La verja dorada del «tabernáculo» y sus cortinas de brocado carmesí, separaban el paraíso del infierno. En cuanto Angélica hubo salido del castillo de popa, el viento le sopló en el rostro el olor nauseabundo de la chusma. Por debajo de ella, la masa roja de los forzados se doblaba y enderezaba, en movimiento lento y monótono, con balanceo acompasado, perpetuo, que producía vértigo.
El duque de Vivonne tendió la mano a su invitada para ayudarla a bajar unos peldaños, y luego se adentró, precediéndola, por la crujía.
Era un largo pasadizo de madera, que atravesaba casi en toda su longitud el navio. A cada lado, se abrían los fosos hediondos donde se alineaban los bancos de los galeotes. Allí ya no había vivos colores ni dorados. No había más que la madera tosca de las banquetas donde iban los forzados encadenados de cuatro en cuatro.
El joven almirante se adelantó a paso lento, arqueando la pantorrilla, que tenía muy bien torneada, dentro de una media roja con flechas doradas, y posando con cuidado su fino calzado de tacón forrado de piel encarnada sobre el suelo viscoso. Su casaca era azul con muchos bordados, grandes solapas rojas y un ancho cinturón blanco de franjas doradas; chorrera y puños de preciosos encajes, su sombrero tan rico en plumas que daba, bajo el viento, la impresión de un nido de pájaros prontos a levantar el vuelo.
Se detenía, inspeccionaba minuciosamente. Hizo alto cerca del «fogón», que era el emplazamiento donde se cocinaba para la chusma, situado a babor, en medio de la galera. Suspendidas encima de un pequeño hogar dos grandes calderas humeaban, conteniendo la mísera sopa de patatas y el guiso de habas negras, alimento habitual de los forzados. Vivonne probó la sopa, la encontró horrible y se tomó el trabajo de explicar a Angélica las mejoras personales que había introducido en el «fogón».
—El antiguo sistema pesaba ciento cincuenta quintales. Era inestable y, a causa de un bandazo de mar, no era raro que los forzados más próximos fueran escaldados. He hecho aligerar y rebajar todo eso.
Angélica aprobó con vago signo de cabeza. El olor nauseabundo de la chusma, al que se unía ahora el poco apetitoso de la sopa, comenzaba a hacerla perder su aplomo marinero. Pero Vivonne, muy feliz con su presencia, no la dispensó de nada. Tuvo que admirar la belleza y solidez de las dos barcas de socorro, el falucho de bonita estampa y el caique[2], más pequeño; aprobar la feliz disposición de los cañoncitos pedreros sobre las bordas.
Los soldados de marina no tenían para sostenerse durante la travesía más que aquellas bordas estrechas por encima de la chusma, junto a los cañones. No quedaba sitio y había que mantenerse todo el día agazapado o sentado, sin moverse mucho, a fin de no comprometer el equilibrio del pesado navio. Aquellos hombres no tenían otras distracciones a su alcance que insultar a los forzados en su agujero o llamar a los vigilantes y a los cómitres. La disciplina resultaba dura de mantener.
Vivonne explicó también que la chusma se dividía en tres turnos, dirigidos cada uno por un cómitre. En general, dos turnos remaban mientras el último descansaba. Los remeros eran reclutados entre los presos de delitos comunes y los presos extranjeros.
—Hay que ser muy fuerte, y el hecho de ser asesino o ladrón, no proporciona los bíceps necesarios. Los condenados que nos envían de las prisiones mueren como moscas. Por eso hay también turcos y moros.
Angélica contempló una hilera de bancos con gentes de largas barbas rubias, la mayoría de las cuales llevaban al cuello crucifijos de madera.
—Esos no parecen en absoluto turcos y no es una media luna lo que tienen sobre el pecho.
—Son turcos por derecho de conquista. Son rusos que compramos a los turcos y resultan excelentes remeros.
—¿Y aquellos, de barba negra y enorme nariz?
—Son georgianos del Cáucaso, comprados a los Caballeros de Malta. Y allí tenéis unos verdaderos turcos. Estos son voluntarios. Los contratamos por su fuerza excepcional, para jefes de remo. Mantienen la disciplina durante la boga.
Angélica veía doblarse los espinazos bajo sus libreas rojas. Luego los hombres se echaban hacia atrás, mostrando sus rostros lívidos o barbudos, con las bocas abiertas por el esfuerzo. Y más que el olor denso e irrespirable, de sudor e inmundicias, ella percibía la mirada de lobo de los condenados, devorando a aquella mujer que pasaba por encima de ellos como una aparición.
