VII Fuga en Marsella.

El duque de Vivonne capitula.

El primer reflejo de Angélica fue apartar la silla, franquear de un brinco los dos escalones que la separaban de la sala grande y cruzando ésta como un rayo, precipitarse hacia la escalera de madera que llevaba a los pisos altos.

—Sigúeme —dijo a Flipot.

La posadera levantó los brazos al cielo.

—Señora, ¿qué ocurre? ¿Y su comida?

—Venid —le ordenó Angélica—, venid de prisa a mi cuarto. Tengo que hablaros.

La expresión de su rostro y su voz eran tan imperiosas que la mujer se apresuró, renunciando a pedir por el momento otras explicaciones. Angélica la arrastró a su habitación. La tenía asida por la muñeca y clavaba sus uñas sin darse cuenta en las carnes fofas.

—¡Escuchadme! Hay afuera un hombre que va a entrar en la posada dentro de un momento. Lleva una levita morada y un bastón de puño de plata.

—¿Es quizás el que os ha traído un mensaje esta mañana?

—¿Qué queréis decir?

Maesa Corina rebuscó en su corpiño y sacó de él una misiva, en grueso pergamino.

—Un chiquillo ha venido para entregaros esto poco antes de que volvieseis.

Angélica le arrancó el billete y lo abrió. Eran unas líneas del Padre Antonio. Le decía que había recibido la visita del ex-abogado Desgrez, a quien tuvo el honor de ver en París en 1666. Creyó que no debía ocultarle la presencia de Madame de Plessis en Marsella ni su dirección. Sin embargo, se lo notificaba.

La joven arrugó el pliego, ya inútil.

—Este billete no tiene ya interés para mí. Escuchadme bien, maesa Corina. Si el hombre en cuestión os habla de mí, decid que no me conocéis, que no me habéis visto nunca. En cuanto se haya marchado, venid a avisarme. Tened, esto para vos.

Y le puso en las manos tres monedas de oro. Demasiado impresionada para hallar otra respuesta, maesa Corina guiñó un ojo chispeante con gesto de comprensión y salió con precauciones de conspirador.

Angélica se puso a pasear febrilmente por la estancia, mordiéndose los dedos. Flipot la miraba, inquieto.

—Arregla mis cosas —le dijo—. Cierra mi saco. Y estate preparado.

Desgrez había obrado de prisa. Pero ella no iba a dejarse atrapar de nuevo, para ser conducida ante el Rey, encadenada como una esclava. No tenía por delante más que el mar. Caía la noche y, como la víspera, unas guitarras y unas voces provenzales comenzaban a cantar al amor en el fondo de negros tabucos, que hendían las callejas entre las casas escalonadas hasta el puerto.

Angélica se escaparía de Desgrez y del Rey. El mar la transportaría. Acabó por permanecer inmóvil junto a la ventana, acechando los ruidos de la posada. Llamaron suavemente.

—No habéis encendido la luz siquiera —musitó la gruesa mujer, entrando en la habitación. Le dio al eslabón e hizo brotar la luz—. Sigue ahí —continuó ella—. No se quiere convencer. ¡Oh, es un hombre muy cortés, muy fino, pero tiene un modo de miraros! ¡Oh! Yo no me dejo impresionar, creedme. «Como si no supiera yo quién tengo en mi casa», le he dicho. «Una dama como la que me describís, ¡la hubiera visto de estar en mi posada! Unos ojos verdes, el pelo así, y todo, todo. Puesto que os digo que no he visto siquiera la punta de su nariz…» Ha terminado por creerme o por aparentarlo. Ha pedido de cenar. Lo que más parecía intrigarle era la salita donde os había yo preparado la mesa. Ha ido allí a husmear. Parecía buscar algo con su larga nariz.

«Mi perfume», pensó Angélica.

Desgrez había sabido reconocer su perfume, aquella mezcla de verbena y romero que le preparaba para su uso personal el alambique de un gran perfumista del barrio de Saint-Honoré. Aquel perfume campestre, que armonizaba tan bien con su encanto de bella planta, Desgrez lo había respirado sobre su propia piel, sobre aquel cuerpo que ella le permitió besar y estrechar. ¡Ah, maldita la vida que os entrega a individuos de aquella especie!

