SEGUNDA PARTE: Candía

IX A bordo de la galera almirante

Angélica contemplaba pensativa las franjas de oro de los reposteros hundirse en las olas y juguetear con la espuma de la estela.

Las seis galeras navegaban con buen viento. Sus alargados y esbeltos husos de curvas airosas, de costados magníficamente decorados, hendían alegremente las olas, mientras que en la popa esculpida, veíanse unos tritones soplando en sus caracolas, unos amorcillos coronados de rosas y unas sirenas de pechos de Venus, surgir chorreando y salpicando la vista con mil destellos antes de sumirse de nuevo bajo las ondas. Estandartes, oriflamas y gallardetes restallaban alegremente en los mástiles. Las cortinas de la toldilla estaban levantadas a popa y el aire marino, cargado de olor de mirtos y mimosas de la cercana costa aromaba el ambiente en el interior.

El duque de Vivonne había decorado al estilo oriental, con tapices, bajos divanes y cojines, la suntuosa tienda, llamada también «tabernáculo», que servía de comedor a los oficiales. Angélica encontraba allí cierta comodidad y prefería permanecer en ella que en el estrecho camarote húmedo y sombrío, situado bajo el entrepuente. Allí, el ruido de la resaca contra el casco y los pesados tapices ahogaban los batintines obsesionantes y las voces roncas de los cómitres. Hubiera uno podido creerse en un salón.

A unos pasos de ella, el segundo oficial, monsieur de Millerand, inspeccionaba la costa con ayuda de un catalejo. Era un muchacho jovencísimo, casi imberbe aún, alto y bien formado. Educado en el culto de la marina real por su abuelo el almirante, y recién salido de la escuela naval, respetuoso con los principios, no aprobaba la presencia de una dama a bordo. No despegaba los labios. Pasaba con aire altivo y sombrío y evitando mezclarse con el círculo de los oficiales que, a determinadas horas, se reunían alrededor de Angélica. Menos severos, los otros miembros del Estado Mayor del Almirante, se regocijaban con una presencia que daría al menos cierto atractivo a la travesía.

La costa visible despegaba una orla de rocas púrpuras sobre fondo de montañas cubiertas de vegetación verde oscuro, formada de matorrales, de pequeñas plantas secas y olorosas. Pese a la belleza de los coloridos, el lugar parecía salvaje. Ni un tejado, ni una barca al fondo de las calas azules, abiertas, tan atrayentes y acogedoras en sus estuches de acantilados color sandía. Sólo de tarde en tarde, un pueblecito cercado sólidamente de murallas.

El duque de Vivonne apareció, sonriente, seguido de su negrito que llevaba la bombonera.

—¿Qué es de vos, querida? —preguntó besando la mano de la joven y sentándose junto a ella. ¿Deseáis algunas golosinas orientales? Millerand, ¿nada a la vista?

—Nada, monseñor, sino que la costa está desierta. Los pescadores abandonan sus aldeas aisladas ante la audacia de los berberiscos que vienen aquí a hacer esclavos. Los ribereños prefieren refugiarse en las ciudades.

—Acabamos de pasar ante Antibes, me parece. Con un poco de suerte podremos pedir hospitalidad esta noche a mi buen amigo el príncipe de Monaco.

—Sí, Monseñor, a condición de que otro de nuestros buenos amigos, he nombrado al Rescator, no venga a perturbar nuestro crucero…

—¿Habéis visto algo? —preguntó Vivonne levantándose precipitadamente y cogiéndole el catalejo de las manos.

—No, tranquilizaos. Pero conociéndole como le conocemos, esto es precisamente lo que me extraña.

El segundo del almirante de Vivonne, monsieur de La Brossardiére, y otros dos oficiales, los condes de Saint-Ronan y de Lageneste, entraron a su vez bajo la toldilla, llevando a su zaga a maese Savary. El servidor turco apareció a su vez y, ayudado por un joven esclavo, comenzó a preparar el café, mientras aquellos señores tomaban asiento en los cojines.

—¿Os agrada el café, señora? —preguntó monsieur de La Brossardiére a Angélica.

—No lo sé. Sin embargo, tendré que acostumbrarme.

—Una vez habituado a él, no se puede ya dejar.

—El café es bueno para impedir que los humores suban del estómago a la cabeza —dijo Savary, muy doctoralmente—. A los mahometanos les gusta esta bebida, no por sus cualidades recomendables, sino por cierta tradición, según la cual, fue inventada por el arcángel Gabriel para reparar las fuerzas del bravo Mahoma. Y el mismo Profeta se jactaba de no haberlo tomado nunca sin sentir inmediatamente un vigor capaz de desarzonar a cuarenta hombres y de satisfacer a más de cuarenta mujeres.

