Los cojines estaban colocados alrededor de una mesa baja. Habían traído unas cacerolas redondas de plata llenas de una leche agria y espesa, en la cual flotaban unas bolitas de carne envueltas en pámpanos perfumados. Salsas con cebollas, pimienta, paprika y azafrán en pequeños platillos ponían sobre la mesa manchas verdes, fojas y amarillas.
—Probad el «dolma» —dijo Coriano echando un cucharón lleno en el plato de Angélica—; si esto no os gusta os servirán pescado.
El jefe-pirata vigilaba a su segundo con gesto burlón.
—Te sienta bien hacer de nodriza. ¡No hay duda de que has nacido para eso!
Coriano se enojó.
—Es preciso que alguien se tome el trabajo de reparar las averías —chilló—. Ya es bastante que no se haya muerto. Si se deja desfallecer ahora, no acabaremos nunca.
El marqués se enfadó a su vez.
—¿Qué más quisieras que hiciese? —aulló—. La dejo que adopte sus aires de grandeza, la invito a comer con gran reverencia, andamos de puntillas. Mis hombres tienen que comportarse como niños de coro; en la cama, bien arropados, a las ocho de la noche…
Angélica se echó a reír. Los dos filibusteros se interrumpieron para mirarla con la boca abierta.
—¡Se ríe!
La fisonomía hirsuta de Coriano se iluminó.
—¡Por la Madona! Si quisiera reírse así en el mercado sacaríamos 2 000 piastras más.
—¡Imbécil! —dijo Escrainville despreciativo—. ¿Conoces a muchas que se rían en el mercado? Y ésta, créeme, no es de ese género. Podremos considerarnos dichosos si se mantiene tranquila. ¿Por qué os reís, mi bella señora?
Angélica respondió:
—No voy siempre a llorar.
Cedió al aplacamiento de la noche azul, ahora apacible. El islote parecía alejarse como un barco de ensueño, tras una bruma ligera, con su templo allí arriba, teñido de plata por los rayos de la luna que se elevaba. El marqués d'Escrainville siguió su mirada y dijo:
—Apolo tenía antaño seis templos. En la isla, danzaban todos los días a la belleza.
—Ahora hacéis que reine aquí el terror.
—No os enternezcáis. Es preciso que esos griegos degenerados sirvan para algo.
—¿Es útil arrancar los hijos a sus madres?
—Estaban destinados a morirse de hambre en estas islas áridas.
—¿Y esos desgraciados ancianos sin fuerzas que he visto subir a vuestro barco?
—¡Oh! Esos es diferente. Los tomo para hacerles un favor.
—¿De veras? —dijo ella, irónica.
—¡Pues sí! Figuraos que en la isla de Keos, una tradición impone que a los sesenta años los habitantes se envenenen o se expatríen. No gustan los Gerontes en estos parajes.
La observaba con su sonrisa sardónica.
—Tenéis todavía muchas cosas que aprender en el Mediterráneo, mi bella dama.
Un esclavo se acercó y colocó un narguilé turco junto a él. Comenzó a fumar con la cabeza echada hacia atrás.
—Mirad el cielo estrellado. Mañana, al amanecer, aparejaremos para Kyouros. Hay allí, tendido bajo las adelfas, un dios Marte dormido. Los habitantes de la isla no le han pulverizado aún para convertirlo en cal. ¿Os gustan las estatuas?
—Sí. El Rey, en Versalles, ha adornado con ellas sus jardines…
El templo surgía ahora de la noche, suspendido en pleno cielo. Angélica dijo a media voz:
—Los dioses han muerto.
—Pero no las diosas.
El marqués d'Escrainville seguía observándola con los ojos entornados.
—Ese traje no os sienta mal, después de todo. Economiza sorpresas agradables y deja adivinar suficientemente aquello que oculta.
Angélica fingió no haber oído. Se había puesto a comer no pudiendo ya enfurruñarse más tiempo con su estómago; y el sabor del «mast», aquella leche agria, no le disgustaba.
—¿Estamos lejos de Candía? —preguntó.
—No mucho. Estaríamos ya si ese diablo de boticario no me hubiera engatusado con sus discursos ni me hubiera hecho perder el tiempo de isla en isla. Cuando no está aquí me dan ganas de aplastarle como una chinche, pero cuando aparece y me coge del botón de la casaca para convencerme de que me trae la fortuna, me dejo gobernar como un niño. ¡Ah, no importa! Uno de los beneficios del Oriente es poder dejar que pase el tiempo sin prisa. Exhaló una larga bocanada.
