lo que le espera si se las compone para hacernos perder la venta.
Una sonrisa horrenda abría su boca desdentada. Escrainville respondió a aquella sonrisa con un gesto comprensivo.
—La idea es buena, Coriano. Se puede probar. Se acercó a la cautiva.
—¿Quieres saber la clase de muerte que te reservo si me haces perder la venta? ¿Quieres saber la muerte que te espera si no llegas a las 12 000 piastras…? ¿Si te las arreglas para causar repulsión a los compradores…? —Asiéndola de los cabellos, inclinaba hacia ella su faz convulsa, echándole en el rostro su aliento dulzón de drogado—. Porque morirás, ¡no esperes que me apiade…! A menos de 12 000 piastras, te retiraré de la subasta y morirás. ¿Quieres saber cómo…?
La puerta de aquel nuevo calabozo se cerró tras ella. Era húmedo y oscuro como los otros pero sin nada especial. Permaneció largo rato en pie; luego acabó por sentarse sobre una palanquera divisoria, en un rincón. No había querido mostrar al marqués d'Escrainville el miedo que la devoraba, pero ¡tenía miedo, un miedo horrible! En el momento en que aquel hombre cerraba la puerta del calabozo, había estado a punto de echarse a los pies del pirata, de suplicarle, de prometer cuanto quisieran… Un supremo impulso de orgullo la había contenido.
—¡Qué miedo tengo —dijo en voz alta—, Dios mío, que miedo…!
Después de tantos días de tormento, sus nervios empezaban a ceder. Aquí estaba como en una tumba. Se cubrió la cara con las manos y esperó.
Creyó sorprender un choque sordo, como algo que hubiera caído no lejos de ella, y luego, de nuevo el silencio. Pero no estaba sola en el calabozo. Una presencia indefinible merodeaba allí: una mirada pesaba sobre ella. Muy lentamente, separó los dedos y contuvo un alarido de horror. En el centro del calabozo, un enorme gato la miraba. Sus ojos fosforescentes vacilaban en la penumbra. Angélica permaneció inmóvil. Hubiera sido incapaz de hacer un movimiento.
Luego, otro gato apareció entre los barrotes del tragaluz, al que siguieron un tercero, un cuarto, un quinto. Ahora estaba rodeada de presencias felinas y rampantes. En la sombra del calabozo no veía más que ojos centelleantes, en acecho. Uno de ellos se acercó, tensando el lomo, preparado a saltar. Tenía ella la impresión de que le apuntaba a los ojos. De un puntapié intentó apartarle. El animal respondió con un maullido furioso que los otros repitieron a coro, en una especie de diabólico concierto.
Angélica se puso en pie de un salto. Quería llegar a la puerta. Sintió un peso sobre sus hombros, las garras se le hundían en la carne; otros se enganchaban a su ropa. Con los brazos sobre los ojos, se puso a aullar como una demente:
—¡No… esto no… esto no…! ¡Socorro! ¡Socorro!
La puerta se abrió y entró Coriano repartiendo fuertes latigazos, puntapiés e imprecaciones. Le costó trabajo dispersar a los horribles gatazos hambrientos. Arrastró fuera a Angélica jadeante y fuera de sí, aullando, encogida de terror. Escrainville la vio así, destrozada al fin. No era ya más que una mujer sumisa. Sus frágiles nervios habían cedido a la tortura. Su debilidad de mujer había acabado con su voluntad bravia. Era una mujer como las otras. Un rictus deformó la boca del pirata. Era su más hermosa victoria y la más amarga. Tuvo de pronto deseos de gritar de dolor y apretó los dientes.
—¿Has comprendido? —dijo—. ¿Vas a ser dócil?
Ella sollozaba, repitiendo:
—¡No, eso no…! ¡Los gatos, no! ¡Los gatos, no…! Le levantó la cabeza.
—¿Serás dócil…? ¿Te dejarás llevar al «batistan»?
—Sí, sí.
—¿Te dejarás presentar, desnudar, exhibir…?
—Sí, sí… todo… Todo lo que queráis… pero los gatos, no.
Los dos bandidos se miraron.
—Creo que ya está logrado, patrón —dijo Coriano. A su vez, se inclinó sobre Angélica desplomada, estremecida, por sollozos desgarradores y señaló su hombro sangrante—. He entrado en cuanto empezó a llamar, pero esos animales habían tenido tiempo de darle un buen zarpazo. El dueño del «batistan» y el maestro-tasador nos van a poner como chupa de dómine.
El marqués d'Escrainville se secó la frente reluciente de sudor.
—Tratándose de ella, ha sido lo menos que podía pasar. Y aún ha sido una suerte que no se haya dejado sacar los ojos.
—¡Ya podéis decirlo! ¡Yo no había topado nunca con mujer tan dura, por la Madona! Mientras viva, tendré qué decir de la francesa de los ojos verdes.