Los piratas a la vista.
Antes de zarpar de la Spezia, donde la escuadra francesa había sido muy festejada por el duque de Saboya, Angélica creyó notar un aumento de precauciones. El caprichoso almirante de Vivonne sabía, llegada la ocasión, mostrarse como jefe marino previsor y minucioso. Y mientras la segunda galera de su flota aparejaba ya, él se quedó observándola desde el «tabernáculo» de La Real.
—Brossardiére, ¡hágala volver inmediatamente!
—Pero, Monseñor, eso hará el efecto más deplorable a estos italianos, que están contemplando nuestra hermosa maniobra.
—Me tienen sin cuidado esos comedores de pasta. Lo que veo y vos no parecéis notar, es que La Delfina va demasiado cargada a babor y que, además, su cargamento está estibado demasiado arriba. Apuesto a que su cala está vacía y a la menor turbonada la galera va a escorarse…
El segundo expuso que era a causa de los víveres cargados sobre el puente. Si los ponían en la cala, criarían moho en seguida, la harina sobre todo.
—Prefiero que la harina críe moho, pero que la galera no se escore, como nos ocurrió últimamente en el propio puerto de Marsella.
La Brossardiére hizo ejecutar las órdenes de su jefe. Otra galera. La Flor de Lis, salía ya a alta mar.
—Brossardiére, indíqueles que refuercen la boga, en el puesto de en medio.
—Imposible, Almirante: ya sabéis que ahí reman los moros que capturamos en aquel barquito que transportaba plata disimulada.
—Otra vez esos cómplices del Rescator creándonos dificultades. Y son malas cabezas por añadidura. Transmitid que su cómitre les haga administrar doble ración de látigo y que les tengan a pan con moho y agua podrida.
—Ya lo están, Monseñor, y el cirujano dice incluso que hubierais debido desembarcar algunos, que se hallan demasiado débiles.
—Que el cirujano se ocupe de sus asuntos. No desembarcaré jamás a los hombres del Rescator y sabéis muy bien por qué.
Brossardiére asintió. Una vez en tierra, ya fuesen desembarcados moribundos o no, los hombres del Rescator desaparecían como por arte de magia. Aparentemente, tenían cómplices, sin duda, porque su acaudalado amo pagaba una sobreprima especial a los que conseguían libertar a sus hombres, todos marinos escogidos, pero que en el cautiverio mostraban una resistencia pasiva que superaba a la de los otros cautivos.
—Y ahora, mar adentro —confirmó Vivonne cuando las seis galeras se hubieron alejado del puerto.
—¡Ah, por fin! Desde hace casi diez días que navegamos, he acabado por creer que las galeras sólo podían ir costeando —suspiró Angélica.
—¡Qué icen la vela del palo mayor! —ordenó el almirante.
La orden fue transmitida de galera en galera. Los marineros manejaban cordajes y poleas, fueron izadas las antenas que aguantaban las velas enrolladas y éstas se desplegaron hinchándose con la brisa.
Era la primera vez que Angélica se veía en alta mar. Ya a popa, la costa toscana habíase esfumado; no se divisaba más que el mar; el mar por todos lados. Sólo hacia mediodía gritó el contramaestre:
—¡Tierra a la vista!
—Es la isla de Gorgonzola —explicó el duque a Angélica—. Vamos a ver si no cobija piratas.
La flota francesa se alineó en semicírculo, que se fue cerrando para rodear el islote rocoso y árido, erizado de promontorios que serecortaban sobre un cielo azul oscuro. Pero salvo tres barcas de pesca genovesas y dos toscanas que tendían conjuntamente sus redes para la pesca del atún, no se encontraron huellas de piratas. El islote estaba casi desierto. Unas cuantas cabras ramoneaban allí las escasas matas. Vivonne quiso comprarlas, pero el jefe de los pescadores se negó porque eran —según dijo— su única reserva de leche y de queso.
—Diles —ordenó Vivonne a uno de sus suboficiales que hablaba italiano— que nos traigan al menos agua dulce.
—¡Dicen que no hay!
