XVI Un “mal encuentro”

En el pequeño velero provenzal no había ni camarote, ni camareta de tripulación. El grumete Mutcho colgó dos hamacas y desplegó una tela embreada para proteger un poco a Angélica del rocío del mar. El viento disminuyó, cesó, pero casi en seguida volvió a soplar cambiando de cuadrante. En la oscuridad, que era ahora casi total, los marineros se dedicaron a la maniobra de las velas.

—¿No encendéis linternas? —preguntó la joven.

—¡Para que nos descubran!

—¿Quién?

—Cualquiera lo sabe —dijo el provenzal, con un amplio ademán hacia el horizonte misterioso.

Angélica escuchó el murmullo profundo del mar. Poco después salió la luna tendiendo un camino de plata hasta ellos.

—¡Ah! Creo que se va a poder cantar —dijo Melchor Pannassave, volviendo a coger la guitarra con satisfacción.

Angélica escuchaba las notas vibrantes de una «canzonetta» napolitana difundirse en el silencio del mar. Una idea iba surgiendo en ella. En el Mediterráneo se canta. Los forzados olvidan sus penas y los marinos olvidan los peligros que les acechan. Las voces ricas y vigorosas han sido en todo tiempo patrimonio de las razas meridionales. «Y él, a quien llamaban la Voz de Oro del Reino —pensó ella—, no ha podido cantar sin que su reputación traspasara las tierras y los mares».

Reanimada por súbita esperanza, aprovechó un momento en que Pannassave recobraba aliento para preguntarle si no había oído hablar en el Mediterráneo de un cantante que tenía una voz particularmente bella y cautivadora. El marsellés reflexionó y nombró a todos los que desde las orillas del Bosforo a las costas de España, pasando por las de Córcega e Italia, eran célebres por sus dotes de tenor; pero ninguno respondía a la filiación del antiguo trovador del Languedoc.

Se durmió decepcionada.

El sol estaba ya alto cuando Angélica despertó. El mar aparecía en calma. El barco navegaba a una velocidad media. El patrón parecía dormitar al timón. Angélica vio la silueta acurrucada de Flipot, y al pequeño grumete igualmente adormecido, con su camisa roja abierta sobre su pecho moreno. De Savary, ni señal. Ni tampoco de su querida botella de «moumie» o agua mineral.

Angélica se precipitó, y sacudió al patrón, medio despierto.

—¿Qué habéis hecho de maese Savary? ¿Le habéis desembarcado a la fuerza de noche?

—Si seguís agitándoos así, bella damita, será preferible que os desembarque a vuestra vez.

—¡Oh, habéis cometido tal cobardía…! ¿Porque no tenía dinero? Os dije, sin embargo, que yo pagaría por él.

—¡Oh, basta!, ¡basta ya! Calmaos. ¡Sois una verdadera Tarasca, a fe mía! ¿Os figuráis entonces que un barco puede entrar en un puerto de noche, como si dijéramos en una nube, y luego salir otra vez, sin ruido ni zozobra, ni visitas del almirantazgo, de la policía, de la cuarentena, cuando no son piratas…? Debéis tener el sueño muy pesado para no haberos enterado de nada.

—Pero entonces, ¿dónde está? —exclamó Angélica, desolada—. ¿Se ha caído al mar?

—En efecto, es raro —convino de pronto el marsellés, lanzando una mirada alrededor.

Hasta donde alcanzaba la vista el mar estaba azul y centelleante.

—Aquí estoy —dijo una voz cavernosa, que hubiera podido ser la del dios de las aguas.

Y una cara de carbonero surgió, levantando una trampilla de la cala. El viejo sabio logró salir del agujero y comenzó a secarse con la mano la frente manchada, mientras examinaba un objeto negro que tenía en la otra.

El marsellés soltó la carcajada.

—No os fatiguéis, abuelo, el grafito, «pinio» lo llamamos nosotros, no se puede quitar. Es peor que la agalla del roble.

