En la mazmorra con otras cautivas.
Desde hacía unas horas el Hermes se balanceaba suavemente ante el puerto de Candía. La luz se había hecho más densa. Un colorido chillón evocaba el Oriente. Y la brisa de tierra traía olor a aceite caliente y a naranja tibia. Un suelo muy rojo sangraba al borde del muelle, en la hondura de las callejas. El polvo teñía de rosa toda la ciudad y las murallas venecianas con heridas recientes de los últimos combates de Creta, en otro tiempo isla de cristianos y ahora posesión musulmana. Los actuales dueños revelaban su presencia plantando allí los gruesos cirios blancos de sus minaretes entre los campanarios y cúpulas de las iglesias griegas o venecianas. No bien llegó Escrainville, embarcó en el caique y marchó a tierra.
Angélica, en el puente, contemplaba la ciudad, por fin alcanzada, que había sido el objeto de sus locas peregrinaciones.
De la antigua Creta, lugar elegido por el Minotauro y por el temible Laberinto, quedaba Candía, ciudad devoradora y explosiva, moderno laberinto adonde venían a perderse y confundirse todas las razas, pues por estar situada a igual distancia de la costa de Asia, de África y de Europa, era su nudo gordiano.
Sin embargo, no se veía ningún turco. Habíales bastado a las fragatas corsarias arbolar el pabellón del duque de Toscana —verde y blanco— para que desde lo alto de un fuerte hicieran una amplia señal con la bandera otomana —roja con la media luna blanca—, que era a lo que se limitaban todas las formalidades de visita.
Una veintena de galeras y navios de guerra y varios centenares de barcas o veleros, se balanceaban anclados en la rada o a lo largo del muelle.
Angélica se fijó en una galeota muy coquetona, con diez cañones brillantes, recién pulidos.
—¿No es una galera francesa? —dijo ella, henchida de esperanza.
Savary, que estaba sentado junto a ella, con su paraguas entre las rodillas, lanzó una mirada distraída.
—Es una galera de Malta. Ved el pabellón rojo con la cruz blanca. La flota de Malta es una de las más hermosas del Mediterráneo. Los caballeros del Cristo son muy ricos. Por otra parte, ¿qué podríais esperar de los franceses en Candía, vos que sois una cautiva…?
Y explicó que Candía, ya fuese griega, francesa, veneciana o turca, seguiría siendo lo que había sido en el curso de los siglos: la guarida de los piratas cristianos, como Alejandreta era la de los otomanos y Argel la de los berberiscos. Aun expuestos a pagar peaje al gobernador turco, los piratas arbolando pabellón de Toscana, de Nápoles, de Malta, de Sicilia, de Portugal y cobijando a menudo bajo sus banderas las muestras menos recomendables de toda la cristiandad, volvían irresistiblemente a Candía para efectuar allí su mercado.
Angélica contempló las mercancías amontonadas en los muelles y gabarras: había, era cierto, tejidos, pescados, barricas de aceite y montones de sandías y melones, pero la cantidad y la variedad de los productos no podían compararse con las apiladas en un puerto comercial ni parecían corresponder a tan crecido número de barcos.
—La mayoría son barcos de guerra —observó ella—. ¿Qué hacen ahí?
—¿Y qué hacemos nosotros aquí? —dijo Savary, con ojos chispeantes—. Observad esos navios; casi todos tienen las calas cerradas, cuando lo corriente es que el barco que comercia y lleva mercancía honrada, debe abrirlas al llegar al puerto. Ved los piquetes de centinelas reforzados en los puentes. ¿Qué custodian? La mercancía más preciada.
Angélica no pudo contener un escalofrío.
—¿Esclavos? ¿Serán todos mercaderes de esclavos…?
Savary no respondió, porque un caique miserable acababa de abrirse paso hasta el Hermes. Un europeo con sombrero de plumas descoloridas e indumento raído se erguía en la popa, arbolando un minúsculo banderín, del tamaño de un pañuelo: unos luises de oro sobre fondo de argento.
—Un francés —gritó de nuevo Angélica, que pese a las advertencias sarcásticas del sabio persistía en buscar aliados entre sus compatriotas.
El pasajero de la canoa la oyó, y después de breve reflexión, le dirigió un leve sombrerazo.