—Coged entonces las cabras.
Los soldados se precipitaron brincando sobre las rocas y abatieron los animales a pistoletazos. Vivonne hizo comparecer al jefe de los pescadores que rechazó el dinero. Con una sospecha, el Almirante hizo que le volviesen los bolsillos y unas monedas de oro y plata rodaron sobre el puente. Fuera de sí, Vivonne mandó que tirasen al hombre al mar. Este volvió a su barca a nado.
—Que nos digan quién les ha dado todo este dinero, y les dejaremos unos quesos y unos frascos de vino a cambio de sus cabras. No somos ladrones. Traducídselo.
Los rostros de los pescadores no manifestaron sorpresa ni contrariedad. Le parecieron a Angélica como antiguas tallas de madera ennegrecidas por el humo y tan misteriosos como la Virgen Negra que había visto ella en el pequeño santuario de Nuestra Señora de la Guarda, en Marsella.
—Apuesto a que esos presuntos pescadores no van a la pesca del atún más que para disimular y que están ahí para señalar nuestro paso al enemigo que se enterará así de la marcha de nuestra escuadra.
—Tienen, sin embargo, un aspecto bien inofensivo…
—Los conozco, los conozco —repetía Vivonne, dirigiendo señas amenazadoras a los pescadores impasibles—. Son vigías al servicio de todos los bandidos de estos parajes. Esas monedas de plata y oro delatan al Rescator.
—Veis enemigos por todas partes —dijo Angélica.
—Es mi misión de caza-corsarios.
La Brossardiére se acercó señalando la puesta de sol. No era para que la admirasen sino porque aquel cielo púrpura con largas nubes moradas listadas de oro, no le parecía muy «católico».
—Dentro de dos días nos exponemos a un fuerte viento del sur. Acerquémonos a la costa, es más prudente.
—¡Jamás! —exclamó Vivonne.
La costa pertenecía al duque de Toscana que, aun jurando que mantenía con Francia su buena amistad, cobijaba en Liorna lo mismo ingleses que holandeses, comerciantes o en guerra; pero sobre todo berberiscos. En Liorna estaba el más importante mercado de esclavos, después del de Candía. Si se hacía rumbo allí, habría que efectuar una gran demotración naval o «cerrar los ojos». Y Su Majestad prefería mantener buenas relaciones con los toscanos. Había, pues, que contentarse con la simple policía de las islas.
—Tomaremos de lleno rumbo sur y madame de Plessis comprobará así que una galera no sólo puede navegar en alta mar, sino de noche e incluso a la vela.
En realidad, por la noche, el viento cayó por completo y siguieron navegando a remo. Los cuartos de guardia fueron, sin embargo, reforzados por precaución. Pero sólo un puesto de galeotes quedó remando, a la luz de las lámparas de aceite que proyectaban la sombra desmesurada de los cómitresyendo y viniendo por la crujía. Los otros forzados se acostaron en grupos de cuatro sobre una tabla, al pie de su banco. Dormían allí, revolcándose sobre la inmundicia y la miseria, con el sueño pesado de las bestias cansadas.
Al otro extremo de la galera, Angélica intentaba olvidar al que sufría allá, a unos pasos de ella. No había vuelto a pisar la crujía. No dejaría que Nicolás comprendiese que le había reconocido. El galeote pertenecía a un página demasiado amarga de su vida, cuyo horror había borrado hasta los recuerdos de infancia que en otro tiempo les unieron. Había roto por su parte aquella página y no permitiría al azar que la resucitara. Pero las horas demasiado lentas de la travesía la torturaban y tenía prisa en llegar a Candía. La noche era azul, y tornándola como fosforescente el movimiento de las olas y el reflejo de las linternas de las otras galeras, que navegaban hacia popa suavemente. Cada palada de los remos formaba una cascada luminosa. En la popa de los navios habían encendido el fanal, enorme monumento de madera dorada y vidrio veneciano, de la altura de un hombre y dentro del cual ardían doce libras de velas cada noche.
