Angélica recordaba haberse dormido ante la costa siciliana, y ahora se despertaba un mes más tarde, al otro lado del mundo, en aquellas islas griegas abandonadas de los dioses, en manos de un pirata mercader de esclavos. Refugiada de nuevo en el cobijo de su estrecho camarote, intentó ella en vano acordarse de lo que había sucedido.
Ellis, agazapada a sus pies, le contó cómo Savary y ella la habían cuidado día y noche para arrancarla de la maligna fiebre que la consumía. Algunas veces el marqués d'Escrainville venía a verla. Miraba impasible la forma inconsciente en que se agitaba sobre la estrecha litera. Luego, con los puños cerrados, les decía que los desollaría vivos si dejaban «que perdiera él un lote semejante».
—Te he cuidado bien, ¿sabes?, amiga mía… Cuando empezó a dolerte menos la cabeza te cepillé los cabellos con polvos odoríferos. Ahora están muy bellos. Y pronto volverás a ser bella también.
—Dame un espejo —dijo Angélica, inquieta. Se contempló con una mueca: tenía las mejillas hundidas y pálidas, los ojos muy grandes. Pensó que quizá el pirata renunciaría a venderla.
—¿No te da vergüenza de ir así, vestida de hombre?
—No. Creo que es preferible.
—¡Qué lástima! Debes estar tan bella con esos vestidos de las francesas de los que tanto se habla.
Para complacerla, Angélica le describió algunos de los atavíos que había ella llevado en Versalles. Ellis, encantada, reía y aplaudía. Contemplando su rostro juvenil de ojos dulces oscuros, Angélica se preguntó cómo una criatura que había vivido un año en la intimidad de un marqués d'Escrainville podía haber conservado tan espontánea alegría. Se lo dijo. La joven griega desvió los ojos.
—¡Oh!, ¿sabes…? donde estuve antes era peor… Él no es tan malo. Me ha hecho regalos… Me ha enseñado a leer, sí. Me ha enseñado el francés y el italiano… Me sentía dichosa cuando me estrechaba contra él y me acariciaba… Pero se ha cansado. Ahora ya no me ama.
—¿A quién ama?
Una nube de rencor flotó sobre la frente de la esclava.
—A su pipa de hachís. Y suspiró, resignada.
—Fuma porque piensa siempre en algo que no puede alcanzar.
Coriano el tuerto se presentó con una sonrisa que quería ser amable descubriendo los pocos dientes que le quedaban. Dijo que la joven debía subir al puente. El aire era fresco y haría mucho bien a su salud.
Ellis echó sobre los hombros de Angélica un ligero velo y la colocó sobre un rollo de cordajes, junto al portalón, frente a la isla. Habíase levantado un aire delicioso y permanecieron largo rato mirando los colores irisados del cielo y del mar.
Poco después se acercó el marqués d'Escrainville. Tuvo la diplomacia de no dirigir la palabra a su prisionera, contentándose con hacerle un gran saludo. Luego, se mantuvo cerca del portalón abierto, subido en la escala de cuerda, a fin de comprobar el embarque de la «mercancía».
Reinaba gran animación en la isla. Oíase a veces un grito penetrante, seguido de otros varios que cesaban bruscamente.
El caique abordó el Hermes. La «mercancía» subió a bordo, representada por un muchacho de diecisiete a veinte años y un niño de unos diez, ambos de belleza estatuaria, y cutis de melocotón maduro bajo largas cabelleras negras y rizadas. Llevaban sobre el hombro una veste de piel de cordero; la veste de los pastores, cuya mirada inocente habían conservado. El niño tenía aún en la mano la flauta de caña de cuatro notas que le servía para llamar a las cabras. Volvió los ojos hacia la isla y se puso a gritar tendiendo los brazos. Un marinero se lo llevó. Venía después una mujer. Era la que un momento antes lanzaba aquellos gritos desgarradores. Ahora, parecía medio desmayada. Un marinero la tomó en vilo para subir y ella se quedó desplomada sobre el puente, con la cabeza inclinada y los largos cabellos negros extendidos sobre el suelo viscoso del navio. Las mujeres que seguían tropezaban en ella. Desfilaron después unos hombres y numerosos viejos. El último, un mercader, hizo que izasen unos cestos llenos de uvas negras que presentó a Escrainville. Este cogió un racimo y fue a ofrecérselo a Angélica. La joven lo rechazó con un gesto.