—Y con eso, unos ojos de diablo —prosiguió la comadre—. Descubrió en seguida las monedas de oro que me habíais dado y que tenía yo todavía en el hueco de la mano. «¡Oh! ¡Oh! Tenéis clientes muy generosos, comadre…» Me sentía desazonada… ¿Es vuestro marido ese hombre, señora?

—No —protestó Angélica con un sobresalto.

La posadera movió varias veces la cabeza. «Ya veo de qué se trata», dijo. Y luego aguzó el oído.

—¿Quién viene hacia aquí? No es ninguno de mis clientes. Los conozco a todos.

Entreabrió la puerta y la volvió a cerrar con premura.

—Está en el corredor… Abre las puertas de las habitaciones. —Con los puños en las caderas se indignó—. ¡Qué tupé! Voy a enseñar a ese polizonte de lo que soy capaz.

Luego cambio de opinión.

—¡No, por Cristo! La cosa podría avinagrarse. Conozco a estas gentes de la policía. Puede una empezar por tenérselas tiesas con ellos pero llega luego el momento en que se pone una a lloriquear y lanzar suspiros.

Angélica había cogido un saquito.

—Maesa Corina, es preciso que salga yo de aquí… Es preciso… No he hecho nada malo. Le tendía de nuevo una bolsa repleta de oro.

—Venid por aquí —musitó la posadera.

La arrastró al balconcillo y quitó uno de los enrejados de un lado.

—¡Saltad! ¡Saltad! Sí, al tejado del vecino. No miréis hacia abajo. Así. Ahora, hacia la izquierda encontraréis una escalera de mano. Cuando estéis en el fondo del patio, llamad. Diréis a Mario el Siciliano que soy yo quien os envía y que os conduzca a casa de Santi el Corso. No, no está lo bastante lejos. Hasta casa de Juanito; y luego al barrio levantino… Yo me ocuparé de este curioso para daros tiempo.

Añadió algunos buenos deseos en provenzal, se santiguó y volvió a entrar en la habitación.

Fue una fuga que parecía una partida de marro o de escondite. Angélica y Flipot, sin tener tiempo de recobrar aliento, franquearon puertas que daban al cielo; se adentraron en pozos que resultaron jardines; atravesaron casas donde unas familias cenaban beatíficamente sin levantar la vista de sus platos a su paso; bajaron escaleras; volvieron a salir de un acueducto romano para bordear un templo griego; apartaron centenares de camisas rosas o azules puestas a secar de lado a lado en las calles; resbalaron en mondas de sandías, en restos de pescados; oyeron darles el alto, ensordecidos por los gritos de llamada, por las canciones, por las invitaciones en todas las lenguas de Babel, para encontrarse de nuevo jadeantes, bajo la égida de un español, en las cercanías del barrio levantino. «Estaban lejos —decía él— muy lejos de todo lo que pudiera parecerse a la posada del Cuerno de Oro. ¿La señora quería ir más allá aún?» El español y Santi el Corso la contemplaban con curiosidad.

Ella se enjugó la frente con el pañuelo. La claridad rojiza difuminada de un ocaso tardo en extinguirse, luchaba, hacia occidente, con las luces de la ciudad. Una música de ritmo extraño y monótono salía de las puertas cerradas y de las celosías de madera que ocultaban las cafeterías. Allí, los faquines, los mercaderes árabes o turcos encontraban muelles divanes y el negro brebaje que se bebe en las orillas del Bosforo, en tacitas de plata. Un perfume desconocido se mezclaba con los densos olores a fritura y a ajo.

—Quiero ir al Almirantazgo —dijo Angélica—, a casa de monsieur de Vivonne. ¿Podéis conducirme allí?

Los dos guías sacudieron sus cabelleras de ébano y los aretes de oro que lucían en su oreja derecha. El barrio del Almirantazgo les parecía en verdad más peligroso que el laberinto pestilente adonde habían llevado a Angélica. Sin embargo, como había sido generosa con ellos, le dieron profusas explicaciones sobre el camino a seguir.