Oyó al teniente de Millerand dar el parte al Almirante. Los soldados se quejaban de pasar la noche a bordo. Sentados todo el día, apretados unos contra otros, tendrían que soportar una noche más aquella incómoda postura.
—¿De qué se quejan? No van encadenados, y han tenido derecho esta noche a un guisado de cabra. La guerra es la guerra. Cuando yo era coronel de caballería del Rey, dormí algunas veces a caballo y sin comer. Tendrán que habituarse a dormir sentados. Todo es cuestión de costumbre.
Angélica empezó a colocar los cojines sobre uno de los divanes para tenderse allí. El negrito vino a ayudarla. Era inútil requerir los servicios de Flipot, que aún estaba doblado por el mareo. El duque de Vivonne iba y venía seguido por la menuda sombra del negrito con la bombonera. La glotonería de los Mortemart era proverbial y el joven debía su afable lozanía al abuso de las golosinas orientales.
Mientras mordisqueaba nueces confitadas y pasteles de «lou-koum», meditaba sobre los azares de su crucero. Había recomendado a sus oficiales que descansaran un poco y éstos dormían sobre unas colchonetas; pero él no se decidía a imitarlos. Parecía preocupado y, a pesar de ser ya de noche, hizo llamar al maestro artillero. Un hombre de pelo cano, apareció a la luz del fanal.
—Maestro artillero, ¿están preparadas vuestras piezas para la acción?
—He cumplido vuestras órdenes, Monseñor; las piezas han sido revisadas y engrasadas, y he hecho subir de la santabárbara cargas, balas y metralla.
—Está bien. Volved a vuestro puesto. Brossardiére, amigo mío…
El segundo, despertado de su sueño, se puso la peluca, se alisó los puños y estuvo en seguida ante su superior.
—¿Monseñor?
—Encargaos de hacer que comprenda bien el caballero de Cléans, comandante del crucero, que se mantenga en el centro de nuestra pequeña flota y no en un extremo. Porque lleva en su barco toda nuestra reserva de pólvora y balas, y es preciso que pueda suministrarnos a petición, si tuviéramos que estar disparando largo tiempo. Llamad también al jefe de la mosquetería.
Y cuando éste compareció:
—Haced que repartan los mosquetes, las balas y la pólvora. Cuidad sobre todo de los diez pedreros de la borda. No olvidéis que, al no tener más que tres cañones a proa, en caso de sorpresa, los pedreros y mosquetes representan la única defensa verdadera de la borda.
—Todo está dispuesto. Monseñor. La última revista ha servido para dejar indicado claramente el sitio de cada combatiente.
Entre tanto, maese Savary salió de la sombra y anunció haber notado en su cofre de medicamentos, que el salitre estaba húmedo, lo que era anuncio de un cambio de tiempo en las veinticuatro horas siguientes.
—No necesito vuestro salitre para estar al corriente —gruñó Vivonne—. Si ha de venir el mal tiempo, no será con tal prontitud, y de aquí a entonces habrá tal vez cambiado algo en la superficie de la mar.
Maese Savary respondió:
—¿Debo entender que teméis un ataque?
—Maese boticario, sabed que un oficial de las galeras de Su Majestad no teme nada. Decid, si queréis, que preveo un ataque y volveos a vuestras redomas.
—Eso es lo que quisiera pediros, Monseñor: si puedo poner en seguridad la preciada botella que contiene «mumia» mineral, en la saleta del Consejo. En caso de que alguna bala de cañón perdida rompiese…
—Sí, sí, haced lo que os parezca bien. —El duque de Vivonne fue a sentarse junto a Angélica—. Me encuentro en un fuerte estado de agitación —dijo—. Presiento que va a ocurrir algo. Siempre he sido así. En mi infancia, los días de tormenta, mis dedos atraían los objetos. ¿Qué podría hacer para calmarme? —Envió a uno de sus pajes y éste volvió con un laúd y una guitarra—. Vamos a cantar un poco a la noche estrellada y al amor de las damas.