—Hacéis mal —dijo el pirata— esto traería de nuevo el color a vuestras mejillas. Las uvas de la encantadora Keos son famosas y vuestro amigo Savary pretende que hay que tomarlas para evitar el escorbuto. ¡Vaya!, ¿dónde se ha metido ahora ese viejo mono?
Un marinero respondió, con una risotada:
—Está en la isla, señor, peinando a los machos cabríos.
El marqués d'Escrainville soltó la carcajada.
—¡Peinando machos cabríos…! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No he oído nunca fábula tan chusca. Y, sin embargo, ha conseguido realmente hacerme creer que me ganaría una fortuna peinando a todos los machos cabríos de las islas griegas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —De pronto, tuvo un acceso de cólera frenética—. Pero que no se imagine que voy a dejarme manejar como un niño. ¿Dónde está? ¡Qué me lo busquen! No tengo intención de dormir aquí.
—¡Ahí está! —gritó una voz.
Entre las siluetas negras de la orilla se vio correr una especie de negrito afanoso. Subió, in extremis, a la canoa que volvía hacia el barco.
El enteco boticario trepó por la escala de cuerda con la habilidad de un mono y sin interrumpir por ello sus locuaces discursos. Se dirigía a Escrainville:
—La escala os habrá reportado más que una satisfacción, señor, ¡una verdadera fortuna! He recogido más de 100 onzas de ládano o gomorresina; y no olvidéis que el famoso «bálsamo negro» que se extrae de él, se vende a varias decenas de libras la onza. Con los perfumes que vais a obtener, os meteréis en el bolsillo a todas las Cortes de Europa.
Para apoyar su gesto, Savary, que ponía pie en el portalón, hundió la mano en su casaca… que apareció a través de un agujero por el que se escapó la pipa del viejo sabio. Quiso atraparla, pero la lanzó involuntariamente por la borda.
Su mímica provocó la hilaridad de los filibusteros. La ropa raída del anciano aparecía toda pegajosa a causa de una especie de goma. La llevaba hasta en sus cabellos blancos, que sobresalían de su negro casquete. Su cutis aparecía cadavérico y marcado del modo más extraño por unos regueros azules y verdes, pero sus ojos seguían chispeando vitalidad. Arrancó de las manos de un grumete una pequeña cubeta, cuyo contenido puso bajo la nariz de Escrainville.
—Mirad esto. Aquí tenéis ládano auténtico, materia preciosa entre todas y que supera con mucho al almizcle de las Indias, tan difícil de conseguir. Señora, os saludo, al fin estáis curada… Contemplad esta maravilla. Se trata, digo, del ládano, sustancia gomorresinosa que exudan espontáneamente, en forma de gotas, las hojas de ciertos arbustos, del género Cistus ladaniferus. Se recoge peinando la barba de los machos cabríos que ramonean las hojas de esos arbustos. La sustancia grasienta que aquí veis será fundida y purificada. Dará ládano líquido o bálsamo negro, que guardaré en pequeñas vejigas.
—¿Y me prometes que podré sacar dinero de esa porquería? —preguntó d'Escrainville, receloso.
—Lo garantizo en absoluto. Este mismo producto es el que entra en la composición de los más selectos perfumes para darles consistencia. Los perfumistas de Francia y de Italia lo pagan a precio de oro a quienes pueden suministrárselo en cantidad suficiente. Y os garantizo una cosecha abundante, sobre todo en Santorin…
—¡No iré a Santorin, viejo cuervo! —gritó el marqués-pirata, enfurecido otra vez—. Accedo a llevarte aún a Délos y a Mykonos, pero después tengo que arribar a Candía. ¿Quieres hacerme perder el gran mercado de la temporada?
—Qué es eso al lado de la fortuna que…
—¡Basta, no me calientes las orejas! ¡Recoge tus utensilios y lárgate! Vas a hacer que lamente no haberte vendido en Liorna con tus compañeros…
Maese Savary, con la humildad solícita que sabía muy bien aparentar, recogió su cubeta, dos grandes peines de madera, un pedazo de tela de saco y, doblando el espinazo, hizo ademán de marcharse.
—Sabéis —musitó al pasar junto a Angélica— he conseguido «salvarla».
—¿Qué?
