La policía busca a Angélica.
—Entrad, Padre —dijo Angélica.
El eclesiástico vaciló en el umbral de la habitación donde se hallaba aquella gran dama, con sus vestidos de costosa sencillez. Sentíase visiblemente azorado de sus gruesos zapatones y de su sotana verdeante, cuyas mangas cortas descubrían sus muñecas enrojecidas y agrietadas por la sal marina.
—Perdonad que os reciba así en mi cuarto —explicó la joven—. Estoy aquí en secreto y no quisiera ser reconocida.
El sacerdote hizo un signo de comprensión y de que aquellos detalles éranle indiferentes. Aceptó sentarse en un escabel. Ella le reconocía ahora, tal como le había visto sentado, una noche, ante la hoguera del verdugo de París, la espalda algo encorvada, su aire de grillo aterido y aquel brusco fulgor de sus ojos muy negros cuando alzaba los párpados. Angélica ocupó un asiento frente a él.
—¿Os acordáis de mí? —preguntó.
Una sonrisa fugaz estiró los labios severos del Padre Antonio.
—Me acuerdo.
La examinaba con atención, comparando la mujer que tenía delante con la silueta despavorida, deformada, casi demente que había él visto merodear en un crepúsculo invernal, cerca de los restos de una hoguera cuyas últimas brasas avivaba el viento.
—Esperabais un hijo entonces —dijo él con dulzura—. ¿Qué ha sido de él?
—Fue un niño —contestó Angélica—. Nació aquella misma noche. Nació… y ha muerto ya. A la edad de nueve años.
Conmovida por aquel recuerdo del pequeño Cantor, ella se volvió hacia la ventana. «El Mediterráneo se lo llevó», pensó. Caía la noche. Gritos, cantos, llamadas subían de las callejas donde turcos, españoles, griegos, árabes, napolitanos, negros e ingleses, empezaban a dar señales de vida mientras se abrían los lupanares y las tabernas.
Una guitarra preludió no muy lejos y una voz de hombre se elevó, cálida y vibrante. Pero a pesar de aquellos rumores el mar seguía estando presente y al pie de la ciudad se le oía zumbar como un enjambre. El Padre Antonio miraba, meditaba.
Aquella mujer, con su belleza deslumbrante, no tenía ninguna semejanza con la criatura juvenil y desesperada cuyo recuerdo conservaba. Estaba segura de sí misma, prevenida y en cierto modo temible. Una vez más, la atemorizaba la marca de la vida sobre los seres. No la hubiera reconocido y le habría costado trabajo admitir su identidad, sin la expresión dolorosa que apareció en ella al hablar del hijo.
Volvió ella su mirada hacia el sacerdote y el humilde limosnero cruzó las manos sobre las rodillas para prepararse a la lucha. De pronto sentía miedo de hablar. Le forzaría a decirlo todo, lo que le cargaría de una gran responsabilidad.
—Padre —dijo Angélica—, no he sabido nunca, y hoy quiero saberlo, cuáles fueron las últimas palabras de mi marido en la hoguera… En la hoguera —insistió ella—. En el último momento. Cuando estaba ya atado al poste. ¿Qué dijo?
El sacerdote alzó las cejas.
—He aquí un deseo muy tardío, señora —protestó—. Perdonad a mi memoria que no recuerde. Han pasado los años y desde entonces ¡ay!, he asistido a muchos otros condenados. Creedme. Soy incapaz de informaros con detalle.
—Pues bien, yo sí puedo hacerlo. No dijo nada. Y no dijo nada porque estaba ya muerto. Era un muerto el que ataron al poste. Otro muerto. Y mi marido, vivo, fue arrastrado por un subterráneo, mientras a los ojos de la multitud, el fuego cumplía la sentencia a la que había sido él injustamente condenado. El rey me lo ha confesado todo.
Acechaba ella la aparición en el rostro del sacerdote, de un gesto de sorpresa, de una protesta. Pero él permaneció impasible.
—¿Lo sabíais, verdad? —dijo ella muy quedo—. ¿Lo habéis sabido siempre?