El hermano de Athénaïs de Montespan poseía una bella voz algo aguda pero bien timbrada. Tenía buenos pulmones y entonaba a maravilla la canción italiana. El tiempo pasó más agradablemente y el gran reloj de arena que marcaba las horas había sido ya invertido dos veces, cuando en la última nota que se apagaba, un amplio sonido, semejante a un golpe de viento venido del horizonte, se hinchó bruscamente y luego se extinguió, para repetirse en un tono más bajo y prolongarse en profundas tonalidades que retumbaban, subiendo y bajando. Angélica sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Escuchad —murmuró el conde de Saint-Ronan—, ¡los forzados cantan!
Cantaban con la boca cerrada en coro a cuatro voces que se alejaba sobre el mar. Aquello tenía resonancias de caracola marina. Duró largo rato, interminablemente, repitiéndose sin cesar, como oleadas de desesperación insondable. Luego, una voz todavía juvenil, bien timbrada se elevó en un solo, cantando el estribillo de la endecha.
Yo recuerdo a mi madre que decía:
No seas como bruto de la selva
que hace su voluntad, y me pedía
que fuese dulce y bueno; como ella.
Nunca he matado, ni robé siquiera;
pero de sus consejos me olvidaba
y ahora aquí remando en la galera
recuerdo la bondad con que me amaba.
El canto se extinguió.
Al reinar de nuevo el silencio, el ruido de la resaca pareció amplificarse contra el casco. Un marinero anunció:
—Luces inseguras a cinco leguas, primer cuadrante a estribor.
—¡Maniobra de alerta y de combate! ¡Apagad los fanales y no dejéis más que las luces de seguridad! ¡Cuatro cuerpos de guardia alerta!
Vivonne cogió el catalejo y permaneció silencioso durante un momento; luego, hizo que mirase también Brossardiére, que opinó:
—Nos acercamos al Cabo Corso. A mi jucio se trata de un barco pescando con red, de noche, el atún, e intentando acosarlo hacia el centro de una flotilla porta-redes. ¿Ponemos proa hacia ellos para comprobarlo?
—No. Córcega pertenece a Genova y además las costas de Córcega no cobijan nunca, o casi nunca, a los berberiscos. Los habitantes son tan exclusivistas que no consienten ninguna incursión en sus radas sea de quien fuere; es consigna general entre los navegantes, piratas o corsarios, el soslayar esa isla. Mantengamos nuestro plan fijado al partir, con la visita a la isla de Caprera, que es del duque de Toscana y que, por el contrario, ha dado asilo con frecuencia a piratas turcos.
—¿Cuándo arribaremos?
—Al amanecer si el tiempo no se altera antes. ¿No oís?
Prestaron oído. De una galera lejana se elevó un alarido prolongado y, luego, cesó súbitamente. Vivonne lanzó un juramento.
—¡Son esos perros moros que aullan a la luna!
La Brossardiére, navegante veterano en Oriente, y que conocía las costumbres árabes, dijo:
—Aullan de alegría. Es el «yuyú» victorioso.
—¿De alegría?, ¿de victoria? Decididamente los galeotes están muy agitados esta noche.
Del puesto de vigía de proa bajaba precipitadamente un marinero.
—Monseñor, el vigía-jefe de proa acaba de subir a la cofa del palo mayor. Os pide que observéis con vuestro catalejo hacia el mismo sitio, en donde, desde hace un rato, se ven como señales…
De nuevo Vivonne enfocó el catalejo y La Brossardiére cogió unos gemelos.
—A mi entender, el vigía tiene razón —dijo—. Hacen señales desde lo alto de los montes Rigliano del Cabo Corso, sin duda para llamar a su flotilla de pesca, abajo, en el mar.
—Sí, indudablemente —confirmó el Almirante, en tono dubitativo.
Un nuevo ulular resonó acompasado, partiendo de la misma galera, que debía ser La Delfina. Savary, que reaparecía, se acercó a Angélica y le confió en secreto:
—Mi «mumia» está ya segura. La he estibado protegida entre paja y redes. Creo que resistirá. ¿Habéis notado que los moros de La Delfina muestran una alegría repentina? Los fuegos de la costa eran señales para ellos.