—¿Está a bordo Escrainville? —gritó.
Como nadie se preocupó de responderle, trepó por la escala que colgaba. Dos o tres marineros que hacían una guardia indolente no mostraron solicitud ni contrariedad ante aquella visita intempestiva y siguieron jugando a las cartas y cascando pipas de girasol.
—¡Pregunto si vuestro jefe está aquí! —insistió el recién llegado plantándose ante uno de ellos.
—Puede que le encontréis en el puerto —dijo el otro sin levantarse.
—¿No ha dejado un paquete para mí?
—Yo no soy el guarda del almacén de a bordo —replicó el marinero escupiendo una cascara y volviendo a su juego.
El hombre, contrariado, se frotó la mal afeitada barbilla. Ellis salió de un camarote. Le dirigió una sonrisa deslumbradora, y luego fue hasta Angélica diciéndole a media voz:
—Es el señor Rochat, cónsul de Francia. ¿No quieres hablarle? Podría ayudarte… Voy a traeros vino francés.
—¡Oh! Ahora me acuerdo —dijo Angélica—. ¡El señor Rochat! ¡Así se llama el que desempeña mi cargo en Candía! Quizá pueda hacer algo por mí.
Entre tanto el señor Rochat, después de convencerse de que el joven que veía en la popa era realmente una mujer vestida de hombre, se acercó.
—Veo que mi antiguo colega Escrainville sigue teniendo la suerte de su parte. Permitidme que me presente, bella viajera. Rochat, cónsul del Rey de Francia en Candía.
—Y yo —respondió ella—, marquesa de Plessis-Belliére, titular del cargo de cónsul del Rey de Francia en Candía.
La fisonomía del señor Rochat reflejó toda una serie de matizados sentimientos, desde el estupor y la incredulidad hasta la inquietud y la desconfianza.
—¿No oísteis hablar de mí cuando compré el cargo? —preguntó en tono suave Angélica.
—Ciertamente, pero permitidme que me sorprenda, señora. Suponiendo que seáis realmente la marquesa de Plessis-Belliére, ¿qué motivo os ha impulsado a descarriaros hasta aquí? Quisiera tener pruebas de lo que afirmáis.
—Tendréis que contentaros con mi palabra, señor. Vuestro «colega» el marqués d'Escrainville, al hacernos la visita sanitaria en alta mar, me ha robado mis papeles, entre ellos los relativos a mi cargo.
—¡Comprendo…! —dijo el poco relumbrante diplomático, lanzando una mirada ahora más insolente sobre el grupo que formaba ella con el viejo Savary—. ¿Sois en suma… unos invitados forzosos de mi buen amigo Escrainville?
—Sí, y maese Savary, aquí presente, es mi intendente y consejero.
Savary se adaptó inmediatamente a su papel.
—No perdamos un tiempo precioso —decretó el sabio—. Caballero, os proponemos un pequeño negocio que puede reportaros en breve cien libras.
Rochat murmuró entre dientes que no acababa de ver cómo unos cautivos…
—Estos cautivos están en condiciones de proporcionaros cien libras dentro de tres días, si les prestáis un poco de ayuda al instante.
El representante pareció entregarse a un debate de conciencia. Rectificó su arrugada chorrera de encaje. Ellis volvía con una jarra y varios vasos en una bandeja que colocó ante ellos y luego desapareció como buena sirvienta. Su actitud hacia Angélica pareció convencer a Rochat de que no trataba con una esclava ordinaria sino con una dama de alto rango. Después de algunas palabras en que recordaron los nombres de amistades comunes, la convicción del funcionario fue total, sumiéndose en un abismo de perplejidades.
—Estoy desolado, señora. Caer en manos de Escrainville es lo peor que podía ocurriros. Detesta a las mujeres y no es fácil hacerle soltar la presa cuando ha decidido vengarse de ellas. Personalmente nada puedo hacer. Los mercaderes de esclavos tienen aquí derecho de ciudadanía, y como dice el proverbio «el botín pertenece al pirata». En cuanto a mí, no tengo poder alguno financiero ni administrativo. No contéis conmigo para obstaculizar los propósitos del marqués d'Escrainville, ni para exponerme a perder las escasas ventajas de mi cargo de cónsul interino.