—¿Es que tenéis prisa por llegar a Candía?
—Tengo prisa por saber la suerte que me está reservada. Según parece, habéis vendido en Liorna el criadito que me acompañaba, ¿no?
—Sí, y hasta he hecho un buen negocio. No me esperaba tanto, pero he tenido la suerte de topar con un señor italiano que buscaba un preceptor capaz de enseñar la lengua francesa a su hijo. Y esto me ha permitido subir el precio.
—¡Flipot, maestro de francés! —exclamó Angélica; y de nuevo se desgranó, ligera, su risa.
Le costó trabajo recobrar la seriedad. Logró, sin embargo, preguntar al mercader de esclavos si recordaba el nombre del señor italiano a quien le había vendido Flipot, a fin de poder, más adelante, rescatar a su pobre servidor. Ahora fue el marqués d'Escrainville el que soltó una ruidosa carcajada.
—¿Rescatarle? ¿Tenéis entonces la esperanza de veros libre? Sabed, bella dama, ¡Qué no se escapa nadie de un harén!
La joven le miró largo rato, intentado adivinar un vestigio de humanidad en aquel rostro que, cerca de ella, surgía de la sombra iluminado por el fanal que acababan de encender.
—¿Queréis realmente hacer eso?
—¿Y por qué creéis que conservo a bordo de mi barco una tunanta de vuestra especie?
—Escuchad —dijo ella con una súbita esperanza—, si es dinero lo que queréis, puedo proporcionaros mi rescate. Soy muy rica, en Francia.
El denegó con la cabeza.
—No. No quiero tener tratos con los franceses. Son demasiado astutos. Para cobrar el dinero tendría que ir a Marsella. Es peligroso… Y demasiado largo. No tengo tiempo de esperar. Necesito de precisión comprar un barco… ¿Tienes dinero bastante para eso?
—Tal vez.
Pero se acordaba del mal estado de sus asuntos, a su partida. Había tenido que hipotecar su navio y el futuro cargamento para hacer frente a sus gastos en la Corte. Además, habiéndose atraído la cólera del Rey, su situación en Francia ¿no era acaso de las más precarias? Se mordió los labios, desesperada.
—Como ves —dijo él—, estás realmente en mis manos. Soy tu dueño y haré contigo lo que me plazca.
El viaje continuó. El pirata, maldiciendo a Savary, echaba el ancla cada día ante una de aquellas islas secas y atestadas de estatuas blancas. La árida tierra no producía más que viñedos y ruinas suntuosas. Los habitantes fabricaban el vino cálido y aplastaban a mazazos los mármoles antiguos para reducirlos a polvo, quemarlos y obtener la cal para enjalbegar las casas. No se alimenta uno de vino y dioses soberbios.
Acechados por la penuria, vendían sus vinos, sus sacos de cal, y hasta sus mujeres y sus hijos a los escasos navios de paso.
El gendarme turco que la administración de Constantinopla enviaba para que arrastrase su sable curvo por aquellas islas deseheredadas, cerraba los ojos ante el tráfico del pirata cristiano. D'Escrainville le invitaba a bordo. Tomaban juntos café en la toldilla, fumaban el narguilé y el turco, después de haber cobrado algunos cequíes presenciaba la instalación de sus administrados en la cala de los esclavos. Pasaron Kytnos, Syra, Mykonos, Délos.
Pese a las promesas de Savary, Angélica sentíase devorada por la inquietud, y a veces Ellis no sabía cómo sacarla de su decaimiento.
—¡Lástima —exclamó ella un día— que el Rescator haya ido a visitar al rey de Marruecos! El te habría rescatado.
Angélica saltó.
—Pasar de las manos de un pirata a las de otro, no veo la ventaja.
—Sería eso mejor para ti que estar encerrada en un serrallo… Las puertas de un serrallo sólo la muerte vuelve a abrirlas a aquellas a quienes han hecho entrar un día los eunucos. Ni siquiera la vejez les da la libertad. Prefiero los piratas —dijo Ellis con aire razonable—. Y ese de que te hablo, no es con las mujeres un amo como los otros. Escucha, hermana mía, voy a referirte la historia de Lucía, la italiana a la que habían raptado los berberiscos en las costas de Toscana. Me la contó, cuando estuve en el presidio de Argel… una mujer que había conocido a Lucía después que el Rescator la hubo llevado a su país. En su mansión, en una isla fortificada, le servían comidas maravillosas, golosinas exquisitas a diario y mucho amor.