Vivonne, que oyó las últimas palabras, asió al viejo por el extremo de su chorrera Luis XIII.
—¿Señales para qué?
—No puedo decirlo, Monseñor, porque ignoro el código convenido de esas señales.
—¿Y qué os hace pensar que estaban dirigidas a los moros?
—Porque son cohetes turcos. Monseñor. ¿No habéis notado las luces azules y rojas? Estoy al corriente, Monseñor, porque fui artificiero del gran maestro artillero, en Constantinopla; me utilizaba para fabricar esos cohetes con pólvora y sales metálicas que arden en diferentes colores. Su secreto viene de China pero todo el Islam los emplea. Por eso he pensado que no podían ser más que turcos o árabes los que hacían señales a turcos o árabes, y como en todo el horizonte no se ven otros que los de vuestras galeras…
—Lleváis vuestra lógica demasiado lejos, maese Savary —dijo el duque, en tono burlón.
Un caique alumbrado por dos fanales se acercaba y La Brossardiére le gritó que apagase las luces de posición. Una voz gritó en la oscuridad:
—Monseñor, estamos inquietos a bordo de La Delfina. Los moros del puesto de borda se agitan viendo los fuegos de la montaña.
—¿Son esos moros que apresamos en aquel falucho que transportaba plata clandestina?
—Sí, Monseñor.
—Lo sospechaba —dijo el Almirante entre dientes.
—Uno de ellos no cesa de subirse al banco gritando sortilegios.
—¿Qué dice?
—No lo sé, Monseñor, no sé el árabe.
—Yo lo sé —dijo Savary—, y le he oído. Gritaba: «¡Nuestra liberación está próxima!» A este grito de almuecín, han respondido los otros con aullidos de alegría.
—¡Coged a ese rebelde y ejecutadle!
—¿En la horca, Monseñor?
—No. No tenemos tiempo y su visión en la antena del palo mayor excitaría a los otros fanáticos. Un pistoletazo en la nuca y al agua.
El caique se alejó. Poco después se oyeron dos secas detonaciones. Angélica se ciñó su manto alrededor del cuerpo. Tenía frío. Se levantaba la brisa súbitamente. El Almirante observó una vez más la costa, pero todo había vuelto a quedar en la oscuridad.
—Izad las velas y poned a la boga los tres puestos de chusma. Con suerte estaremos ante la isla de Caprera por la mañana. Allí nos avituallaremos de cabras, que las hay en profusión, así como de agua dulce y naranjas.
Angélica creyó que permanecería despierta pero debió sumirse en un breve sueño porque de pronto se dio cuenta de que ya había luz. En el alba, de transparencias nacarinas, alzábase una isla. A contraluz sobre un cielo de oro pálido y azul vincapervinca, no era más que una masa azulada oscura y turbia, reflejándose en el espejo casi inmóvil del mar.
Angélica se encontró sola bajo la toldilla del «tabernáculo». Alisó su vestido, se atusó la cabellera y salió a respirar el aire matinal. El Estado Mayor se hallaba a proa. La joven vacilaba en atravesar la crujía, cuando el teniente de Millerand la vio y vino muy amablemente en su busca para escoltarla. El duque de Vivonne, de excelente humor, le tendió el catalejo.
—Ved, señora mía, cuan acogedora es esta isla. Observad que no hay siquiera franja de espuma de resaca al pie de esas rocas volcánicas. Esto significa que al acercarnos estaremos en la calma más completa. No hay dificultad para atracar.
A Angélica le costó cierto trabajo habituarse al catalejo, luego lanzó gritos admirativos al descubrir la cala, de profundidades color lila, en donde revoloteaban las gaviotas.
—¿Qué es aquella luz redonda y brillante, a la izquierda? —preguntó.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando la luz se elevó muy alto en el cielo y luego cayó apagándose. Los oficiales se miraron. Maese Savary dijo plácidamente:
—Otro cohete de señales. Sois esperados…
—¡Zafarrancho de combate! —aulló Vivonne en su bocina—. ¡Artilleros, a vuestras piezas! Forzaremos el paso. ¡Somos una flota entera, qué diablo!