Luego, mientras seguía estirándose la desaliñada ropa y mirándose la punta del deslucido calzado, empezó con voz queda y apasionada a justificar su conducta. Era el hijo menor de los condes de Rochat, que carecían de fortuna, y a los ocho años le mandaron a una «colonia» de Levante como «Niño de lenguas». Era una institución para los menores pobres, en donde podían aprender la lengua y costumbres del país para ser, más adelante, intérprete de consulado. Había sido, por tanto, educado en el barrio francés reservado de Constantinopla, siguiendo a veces los cursos de la escuela coránica y mezclándose en los juegos de los hijos de los pachas. Allí había conocido a Escrainville, también «Niño de lenguas». Terminaron juntos sus estudios y el joven Escrainville debutó como funcionario colonial, carrera bastante brillante, hasta que se enamoró de una bellísima embajadora del Rey en Constantinopla. Esta tenía un amante lleno de deudas. Para pagarlas sin llamar la atención del embajador, la coqueta se dirigió al joven Escrainville, pidiéndole que falsificase unas cifras. Obedeció fascinado. Naturalmente fue él quien pagó cuando los fraudes resultaron demasiado flagrantes. La beldad lo negó todo y llegó a discurrir algunos pequeños detalles que acabaron de hundirle.
Era una historia trivial como otras muchas, en la que Escrainville había perdido la cabeza. Vendióse el cargo y compró un pequeño barco para piratear por su cuenta. De hecho, había escogido un camino mejor que su coetáneo. Rochat, por su parte, se esforzó en subir los escalones de la carrera diplomática, pero quedó perdido en el embrollo de cargos y prebendas, que los cortesanos, en Versalles, vendían y revendían. Todo lo que él sabía es que tenía derecho a los gastos de representación que significaban el dos y medio por ciento del valor de las mercancías francesas que arribaban a Candía. Pero hacía cuatro años que ni la Cámara de Comercio de Marsella, ni el ministro Colbert pensaban en abonarle los atrasos que debían ingresar en la bolsa del nuevo o de la nueva beneficiaría del cargo.
—¿No deformáis deliberadamente la situación en vuestro favor? —preguntó Angélica—. ¡Acusar al Rey y al ministro es grave! Hacerles responsables es injusto. ¿Por qué no habéis ido a Versalles con todo vuestro expediente?
—No tenía medios para ello. Y aún es una suerte que pueda vivir sin buscarme molestias con los turcos. Si creéis que exagero, sabed que un funcionario colocado en un puesto mucho más elevado que yo y mejor emparentado —y me refiero a nuestro embajador en Turquía, el marqués de La Haya— está encarcelado en Constantinopla por deudas, simplemente porque el ministro hace años que no le ha pagado. Como veis he de componérmelas por mi cuenta. Tengo esposa e hijos, ¡qué diablo! —Con un suspiro terminó—: Sin embargo, quiero intentar serviros, si ello no me compromete ante el Marqués. ¿Qué puedo hacer por vos?
—Dos cosas —declaró Savary—. La primera: encontrar en esta ciudad, que conocéis bien, a un mercader árabe llamado Alí Mektub, que tiene un sobrino, Mohamed Raki. Y rogarle, en nombre del Profeta, que esté en el muelle de Candía a la hora en que descarguen los navios del pirata francés; sin duda, venderán parte de sus esclavos.
—Eso será muy posible —asintió Rochat, con alivio—. Creo incluso, saber dónde se aloja.
Pero la segunda parte del programa resultó más difícil. Se trataba de depositar inmediatamente en manos de Savary los escasos cequíes que contenía la bolsa del representante del Rey. Consintió en ello al fin, no sin torcer el gesto.
—Si prometéis que mis cuarenta cequíes me reportarán cien libras… Y en cuanto a mi negocio de esponjas en Marsella, ¿cómo se presenta? Escrainville me había prometido también enviarme una barrica de vino de Banyuls. ¿Dónde está? —Angélica y Savary no lo sabían—. ¡Qué le vamos a hacer! No tengo tiempo para esperar al dueño de esto. Cuando le veáis, decidle que su camarada ha venido y que reclama el pago de sus esponjas y su barrilito de Banyuls prometido… O quizá sea mejor que no le digáis nada. Es preferible que no sepa que hemos estado charlando. No se sabe nunca…
—En Oriente dicen que la mano derecha debe siempre ignorar lo que hace la izquierda —declaró Savary, sentencioso.
