En la entrada de la cala, acababa de aparecer un navio con las velas desplegadas. A rápida marcha, franqueaba el paso de las rocas.
—¡Virad de bordo, de frente al enemigo! —tronó Vivonne—. ¡Disparen las tres piezas a mi voz! ¡Fuego!
El gran cañón central reculó en la cujía. El olor de la pólvora picó en la nariz a Angélica, aturdida por la deflagración. A través del humo oyó cómo se sucedían las órdenes, claras, precisas.
—Los pedreros de estribor en posición. El jabeque nos pasa. Preparada toda la mosquetería y aparejar para virar después y volver al ángulo de tiro. ¡Fuego…!
Crepitó la salva, rodando los ecos del cañón, todavía sin extinguir. Pero el jabeque, habiendo esquivado las balas estaba aún lejos para que alcanzasen los mosquetes. Savary miraba con un anteojo, mostrando la satisfacción del naturalista que observa una mosca con la lupa.
—Hermoso barco, de teca de Siam. El valor de esta madera no tiene precio. Se necesitan cinco años después de haber retajado la corteza, para desjugarle en pie, y luego siete años para secarlo bajo techado, antes de aserrarlo. Bandera blanca en el palo mayor y pabellón del rey de Marruecos a popa y una marca especial, roja con escudo de plata en el centro.
—La insignia del monseñor el Rescator —dijo Vivonne, con amargura—. Lo hubiese apostado.
El corazón de Angélica dio un salto. Tenía, pues, enfrente aquel terrible Rescator, causante de la pérdida de su hijo, y al que los valientes oficiales de Su Majestad parecían temer con justo motivo. Vivonne y Brossardiére cambiaban impresiones, seguían atentamente las evoluciones del enemigo.
—Tiene un nuevo barco, ese maldito Rescator. De un corte espléndido. Muy baja la línea de flotación, apenas al alcance de la puntería parabólica de nuestros cañones. Por eso hemos fallado hace un momento, cuando lo teníamos de frente. Veintidós cañones en total. ¡Pardiez!
Por las portas abiertas en los costados del jabeque veíanse rebrillar las bocas redondas de los cañones y unos humos sospechosos salían de allí, revelando que los artificieros estaban en sus puestos, preparados para prender las mechas a la primera orden.
Banderolas de señales cubrieron sus obenques: «Rendios u os hundimos».
—¡Qué insolente! ¿Creerá que la flota del Rey de Francia se deja intimidar así? Está demasiado lejos para hundirnos. La Concordia se acerca y va a tenerlo pronto en su línea de tiro. ¡Izad el banderín de guerra blanco a proa y las flores de lis apopa!
En seguida se vio al adversario modificar el rumbo. Se puso a describir un arco de círculo, a fin de evitar las proas armadas de cañones apuntadas hacia tierra y hacia el Este. Navegó muy de prisa a toda vela. Tronaron varios cañonazos. La Flor de Lis y La Concordia, que habían perseguido los faluchos-cebo, volvían a intentar asestar un golpe directo al asaltante.
—¡Marrado! —comprobó Vivonne, con despecho. Tomó de su bombonera unos pistachos azucarados—. Ahora, desconfiemos. Va a cargar de nuevo sobre nosotros e intentar hundirnos. Prepararse a virar para presentarnos de frente.
La galera evolucionó.
Durante unos instantes un pesado silencio pareció gravitar y no se oía ya más que los golpes acompasados de los batintines de los cómitres, como sordos latidos de un corazón angustiado.
Luego, allá lejos, la fragata-corsario se puso en movimiento, volviendo hacia ellos como había previsto el almirante francés. Pasó como águila marina y se encontró llevada por su impulso muy atrás de toda la flota. Se detuvo de pronto y cambió de velamen.
—¡Experto maniobrista ese condenado pirata! —gruñó La Brossardiére—. ¡Lástima que sea un enemigo!
—Me parece mal escogido el momento de admirar su habilidad, monsieur de La Brossardiére —dijo secamente Vivonne—. Artilleros, ¿habéis vuelto a cargar vuestras piezas?
—Sí, Monseñor.
—Entonces, ¡toda la salva cuando os lo mande! Nosotros estamos de frente y él nos presenta el costado. Es el buen momento.
Pero lo que tronó fue la salva de los doce cañones de estribor del barco corsario.
Pareció brotar un geiser del mar, ocultando al adversario tras una cortina de espuma. Restos de todas clases se elevaron en el aire y una explosión ensordecedora repercutió progresivamente. Luego una ola enorme cayó sobre la chusma de La Real, mientras varios remos, a babor, se partían como cerillas.