—Extraña materia —dijo el sabio—. Diríase mineral de plomo.

Un golpe de mar le hizo tropezar y el trozo que tenía en la mano cayó en un ruido sordo y pesado. Melchor Pannassave se enfureció de pronto.

—¿No podéis tener un poco de cuidado? Si llega a caer al mar hubiese yo tenido que desembolsar mil libras.

—El mineral de plomo se ha puesto muy caro en vuestros parajes —dijo pensativamente el boticario.

El otro pareció lamentar sus palabras y se calmó.

—Lo he dicho por decir. No es un delito transportar plomo, pero yo preferiría que hicierais como si no hubieseis visto nada. ¿Qué hacíais revolviendo en mi cala?

—Quería estibar más sólidamente mi botella a fin de no exponerme a que ruede o reciba un golpe en las idas y venidas sobre el puente. ¿Tenéis un poco de agua dulce para lavarme la cara, amigo?

—Aunque la tuviera de sobra no os la daría para semejante menester. No hay agua ni pasta de jabón que lo quite. Se necesita limón o un vinagre muy fuerte y no los llevo a bordo. Tendréis que esperar a que toquemos tierra.

—¡Extraña materia! —repitió el sabio, que fue a sentarse en un rincón, resignándose a conservar aquella cara de carbonero.

Angélica se instaló sobre una vela plegada, en el fondo del barco, un poco al abrigo del viento. Masticó sin ganas la loncha de salazón acompañada de galletas y pimientos dulces que Pannassave repartió entre sus pasajeros. Miraba ella el trozo de grafito y lejanos recuerdos emergían de su memoria. Savary, por sabio que fuese, parecía ignorar que el«pinio» no era plomo bruto, sino escoria de plata en polvo recién salida de la amalgamación y sobre la que habían quemado vapores de azufre para hacerla todavía más negra y de aspecto más terroso. Era el artificio que empleaba en otro tiempo el conde de Peyrac para hacer pasar la plata de su mina de Argentiére a España y a Inglaterra, y ella había oído decir que muchos contrabandistas hacían lo mismo en el Mediterráneo.

Cuando, al mediodía, Melchor Pannasave se dispuso a gozar de su breve siesta sobre su banco predilecto, Angélica vino a sentarse a su lado.

—¿Señor Pannassave? —le interpeló a media voz.

—¿Qué, mi bella dama?

—Una simple pregunta. Estos transportes de plata, ¿los efectuáis por cuenta del Rescator?

El marsellés estaba desplegando cuidadosamente un gran pañuelo para resguardarse del sol. Se incorporó bruscamente. Su expresión jovial había desaparecido.

—No entiendo bien lo que me decís, linda dama —dijo secamente—. Es peligroso hablar así, ¿sabéis? El Rescator es un pirata cristiano aliado a los turcos y a los berberiscos, es decir un hombre peligroso: no lo he visto jamás, ni quiero verle. Y es plomo lo que transporto en mi cala.

—En mi tierra, los mineros llaman a eso «la mata»[4]. Vosotros decís «el pinio». Pero todo es la misma cosa: plata en bruto desfigurada, lo sé muy bien. Los mulos de mi padre la transportaban antaño hasta la costa donde se embarcaban las feas galletas negras sin la estampilla real. No puedo equivocarme. Escuchad, señor Pannassave, voy a decíroslo todo.

Le contó que buscaba a un hombre a quien amaba y que en otro tiempo se había ocupado de aquellas cuestiones mineras.

—¿Y creéis que puede seguir trabajando en eso?

—Sí.

¿No había él oído hablar, al dedicarse a aquel tráfico, de un hombre muy sabio, que cojeaba…?, ¿de rostro desfigurado? Pannassave dijo «no» con la cabeza, y luego preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Lo ignoro. Ha debido verse obligado a cambiar de nombre.