—Sí… Sobre todo, que no sospeche que he prestado dinero a unos cautivos… ¡A ver si mi generosidad va a traerme quebraderos de cabeza! Mi situación ya es bastante complicada y difícil. ¡En fin…!
Se marchó, olvidándose de vaciar el vaso; hasta tal punto le desasosegaban los recuerdos a que se había entregado y las imprudencias a que se comprometía.
Cuando aquella noche los esclavos fueron desembarcados en el puerto, un árabe envuelto en su chilaba esperaba junto al muelle. Angélica acababa de pisar tierra, vigilada por el tuerto Coriano. Savary se las había arreglado para ir muy cercade ellos. Metió de pronto un puñado de cequíes en la mano de Coriano.
—¿De dónde has sacado este dinero, viejo crápula? —gruñó el filibustero.
—El saberlo no te haría más rico, ni tampoco el decírselo a tu jefe —susurró el boticario—. Déjame hablar cinco minutos con el árabe que ves allí y te daré otros tantos después.
—¿Para que vayas a preparar con él tu evasión?
—Y aunque así fuera ¡qué importancia tiene! ¿Crees que la prima que vas a cobrar por la venta de mi viejo caparazón igualará tan sólo los treinta cequíes que te doy?
Coriano hizo saltar en la mano las monedas de cobre, sopesó un instante la verdad de aquel razonamiento; luego, se volvió para fijar toda su atención en la distribución de los lotes de su mercancía: los viejos y los inválidos en un rincón, los hombres de recia contextura en el otro; las mujeres jóvenes y bellas aparte, etc.
Savary se precipitó hacia el árabe. Volvió poco después y deslizó al oído de Angélica.
—Ese hombre es realmente el Alí Mektub de quien os han hablado y tiene, en efecto, un sobrino llamado Mohamed Raki, pero que vive en Argel. Sin embargo, el tío dice que su sobrino recuerda que había ido a Marsella con un hombre blanco al que había servido largo tiempo en el Sudán, donde este hombre, que era un sabio, fabricaba oro.
—¿Y cómo era ese hombre? ¿Puede describirle?
—No os excitéis. No podía preguntar tantos detalles al hombre descalzo. Pero lo veré de nuevo, esta noche o mañana.
—¿Cómo os las compondréis?
—Eso es asunto mío. Tened confianza.
Coriano los separó. Angélica fue conducida bien custodiada al barrio francés de la ciudad. Caía la noche y de las cafeterías abiertas en la calle salían los sones de tamboriles y flautas.
Entraron en una casa con aspecto de pequeña fortaleza. Escrainville estaba allí en su feudo, en medio de un decorado semi europeo, donde bellos muebles y retratos en sus marcos formaban conjunto con los divanes orientales y el inevitable narguilé. Flotaba allí el olor del hachís. Él la invitó a tomar café, lo cual no había hecho desde la isla de las diosas.
—¡Bien, mi bella marquesa! Ya estamos en el puerto. Dentro de unos días, todos los aficionados a las bellas jóvenes decididos a poner precio a un objeto raro, podrán admirar vuestras formas con todo detalle. ¡Y les dejaremos tiempo para ello, creedme!
—Sois un personaje grosero —dijo Angélica con desdén—. Pero no creo que tengáis la osadía de venderme… ¡y de venderme desnuda!
El pirata soltó una carcajada.
—Pienso que cuanto más les enseñe, mejor podré alcanzar las 12 000 piastras.
Angélica saltó, con los ojos fulgurantes.
—¡No, eso no sucederá! —gritó—. ¡Jamás consentiré esa afrenta! Yo no soy una esclava. Soy una gran dama de Francia. Jamás, jamás lo consentiré. Intentad tratarme así… Os haré lamentar cien veces sólo el haberlo pensado.
—¡Insolente! —rugió él, cogiendo su látigo.
El tuerto, el segundo, se interpuso de nuevo.
—Dejadla, patrón. Vais a estropearla. No vale la pena excitarse así. Una pequeña estancia en el calabozo le hará bajar el gallo.
