Ahora, cada noche, el marqués d'Escrainville la invitaba a subir a la toldilla y compartir así su comida. Sermoneado sin duda por Coriano, se mostraba tan cortés como podía. En ciertos momentos su naturaleza volvía a predominar; la tuteaba, le decía cosas malintencionadas. En otros, recobraba su antigua educación y sabía retener la atención de la joven con su conversación. Ella descubría entonces que era muy culto, que conocía todas las lenguas orientales y que podía leer los clásicos griegos en el original. Todo lo cual hacía de él un personaje extraño.
Junto a los caprichos sádicos que le impulsaban a torturar a sus esclavos, tenía para otros atenciones casi paternales. A menudo hacía subir a la pasarela, junto a ellos, a diez gentiles negritos que había comprado en Trípoli. Los niños se arrodillaban, discretos, con sus pies descalzos y permanecían allí muy juiciosos, con sus ojos de esmalte blanco brillando en el anochecer.
—¿No son lindos? —decía Escrainville contemplándoles con ojos enternecidos—. ¿Sabéis que estos pequeños salvajes del Sudán valen su peso en oro?
—¿Sí?
—Son eunucos.
—¡Pobrecillos!
—¿Por qué?
—¿No es horrible esa mutilación?
—¡Bah! Sus brujos son hábiles para hacer eso con rápida rudeza. Luego rocían la llaga con aceite hirviendo y les meten hasta la cintura en la arena ardiente del desierto hasta la cicatrización. El método es bueno puesto que los jefes de las tribus que nos los encaminan hacia la costa, afirman que no muere más del dos por ciento.
—¡Pobrecillos! —repitió la joven.
El pirata se encogió de hombros.
—Creedme, vuestra compasión va desencaminada. ¿Qué suerte más feliz pueden conseguir esas semillas de caníbales? Vienen de comarcas terribles donde el que se libra de los dientes del león no evita la azagaya de su enemigo que se lo come vivo. En sus tribus se alimentaban de raíces y de ratas. Ahora, comen hasta hartarse. Cuando los haya vendido representarán para sus dueños un objeto de lujo. De jóvenes no harán otra cosa que jugar al chaquete o al ajedrez en la escalinata de un palacio con los hijos del sultán o acompañarles a la caza con halcón. Cuando lleguen a adultos, tendrán un papel de primera categoría. ¿Olvidáis que ciertos eunucos según enseña la Historia, han sido coronados emperadores de Bizancio? Cuántos conozco que reinan, de hecho, sobre el espíritu del dueño, cegado por los placeres. Oiréis hablar del jefe de los eunucos negros del Sultán de Sultanes, del jefe de los Eunucos blancos, de su hermano Solimán, un tal Chemil-Bey o también de Osman Ferradji, el Gran Eunuco de Muley Ismael, rey de Marruecos. Un gigante que mide cerca de dos toesas. Un gran bonachón en todos los aspectos, feroz, felino, genial. El es quien ha colocado a Muley Ismael en el trono ayudándole a asesinar a las varias decenas de pretendientes que le cerraban el paso. —Se calló un momento y cruzando por su mente un pensamiento perverso, se echó a reír—. ¡Sí! ¡Sí! Creo firmemente que no tardaréis en medir el poder de los eunucos en Oriente, bella cautiva.
Angélica se apoyó en la columna estriada, sobre la que caía la luz de las Cicladas.
Estrujó entre sus dedos una brizna de albahaca. Hacía un momento, cuando atravesaba el pueblo, el pope ortodoxo, tocado con el Kamilafka de negros velos, había acudido a su encuentro y le había ofrecido la ramita odorífera en señal de acogida y de paz. El pobre viejo, embrollado en su ignorancia, intentaba preservar a sus feligreses de la férula de los piratas. Había procurado hacerse comprender por aquel joven corsario rubio que desembarcaba en la playa acompañado de unos marineros de caras patibularias. ¿Tal vez se compadecería él de aquellas pobres gentes miserables…?
Escrainville no tardó en asirle de la barba y arrojarle al suelo, injuriándole en griego y asestándole una tanda de puntapiés.
—¡Impío! —gritó Angélica.
El pope volvió hacia ella sus manos descarnadas con elocuentes palabras. El marqués soltó la carcajada.
—Cree que sois mi hijo y os pide, por el amor que os tengo, que intercedáis para que le dejemos sus dos hijas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Es lo más chusco que he oído nunca.
—¿Y si yo os lo pidiese?
Él le dirigió por encima del viejo una mirada larga, indefinible.
—Apartaos —dijo él—. No tenéis por qué mezclaros en lo que hacemos aquí.