—Mi «mumie» mineral. La Linda no se había hundido, aunque estuviera en mal estado. El ladrón del Marqués la había hecho izar a bordo. Logré entrar en ella un día y recobrar mi bombona.
—Y ahora La Linda está lejos —dijo Angélica, con amargura.
—¡Ay! El pobre Pannassave no podía esperar a que os curaseis para hacerse de nuevo a la mar. Se exponía a que oliesen su plan o a ser vendido como esclavo antes de haberlo podido llevar a cabo. Ya, en Liorna, el marqués ha liquidado todo un lote, en el cual figuraba vuestro criadito.
—¡Mi pobre Flipot! ¡Vendido!
—Sí, y me ha costado un trabajo ímprobo convencer a nuestro amo para que me conservase a bordo de su barco.
—¡Ah, estás aquí todavía, danzante del diablo! —gritó Escrainville volviendo con un gesto amenazador.
El sabio desapareció como una rata por una escotilla. Pero cuando Angélica volvió a su camarote, reapareció.
—Quisiera hablaros, señora. Oye, bonita mía —dijo a Ellis—, encárgate de vigilar a fin de que no nos expongamos a que nos molesten.
—Así pues, ¿habéis permanecido en esclavitud por mi causa, maese Savary? —preguntó Angélica, conmovida.
—¿Podía yo abandonaros? —dijo el viejo con sencillez—. Habéis estado muy grave y todavía no tenéis buena cara, pero todo se arreglará.
—¿No habéis estado enfermo vos también? Tenéis el cutis con manchas azules.
—Es aún el «pinio»; el plomo de Pannassave resulta difícil de quitar. He probado con limón, con espíritu de vino… Creo que esto se me irá con la piel —terminó alegremente el sabio— pero no tiene importancia. Lo importante es… escaparnos de las manos de estos piratas peligrosos —y bisbiseó, mientras miraba a su alrededor. ¡Pero tengo una idea! ¡Chist!
—¿Creéis que el marqués d'Escrainville va a ir a Candía?
—Con toda seguridad, porque tiene el propósito de presentaros en el «batistan».
—¿Qué es el «batistan»?
—El caravasar[5] donde se efectúan las ventas de los esclavos de alto precio. Los otros son expuestos en los bazares y en la plaza pública. El «batistan» de Candía es el más importante del Mediterráneo.
A Angélica se le puso la carne de gallina.
—No os inquietéis —continuó Savary— porque se me ha ocurrido una nueva idea. Para realizarla he tenido que persuadir a este coriáceo filibustero, de que nos conduzca al archipiélago con el pretexto de hacer allí fortuna con ciertos raros productos reservados a la perfumería.
—¿Porqué?
—Porque necesitamos cómplices.
—Y esperáis encontrarlos en las islas griegas.
—¿Quién sabe? —dijo Savary, misterioso—. Señora, voy a ser muy indiscreto, pero puesto que estamos los dos metidos en una mala aventura, no guardéis rencor a vuestro viejo amigo si os hace algunas preguntas. ¿Por qué os habéis lanzado, sola, a este azaroso viaje? Yo, correría tras mi «mumie» pero ¿y vos?
Angélica suspiró. Después de un instante de vacilación, se confió al viejo sabio. Como, después de haber creído durante varios años que su marido, el conde de Peyrac, había muerto, condenado, había adquirido ella la certeza de que se había librado del suplicio. Como, buscando e indagando, tuvo que ponerse en viaje hacia Candía donde subsistía un débil indicio de hallar el rastro del desaparecido. Savary movió su barbita en silencio.
—¿Os parece que estoy loca, que soy una inconsciente por haberme lanzado así a esta aventura? —dijo Angélica.