—No, siempre no. La sustitución se efectuó tan hábilmente que por el momento no tuve la menor sospecha… Le habían puesto una cogulla. Fue más adelante…
—Más adelante… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por quién lo habéis sabido?
Se inclinó anhelante, con los ojos encendidos.
—Le habéis visto, ¿verdad? —dijo ella en un susurro—. ¿Le habéis visto… después de la hoguera?
El la miró con gravedad. Ahora la reconocía. No había cambiado.
—Sí —dijo—. Sí, le he visto. Escuchadme. Y entonces hizo su relato conmovedor.
Era en París, en aquel mes de febrero, que finalizaba, de 1661. Fue en la misma noche helada en que el fraile Bécher había muerto «bajo las vejaciones de los demonios», gritando: «¡Perdón, Peyrac…!»
El Padre Antonio estaba rezando en la capilla. Un hermano lego vino a decirle que un pobre diablo insistía en verle. Un pobre que había dejado una moneda de oro en la mano del lego. Y éste no se atrevió a ponerle en la puerta. El Padre Antonio fue al locutorio. El pobre estaba allí, apoyado en una tosca muleta; y su sombra desgalichada, casi deforme, se proyectaba sobre los muros encalados a la luz de la lamparilla de aceite. Sus ropas eran corrientes. Llevaba un antifaz de acero negro. Se lo quitó y el Padre Antonio cayó de rodillas, suplicando al Cielo que le librase de unas visiones horribles, porque tenía ante él un fantasma, el fantasma del brujo que él mismo había visto quemar en la Plaza de Gréve.
El fantasma sonreía, burlón. Intentó el sacerdote hablar, pero de su boca no salían más que sonidos roncos e ininteligibles. De pronto, el fantasma desapareció. El Padre Antonio tardó un buen rato antes de darse cuenta que el desdichado acababa simplemente de perder el conocimiento y que yacía a sus pies sobre las losas. Entonces, movido por la caridad, dominó su miedo y se inclinó sobre el aparecido. Estaba vivo, aunque semimoribundo. No tenía ya fuerzas. Su cuerpo era de una delgadez esquelética… Pero su pesado zurrón contenía una sorprendente fortuna en luises de oro y en joyas.
Durante largos días, el aparecido había estado entre la vida y la muerte. El Padre Antonio, compartiendo su secreto con el Superior de la Comunidad, le cuidaba. Había llegado al último grado de agotamiento. No era posible imaginar que aquel cuerpo, torturado por el verdugo, pudiera realizar semejante esfuerzo. Descuartizada casi por el potro, una de sus piernas, la que estaba coja, mostraba horribles llagas bajo la rodilla y en la cadera. Las llevaba abiertas hacía casi un mes, caminando sin descanso. ¡Una voluntad semejante honra el género humano, señora! Al humilde limosnero de prisiones, el conde de Peyrac, tan poderoso en otro tiempo, le decía: «¡Sois en lo sucesivo mi único amigo!»
Cuando, reuniendo sus últimas fuerzas para volver a su hotel de Beautreillis, se sintió morir de debilidad, había pensado en el pequeño sacerdote. ¡Haber regresado desde tan lejos para morir al borde del éxito! Salió del hotel por una puerta oculta del jardín, cuya llave tenía. Se arrastró por París hasta la casa de los Lazaristas, donde sabía que se encontraba el Padre Antonio.
Ahora, era preciso preparar su fuga. El Conde no podía permanecer en Francia. En aquella época, el Reverendo Padre Antonio estaba a punto de partir para Marsella, acompañando a una cadena de galeotes. Allí estaba su nuevo puesto de caridad.
Joffrey de Peyrac tuvo una idea genial. Mezclarse a la cadena de los forzados para bajar hasta Marsella. Allí encontró a su moro, llamado Kuassi-Ba. El Reverendo Padre Antonio escondía entre sus ropas el oro y las joyas. Los devolvió a la llegada. Poco después, el conde de Peyrac y su moro desaparecían, en evasión espectacular, en una barca de pesca.
—¿Y no los habéis vuelto a ver?
—Jamás.
—¿Ignoráis por completo qué ha podido ser del conde de Peyrac después de su evasión?