—¡Y además no sabe el nombre! —dijo en conclusión el marsellés—. ¡Ah!, bien puede decirse que el amor es realmente ciego y hiere donde quiere.

Se sumió en profunda meditación. Su rostro se había serenado, pero seguía desconfiando.

—Escuchad, pichona —continuó al fin—, no quiero discutir vuestros gustos ni preguntaros por qué sentís tanto apego por ese enamorado cuando el mundo está lleno de mozos apuestos muy tiesos, con buenas mejillas tersas, la nariz colocada en medio de la cara y que ostentan con orgullo el nombre que el buen Dios y sus padres les dieron al ser bautizados… No, no me corresponde largaros una lección. No sois ya una chiquilla, sabéis lo que queréis. Pero no os hagáis ilusiones. El transporte del «pinio» se ha efectuado siempre en el Mediterráneo y se seguirá haciendo siempre. No han esperado a que vuestro enamorado paticojo viniera a ocuparse de ello. ¿Queréis que os lo diga?: mi padre transportaba ya «pinio». Era un rescator como se decía. ¡Pero pequeño, no grande como el de ahora! Este es un tiburón. Ha venido de América del Sur según dicen, donde el Rey de España le había enviado a recoger el oro y la plata de los tesoros de los incas. Es probable que después haya querido ser solo y montar su negocio. Aquí, en el Mediterráneo, en cuanto él ha aparecido, se ha tragado a todos los pequeños traficantes. Ha sido preciso trabajar para él o hundirse. Se ha quedado, como se dice, con el monopolio. No es que se quejen de ello… Los negocios marchan ahora mejor en el Mediterráneo. Se han facilitado los cambios, ¡respira uno! Antes, había que gemir de miseria para encontrar un poco de dinero en el mercado. Las monedas circulaban con cuentagotas. Tenía uno el estómago vacío. Cuando un mercader quería hacer un negocio de envergadura en sedas u otra mercancía de Oriente, no acostumbraba a tener otro recurso que obtener dinero a usura de los banqueros. Los turcos no querían ser pagados con promesas, naturalmente. Y las operaciones así desequilibraban los precios. Ahora, el dinero afluye a montones. ¿De dónde viene? Eso, no hay necesidad de saberlo. Lo principal es que está ahí. Naturalmente, esto no agrada a todo el mundo. A los que antaño guardaban el «gato» para ellos y no lo soltaban más que quintuplicado su valor: los reinos, los pequeños Estados… El Rey de España, para empezar, se cree que le pertenecen las riquezas de todo el Nuevo Mundo, y otros menos gordos pero igual de glotones: el duque de Toscana, el dux de Venecia, los caballeros de Malta. Ahora se ven obligados a adaptarse a los precios normales.

—En suma, ¡Qué vuestro patrón es un salvador!

El rostro del marsellés se ensombreció.

—No es mi patrón, pequeña, y voy a daros un consejo. Por estos lugares no hay que puntualizar nunca. Nadie intenta aquí mirar de cerca. No es preciso saber de dónde parte la cuerda que uno coge ni tampoco adonde llega. Yo tomo un cargamento en Cádiz o en otra parte, casi siempre en España. Debo transportarlo a las colonias de Oriente, no siempre al mismo sitio. Entrego mi mercancía, se me paga bien sea en talegos o letra de cambio, que puedo presentar en el Mediterráneo, en Mesina, en Genova, o en el propio Argel si tuviera el capricho de ir allí a dar una vuelta. Después de lo cual, se terminó. ¡Vuelve Melchor hacia la Canebiére! Con estas palabras, el marsellés desplegó su pañuelo para significar claramente que había dicho todo cuanto tenía que decir.

«No hay que intentar saber adonde conduce la cuerda que uno agarra…». Angélica movió la cabeza. No obedecería la ley de aquellos lugares en donde se mezclaban demasiadas pasiones, intereses opuestos, y de aquí la necesidad del benéfico olvido, de la memoria escasa. El hilo tenue que ella había asido, no lo soltaría hasta haber alcanzado su finalidad.