—¿Has comprendido? —dijo ella a Flipot.

El mozo movió negativamente la cabeza. Estaba helado de miedo. No conocía las reglas de aquella chusma abigarrada que reinaba en Marsella y que él presentía muy pronta con el cuchillo. Si su ama era atacada, ¿cómo haría él para defenderla?

—No temas nada —le dijo Angélica.

La vetusta ciudad fócense no le parecía hostil. Desgrez no podía ser allí el amo como en el corazón de París. Había caído ya la noche pero la transparencia del cielo nocturno proyectaba sobre la ciudad una claridad azulada. A veces se adivinaba la aparición de un antiguo vestigio, una columna truncada, una bóveda romana; ruinas entre las quechiquillos, medio desnudos, jugaban en silencio como los gatos.

La elegante mansión, muy iluminada, apareció por fin al volver la esquina. No cesaban de llegar coches de alquiler y carrozas y por las ventanas abiertas salían acordes de laúdes y violines.

Angélica se detuvo vacilante. Estiró los pliegues de su vestido preguntándose si estaría presentable. Un hombre de silueta corpulenta se separó de un grupo. Se dirigía, sí, hacia ella, como si fuera esperada. Le veía a contraluz y no podía distinguir su rostro. Llegado ante ella, la miró con atención y luego se quitó el sombrero.

—Madame de Plessis-Belliére, ¿verdad? Sí, sin ninguna duda. Permitid que me presente: Carroulet, magistrado en Marsella. Soy muy buen amigo de monsieur de La Reynie y éste me ha escrito con respecto a vos, deseando facilitaros vuestra estancia en nuestra ciudad…

Angélica le miraba impávida. Tenía una cara bonachona de papá cariñoso con una gruesa verruga en la aleta de la nariz. Su voz era todo untuosidad.

—He visto también a su teniente-adjunto, el señor Desgrez, que llegó aquí ayer por la mañana. Pensando que tendríais tal vez el propósito de saludar al señor duque de Vivonne, sabiendo que es uno de vuestros amigos, me ha encargado que os esperase en las cercanías de su hotel, a fin de que ningún contratiempo lamentable…

Súbitamente ya no era miedo sino rabia lo que colmaba el corazón de Angélica. Así pues, Desgrez lanzaba a su zaga a todos los policías de la ciudad y hasta al llamado Carroulet, teniente-fiscal de Marsella, muy conocido por su mano dura bajo amables apariencias. Ella dijo bruscamente:

—No comprendo nada de lo que estáis contando, señor.

—¡Hum…! —dijo él, indulgente—. Vamos, señora, vuestra filiación es bastante precisa…

Una carroza se les venía encima. El jefe de la policía marsellesa hizo un movimiento para retroceder hacia el muro. Angélica, por el contrario, se lanzó materialmente bajo las patas de los caballos, y aprovechando que el cochero contenía el tronco, se mezcló con los grupos que entraban en el hotel del duque de Vivonne. Unos criados, portadores de antorchas, alumbraban las escaleras que conducían al vestíbulo. Ella, con paso firme, subió junto a otros invitados. Flipot le pisaba los talones, con su bolsa en la mano. Angélica se deslizó en la penumbra de la gran escalera, con la discreción de dama que acaba de notar que se le afloja una liga.

—Escapa adonde puedas —musitó al criadito—. Escóndete en las dependencias del servicio, en cualquier sitio, pero que no te vean. Nos veremos mañana por la mañana, en el puerto, a la partida de la escuadra real. Procura enterarte de la hora y lugar de esa partida. Si no estás allí, me iré sin ti. Toma este dinero.

Salió ella de su escondite y con el mismo paso firme subió por una de las escaleras de mármol que llevaban a los pisos superiores. Estos se hallaban desiertos, pues los criados se apretaban en los salones y en los patios del piso bajo.

Apenas llegada al primer rellano, se presentó a su vez el policía a quien acababa de burlar. La curiosidad de Angélica pudo más que su pánico e inclinada sobre la balaustrada le observó amparada en la sombra.