—Lo ignoro.
Ella le seguía interrogando con los ojos. Casi tímidamente insinuó:
—¿No habéis estado en París hace unos años para informaros de mi suerte…? ¿Quién os enviaba?
—Veo que estáis al corriente de mi visita al abogado Desgrez.
—El mismo me informó.
Angélica aguardaba pendiente de sus labios y, como se callaba, insistió:
—¿Quién os había enviado?
El limosnero lanzó un suspiro.
—No lo he sabido nunca, en verdad. Fue hace algunos años, estando yo en Marsella donde me ocupaba especialmente del lazareto de los galeotes. Recibí la visita de un mercader árabe como los que van y vienen a este gran puerto. Me participó, con gran secreto, que «se» deseaba saber qué había sido de la condesa de Peyrac. Me rogaban que fuese a la capital del Rey de Francia. Un abogado, llamado Desgrez podría quizás informarme, así como algunas otras personas, cuyos nombres me dieron. A cambio de mis servicios recibí una bolsa conteniendo una suma considerable. Acepté pensando en mis pobres forzados, pero insistí en vano al mensajero para tener más amplios informes sobre la persona que le enviaba. Me enseñó tan sólo una sortija de oro con un topacio engastado, que reconocí como una de las joyas del conde de Peyrac. Fui a París a cumplir mi misión. Y allí supe que Madame de Peyrac era ahora la esposa de un mariscal, del marqués de Plessis-Belliére. Era muy acaudalada y bienvista en la Corte, lo mismo que sus hijos.
—Sin duda os aterraría el conocer tal noticia. Estaba casada con otro ¡y mi primer marido vivía aún! Acaso vuestra conciencia eclesiástica se tranquilizará al saber que el Mariscal fue muerto en el sitio de Dole y que me consideré en lo sucesivo dos veces viuda.
Al Padre Antonio no le ofendió su amargura. Tuvo incluso una leve sonrisa al decir que había conocido situaciones extrañas, pero que era inevitable comprobar que la Providencia conducía a Angélica por unos senderos muy tortuosos. La compadecía hondamente.
—Volví, pues, a Marsella, y cuando el mercader se presentó de nuevo, le comuniqué los informes obtenidos. Desde entonces, no he oído hablar de él nunca más. Esto es todo lo que sé, señora, todo de verdad.
En el corazón de Angélica, pugnaban varios sentimientos: pena, remordimiento, desolación. «El quiso saber qué había sido de mí».
—¿Qué sabéis de ese árabe? ¿De dónde venía? —dijo ella—. ¿Recordáis su nombre…?
Las cejas del limosnero se fruncían en el esfuerzo.
—Intento en vano, hace unos instantes, buscar todos los detalles respeto a él. Se llamaba Mohamed Raki, pero no era un mercader de la Arabia. Lo inferí por su indumento. Los mercaderes árabes del Mar Rojo tienen tendencia a vestirse como los turcos. Los de Berbería llevan unos amplios mantos de lana, llamados albornoces. Este era del reino de Argel o del de Marruecos. Pero no sé más sobre ello y es bien poco. Recuerdo, sin embargo, haber hablado con él de uno de sus tíos, cuyo nombre viene a mi memoria ahora, con toda precisión: Alí Mektub. Fue a propósito de un esclavo berberisco que conocí en las galeras y que ese tío que es muy rico, había rescatado. Alí Mektub tenía un comercio muy próspero de perlas, de esponjas y de toda clase de pacotilla. Residía en Candía y allí debe seguir viviendo. Quizás él pudiera dar informes sobre su sobrino Mohamed Raki.
—¿En Candía? —murmuró Angélica, soñadora.
Angélica y Flipot fueron hacia el puerto con la esperanza de encontrar un barco que pudiera transportarles para un largo viaje hacia las islas del Mediterráneo. Durante aquel paseo fue cuando Angélica se detuvo de pronto y se frotó los ojos, creyendo soñar. A unos pasos de ella vio un viejo vestido de negro, más negro aún bajo el refulgente cielo azul. Permanecía inmóvil al borde del malecón en actitud de profunda ensoñación, indiferente a los viandantes que le rozaban y al mistral que movía suavemente su barbita blanca. Con su gorro reluciente, sus grandes quevedos de concha, su gorguera anticuada, su paraguas de tela embreada y una damajuana recubierta de mimbre, colocada cuidadosamente a sus pies, era, sin duda alguna, maese Savary, boticario parisino de la calle del Bourg-Tibourg.