Angélica se alejó, separándose del espectáculo lamentable de que había sido testigo tantas veces.
Desde su curación, Coriano exigía que bajase ella en cada escala. El aire fresco le sentaría bien. ¡Cómo si le faltase en el puente de un navio! Pero Coriano se mostraba intransigente. La esclava tenía que hacer ejercicio. La primera vez, Angélica anduvo con pie tímido sobre la playa, sorprendida de sentir el suelo duro y estable. Se alejaba del pueblo dejando que los filibusteros disputasen en su áspero comercio. Y ella encontraba un poco de soledad a la sombra de un templo, entre los niveos restos de estatuas volcadas.
La brizna de albahaca exhalaba el olor mismo de aquella tierra consumida. Allí no había árboles. Todo era pobreza y desolación y, sin embargo, esplendor eterno. Faltaba el agua pero no la savia poética, gracias a la cual la leyenda y la fábula habían arraigado para siempre.
De las tierras altas llegaban los gritos agudos de los pastores mientras que Savary, armado con sus peines de madera retozaba alegremente por los campos, para peinar allí las cabras y machos cabríos. Aquella noche, llevaría su provisión de ládano.
Aquella noche, también, las plañideras estarían en la playa, desgarrándose el rostro, cubriendo de ceniza sus cabellos grises…
Cerró Angélica los ojos. El olor de la planta le hacía soñar y el sol difundía en su interior el gozo de vivir…
El marqués d'Escrainville, a unos pasos de ella, la examinaba. Estaba apoyada en aquella columna blanca en graciosa y juvenil postura, el perfil inclinado bajo la mata de sus rubios cabellos, con los labios posados sobre la ramita verde, los párpados soñadoramente bajos; y él se dijo que amaba el encanto ambiguo que le confería aquel disfraz de muchacho, que ella se obstinaba en ponerse. Vestida con ropas de mujer, se hubiera parecido demasiado a «la otra». Hubiese acabado por matarla. Hubiera sido demasiado mujer, demasiado sirena, demasiado inerme también. Al natural, con la vieja veste de jinete, cuya vuelta se abría sobre su cuello flexible, tenía una seducción equívoca de acuerdo con la sutil languidez de aquellos lugares donde en otro tiempo venían a amarse los efebos.
Angélica sintió la presión de una mirada, alzó los ojos y tuvo un movimiento de retroceso. Él hizo un gesto imperioso.
—Ven.
Avanzó ella sin apresuramiento, tocando con la punta de su babucha los guijarros del sendero. Bajo la hebilla de plata que ceñía en las rodillas su calzón, sus pantorrillas desnudas eran redondas y atezadas. Coriano había sido sagaz en sus consejos. Hoy, la cautiva había recobrado la plenitud de sus mejillas y la cálida prestancia de su tez mate.
Escrainville la asió del brazo e inclinándose hacia ella le dijo con una especie de complicidad burlona:
—¡Regocíjate, niña mía! Las hijas del pope, ¿sabes…? Se han quedado en su mugre…
Ella le miró para saber si hablaba en serio. Los ojos grises del pirata estaban muy cerca de los de Angélica. Y en ellos bailaba una llama inusitada. Ella dijo desdeñosa:
—Me congratula.
Él no negó haberlo hecho por ella. La empujó, acercándosele, por el sendero y la hizo subir por la pendiente escarpada que dominaba el mar. Ella sentía la quemazón de su palma a través de la tela de su traje y la especie de temblor que le agitaba.
—No me mires como si fuera a comerte —dijo el marqués—. ¿Me tomas por el Minotauro?
—No, pero sí por lo que sois.
—O sea…
—El Terror del Mediterráneo.
Pareció sentirse bastante satisfecho y aumentó la presión de su mano sobre el brazo de ella. Habían llegado a la cumbre de la isla y en el círculo de azul de la rada el Hermes parecía un hermoso juguete sobre la transparencia muaré del fondo del mar.
Escrainville dijo:
—Ahora cierra los ojos.
Angélica se estremeció. ¿A qué juego cruel iba a entregarse ahora? El pirata tuvo un rictus ante su mirada ansiosa.
—Cierra los ojos, animal indómito.
Para mayor seguridad le puso la mano sobre los párpados y siguió arrastrándola, siempre junto a él. Su mano se apartó. Ella la sintió sobre la cara como una caricia.
—Mira.
—¡Oh!
Los pocos pasos que acababan de dar los habían llevado hasta una explanada en la que se levantaban las ruinas de un templo.