El señor Carroulet no parecía contento. Abordó a un criado al que formuló numerosas preguntas. El fámulo movía la cabeza negativamente. Se alejó y poco después apareció el duque de Vivonne, riendo aún de alguna broma. El teniente de policía le saludó con azoramiento. El almirante de la flota real era un personaje preeminente. Contaba con la benevolencia del Rey y nadie ignoraba que su hermana era la amante del monarca. Como se trataba además de un joven muy susceptible, no era fácil manejarle.

—¿Qué me estáis contando? —exclamó Vivonne con su voz estentórea—. ¿Madame de Plessis-Belliére entre mis invitados? Id a buscarla al lecho del Rey… si he de creer los últimos rumores llegados de Versalles…

El señor Carroulet tenía que insistir, que explicar. Vivonne se impacientó.

—¡No tiene la menor base vuestra historia…! Que estaba aquí, decís, y luego que ya no estaba… Estáis ofuscado, y nada más… Tenéis visiones. Debéis purgaros.

El policía tomó el partido de retirarse, con las orejas gachas. Vivonne alzó los hombros detrás de él. Uno de sus amigos se acercó y debió informarle del incidente, pues Angélica oyó al joven almirante responder en tono desabrido:

—Ese grosero personaje pretendía que se hallaba en mis salones la bella Angélica, la última pasión del Rey.

—¿Madame de Plessis-Belliére?

—¡La misma! ¡Dios me guarde de tener bajo mi techo a esa puta intrigante! Mi hermana se vuelve loca con las afrentas que la otra le hace sufrir… Me escribe misivas desesperadas. Si la sirena de los ojos verdes consigue sus fines, Athenaïs tendrá que arriar bandera y los Mortemart lo pasarán mal.

—¿Estará acaso en Marsella esa beldad cuya reputación nos hace soñar? Siempre he tenido el deseo ardiente de conocerla.

—Pues os consumiréis en vano. Es una coqueta, cruel hasta la muerte. Los admiradores que siguen en vano sus pasos saben algo de eso. No es de las que se distraen en ociosas bromas cuando se ha fijado una meta. Y ahora, su meta es el Rey… Una intrigante, os repito… En su última carta me lo decía mi hermana…

La conversación se perdió porque los dos hombres se alejaron hacia los salones. «Bien querido, esto me lo pagarás», pensó Angélica, ofendida por las palabras de Vivonne.

Se adentró por el corredor tenebroso y tras haber tanteado a lo largo de las paredes encontró una puerta cuyo picaporte hizo girar con precaución. La habitación estaba desierta, iluminada tan sólo por la claridad que se proyectaba sobre la ventana. Angélica, extenuada, se dejó caer sobre un mullido diván oriental, cubierto de cojines. Se oyó como un batintín, pues había dado con el pie a una especie de bandeja de cobre, que estaba en el suelo. Escuchó, ansiosa; luego encontró por fin un candelabro para alumbrar aquel lugar. La estancia —un tocador, un dormitorio y un cuarto de aseo contiguo— debía ser la del duque de Vivonne. Estancia de un marino que, en tierra, no cuenta ya sus buenos éxitos. Angélica no tardó en descubrir, entre aquel desorden, catalejos, cartas marinas, mapamundis y uniformes, un ropero con una colección impresionante de vestidos y de «deshabillés» vaporosos.

Angélica escogió uno de muselina de China, blanca y bordada. Se lavó en una jofaina en la que había preparada para el amo y su amante, agua perfumada con lavanda de Provenza. Se cepilló los cabellos polvorientos. Suspirando de alivio se envolvió en la suave prenda. Con los pies descalzos sobre las gruesas alfombras turcas, volvióse al tocador. Sentíase vacilante de cansancio. Escuchó un momento aún los rumores apagados del hotel, y luego se desplomó en el diván. ¡Qué importaban el futuro y todos los policías del mundo! Iba a dormir.

—¡Oh!

El grito agudo despertó a Angélica. Se incorporó con una mano en los ojos, cegada por la luz.

—¡Oh!

La muchacha morena, de la cara constelada de lunares, estaba a su cabecera, viva imagen del estupor y de la indignación. Bruscamente, se volvió y abofeteó a alguien a voleo.