El marqués d'Escrainville era incapaz de avenirse a razones, pero su segundo le zarandeó sin miramiento y el energúmeno fue a desplomarse sobre un diván, soltando el látigo, que cayó el suelo. Coriano volvió para asir el brazo de Angélica. Ella se desprendió diciendo que podía muy bien andar sola. Nunca había sentido simpatía por aquel individuo de brazos velludos tatuados de azul como un salvaje. Tenía realmente en demasía el aspecto de lo que era: un filibustero de baja ralea, con la venda negra sobre el ojo y el pañuelo de un rojo desteñido sobre los cabellos grasientos, que se alargaban en patillas ensortijadas sobre sus mal afeitadas mejillas. Se alzó éste de hombros y la precedió por los dédalos de aquella vieja mansión medio fortaleza, medio caravasar. Después de hacerle bajar una escalera de piedra se detuvo ante una gruesa puerta con cerraduras medievales; sacó un manojo de llaves y descorrió los rechinantes cerrojos.
—¡Entrad!
La joven vaciló en el umbral del oscuro antro en que la introducían. El hombre la empujó con una risotada y cerró la puerta.
Angélica estaba ahora sola en un calabozo muy sombrío, iluminado tan sólo por una pequeña lumbrera enrejada con dos enormes barrotes de hierro, en cruz. Aun la paja faltaba en aquella prisión, que tenía por todo moblaje tres gruesas cadenas con argollas, empotradas en el muro. Por lo menos aquel bruto no la había encadenado.
—Temen «estropearme».
Le ardían los azotes del látigo recibidos en los hombros. Se dejó caer sobre la tierra apisonada. Cuando menos, podría reflexionar tranquila si no cómodamente. La serenidad que sentía en su interior se debía a la reciente noticia que Savary había murmurado en su oído a propósito del mercaderárabe Alí Mektub. Este tenía un sobrino llamado Mohamed Raki que le había hablado de un hombre blanco que buscaba oro en el Sudán y por quien había hecho en otro tiempo un viaje a Marsella. Angélica se repetía cada palabra buscando hallar una esperanza. No podía haberse equivocado. Tuvo razón en intentar, pese a las peores vicisitudes, llegar a Candía, puesto que el hilo tenue no se había roto y la esperanza seguía brillando al final del camino. Sin embargo, no había que ilusionarse. Nada preciso podría esbozarse en su búsqueda antes de mucho tiempo. ¿Cuándo y dónde podría ella reunirse con el sobrino de Alí Mektub? No sabía aún siquiera cómo podría recobrar la libertad y de otro modo, le estaba reservado el atroz destino de prisionera en un harén.
Debió, no obstante, dormir muy profundamente, pues cuando despertó encontró a su lado una bandeja de cobre con café turco que desprendía un olor que le pareció apetitoso, unos pistachos bañados en azúcar y unas galletas con miel. Aquello delataba una mano femenina y Angélica comprendió a quién se lo debía, al descubrir un largo rollo vegetal, que era la estera de la pequeña esclava libre Ellis. Estaba acabando su colación cuando sonaron voces en el corredor subterráneo, se acercaron unos pasos, el cerrojo y la llave rechinaron y el cómitre tuerto introdujo brutalmente a otras dos mujeres, una de ellas velada; las dos lanzaron agudos gritos dirigiéndole vivas protestas en turco. Su carcelero las injurió profusamente en la misma lengua y después de haber cerrado de nuevo la puerta se alejó maldiciendo.
Las dos mujeres se mantuvieron agazapadas en un rincón del calabozo lanzando a Angélica miradas de pavor, hasta darse cuenta de que era una mujer. Entonces se echaron a reír como locas.
Angélica estaba ya acostumbrada a la penumbra. Vio que la mujer velada iba vestida con calzón bombacho, corpiño de seda negra y veste de terciopelo. Sus opulentos cabellos negros, oscurecidos aún más por la tintura de alheña verde, los cubría una toca de terciopelo rojo, de la que pendía una gasa que le velaba la cara. Se la quitó, al ver que estaba en presencia de una mujer y mostró unas largas pestañas que orlaban unos ojos de gacela. Hubiera sido de gran belleza sin la nariz algo prominente. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro de la que separó una cruz también de oro que besó, persignándose después de derecha a izquierda con amplio ademán. Al observar el efecto que aquel gesto había causado en Angélica, fue a sentarse junto a ella y, con gran sorpresa suya empezó a hablarle en un francés dulce y vacilante, pero correcto.