Tres escalones que espejeaban de sal, subían hasta un atrio cuyas losas se resquebrajaban, cercadas de plantas cortas. Y allí, entre la invasión de los frambuesos silvestres de bayas amarillas y rosadas, era donde comenzaba la maravilla. Dos largas hileras de estatuas intactas, esbeltas, cada una sobre su pedestal, en vuelo inmaculado. Una danza inmóvil y empapada de luz sobre el azul incandescente del cielo.
—¿Qué es esto? —murmuró Angélica.
—Las diosas.
La arrastró a pasos lentos, hasta el centro de la avenida entre aquellas sonrisas marmóreas, aquellos brazos delicados tendidos hacia ellos, aquella reunión melancólica y divina, olvidada sobre la montaña, con el perfume de los frambuesos como único incienso y el hálito del mar como única ofrenda; y absorta toda en su admiración no se daba cuenta de que aquel hombre seguía manteniéndola apretada contra él. Al extremo de la avenida, sobre el ara, había un niño, un diosecillo triunfante, tendiendo su arco, un adorable chiquillo de nieve y oro, azotado por los vientos.
—¡Eros!
—¡Qué bello es! —dijo Angélica—. Es el dios del amor, ¿verdad?
—¿Os ha herido alguna vez con su flecha?
El pirata se había separado de ella. Con la punta del látigo se golpeaba nerviosamente las botas. Angélica sintió que se rompía el hechizo. No respondió y en busca de un poco de sombra, fue a apoyarse en el pedestal de una Afrodita de esbelta actitud.
—¡Debéis ser tan bella cuando estéis enamorada! —continuó él, después de un largo momento de silencio.
E hizo un gesto irritado. Su mirada vagó sobre las diosas, volvió hacia Angélica, pero ella no supo leer su expresión atormentada. ¿Adónde quería venir a parar…?
—¿Te imaginas que me has impresionado con tus aires de grandeza y que por eso no voy por las noches a domarte un poco como te mereces? —dijo él, arisco—. Eres muy presuntuosa al forjarte esas ideas. Desengáñate, no es eso. No hay esclava que haya podido imponerse al Terror del Mediterráneo, pero ya estoy harto de odio y de arañazos. Una vez, aisladamente, puede dar cierto atractivo a la aventura, pero a la larga, cansa. ¿No podrías intentar ser amable conmigo?
Ella le dirigió una mirada fría, que él no vio porque estaba paseando de un lado para otro. Sus botas resonaban acompasadas sobre las losas de mármol, dominando la estridencia inexorable de las cigarras.
—Debéis estar muy bella cuando os sintáis enamorada —repitió él, con voz sorda—. Con la cara que teníais una noche, desplomada en mis brazos, con los ojos cerrados, y vuestra boca entreabierta que decía: «¡amor mío!» —Y respondiendo a una expresión asustada—. No podéis acordaros. Estabais enferma, delirabais. Pero yo no ceso de recordarlo. Aquel rostro me obsesiona. ¡Debéis estar tan bella en los brazos de un hombre del que estéis enamorada!
Detuvo él su ir y venir, y alzó hacia el diosecillo Eros sus ojos pálidos, que mostraban una expresión patética.
—Quisiera ser ese hombre —dijo—. ¡Quisiera que me amaseis…!
Angélica lo esperaba todo menos un ruego semejante.
—¿Amaros? ¡A vos…! —gritó ella.
Y aquello le pareció tan absurdo que se echó a reír. ¿No sabía que era un ser abyecto, colmado de crímenes, un verdugo sin alma ni corazón? ¡Y quería que le amasen…! Su risa se desgranó, vibró en aquel silencio de lugar abandonado. El eco la devolvió, agudo y burlón, y el viento tardó en llevársela.
—¡…Amaros! ¡A vos…!
El marqués d'Escrainville se había quedado blanco como el mármol. Fue hacia Angélica y la abofeteó por dos veces con el revés de la mano. La boca de la joven se llenó de un sabor salado de sangre. Él la golpeó aún más y Angélica se desplomó a sus pies. Corría la sangre en la comisura de sus labios.
—¡Esa risa! —aulló él. Abrió la boca como si le costase trabajo recobrar el aliento—. ¡Puta…! ¡Cómo has osado! ¡Eres peor que la otra! ¡Peor que todas las otras! ¡Te venderé! Te venderé a un pacha vicioso, a un mercader de bazar, a un moro, a un bruto que te destruirá… Pero tu rostro de enamorada no será para otro… Te lo prohibo… ¡Y ahora, vete! ¡Vete! No tengo ganas de acarrearme la enemistad de Coriano y de mis hombres… ¡Vete! ¡Vete antes de que te mate!