—¡Granuja! ¡Esta era la sorpresa que me reservabais…! ¡Os felicito! Me la habéis dado. No olvidaré nunca afrenta tan irritante. ¡No os volveré a ver jamás en mi vida!

Con gran frufrú de vestidos y risrás de abanico al cerrarlo, franqueó la puerta y desapareció. El duque de Vivonne, apretándose la mejilla, miró alternativamente hacia la puerta, a Angélica y a su criado que traía dos candelabros. El sirviente fue el primero en dominarse. Dejó los candelabros sobre la consola, se inclinó ante su amo y, por si acaso, ante Angélica, y luego se escurrió cerrando la puerta con suavidad.

—Monsieur de Vivonne… estoy desolada —murmuró Angélica esbozando una sonrisa contrita.

Al sonido de su voz, él pareció comprender al fin que tenía delante una criatura de carne y hueso y no un fantasma.

—Era pues cierto… lo que me ha contado ese estúpido hace un rato… Estabais en Marsella… bajo mi techo… ¿Cómo podía yo suponerlo? ¿Por qué no os habéis presentado…?

—No quería que me reconociesen. He estado a punto de ser detenida, en varias ocasiones.

El joven se pasó la mano por la frente. Fue a un pequeño escritorio cuyo tablero bajó para tomar de allí una garrafita de aguardiente y un vaso.

—De modo que Madame de Plessis-Belliére ¡tiene a toda la policía del reino en su persecución…! ¿Habéis asesinado a alguien?

—¡No! ¡Peor aún…! Me he negado a acostarme con el Rey.

Las cejas del cortesano se alzaron de asombro.

—¿Y por qué?

—Por amistad hacia vuestra querida hermana, Madame de Montespan.

Con la garrafita en la mano, Vivonne la miró estupefacto. Luego su cara se distendió y soltó la carcajada. Se sirvió un vaso y vino a sentarse junto a ella.

—Creo que os estáis burlando de mí.

—Un poco… Pero no tanto como os figuráis.

Seguía ella esbozando una tímida sonrisa. Sus párpados, henchidos todavía de sueño, aleteaban lentamente sobre su verde mirada y por un instante cerraba los ojos dejando que las pestañas proyectasen sombra sobre sus mejillas tersas.

—Estaba tan cansada —suspiró ella—. Había estado horas enteras andando por la ciudad, me había extraviado… Aquí, me sentí como en un refugio. Perdonadme. Confieso que he sido muy indiscreta. Me he bañado en vuestro cuarto de aseo y he cogido este peinador de vuestro ropero —señaló la muselina ceñida alrededor de su cuerpo desnudo. Entre reflejos rosados se adivinaba la línea de los muslos y de las caderas bajo la blancura vaporosa.

Vivonne contempló el peinador y apartó los ojos. Se bebió de un sorbo un vaso de licor.

—¡Una historia endemoniadamente sucia! —gruñó—. El Rey os busca y van a acusarme de complicidad.

—Monsieur de Vivonne —protestó Angélica irguiéndose—, ¿seréis un necio? Os creía más interesado por la suerte de vuestra hermana… de la cual depende en cierto modo la vuestra. ¿Desearíais realmente verme caer en los brazos del Rey y a Athenaïs en desgracia?

—No, ciertamente —balbució el pobre Vivonne superado por aquella situación digna de Corneille—, pero tampoco quisiera disgustar a Su Majestad… Libre sois de negarle vuestros favores… Pero ¿por qué estáis en Marsella?… ¿y en mi casa…?

Ella posó suavemente la mano sobre la de él.

—Porque quisiera ir a Candía.

—¿Eh?

El duque se puso en pie de un salto como si le hubiese picado una avispa.

—Partís mañana, ¿verdad? —insistió Angélica—. Llevadme.

—¡Esto es cada vez más asombroso! Creo que habéis perdido la razón. ¡A Candía! ¿Sabéis siquiera dónde está eso?

—¿Y vos? ¿Sabéis siquiera que soy el Cónsul de Candía? Tengo allí negocios muy importantes y me ha parecido oportuno el momento para ir a vigilarlos, dando así tiempo a que se calme la impaciencia del Rey. ¿No es una idea excelente?