Pero por momentos, aquel hilo mismo parecía desvanecerse entre sus dedos, hacerse irreal y fundirse en el azul del cielo. Con el movimiento indolente del mar, con la quemazón del sol, la realidad se convertía en leyenda, en un sueño inaccesible. Se comprendía que los mitos de la Antigüedad hubieran nacido en aquellas riberas.

«¿No estoy yo también persiguiendo un mito…, la leyenda de un héroe desaparecido, que no tiene ya sitio en el mundo de los vivos…? Intento adivinar el camino que él haya podido seguir en esta ruta donde no se precisa nada, pero donde los espejismos se entrecruzan».

—Me habéis contado cosas muy interesantes, señor Pannassave —dijo ella en voz alta—, os lo agradezco.

El marsellés tuvo un gesto noble antes de tenderse sobre el banco.

—He estudiado un poco —replicó, condescendiente.

Por la noche, la cima nevada de una montaña refulgió en el horizonte.

—El Vesubio —dijo Savary.

El grumete, que había trepado por el cordaje del mástil, señaló una vela a la vista. Esperaron a que el navio se hubiese acercado. Era un bergantín, barco de guerra de hermosa prestancia.

—¿Qué pabellón?

—Francés —gritó Mutcho, no sin alegría.

—Iza el pabellón de la Orden de Malta —ordenó Pannassave, con un gesto tenso.

—¿Por qué no arbolamos nuestra enseña con la flor de lis, puesto que son compatriotas? —preguntó Angélica.

—Porque yo desconfío de los compatriotas que viajan en barcos de guerra españoles.

El galeón parecía querer cortar la ruta a La Linda. Unas oriflamas subían a lo largo de la driza. Melchor Pannassave soltó un juramento.

—¿Qué os decía yo? Exigen subir a bordo. Esto no es normal: están en aguas napolitanas y Francia no está en guerra con la orden de Malta. Es sin duda cualquier filibustero de los que hay tantos que deshonran nuestro pabellón. Esperemos todavía.

El galeón maniobraba para acercarse a La Linda. Apocó velas. Luego, Angélica vio con sorpresa el pabellón francés arriado y en su lugar apareció una bandera desconocida.

—Bandera del gran duque de Toscana —dijo Savary—. Esto significa que el navio está tripulado por franceses, pero que han adquirido el derecho de vender sus presas en Liorna, Palermo y Napóles.

—Todavía no nos han atrapado, hijos míos —dijo el marsellés a media voz—. Preparaos a la fiesta, si insisten.

En la toldilla del navio, un gentilhombre de casaca roja y sombrero de plumas los observaba con el catalejo. Cuando bajó el instrumento, Angélica vio que iba enmascarado.

—Mala cosa —gruñó Pannassave—. Los que se enmascaran para un abordaje no son nunca gentes muy católicas. Junto al gentilhombre, un individuo de cara patibularia, que debía ser su segundo, le tendió la bocina.

—¿Vuestro cargamento? —gritó el abordador en italiano.

—Plomo procedente de España para la Orden de Malta —respondió Pannassave en la misma lengua.

—¿Nada más que eso? —exclamó en francés una voz impaciente y llena de insolencia.

—Y tisana —completó el marsellés en el mismo tono.

Una carcajada homérica agitó a los tripulantes del galeón que, inclinados sobre la borda, seguían el interrogatorio. Pannassave guiñó un ojo.

—¡Una buena idea, esta tisana va a estomagarles!

Pero después de haber deliberado con su segundo, el gentilhombre continuó en su bocina:

—Arriad velas y preparad vuestro manifiesto de carga. Vamos a controlar vuestra declaración.

El marsellés se puso de color púrpura.