—¡Maese Savary! —exclamó ella.
Él se sobresaltó con tal violencia que estuvo a punto de caerse al agua. Al reconocer a Angélica, los cristales de sus lentes brillaron de contento.
—¡Ah! Estáis aquí, curiosilla. Ya sospechaba yo que os volvería a encontrar en esta ciudad.
—¿De veras? Pues estoy de verdadera casualidad.
—¡Hum! ¡Hum! El azar conduce a todas las gentes aventureras a los mismos lugares. ¿Conocéis un rincón de la tierra donde se sienta uno más dispuesto a embarcarse para extraños destinos? Vos que sois ambiciosa, teníais que venir a Marsella. Estaba escrito en vuestra frente. ¿Percibís este olor embriagador que reina en esta orilla, el olor mismo de los viajes afortunados? —Y tendió los brazos en exaltado ademán—. ¡Las especias! ¡Ah, las especias! ¿Las oléis? Esas sirenas sutiles que han hecho correr a los más osados navegantes… —Y enumeró con sus dedos, en tono categórico—:…El gengibre, la canela, el azafrán, el clavo de especia, el culantro, la cardamina, y la reina de todas ellas ¡la pimienta! la pimienta, repitió extasiado.
Ella le dejó soñar con aquella realeza ardiente, pues Flipot volvía acompañado de un mocetón con gorro rojo de marinero.
—¿Sois vos la que ofrecéis una fortuna por ir a Candía? —exclamó levantando los brazos al cielo—. ¡Desdichada! Os creí cuando menos una vieja loca que no puede perder más que los huesos. ¿No tenéis marido que os meta un poco de plomo en la sesera? ¿O sois tan viciosa que queréis acabar vuestros días en el serrallo del Gran Turco?
—He dicho que quería ir a Candía y no a Constantinopla.
—Pero si Candía es el Turco, pequeña. Está llena de eunucos, negros o blancos, que vienen a hacer su mercado de carne fresca para el gran señor. ¡Mucha suerte tendríais si lograbais llegar hasta allí sin haber sido raptada en ruta!
—Pero vos ¿vais realmente a Candía?
—Voy allí, voy allí —refunfuñó el marsellés—. Voy allí, de acuerdo, pero no he dicho que llegue.
—Oyéndoos, se creería que los berberiscos están apostados a la salida misma del puerto.
—Pues están, pichona. La semana pasada, sin ir más lejos, se señalaba una galera turca que barloventeaba cerca de las islas de Hyéres. Nuestra flota no es tanto como para asustarles. Es seguro y cierto que no tardaríais en haceros avistar y todos los mercaderes de esclavos del Mediterráneo, negros, blancos o morenos, turcos o berberiscos pelearán para revenderos a precio de oro a algún viejo pacha asmático. ¡Mirad!, ¿os complacería dejaros acariciar por una máscara como esa? —preguntó, señalando con vehemencia a un grueso mercader turco que bajaba hacia el puerto con su acompañamiento.
Angélica siguió, llena de curiosidad, el cortejo cuyo espectáculo, familiar a los marselleses, era nuevo para ella. Los enormes turbantes de muselina verde o naranja, voluminosos como calabazas, que se bamboleaban sobre los rostros atezados de los turcos, sus vestidos de raso tornasolado, sus babuchas de punta levantada adornadas con perlas, las sombrillas que sostenían dos negritos por encima de sus amos, todo aquello parecía más formar parte de una divertida comedia que de una peligrosa invasión.
—No tienen aspecto amenazador —dijo Angélica para irritar al marsellés— y van muy bien vestidos.