Angélica se encontró, empapada, asida a la batayola de la galera que se enderezaba lentamente. El duque de Vivonne, arrojado al suelo, estaba ya en pie.
—No hay daño —dijo—. Nos ha marrado. ¡Mi catalejo, Brossardiére! Creo que ahora…
Se detuvo, quedando con la boca bierta, y en el rostro una expresión de azoramiento e incredulidad. En donde se hallaba hacía poco el barco-transporte, no se veía más que una especie de tromba arrastrando en su torbellino restos de maderos y remos rotos. El barco con sus cien forzados y su tripulación, y sobre todo, con sus 400 toneles de balas de cañón, cartuchos y metralla, se había ido a pique.
—¡Toda nuestra reserva de municiones! —musitó Vivonne, demudado—. ¡El muy bandido! Nos hemos dejado atrapar en su añagaza. No era a nosotros a quien apuntaba sino al transporte.
Las otras galeras, corriendo tras los faluchos, lo habían dejado al descubierto. Pero le hundiremos… nosotros también. La partida no está terminada. El joven almirante se arrancó sombrero y peluca empapados, y los arrojó al suelo con violencia.
—Que hagan avanzar La Delfina a primera línea. No ha disparado aún y su reserva de municiones está intacta.
A lo lejos el enemigo acechaba, maniobrando allí mismo, presentándose alternativamente de frente para ofrecer blanco más reducido, o de babor, con sus piezas cargadas que debían estar prontas a disparar.
La Delfina estuvo con bastante rapidez en su sitio. Angélica recordó que en aquella nave era donde se encontraban los prisioneros cómplices del Rescator; los que habían salmodiado en árabe y cuyo cabecilla fue ejecutado la noche última; y pensó que no era prudente emplear prisioneros en maniobras difíciles de combate.
No había acabado de pensarlo cuando vio los largos remos de los galeotes del puesto de la borda levantarse a destiempo, y luego enredarse unos a otros. La Delfina que acababa de virar se bamboleó, vaciló, tembló como pájaro herido y, de pronto, se inclinó medio hundiéndose sobre el costado derecho. Se elevaron clamores y crujidos siniestros dominados por los gritos sobreagudos de los moros.
—¡Qué cada galera descuelgue su falucho y su caique para prestar auxilio!
La maniobra fue muy lenta. Angélica se volvió, con las manos en los ojos. No podía soportar ya el espectáculo de la galera volcándose poco a poco. La mayoría de los marineros y la chusma toda, estaban condenados a morir bajo el casco, aplastados o ahogados. Unos soldados lanzados al mar se agitaban, paralizados por su pesado equipo, sus sables y sus pistolas, y pedían socorro.
Cuando se decidió a mirar de nuevo vio desplegarse, muy altas en el cielo, diez velas blancas azotadas por el viento. El jabeque estaba ahora casi a un cable de la galera almirante. Se podía ver brillar la madera, como barnizada, con su casco panzudo que navegaba ágilmente; y se distinguían los rostros morenos de los berberiscos envueltos en amplios mantos, con cinturones de vivos colores. Armados de mosquetes, llenaban la batayola de proa a popa. En esta última, rodeados de una guardia de jenízaros con turbantes verdes y sables cortos, había dos hombres. Inmóviles, observaban atentamente con su catalejo la galera Real.
Angélica creyó al principio, pese a sus atuendos europeos, que eran también moros, porque sus caras le parecían oscuras; pero vio luego las manos blancas de los dos hombres y comprendió que iban enmascarados.
—Mirad —dijo junto a ella Vivonne, con voz sorda—, el más alto, vestido de negro con manto blanco es él, el Rescator. El otro, es su segundo, un hombre llamado, o al que llaman Jasón. Sucio aventurero pero buen marino. Sospecho que es francés.
Angélica tendió una mano temblorosa hacia el anteojo de Savary.
En el círculo turbio del instrumento, los dos hombres le parecieron más claramente distintos, como podrían serlo Sancho Panza y Don Quijote; pero su emparejamiento no se prestaba a la sonrisa. El capitán Jasón era un hombre rechoncho, vestido a lo militar con casaca de solapas ceñida por ancho cinturón. Un enorme sable daba sobre sus botas altas. Todo en él contrastaba con la silueta alta y delgada del pirata llamado Rescator, vestido con traje negro de corte español algo anticuado. Llevaba unas botas muy ceñidas de vueltas adornadas doradas con borlas. Un pañuelo rojo anudado a lo corsario le cubría la cabeza, así como un gran chambergo negro de plumas rojas.
Sin embargo, rendía homenaje al Islam por su amplio manto de lana blanca con bordados en oro que flotaba al viento.