Era armenia, de Tiblissi, en el Cáucaso, y de religión ortodoxa, pero había aprendido el francés con un Padre jesuíta que lo enseñaba también a sus hermanos. Presentó a su compañera, rubia, como una muchacha de Moscovia, capturada por los turcos ante Kiev. Angélica les preguntó cómo habían caído en manos del marqués d'Escrainville. Le conocían desde hacía poco, porque las habían desembarcado recientemente, viniendo de Beirut a Siria donde hicieron una larga y dolorosa escala, después de haber pasado por Erzerum y Constantinopla. Las dos se consideraban muy felices de estar en Candía, pues sabían que esta vez ya no iban a ser tratadas como reses y expuestas desnudas en el bazar público, sino que serían objeto de subastas a puerta cerrada, reservadas a las «mercancías valiosas».
Angélica la escuchaba y la miraba desconcertada. Aquella damisela, Tchemitckian, había sido arrastrada durante meses y expuesta desnuda por los bazares de Levante y sin embargo, nadie le había quitado aquellos gruesos brazaletes de oro, que cubrían sus muñecas y aun sus tobillos, ni el pesado cinturón hecho de cequíes de oro que daba dos o tres vueltas alrededor de su talle. Llevaba encima varias libras de oro. ¿Cuántas hacían falta entonces en aquel país para redimirse?
La armenia se echó a reír. ¡Eso dependía! Según ella, no era tanto cuestión de dinero como de encontrar un aficionado con prestigio y autoridad. Ella estaba segura de encontrarlo más fácilmente allí, acercándose a aquel país que era ayer aún de los cristianos y que seguía siendo el puerto de enlace de los corsarios europeos y el puerto de arribada para las flotas comerciantes de Occidente. Había visto popes en la calle, lo que le hacía concebir esperanzas.
La eslava guardaba más la distancia, o acaso era menos charlatana. Su futura suerte no le impresionaba; pero se colocó autoritaria sobre la esterilla de Angélica y pronto la ocupó casi toda, durmiéndose en seguida.
—Esta no es rival peligrosa —dijo la armenia guiñando significativamente un ojo—. Es hermosa pero se ve en seguida que le falta seducción. En cambio, espero que vuestra presencia no me estropeará la ocasión de encontrar un buen dueño.
—¿No habéis pensado nunca en escaparos? —preguntó Angélica.
—¿Escaparme? ¿Y adonde iría? Es muy largo el camino hasta mi casa en el Cáucaso. Pasa por todo el inmenso imperio turco. La misma Candía que era cristiana, ¿no acaba de ser conquistada por ellos? Ya no tengo casa en el Cáucaso: ¡están allí los turcos! Han matado a mi padre y a mis hermanos mayores y los pequeños han sido castrados delante de mí para ser vendidos como eunucos blancos al pachá de Kars. No, lo que me conviene es encontrar un dueño lo más poderoso posible.
Luego quiso indagar sobre Angélica. ¿Venía ella del mercado de esclavos de Malta? Su tono fue de gran consideración.
—¿Representa pues un gran honor contarse entre las esclavas raptadas por los religiosos de la orden de Malta? —preguntó Angélica, con ironía.
—Son los más grandes señores cristianos de Levante —dijo la otra, revolviendo sus ojos sombreados—. Hasta los turcos les tienen miedo y consideración, porque el comercio de los caballeros se realiza por todas partes y son inmensamente ricos. ¿Sabíais que el «batistan» de Candía les pertenece? Me han dicho que una de sus galeras estaba atracada en Candía y que el jefe de los Esclavos de la Orden estará presente en las subastas en que vamos a ser vendidas. Pero, realmente, estoy loca, sois francesa y debéis tener también en Francia vuestros mercados de esclavos. Dicen que Francia es muy poderosa. Contadme. ¿Es tan grande como Malta?
Angélica protestó. No, no había mercado de esclavos en Francia. Y Francia era diez mil veces más grande que Malta.