Angélica no pudo por menos de reír ante la ingenuidad de la muchacha.
—A mí no me gustan ni las golosinas ni el amor… Por lo menos en esas condiciones.
—Pero a Lucía le gustaban. No había comido nunca a satisfacción en su pobre Toscana. Y como era bella como una diosa, había conocido muy pronto el placer y estaba contenta con las golosinas y con el amor.
—¿Qué quieres? Yo no soy Lucía ni tengo esos gustos de odalisca.
Ellis pareció defraudada. Continuó, con una súbita inspiración:
—Escucha otra historia, hermana… Hubo en Candía, María la armenia. Llegada al «batistan» se echó sobre el suelo. Tuvo Erivan, el jefe de ventas, que cogerla por los cabellos para que pudieran verle la cara. Y aunque era bella como la noche, nadie quería comprarla a causa de su languidez… El Rescator sí la compró. Se la llevó a su palacio de Milo, fuera de la ciudad. La colmó de regalos. Pero nada podía curarla. Entonces el Rescator se embarcó y cuando volvió traía dos niñitos, los hijos de María la armenia, que habían sido vendidos a un etíope. —La joven griega se irguió de pronto en la luz, como si acariciase con sus gráciles miembros la escena que describía—. Cuando ella los vio gritó como un animal. Los tuvo contra sus senos todo el día y nadie podía acercarse a ella. Pero, llegada la noche, cuando estaban ya dormidos, se levantó, se perfumó el cuerpo y se puso las joyas que le había ofrecido el Rescator. Subió a la terraza y empezó a danzar ante él para hacer que la deseara… ¡Oh! ¿Comprendes ahora, hermana…?, ¿comprendes quién es ese hombre…? Con los brazos levantados en forma de ánfora, ella giraba sobre la punta de sus pies descalzos, danzando como había danzado María la armenia, como debían danzar en otros tiempos las vestales bajo los blancos pórticos de las islas.
Luego volvió a acurrucarse a los pies de Angélica.
—¿Comprendes lo que quiero explicarte?
—No.
La esclava dijo, soñadora:
—Habla a cada mujer en su lengua. Es un mago.
—Un mago —dijo el marqués d'Escrainville con amargura—, ¡esto es lo que cuenta la puta! No hace falta mucho para trastornar su cerebro de pájaro. Un extravagante, sí; eso es el maldito Rescator.
—¿También vos le llamáis extravagante? ¿Por qué?
—Porque es el único, oís, el único pirata que no comercia con esclavos, siendo, sin embargo, el más rico, por un inverosímil mercado de plata que lo desorganiza todo y nos arruina. ¡Un mago…! ¡Un mago! ¡Bah…! Halla siempre el medio de aparecer en donde no se le espera. Nadie sabe dónde está su base. Durante largo tiempo estuvo en Djidjeli, cerca de Argel. Luego la señalaban en Rodas. Después en Trípoli. Creo que estará más bien en Chipre. Es un hombre terrible porque no se comprende cuáles puedan ser sus móviles. Debe estar algo trastornado. Esto sucede en nuestro oficio.
—¿Es cierto que redime a veces cargamentos de esclavos de los que se ha apoderado?
Escrainville rechinó los dientes y se alzó de hombros.
—¡Un loco! Como es rico de por sí, se divierte en desorganizar mercados y arruinar a los demás. Los comerciantes y banqueros de las grandes ciudades le hacen reverencias con el pretexto de que ha regularizado el precio de la plata. Se hace el amo en todas partes. Pero esto no durará. Por mucho que le proteja su guardia jerifiana, alguien surgirá un buen día que mande ad patres, a ese chato de nariz cortada, a esa máscara de carnaval, a ese mago de pacotilla… ¡El Mago del Mediterráneo…! ¡Ja! ¡Ja! Yo soy el Terror del Mediterráneo… ¡Ya veremos…! Le odio como le odian todos los piratas, mercaderes de esclavos; Mezzo Morte, Simón Dansat, Fabricio Oligliero, los hermanos Salvador, Pedro Garmantaz el español, e incluso los caballeros de Malta, todos, todos… ¿Cómo ha logrado gozar del favor de Muley Ismael, el rey de Marruecos? ¡Es un misterio! El temible sultán le ha prestado su pabellón, y los moros de su guardia. Pero ya hemos hablado bastante de este individuo. ¿Queréis unos kébabs…?
Le tendió la fuente con unos pasteles de carne con grano ácido de tamarindo y asados con grasa de cordero.