A pesar del viento se oyeron los aullidos de la galera Delfina, bastante cerca a proa de la galera almirante.
—¡Haced callar a esa morralla!
Pero una voz muy aguda dominaba los otros ruidos, salmodiando sobre unas notas que barrenaban el tímpano:
La il-lá, ha-il-lá
id Mohatnedú, rasú lu-lá
Ali vali ulá
Al fin se restableció la calma. El duque de Vivonne seguía dando órdenes.
—Llamad a asamblea. Nos agruparemos según la importancia y el más fácil gobierno de las naves. Hay que procurar que la de transporte se mantenga en el centro con nuestras reservas de artillería. Yo estaré también en medio, no lejos de ella, para seguir los acontecimientos. La Delfina y La Fortuna en vanguardia. La Descarada en el ala izquierda. Las otras tres a popa, en semicírculo.
—Estandarte sobre la roca —señaló el vigía.
Vivonne enfocó su catalejo.
—Hay dos banderas. Una blanca pero alzada por el brazo de un hombre. Es, por tanto, una declaración de guerra a la manera de los cristianos. Pero la otra es roja con borde blanco y su emblema… Es curioso, creo distinguir las tijeras de plata del emblema de Marruecos. ¡Es… es inaudito…!
—Comprendo lo que queréis decir, Monseñor. No es el modo berberisco mostrar de antemano sus pabellones y los moros no han utilizado nunca bandera blanca junto a sus emblemas, pues sólo los cristianos emplean la bandera blanca como único signo de guerra.
—No lo comprendo —dijo Vivonne pensativo—. Me pregunto con qué clase de enemigo tenemos que habérnoslas.
Pese al mar encrespado, las galeras se acercaban en hilera, con velamen reducido, y comenzaban a agruparse en orden de combate, poniendo proa hacia la roca que marcaba la entrada de la caleta. En aquel momento aparecieron dos faluchos turcos. Eran más bien barcas de vela, con la ventaja, sin embargo, de tener el viento en popa.
El Almirante pasó el catalejo a su segundo que, después de haber estado mirando, se lo ofreció a Angélica. Pero ésta se servía ya del viejo y larguísimo anteojo, picado de cardenillo que maese Savary había sacado de su bagaje.
—Yo no veo en esas barcas más que unos negros y algunos malos mosquetes —dijo ella.
—¡Es una provocación y una insolencia!
Vivonne se decidió:
—Encargad a La Descarada, que es la más ligera, que les dé caza y los hunda. ¡Esos imbéciles no tienen siquiera artillería!
La Descarada, avisada por medio de señales, se lanzó en persecución de los dos faluchos. Poco después, tronó el cañón y su retumbar repercutió en la costa. Angélica entregó precipitadamente el anteojo a Savary a fin de poder taparse los oídos con las dos manos.
Los faluchos no habían sido alcanzados y se largaban a plena mar.
La Flor de Lis y La Concordia, que los tenían en su línea de tiro, excitadas por aquella presa fácil, tomaron la iniciativa de desviarse a fin de acercarse al blanco. El cañón tronó aún varias veces.
—¡Tocados!
La vela triangular de uno de los faluchos estaba tumbada sobre las olas. En unos segundos, el casco y su tripulación quedaron sumergidos y desaparecieron. Se divisaban unas cabezas negras en la cresta de las olas. El otro falucho quiso maniobrar para acercarse a ellos, pero el tiro preciso de La Flor de Lis y La Concordia lo aislaron. Tuvo que huir de nuevo.
—¡Bravo! —exclamó el Almirante—. ¡Qué las tres galeras pongan proa otra vez hacia la entrada!
Los navios, ahora bastante alejados, realizaron la maniobra, no sin dificultad a causa del mar agitado. Se produjo cierta confusión en el dispositivo de combate previsto. Fue entonces cuando el vigía aulló desde su puesto:
—¡Jabeque de guerra a estribor! ¡Se nos viene encima…!