—Ciertamente, lo estáis. Pero os disculpo. Yo también soy un viejo loco. Lo dejo todo y me marcho hacia los peligros sin reflexionar. Me entrego a mi sueño en busca del rastro de mi «mumie», como vos os metéis de cabeza en las peores necedades, porque allá lejos, no sabéis dónde, resplandece vuestro amor como estrella en la oscuridad del desierto. ¿Estamos locos? No lo creo. Más allá de la razón hay un instinto que nos guía y nos hace estremecer. Así ocurre con la varita de avellano al pasar por encima del manantial oculto. ¿No habéis oído hablar del fuego griego? —preguntó, cambiando súbitamente de tema—. En tiempos de Bizancio, una secta de sabios lo poseía. ¿De dónde lo habían obtenido? Según mis investigaciones hechas en los propios lugares, fueron los adoradores del Fuego de Zoroastro, en la región de Persépolis, situada en la frontera de Persia con la India. Este era el secreto que dio la invencibilidad a Bizancio, mientras los sabios bizantinos supieron conservar la fórmula del fuego inextinguible. ¡Ay! Se perdió hacia el año 1203 con la invasión de Bizancio por los Cruzados. Pues bien; yo estoy seguro de que el secreto se encuentra en la mumie mineral. Pues arde sin apagarse, y tratada de cierta manera, desprende una esencia volátil sumamente inflamable y casi explosiva. He realizado el experimento esta mañana sobre una ínfima partícula. ¡Sí, señora, he descubierto otra vez el secreto del fuego griego!
En su exaltación había levantado la voz. Ella le recomendó prudencia. No debían olvidar que no eran más que dos pobres esclavos en manos de un verdugo implacable.
—No temáis nada —afirmó Savary—. Si os hablo de mis descubrimientos no es porque vuelva yo a recaer en mis manías, sino también porque ellas nos ayudarán a recobrar nuestra libertad. Tengo mi plan y os garantizo el éxito, si logramos llegar hasta la isla de Santorin.
—¿Por qué Santorin?
—Ya os lo revelaré cuando llegue el momento.
Savary se eclipsó.
Al acercarse la noche, el navio se llenó de nuevos rumores. Se oyeron gritos de mujeres, mezclados con juramentos de hombres; un ruido de golpes, de carreras desatinadas de pies descalzos por los dédalos del barco, llantos, luego largos alaridos espasmódicos medio sofocados por las voces broncas de los hombres y sus grandes risotadas.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó Angélica a su solícita compañera.
—Los hombres doman a las nuevas cautivas.
—¿Qué les hacen? —La joven desvió los ojos—. Pero ¡eso es horrible! —protestó Angélica con voz apagada—. Es intolerable. Hay que hacer algo.
El gemido suplicante de una mujer forzada se elevó muy cercano como un sollozo. Ellis contuvo a Angélica:
—¡No vayas allí! Siempre pasa así. Es su derecho.
—¡Su derecho!
Ellis explicó con su dulce voz que los piratas tenían derecho al reparto del botín. Y «cobraban» en carne y en cequíes después de la venta. Además, si las mujeres más bellas estaban reservadas para la voluptuosidad, un gran número de ellas eran vendidas sobre todo como esclavas, es decir, como sirvientas-bestias de carga ligadas a los innumerables servicios de los caravasares. Su precio aumentaba si podían llevarlas al mercado encinta, pues el hijo sería futuro esclavo. Los hombres del marqués d'Escrainville se esforzaban pues en elevar el valor de la «mercancía».
Angélica se tapó los oídos, aulló a su vez que estaba ya harta de aquellos salvajes, que quería marcharse de allí.
Cuando el segundo, Coriano, se presentó seguido de dos negritos que llevaban una bandeja cargada de vituallas, ella le llenó de injurias y se negó a tomar un solo bocado.
—¡Pero es preciso que comáis! —exclamó el tuerto, trágico—. ¡No tenéis más que la piel y los huesos! ¡Es una catástrofe!
—¡Qué dejen de atormentar a esas mujeres! ¡Haced cesar esa orgía! —Asestó un puntapié a la bandeja y tiró los platos al suelo—. ¡Haced que cesen esos gritos!
Coriano se apresuró cuanto se lo permitían sus cortas piernas. Se oyó chillar a Escrainville.
—¡Ah, tú te felicitabas de que ella tuviera carácter! ¡Estás lucido, sí! ¡Si mi tripulación no va a poder fornicar en su propio barco…!
Ella le vio llegar a grandes zancadas, con la peor de las caras.
—¿Según parece os negáis a comer?
—¡Creéis que vuestras saturnales son lo más apropiado para abrirme el apetito!
Angélica, enflaquecida, encrespada, con su traje en exceso holgado, parecía un enfermizo adolescente. Una media sonrisa arqueó los labios del pirata.
—¡Está bien! Ya he dado órdenes. Pero poned por vuestra parte un poco de buena voluntad. Madame de Plessis-Belliére, ¿me concedéis el honor de venir a cenar conmigo en la toldilla?