—¡Bebamos, pues, café! —exclamó alegremente Vivonne, lanzando una ardiente mirada a Angélica.

Aquellos hombres jóvenes y llenos de vigor, la contemplaban sin ocultar su admiración. Estaba realmente magnífica con un vestido violeta claro que hacía resaltar la matidez de su piel, avivada por la brisa marina y el oro de sus cabellos. Sonrió, acogiendo con gracia aquellos homenajes masculinos que sus ojos no podían disimular.

—Recuerdo haber bebido ya café con Bachtiari-bey, el embajador persa —dijo ella.

El esclavo joven colocaba unas servilletitas adamascadas con franjas de oro. El turco echó el café en finas tazas de porcelana, mientras que el negrito iba ofreciendo dos bomboneras de plata, una conteniendo azúcar blanco, y la otra nueces de cardamomo.

—Echad azúcar —recomendó La Brossardiére—. Rallad dentro un poco de cardamomo —aconsejó Saint-Ronan.

—Bebed muy despacio, pero no esperéis a que el brebaje se enfríe.

—Hay que beber el café hirviendo.

Cada uno de ellos olía su taza bebiendo a pequeños sorbos. Angélica hizo cuanto le aconsejaban y afirmó en conclusión que si el café no era bueno en sí, su aroma, en cambio, era delicioso.

—Este crucero se inicia bajo unos auspicios encantadores —hizo constar La Brossardiére, satisfecho—; ha sido una suerte para nosotros tener a bordo a una de las reinas de Versalles, y por otra parte, he sabido que el Rescator estaba en camino para ir a visitar a su cómplice Muley Ismael, el rey de Marruecos. Ausente él, el Mediterráneo volverá a estar tranquilo.

—Pero ¿quién es ese Rescator que parece obsesionar vuestras mentes? —preguntó Angélica.

—Uno de esos bandidos sin fe ni ley que estamos encargados de perseguir y, si hay ocasión, de capturar —dijo Vivonne sombrío.

—¿Es, por tanto, un pirata turco?

—Pirata lo es ciertamente. Turco, no lo sé. Algunos creen que es uno de los hermanos del sultán de Marruecos, pero otros le consideran francés porque habla muy bien nuestra lengua. Por mi parte, le creería más bien español. Es difícil saber a qué atenerse con respecto a ese hombre, porque va siempre enmascarado. Esto es frecuente entre los renegados, que se mutilan a menudo deliberadamente para no ser reconocidos. En cambio, se dice también que es mudo. Al parecer le han arrancado la lengua y cortado la nariz. Pero ¿quién? Sobre esto, los aficionados a la pequeña crónica mediterránea no se ponen de acuerdo. Los que le suponen moro, y moro andaluz, dicen que es una de las víctimas de la Inquisición española. Los que, en cambio, le creen español, acusan a los moros. En todo caso no debe ser agraciado, pues nadie puede jactarse de haberle visto sin máscara.

—Lo cual no le impide tener cierto éxito con las mujeres —dijo La Brossardiére riendo—. Según parece, en su harén figuran algunas beldades sin precio, que él ha disputado en el mercado al propio sultán de Constantinopla. Últimamente, el jefe de los eunucos blancos del Sultán, ya sabéis, ese apuesto circasiano Chamyl-bey, no se consolaba de haber tenido que ceder en la subasta al Rescator una circasiana de ojos azules, ¡una joya…!

—Nos hacéis la boca agua —dijo Vivonne—. Continuad vuestra pequeña crónica del Mediterráneo, amigo mío. Os lo ruego.

La Brossardiére dijo que sabía aquellos detalles por un caballero de Malta, el bailío Alfredo di Vacouzo, de origen italiano, a quien encontró en Marsella. El caballero regresaba de Candía, adonde había llevado él personalmente unos esclavos; y conservaba un recuerdo épico de aquella venta en pública subasta durante la cual el Rescator echaba uno tras otro los sacos de escudos a los pies de la circasiana, hasta el punto de que a ella le llegaban a las rodillas.

—¡Sí que debe tener dinero! —exclamó Vivonne con una de aquellas bruscas cóleras que le enrojecían hasta el borde de la peluca—. Por algo se llama el Rescator. ¿No sabéis lo que quiere esto decir, señora?

Angélica denegó con la cabeza.

—Así se designa en español a los traficantes de dinero ilícito, a los fabricantes de moneda falsa. En otro tiempo, los había por todas partes. Se trataba de pequeños artesanos, ni peligrosos ni molestos. Ahora no hay ya más que uno: el Rescator.

Y farfulló algo con aire sombrío. El joven teniente de Millerand que era, por naturaleza, sentimental y tímido, se atrevió a intervenir, con retraso, en la conversación.