La armenia se rió insolente en su propia cara. ¿Por qué inventaba la francesa mentiras más inverosímiles que los cuentos árabes? Todos sabían que no existía mayor nación cristiana que Malta. Angélica renunció a convencerla. Dijo que la perspectiva de ser vendida en el «batistan» de los nobles caballeros no la consolaba de la pérdida de su libertad y que esperaba realmente conseguir evadirse. La armenia movió la cabeza. No creía que pudiera nadie escapar de las garras de un mercader de esclavos tan importante como el «pirata francés». Había estado en poder de los turcos cerca de un año y jamás había oído hablar de la evasión lograda de una mujer. Las más «logradas» eran aquellas en que se las encontraba apuñaladas o comidas por los perros y los gatos.
—¿Los gatos?
—Algunas tribus musulmanas educan a los gatos para guardar a las prisioneras. Y el gato es más feroz y más ágil que un perro.
—Creí que solamente los eunucos custodiaban a las mujeres.
Angélica supo entonces que los eunucos servían para custodiar a las mujeres que habían conseguido llegar hasta el harén. Pero las prisioneras capturadas se confiaban a la vigilancia de los gatos y de los cerdos a los cuales arrojaban a veces a las rebeldes para ser devoradas vivas. Los inmundos animales comenzaban por arrancarles los ojos y comerles los senos.
Angélica se estremeció. Ella no temía la muerte ¡pero aquella sí!
No por ello disminuía el apetito de la armenia: las golosinas azucaradas traídas por Ellis fueron consumidas en poco tiempo entre las tres, porque la eslava, que se había despertado, se comió la mayor parte. Las prisioneras comenzaron a sentir sed. Pese a las llamadas especialmente sonoras de la armenia, nadie acudió a traerles bebida alguna. Con el fresco de la noche, la sed se calmó y durmieron casi bien las tres.
Pero la sed aumentó con el día y nadie respondió a sus llamadas. Por el estrecho tragaluz entraban bocanadas de calor hasta su cueva profunda. Y las prisioneras tenían hambre y sed. La claridad de afuera se tiñó de rojo, luego de malva y después se extinguió. Vino de nuevo la noche, más atormentada que la anterior. Angélica tenía la espalda dolorida. El latigazo del pirata le había desgarrado la carne y la sangre estaba adherida a la ropa.
Por la mañana, las despertó un olor delicioso y muy cercano.
—Es «chachlick» caucasiano —dictaminó la armenia, con las aletas de la nariz palpitantes—, asado de cordero, mechado sobre el espetón.
Y oyeron el choque agradable de platos de metal en el corredor.
—Dejad esto aquí —dijo la voz de Escrainville. Quedó descorrido el cerrojo al tiempo que un chorro de luz se proyectaba en el interior—. Un pequeño ayuno y una compañía bien al corriente de la situación, ¿te han servido de buen consejo, mi bella dama? ¿Estás decidida a comportarte como esclava razonable? Baja la cabeza y di: «Sí, dueño mío, haré todo lo que queráis…» —El pirata olía a vino y a hachís. Iba mal afeitado. Ante el silencio de Angélica, lanzó un juramento y advirtió que su paciencia se agotaba—. No puedo lanzarme así a las discusiones de la subasta sin haber domado a esta ramera… ¡Me traerá la ruina! Repite conmigo, cabeza de mula: «Sí, dueño mío…»
Angélica apretó los dientes.
El escupió furioso. Blandió el látigo otra vez y una vez más el tuerto se interpuso. Vuelto a la razón el pirata hizo un esfuerzo para contenerse.
—Si no te arranco la piel de la cara, es simplemente para no rebajar el precio… —Y dirigiéndose a los marineros que llevaban los platos—: Conducid a estas otras prisioneras al calabozo de al lado para que se alimenten y beban a su antojo, pero a esta mula, no.
Con gran asombro de Angélica, la armenia y su compañera, la glotona moscovita, rechazaron un privilegio que la tercera no iba a compartir. La solidaridad entre cautivos era una norma fija.
El torturador mandó a todas las mujeres al diablo, jurando que semejante ralea no debería existir, y con gran alboroto hizo que se llevasen los platos.