Relumbraba su atavío color de primavera y la brisa movía las plumas de su gran sombrero. Una ráfaga más violenta levantó su falda y el bordado dobladillo vino a dar en pleno rostro a un forzado que se hallaba al borde de la crujía. Con brusco movimiento de cabeza el forzado mordió la tela a plenos dientes.
Angélica gritó de horror, tirando de su falda. Los forzados lanzaron una risotada salvaje.
Un cómitre se precipitó con el látigo en alto e hizo caer una granizada de latigazos sobre la cabeza del miserable. Pero él no soltaba su presa. Bajo su gorro verde de los de «perpetua», unas greñas hirsutas, ocultaban a medias el fulgor de una mirada negra, osada y feroz a la vez, que devoraba a Angélica, una atracción tan intensa que ella se sintió fascinada. Le recorrió un escalofrío, haciéndola palidecer. Su cara quedó exangüe.
Aquella mirada de lobo ávido y burlón no le era desconocida.
Otros dos vigilantes habían saltado entre la chusma; agarraron al hombre, le magullaron la cara a garrotazos, le rompieron los dientes, y le tiraron al fin, cubierto de sangre, sobre su banco.
—¡Disculpad, Monseñor! ¡Disculpad, señora! —repetía el cómitre responsable del turno—. Este es el peor de todos, un cabeza dura, un rebelde. No se sabe nunca lo que nos prepara.
El duque de Vivonne estaba enloquecido de cólera.
—Le ataréis al bauprés durante una hora. Unas cuantas zambullidas en el agua salada le calmarán. —Y rodeó con un brazo el talle de la joven—. Venid, querida. Lo lamento mucho.
—No es nada —dijo ella—. Me ha asustado. Ahora, ya pasó.
Se alejaban. Una llamada ronca salió de la chusma:
—¡Marquesa de los Angeles!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Vivonne. Angélica se había vuelto, lívida.
Al ras de la crujía, dos manos cargadas de cadenas se deslizaban como unas garras hacia sus pies. Y en su rostro tumefacto, horrendo, que surgía, ella no vio de pronto más que sus ojos negros, reviviendo desde el fondo del pasado. «¡Nicolás!»[3]
El almirante de Vivonne la sostuvo hasta el cobijo de la tienda a popa.
—Hubiera yo debido recelar de esos perros. Ciertamente, los hombres no resultan hermosos contemplados desde la crujía de una galera. No es un espectáculo para una señora. Sin embargo, en general, mis bellas amigas son bastante aficionadas a ello. No te hubiera creído tan sensible.
—No es nada —repitió débilmente Angélica.
Tenía ganas de vomitar. Como Flipot hacía un rato, con mezcla de miedo y horror el antiguo gallofo del Patio de los Milagros había reconocido a Nicolás Calembredaine, el ilustre bandido, a quien se creía muerto después de la escaramuza de la feria de Saint-Germain y que, desde hacía cerca de diez años, purgaba sus crímenes en las galeras del rey.
—Querida, mi queridísima, ¿qué os pasa? Parecéis triste.
El duque de Vivonne habíase acercado a ella, aprovechando que estaba sola, en pie, a popa, contemplando el ocaso que se extendía sobre el mar. Parecía tan lejana que se sentía intimidado. Ella se volvió hacia el joven, crispando sus manos sobre los recios hombros.
—Bésame —musitó ella.
Necesitaba el contacto de un hombre sano y potente, para disipar las visiones de miseria y abyección que alucinaban su pensamiento desde hacía unas horas. La llamada obsesionante del batintín de los cómitres, acompasando la boga, caía sobre su corazón como pesadas gotas, despertando en ella el eco de una desesperación, de una fatalidad irremisibles.
—Bésame.
El se apoderó de sus labios y Angélica se entregó con pasión a la busca de su beso. Quería hundirse, olvidar. Y él insistía sin cesar, espoleado por aquella fogosidad que le hacía hervir la sangre. Su mano se deslizó del talle hasta los senos y se estremeció rozando su perfección de la que nunca se saciaba. Ella se adhirió al joven.
—No…, escucha, querida —dijo él desprendiéndose un poco jadeante—. Esta noche es imposible. Tenemos que permanecer todos alerta… La mar está peligrosa.
Ella no insistió y puso su frente contra la charretera dorada que le arañó la piel. Aquel leve dolor le sentó bien.
—¿Peligrosa? —interrogó—. ¿Va a haber borrasca?