Dos días después, los navios echaron el ancla ante Santorin. El marqués d'Escrainville salió de su camarote, en donde permanecía postrado entre el humo del hachís.
—Me has llevado pese a todo adonde querías, cucaracha del diablo —gritó furioso a Savary—. Y yo me pregunto, ¿qué aliciente puedes encontrar en esa roca, en esa piedra? Por mucho que miro, no veo ahí más cabras que en otros sitios; menos aún quizá. Ten cuidado de no engañarme, viejo zorro.
Maese Savary afirmó que la cosecha del ládano superaría cuanto pudiera esperarse; pero el pirata seguía desconfiando.
—Y me pregunto también dónde encuentran tus machos cabríos el medio de embadurnarse con tu mixtura. Ni un árbol, ni un matorral a simple vista.
Era cierto. Santorin, la antigua Thera, no se parecía a las otras islas. Era un prodigio natural, un acantilado cortado a pico de trescientas toesas, que mostraba una copa dorada como sorbete napolitano, todos los secretos de la tierra madre. En medio de las rocas oscuras, de las cenizas negras, de las tierras rojas superpuestas, corrían las vetas blancas de la piedra pómez, revelando que aquella extraña isla no era más que la pared de un volcán, cuyo centro ocupaba la rada. Enfrente, la isla de Therasia, representaba la otra orilla de aquel cráter. El volcán submarino estaba, además, siempre en actividad. Los habitantes se quejaban de los seísmos frecuentes que sacudían sus casuchas de adobe y cal y hacían surgir bruscamente del mar islotes de lava que la sacudida siguiente volvía a tragarse.
Más allá de las casitas con cúpula del puerto, un sendero en escalera subía hacia la cumbre ocupada por un molino de viento de aspas membranosas rojas y verdes y por ruinas.
Angélica, en su paseo, se sentó a la sombra del gimnasio de los efebos, frente a unos jóvenes danzarines inmóviles. Un brazo roto, una mano de finos dedos yacían en tierra, cerca de ella, entre los guijarros. Aquella cosa grácil, brazo de chiquillo o de adolescente, pesaba mucho; el peso de los siglos.
Angélica intentó levantarlo, luego renunció a ello y descansó a la sombra de un discóbolo. Se resentía aún de los golpes recibidos la víspera. La tristeza la abrumaba. Se preguntó si no podría intentar evadirse, yéndose hacia el interior; pero la aridez del paisaje la desalentó. Poco después oyó ruido de esquilas, y por el sendero apareció maese Savary, acompañado de sus inevitables cabras y de un griego con el cual conversaba amigablemente. El rostro del sabio estaba radiante.
—Os presento a Vassos Mikolés, señora —dijo—. ¿Qué os parece este guapo mozo?
Angélica disimuló cortésmente su sorpresa. Había admirado a veces la belleza de los hombres griegos, algunos de los cuales conservaban la gracia y el vigor de aquellos mismos efebos que danzaban en torno de ellos. Pero aquel calificativo no cuadraba al mozo, que le parecía especialmente esmirriado. En su rostro astuto, rodeado de una barba castaña pero rala, y en su torso flaco, un poco encorvado, había algo que le asemejaba a su presentador. Los ojos de Angélica fueron de uno a otro.
—Sí, sí —dijo Savary, encantado—, habéis adivinado justamente: es mi hijo.
—¡Vuestro hijo, maese Savary! ¿Tenéis, pues, hijos?
—Unos pocos por todo el Levante —dijo el viejo, con amplio ademán—. ¡Je! ¡Je! ¿Qué queréis? Era yo más joven y vivaracho que ahora cuando desembarqué por primera vez en la isla Santorin. No era más que un francesito como todos los franceses: pobre, pero galante.
Explicó que, al pasar de nuevo por allí, unos quince años después, había comprobado con satisfacción que el vastago de las Cicladas se había hecho un excelente aprendiz de pescador. Durante aquel último viaje había confiado a la familia Mikolés, quien consideraba al viajero francés con tanta veneración como al propio gran Ulises, un barril entero de «mumie» mineral, traído de Persia con peligro de su vida.
—¿Os dais cuenta, señora, de lo que eso significa? ¡Un barril entero! ¡Ahora estamos salvados!
Angélica no acaba de ver por qué, ni cómo, el flaco vastago del pequeño boticario parisién podría serles de gran utilidad contra dos tripulaciones de corsarios. Pero Savary era confiado. Había encontrado cómplices. Vassos y sus tíos se reunirían con ellos en Candía con el barril de la «mumie». ¡Y entonces ocurrirían grandes cosas en el reino de los esclavos!