Angélica pensó, estremecida, que se asemejaba a Mefistófeles. Emanaba de su presencia una especie de fascinación. ¿Habría él visto así, inmóvil, impasible, hundirse en las olas la galera en donde un niño alzaba los brazos al cielo llamando a su padre?
—¡Pero a qué se espera para hundirla! —exclamó ella, sobreexcitada.
Olvidaba el espectáculo de horror a su alrededor. La Delfina seguía medio volcada. A fuerza de heroísmo los marineros lograban mantenerla aún sobre el costado, pero era evidente que no podría enderezarla maniobra alguna, y haciendo agua por la popa comenzaba, pese a las bombas en acción, a hundirse lentamente.
Bajaban un caique al costado del jabeque. Tocó las olas y el segundo del Rescator tomó asiento en él.
—Han solicitado parlamentar —dijo Vivonne sorprendido.
Poco después el hombre subió a bordo, y presentándose ante los oficiales, se inclinó profundamente, a la manera oriental.
—Os saludo, señor Almirante —dijo en un francés muy correcto.
—Yo no saludo a los renegados —respondió Vivonne.
Una extraña sonrisa se adivinó bajo la máscara negra, y el hombre se persignó.
—Soy cristiano como vos, señor, y mi amo, monseñor el Rescator, también lo es.
—¡Unos cristianos no pueden estar el frente de tripulaciones de infieles!
—Nuestras tripulaciones se componen de árabes, de turcos y de blancos. Lo mismo que las vuestras, señor —dijo lanzando una mirada hacia el lugar de la chusma—; la única diferencia es que las nuestras no están encadenadas.
—Basta de discursos. ¿Qué proponéis?
—Dejadnos libertar y recoger los moros nuestros que hicisteis prisioneros con esa galera, La Delfina, y nos retiraremos sin proseguir el combate.
Vivonne lanzó una mirada hacia la galera en peligro.
—Vuestros moros están destinados a perecer con esa galera condenada.
—Nada de eso. Nos proponemos enderezarla.
—¡Es imposible!
—Podemos hacerlo. Nuestro jabeque es más rápido que vuestras galeras que parecen pataches —terminó con un matiz de desprecio en la voz—. Pero decidios pronto porque el tiempo apremia y dentro de unos instantes será demasiado tarde para obrar.
Se libraba un combate en el alma de Vivonne. Sabía muy bien que no podía hacer nada por La Delfina. Aceptar era salvar el magnífico barco y varios centenares de hombres, pero ¡capitular ante un enemigo inferior en número! Como responsable de la escuadra real, no tenía elección. Por fin dijo, apretando los dientes:
—Acepto.
—Os lo agradezco, señor Almirante. Y os saludo.
—¡Traidor!
—Mi nombre es Jasón —dijo el hombre con ironía.
Se alejó hacia la escala. El duque de Vivonne escupió sobre sus pasos.
—¡Un francés, porque sois francés, nadie puede dudarlo oyéndoos hablar…! ¡Miserable! ¡Cómo habéis podido llegar así, a renegar de los vuestros!
El corsario se volvió. Brilló un relámpago tras su máscara.
—Los míos han renegado primero de mí —replicó. Su brazo se tendió duramente hacia la chusma—: He bogado en los bancos del rey en otro tiempo, señor, años y años. Todos los hermosos años de mi juventud. ¡Y no había hecho ningún mal!
—¡Naturalmente…!
El caique se alejó. El duque de Vivonne, con los puños apretados, no se contuvo ya. Dejarse dictar órdenes por un forzado evadido, ¡dejarse insultar por un antiguo galeote! «Y el Rescator allí, vigilándonos y riendo. Se divierte… ¡Sí, se divierte!»
—Monseñor, ¿os fiáis de la palabra de un impío? —preguntó uno de los tenientes, trémulo de indignación.
—Lo cierto es que no os he pedido vuestra opinión, joven imbécil. Un pirata tiene a veces más palabra que un príncipe. ¿Qué os parece Brossardiére?
—Es un trato inesperado, Monseñor, y muy del estilo de ese siniestro bromista. No diría yo tanto si tuviéramos que vérnoslas con el almirante de Argel, Mezzo Morte, o con capitanes berberiscos, en general bastante bellacos.
—Izad el pavés de parada y anunciad el armisticio.
El jabeque se puso en movimiento. Desfiló a unos cuantos cables, sin preocuparse de exponer todo su costado de estribor, pero también con sus doce cañones apuntando.
—Va demasiado de prisa, fallará, es una añagaza —dijo el teniente de Saint-Ronan, agitado.