—¡Es una insensatez…! ¡Candía…! —Alzó él los ojos al cielo, renunciando medir su locura.

—Sí, sí, ya lo sé —dijo Angélica—. El serrallo del Gran Turco, los berberiscos, los piratas, etc… Pero precisamente con vos, no temeré nada. Escoltada por la escuadra real francesa, ¿qué podría sucederme?

—Mi querida señora —declaró Vivonne solemne—, he sentido siempre por vos un infinito respeto…

—Demasiado quizá —deslizó ella con una sonrisa embaucadora.

La interrupción dejó cortado al joven almirante que farfulló antes de coger de nuevo el hilo de su discurso.

—¡Qué importa…! ¡Hum…! Sea como fuere, os he considerado siempre como una mujer cauta, que sabe dónde tiene la cabeza; y con gran pesar mío tengo que ver que no tenéis mucho más seso que esas damiselas que hablan antes de actuar y actúan antes de pensar.

—Como esa bonita morena que nos dejó hace unos momentos. Hubiera yo querido explicarme con vuestra encantadora amante. Furiosa, va a difundir el rumor de que estoy aquí.

—Ignora vuestro nombre.

—Le será fácil describirme en seguida y los indeseables reconocerán mi filiación. Llevadme a Candía.

El duque de Vivonne sintió seca la garganta. Los ojos de Angélica le daban vértigo. Su vista se turbaba ligeramente. Fue a su escritorio para servirse un segundo vaso.

—¡Jamás! —dijo al fin, respondiendo a su última súplica—. Soy un hombre sensato, prudente… Haciéndome cómplice de vuestra fuga, lo cual se sabría tarde o temprano, me expondría a la cólera del Rey.

—¿Y la gratitud de vuestra hermana?

—Sería segura mi desgracia.

—Desestimáis el poder de Athenaïs, querido. Y, sin embargo, la conocéis mejor que yo. Queda sola ante el Rey, que siente por ella… una inclinación muy pronunciada. Ha sabido seducirle con mil hábitos de los que él no ha sabido aún prescindir. ¿No la creéis lo bastante fuerte y hábil para recobrar su ventaja y reparar audazmente lo que yo haya podido destruir un poco en estos últimos tiempos, cosa que reconozco?

Vivonne con las cejas fruncidas, intentaba reflexionar.

—¡Diablo! —exclamó.

Y debió ver pasar la imagen de la deslumbrante Mortemart, oír el eco de su risa mordaz y de su voz inimitable, porque se calmó de nuevo.

—¡Diablo! —repitió—. Se puede confiar en ella. —Movió la cabeza repetidamente—. Pero vos, señora —dijo—, vos señora…

La observaba a hurtadillas. En cada una de las miradas ansiosas de él veía ella que el joven se iba dando cuenta de la presencia, en su casa, a aquella hora, de una mujer que había sido uno de los ornatos de Versalles, codiciada por el Rey. Iba detallando la perfección de Angélica con una especie de asombro, como si la viese por primera vez. Era cierto. Tenía una piel única, más dorada que la mayoría de las rubias, sus ojos eran verdes y de un verde claro junto a la negrura intensa de las pupilas. En Versalles, la había visto como un ídolo con sus tocados de Corte, que hacían palidecer de rabia a la Montespan.

Con aquel «deshabillé» de pliegues suaves, resultaba terriblemente femenina y viva. Por primera vez en su vida pensó en el Rey diciéndose: «¡Pobre hombre! Si es cierto que le ha rechazado…»

Angélica dejaba que el silencio pesara entre ellos. Era bastante divertido tener a un Mortemart en suspenso. Un momio del que muy pocos podían jactarse. La fogosidad y el carácter explosivo de la familia no parecían haber sido nunca cogidos en falta. Sentíase uno obligado a odiarles… o a adorarles, incluso a la hermana mayor, la abadesa de Fontevrault, de belleza de madona en sus tocas y oscuros velos, que fascinaba al Rey y encantaba a los cortesanos, sin que por ello dejase de poseer un alma ardiente; leyendo en latín a todos los Padres de la Iglesia y rigiendo su convento y a sus monjas subyugadas, por los senderos de la más elevada virtud.