—No… Pero los piratas merodean. Hasta que no hayamos pasado Malta, debemos desconfiar. —Y apretó su abrazo—. No sé qué me sucede contigo —dijo él—. Me… me apasionas. Eres tan variable, tan llena de misterio y de sorpresas. Hace un rato te mostrabas radiante, éramos todos como corderos dóciles bajo el poder de tus ojos y de tus sonrisas. Y ahora te noto débil, como abrumada por un peligro que te amenaza y contra el que quisiera defenderte. Es una sensación que no he experimentado nunca, ¿sabes…? Salvo con los niños. ¡Las mujeres son tan redomadas!
Se desprendió suavemente y se alejó de ella para ir a acodarse en la balaustrada. A veces, la espuma de las olas volaba hasta él y le mojaba los labios abrasados por los de Angélica. Los sentía aún sobre los suyos, irradiando su dulzura en él. De nuevo estaba hambriento de saborearlos, de sentirlos entreabrirse, como violentados a su pesar, para ofrecerle el choque de sus dientes lisos, apretados en una risa, barrera opuesta a su impaciencia. Defensa que hacía más voluptuosa la derrota de su bello rostro, echado hacia atrás al fin, con los párpados cerrados, mientras que a su vez ella respondía a la invitación.
¡Una mujer que besaba así…! Una mujer que sabía reír y llorar desde el fondo del corazón, sin comedia. No le desagradaba que fuera sensible, vulnerable. Y, sin embargo, no podía dejar de recordar que ella había hecho doblar el espinazo a la indomable Athénaïs, con armas solapadas y crueles de rivales, que luchan a muerte, sin cuartel. Acababa por no comprender ya. Y le hacía perder la cabeza. Quiso sondearla y dijo suavemente:
—Ya sé por qué estás triste. Desde que te encontré, temo el instante en que me lo digas. Es porque piensas en tu hijo, ¿verdad? En el niño que me habías confiado y que desapareció, ahogado, durante el combate.
Angélica hundió su cara en sus manos.
—Sí, eso es —dijo con voz sofocada—. La visión de este mar azul tan bello que me quitó a mi hijo, me atormenta.
—Una vez más fue a ese maldito Rescator a quien debimos el desastre. Doblábamos el cabo Passero cuando vino sobre nosotros, como águila marina. Nadie le vio acercarse y además utilizaba sólo las velas bajas, lo cual le permitió permanecer largo tiempo desapercibido entre el oleaje, que era muy fuerte aquel día. Cuando señalaron su proximidad era demasiado tarde: su primera andanada de doce cañones nos hundió dos galeras y ya el Rescator enviaba sus jenízaros al abordaje de La Flamenca. En este navio era donde iban las gentes de mi casa, y entre ellas el pequeño Cantor… Quizá le invadió el pánico, sobreexcitado por los gritos de los forzados que se debatían encadenados, en la chusma, o por la visión de los moros armados de cimitarras… El escudero Jean Gallet le oyó gritar: «¡Padre mío! ¡Padre mío!» Uno de los soldados de a bordo le cogió en sus brazos para llevárselo…
—¿Y después?
—La galera se partió en dos. Se hundió con rapidez prodigiosa entre las olas. Los propios moros que habían subido a bordo fueron lanzados a la mar. Los piratas los recogieron y nosotros hicimos lo mismo con los nuestros que se aferraban todavía a los restos flotantes. Pero casi todas las gentes de mi casa perecieron: mi limosnero, los cantores de mi capilla, mis cuatro mayordomos… y ese bello niño con voz de ruiseñor.
Un rayo de luna que se deslizaba entre las cortinas iluminó a Angélica y él vio que ella tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Se dijo, con pasión, que le agradaba ver llorar así a aquella mujer, con tanto poder sobre el corazón de los hombres. ¿Cuál era su secreto? Recordaba vagamente un escándalo, ya lejano, de la historia de un brujo a quien habían quemado en la Plaza de Giéve.
—¿Quién era su padre, al que tu hijo llamaba? —preguntó él bruscamente.
—Un hombre desaparecido hace mucho tiempo.
—¿Muerto?
—Sin duda.
—Son una cosa extraña, esos presentimientos de última hora. Hasta un niño comprende que va a morir. —Exhaló un largo suspiro—. Le quería yo mucho a aquel pajecillo… ¿No me guardas rencor?
Angélica tuvo un gesto fatalista.
—¿Por qué iba a guardaros rencor, señor de Vivonne? No fue culpa vuestra. Fue culpa de la guerra, de la vida… ¡tan cruel y tan loca!