La fragata enemiga apocó velas de repente, lo cual la frenó, y la desvió sobre su impulso en ángulo recto, justamente a popa de La Delfina en apuro; faluchos y caiques de las galeras, echados por fin al agua comenzaban a recoger a los náufragos.
Una gran animación reinaba a bordo de la fragata del Rescator. Respondiendo a las órdenes, los moros amarraron un troceo al pie del palo central, y luego llevaron una cabria. A bordo de La Real los oficiales contenían la respiración, los soldados y los marineros permanecían inmóviles, como petrificados.
El Rescator había salido de su quietud desdeñosa. Se le vio hablar largamente con su segundo, indicando por mímica la maniobra a realizar. Luego, a una seña suya, un jenízaro se adelantó y le despojó de su manto y chambergo. Otro le tendió el extremo del troceo, enrollado en varias vueltas. Se cargó el rollo sobre el hombro. Con ágil salto, se lanzó, trepó sobre la roda de proa del jabeque, y con natural soltura dio unos pasos a lo largo del palo del bauprés. Entre tanto, su segundo se dirigía, gritando en su bocina, al capitán de La Delfina.
—Recomienda a Tourneuve que deje resbalar el ancla para evitar que el barco gire cuando el jabeque empiece a tirar. Aconséjale que cargue todo el peso posible sobre estribor, y luego vuelva rápidamente a babor en cuanto la galera comience a enderezarse, a fin de que no bascule hacia el otro costado…
—¿Creéis que ese demonio negro tiene el propósito de lanzar su calabrote, a la manera india, para enganchar el costado estribor de La Delfina?
—Asi me parece.
—¡Es imposible! Ese calabrote debe tener un peso enorme. Sería preciso una fuerza hercúlea para…
—¡Mirad!
La larga silueta se había estirado bruscamente sobre el azul del cíelo. Silbó el calabrote con su nudo corredizo, y al caer enganchó un saliente a estribor de La Delfina, en su mitad. Arrastrado por su impulso el hombre enmascarado había tropezado. Resbaló del bauprés pero se agarró con los brazos y, con agilidad de simio, volvió a montarse sobre el palo y a enderezarse. Se tomó tiempo para comprobar el aferramiento del calabrote. Luego, ya en pie, con el mismo paso indolente, volvió al jabeque.
Estallaron a bordo unos «yuyús». Los moros tiraron al aire sus mosquetes, en señal de alegría. La Brossardiére lanzó un hondo suspiro.
—Un saltimbanqui del Puente-Nuevo no lo habría hecho mejor.
—¡Admirad! ¡Admirad, querido! —dijo Vivonne, con amarga risotada—. Ya tenéis algo exquisito para vuestra pequeña crónica del Mediterráneo. La leyenda de Monseñor el Rescator no dejará de tomar incremento.
Entre tanto, el jabeque orientaba su velamen para retroceder suavemente. Unos marineros negros y turcos corrieron por el puente y encajaraon seis grandes remos para sostener el esfuerzo del empuje del viento.
El troceo se tensó. Todos los hombres que se hallaban aún en la galera siniestrada se agruparon a estribor, pesando sobre la batayola del lado donde estaba enganchado el cable. El costado sumergido surgió bruscamente de las olas con un gran ruido de succión. A un grito de Tourneuve, toda la tripulación se precipitó a la derecha, para restablecer el equilibrio.
Ya enderezada La Delfina, se bamboleó violentamente de borda a borda y luego se calmó, estabilizándose. Brotó una última orden como un grito de liberación:
—¡A las bombas, todo el mundo a achicar!
Entonces se elevaron aclamaciones de las otras galeras. Poco después, el caique del navio corsario se despegó de su casco para dirigirse hacia La Delfina.
—Llevan con ellos una forja portátil y todo un equipo de herrero. Van a quitar los hierros a los prisioneros.
La operación duró bastante tiempo. Se vieron al fin aparecer los galeotes árabes libertados, seguidos de una decena de turcos escogidos entre los más vigorosos de la chusma. El duque de Vivonne se puso rojo como una amapola a causa de la cólera.
—¡Traidores, piratas, perros infieles! —aulló en su bocina—. No cumplís vuestros compromisos… No habíais hablado de liberar más que a vuestros moros… No tenéis derecho a llevaros esos turcos.
El capitán Jasón respondió:
—Los tomamos como precio de sangre por el moro que habéis hecho ejecutar.
—Monseñor, recobraos, hay que sangraros —propuso La Brossardiére—. Voy a mandar venir al cirujano.
—El cirujano tiene otra cosa que hacer que sangrarme —respondió el joven almirante, sombrío—. Que se cuenten los muertos y los heridos.
A lo lejos, el jabeque del pirata se esfumaba a toda vela.