Vivonne era también la imagen de sus hermanas, ricas en las mejores cualidades y los peores defectos, caprichoso y desenvuelto, rozando unas veces la grosería, otras la amabilidad extrema, otras la locura, otras el talento… Acababa por imponerse y de igual modo que una especie de amistad —la del rayo y el imán— había atraído a Angélica hacia Athénaïs, así también ella había concedido siempre al duque de Vivonne una preferencia divertida. Entre los otros gentiles-hombres, apegados a los pasos del amo y que vivían de sus subsidios, él le parecía de un metal más noble. Le miró, siempre sonriente, con sonrisa secreta que desconcertaba y se dijo que, en el fondo, a ella le gustaban aquellos Mortemart terriblemente ávidos, locos y apuestos. Alzó lentamente un brazo para apoyar en él su cabeza echada hacia atrás y lanzó al joven una mirada burlona.

—¿Y yo…? —repitió ella.

—¡Sí, vos, señora! ¡Sois una mujer extraña! ¿No acabáis de reconocer que habéis luchado por deshancar a mi hermana…? Y ahora os retiráis, deseáis incluso dejarle de nuevo el campo libre… ¿Qué fin perseguís? ¿Qué ventaja podéis obtener de esta comedia?

—Ninguna. Más bien disgustos.

—¿Y entonces?

—¿No tengo derecho como toda mujer a tener mis caprichos?

—¡Ciertamente…! Pero, escoged vuestras víctimas. Con el Rey esto puede haceros llegar lejos.

Angélica torció el gesto.

—¿Qué queréis? ¿Es culpa mía si no me gustan esa clase de hombres demasiado inaccesibles, de humor susceptible, que ríen poco y que aportan en la intimidad una falta de refinamiento rayano en la grosería?

—¿De quién habláis?

—Del Rey.

—¡Vaya! Os permitís juzgarle de una manera que…

Vivonne estaba muy irritado.

—Mi querido amigo, cuando se trata de la alcoba, concedednos el derecho de juzgar como mujeres y no como subditas.

—Todas esas damas no razonan, afortunadamente, como vos.

—Ellas son dueñas de soportar y de aburrirse. En esta materia lo perdono todo menos eso. Títulos, favores, honores no me han parecido que posean el suficiente valor para compensar ese género de esclavitud y de sujeción. Dejo muy gustosa unos y otros a Athenaïis.

—¡Sois… terrible!

—¿Qué queréis? No es culpa mía si he preferido siempre los jóvenes reidores, llenos de vivacidad… como vos por ejemplo. Esos nobles galantes que tienen tiempo para ocuparse de las mujeres. ¡Lejos de mí los apresurados que se lanzan ciegamente hacia la meta! Me gustan los que saben coger las flores del camino.

El duque de Vivonne desvió los ojos y refunfuñó.

—Ya veo lo que es. Tenéis un amante que os espera en Candía, un alférez jovencito de lindo bigotito que sólo sabe sobar a las muchachas.

—Estáis en un gran error. No he estado nunca en Candía y nadie me espera allí.

—Entonces, ¿por qué queréis partir hacia esa isla de piratas?

—Ya os lo he dicho. Tengo allí negocios. Y me ha parecido excelente la idea para hacer que el Rey me olvide.

—¡No os olvidará os digo! ¿Creéis ser una de esas mujeres a las que se olvida fácilmente? —preguntó Vivonne cuya garganta pareció cerrarse extrañamente.

—Me olvidará, os repito. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿No sois así los hombres? Volverá complacido a su Montespan, su firme e inagotable festín, y se felicitará de encontrar con ella, la mesa… siempre puesta. No es hombre complicado, ni sentimental.

El duque de Vivonne no pudo contener la risa.

—¡Qué malas son las mujeres, entre ellas!

—Creedme, si llega a saber vuestro papel, el Rey os agradecerá que le hayáis ayudado a desprenderse de una pasión sin salida. Y no tendrá tampoco que portarse como un tirano, haciendo que me arrojen al fondo de una mazmorra. Cuando yo vuelva habrá pasado el tiempo. Él mismo se reirá de su cólera y Athenaïs sabrá sacar provecho del servicio que le habréis hecho escamoteando a la indeseable.