—Habéis dicho que su nariz cortada no impedía al Rescator gustar a las mujeres; pero también es verdad que esos piratas no utilizan más que esclavas compradas, a veces raptadas por ellos a la fuerza; así pues, me parece, que no se puede juzgar su seducción por el número de sus mujeres. Pondré como ejemplo al renegado de Argel, Mezzo Morte, ese gran cerdo, el mayor mercader de esclavos del Mediterráneo. Quien le haya visto una vez no puede suponer que mujer alguna se haya entregado a él por amor, ni siquiera por simple gusto.

—Teniente, lo que decís parece lógico —admitió La Brossardiére— y, sin embargo, os equivocáis, e incluso en dos puntos. Lo primero, Mezzo Morte, aún siendo el mayor traficante de esclavos del Mediterráneo, no tiene mujeres en su harén porque prefiere… los jovencitos. Según dicen, cultiva más de cincuenta en su palacio de Argel. Y por otra parte, es muy cierto que el Rescator tiene fama de ser, en cambio, amado con pasión por las mujeres. Compra muchas pero sólo conserva las que quieren quedarse con él.

—¿Qué hace con las otras?

—Las manumite. Es su manía. Pone en libertad a todos los esclavos, hombres o mujeres, en cuanto tiene ocasión. Ignoro si esto es exacto, pero en todo caso forma parte de su leyenda.

—Su leyenda —refunfuñó Vivonne con repulsión matizada de amargura—. Pues bien, ¡sí!, es cierta su leyenda. Liberta a los esclavos, yo mismo he sido testigo de ello.

—¿No lo hará como para redimirse de ser un renegado? —indicó Angélica.

—Podría creerse. Pero lo hace sobre todo para armar gresca. ¡Para reventar a todo el mundo! —rugió Vivonne—. Para divertirse, sí, para divertirse. ¿Os acordáis, Gramont, vos que formabais parte de mi escuadra en la batalla del Cabo Passero, de aquellas dos galeras que él había capturado? ¿Sabéis lo que hizo con los 400 galeotes de la tripulación? Les quitó los hierros y los desembarcó sencillamente en las costas de Venecia. ¡Figuraos cómo nos agradecieron los venecianos aquel regalo! Esto originó un incidente diplomático y Su Majestad me hizo notar, no sin ironía, que cuando yo dejase que capturasen mis galeras podría al menos escoger como raptor a un mercader de esclavos como los demás.

—Encuentro apasionantes vuestros relatos —dijo Angélica—. El Mediterráneo está lleno de personajes pintorescos.

—¡Guárdeos Dios de encontrároslos demasiado cerca! Los aventureros o renegados, mercaderes de esclavos o traficantes, que hacen alianza con los Infieles para hacer brecha en el poderío de los Caballeros de Malta o del Rey de Francia, merecen todas las hogueras. Oiréis hablar todavía del marqués d'Escrainville, francés, del danés Eric Jansen, del ya mencionado Mezzo Morte, el almirante de Argel, de los hermanos Salvador, de los españoles y también de otros de menor envergadura. El Mediterráneo está infestado de ellos. Pero ya hemos hablado lo suficiente de esa morralla. Hace menos calor y creo que es hora apropiada para que visitéis la galera; voy a ver si está todo dispuesto.

Mientras el Almirante se alejaba, los oficiales a su vez se despidieron de la pasajera y volvieron a sus puestos. Fue entonces cuando Angélica divisó a Flipot. El criadito había debido subir corriendo los pocos peldaños del portalón. Estaba extrañamente sofocado, lívido y miraba a su ama con ojos desorbitados, como enloquecidos.

—¿Qué tienes? —le gritó ella.

—Allí —balbució—. He visto…

Fue hasta él y lo sacudió.

—¿Qué? ¿Qué has visto…? ¿A quién…?

Por segura que estuviera de haber visto a Desgrez en el muelle, en el momento de la partida, creyó que iba ahora a surgir, como un dominguillo de su caja.

—¡Pero, habla ya!

—He visto… He visto… la chusma. ¡Ah, señora marquesa…! Eso me ha hecho tal efecto… no puedo, no puedo decíroslo… allá… la chusma…

Tuvo un espasmo, corrió hasta la batayola y vomitó. Angélica se tranquilizó. El pobre mozo no poseía el equilibrio del marino. La visión de los forzados y los hedores de la chusma debieron acelerar su malestar. Angélica pidió al turco que le sirviese una taza de café.

—Quédate ahí —dijo ella al muchacho—. El aire te sentará bien.

—¡Ah, Dios Misericordioso! Haber visto eso… me ha revuelto la sangre.

Tenía un aspecto desesperado y deplorable.

—Ya se acostumbrará —dijo el duque de Vivonne, que volvía—. Dentro de tres días, afrontará las borrascas. Señora, venid a visitar esta galera en la cual habéis cometido la imprudencia de embarcaros.