—¿Qué se figura ese pirata de agua dulce? ¿Qué puede imponer su ley a los hombres honrados? Le voy a preparar su manifiesto.

Un caique descendía al costado del bergantín. Unos marineros armados de mosquetes tomaron asiento en él, bajo mando del segundo de la mala cara. Una venda negra le tapaba un ojo, lo que acababa de darle un aspecto poco atractivo.

—Mutcho, apoca el velamen —dijo el capitán—. Scaiano, estáte preparado para coger la espadilla en cuanto te lo diga. Abuelo, vos que sois más astuto de lo que parecéis, acercaos a mí sin prisa: deben estar observándonos. Volvedles la espalda. Bien. Aquí está la llave del cofre de la pólvora. Sacad también algunas balas de cañón cuando yo vire y seamos invisibles. El cañón está cargado ya, pero habrá necesidad tal vez de la reserva. No retiréis todavía la lona que cubre el cañón. Pueden no haberlo visto…

El velamen pendía inerte. La Linda empezó a derivar con el viento. La canoa de los filibusteros remaba con brío hacia ella, desapareciendo en el hueco de las olas para reaparacer, cada vez más próxima. Melchor Pannassave gritó de nuevo en su bocina:

—Me niego al derecho de visita. Unas risas irónicas llegaron hasta él.

—Ya está bien la distancia —murmuró el marsellés—. Coged la barra, abuelo.

Había quitado ya la funda que disimulaba su cañoncito. Cogió una mecha que cortó de un mordisco, la encendió y la deslizó en la culata del cañón.

—¡Válganos Dios! ¡Reculad, muchachos!

La detonación retumbó y la sacudida del velero tiró al suelo a sus ocupantes.

—¡Fallado! ¡Sacramento! —juró Pannassave. En la espesa nube que le rodeaba, intentaba introducir a tientas, una segunda carga.

El tiro había fallado al asaltante por unas brazas, sin hacer más que salpicarlos. Después de un instante de conmoción, los filibusteros se vieron sanos y salvos. Estallaron en imprecaciones y se pusieron a cargar sus mosquetes. La Linda seguía derivando y presentaba una presa fácil a un enemigo muy superior.

—¡La espadilla, Scaiano, la espadilla! Y vos, abuelo, intentad gobernar zigzagueando.

Una salva de mosquetes acribilló el agua alrededor del velero. El marsellés lanzó un gruñido y se cogió el brazo derecho.

—¡Oh!, estáis herido —exclamó Angélica, precipitándose hacia él.

—¡Los muy cerdos! Van a pagarme esto. Abuelo, ¿podríais ocuparos del cañón?

—He sido artificiero de Solimán Pachá.

—Está bien; entonces cerrad la culata y preparad la mecha. Coge tú la barra, Mutcho.

La chalupa no estaba ya más que a cincuenta brazas y se presentaba ahora de frente. Mal blanco. El mar estaba agitado y un viento irregular hacía subir y bajar el velero y su asaltante.

—¡Rendios, imbéciles! —gritó el hombre de la venda negra.

Melchor Pannassave, sin soltarse el brazo, se volvió hacia sus compañeros. Estos hicieron un gesto denegatorio. Entonces él gritó:

—¿No os ha dicho nunca m… un patrón provenzal, a vos y al pirata de vuestro capitán?

Luego, levantó un dedo hacia Savary y mandó en voz baja: «¡Fuego!»

Una segunda detonación sacudió el casco. Cuando el humo se disipó se vieron flotar remos y maderos, a los cuales se agarraban unos hombres.

—¡Bravo! —murmuró el marsellés—. Ahora, a toda vela e intentemos huir.

Pero un choque sordo hizo estremecer La Linda. Angélica tuvo la impresión de que la batayola en que se apoyaba se deshacía como manteca, y el suelo húmedo y helado se hundía bajo sus pies. Se le llenó la boca de agua salada.