—¿Y si el Rey no os olvida?

—Entonces, ya veremos. Habré tal vez reflexionado, reconocido mi error. La constancia del Rey me conmoverá. Caeré en sus brazos, seré su favorita… y no os olvidaré tampoco. Ya veis que prestándome vuestra ayuda dirigís el porvenir y hasta podéis ganar a ambos colores, señor cortesano.

Puso ella en estas últimas palabras un tono algo despreciativo que fue un latigazo para el gentilhombre; enrojeció hasta la raíz de los cabellos y protestó con altivez.

—¿Me creéis un cobarde, un criado?

—No lo he creído nunca.

—No es esa la cuestión —prosiguió el joven almirante en tono severo—. Olvidáis con demasiada facilidad, señora, que mando una escuadra, y que la misión por la cual se hace a la mar la flota real es misión militar, es decir peligrosa. Estoy encargado de mantener la disciplina en nombre del rey de Francia, en esta Babel del Mediterráneo. Mis consignas son terminantes: ningún pasajero, y menos aún pasajera.

—Señor de Vivonne…

—¡No! —exclamó él con voz tonante—. Comprenderéis que soy el jefe a bordo y que sé lo que debo hacer. Un crucero por el Mediterráneo no es un paseo por el gran canal. Conozco la importancia del papel que se me ha encomendado y estoy convencido de que, en mi lugar, el propio Rey hablaría y obraría como yo.

—¿Lo creéis así…? Yo estoy persuadida, por el contrario, de que el Rey no desdeñaría lo que os ofrezco.

Había hablado con seriedad. Vivonne cambió nuevamente de color, y sus sienes latieron con violencia. La contempló con mirada desatinada, interrogadora.

Durante un minuto interminable le pareció que toda la vida se había concentrado en la lenta y suave palpitación de aquellos senos que asomaban al borde del descote de encaje. La sorpresa le petrificaba. Madame de Plessis-Belliére tenía fama de altiva, difícil de conmover y ella misma se reconocía caprichosa. Cortesano innato, no se le había ocurrido que pudieran ofrecerle lo que se negaba al Rey. Sintió sus labios repentinamente secos, bebió de un sorbo su vaso y lo dejó con cuidado sobre el tablero del escritorio, como si temiera que se le escurriera.

—Entendámonos bien… —musitó.

—Pero… creo que nos entendemos muy bien —dijo Angélica. Le miraba a los ojos, con leve mueca.

Fascinado, dio unos pasos y cayó de rodillas junto al diván. Sus brazos abarcaron el talle fino. Con gesto de homenaje y de pasión, bajó la cabeza y adhirió sus labios a la carne de raso del descote, en el nacimiento del seno y permaneció así, inclinado sobre aquel misterio de sombra del que se desprendía un perfume embriagador, el perfume de Angélica. Ella no inició retroceso alguno, y sí apenas un movimiento imperceptible del busto, mientras que sus bellos párpados velaban un instante el fulgor de su mirada. Luego, él sintió que el cuerpo se arqueaba, ofreciéndose a la caricia. Le invadió una locura, un hambre de aquella carne ambarina, prieta, resistente, y sin embargo, de tersura de porcelana frágil. Sus labios la recorrieron ávidamente. Se levantó, abrazándola, buscando la redondez lisa del hombro, el hueco del cuello cuya tibieza le hizo desfallecer.

El brazo de Angélica giró hacia él, aprisionando la cabeza masculina contra ella, mientras posaba suavemente la mano sobre su mejilla forzándole a mirarla. Las pupilas de esmeralda, ensombrecidas con glauco reflejo chocaban con las pupilas azules y duras de los Mortemart, por una vez vencidas. En un relámpago, Vivonne tuvo tiempo todavía de pensar que no había visto jamás criatura semejante, ni sentido placer tan fulminante.

—¿Me llevaréis a Candía? —preguntó ella.

—Creo… Creo que no tendré más remedio —respondió el joven con voz enronquecida.