—¡Cómo! No es oro todo lo que reluce. Aquí saben que, pese a todo, estamos en nuestra casa y los mercaderes que desembarcan en Marsella para negociar, no escatiman las reverencias y saben adoptar aires melifluos. Pero pasado el castillo de If todo es piratería… ¡y nada más que piratería! No, señora, no me miréis con esos ojos. No me prestaré a tal aventura. La Madre de Dios me lo reprocharía…
—¿Y a mí me embarcaríais? —preguntó Savary.
—¿Vais también a Candía?
—A Candía y más allá. Os confesaré que voy a Persia. Pero es un secreto que no debe divulgarse.
—¿Cuánto me ofrecéis por la travesía?
—A decir verdad, no soy rico. Os propongo treinta libras. Pero como soy poseedor de un secreto que vale todo el oro del mundo…
—¡Está bien, está bien! Ya veo de qué se trata. —Melchor Pannassave frunció sus negras y tupidas cejas—. Lo siento, pero no puedo hacer nada por vos ni por la señora. Vos, el abuelo, porque no tenéis siquiera para llegar hasta Niza…
—¡Treinta libras! —exclamó el viejo, indignado.
—Con todo lo que arriesgo, eso es una miseria… Y vos, señora mía, porque atraeríais a los berberiscos alrededor de mi barco como la carroña, con perdón vuestro, atrae las escorpinas a la red, dicho sea sin faltar a la urbanidad.
Y quitándose el gorro con un gesto olímpico, Melchor Pannassave volvió hacia su velero «La Linda», atracado al muelle.
—¡Son todos lo mismo estos marselleses! —exclamó Savary colérico—. Ávidos y mercantilizados como los armenios. ¡Ninguno de ellos amenguaría un poco su bolsa por el triunfo de la ciencia!
—Me he dirigido en vano a diferentes capitanes de pequeños barcos —declaró Angélica—. Todos hablan en seguida del serrallo y de la esclavitud. Es como para creer que no se embarca nadie más que para acabar en manos del Gran Turco.
—O en las del bey de Túnez, o del regente de Argel, o del sultán de Marruecos —completó amablemente Savary—. Pues bien, así acaban las cosas la mayoría de las veces. ¡Pero quien no se arriesga, no pasa la mar…!
La joven suspiró. Desde por la mañana, la misma sorpresa burlona, los mismos encogimientos de hombros y las mismas negativas habían acogido su petición: ¡Una mujer sola! ¿Ir a Candía…? ¡Qué locura! Habría que navegar escoltado por la propia flota real. Savary encontraba análogas dificultades, aunque en su caso, por falta de dinero.
—Hagamos una alianza —le dijo Angélica—. Encontradme un barco y yo pagaré vuestro pasaje y el mío.
Le dio las señales de la posada en que se alojaba y, mientras el viejo se alejaba, ella, para descansar, se sentó un momento sobre un cañón nuevo.
Aquellas piezas de artillería, numerosas en el puerto y olvidadas allí sin duda por algún proveedor de la marina, más parecían destinadas a servir de banco a los ociosos, que a disparar balas contra las galeras berberiscas. Las comadres de la Canebiére hacían calceta esperando el regreso de los pescadores, y los mercaderes exponían sus mercancías.
A Angélica le dolían los pies. Notaba también que había cogido una insolación. Contempló con envidia a las mujeres que ocultaban, bajo el ala de ancha capellina de paja bordada, bellos rostros griegos de ojos bovinos, labios glotones y desdeñosos. Con gestos de emperatriz, ofrecían a los viandantes claveles o conchas, colmando de ternura y de cálido afecto a los que respondían a su invitación y deseando el peor destino a los que no se detenían ante sus puestos.
—Compradme esta merluza —insistió una de ellas, dirigiéndose a Angélica—. Es la última de la cesta. ¡Brilla como un escudo…!
—No sabría qué hacer con ella.
—Pues comérosla, ¡pardiez!, ¿qué se hace con una merluza?
—Estoy lejos de mi casa y no tengo en qué llevarla.
—Metedla en vuestro estómago. No os molestará.
—¿Comérmela cruda?
—Hacedla asar sobre el brasero de los Padres Capuchinos… Aquí tenéis una ramita de tomillo para ponérsela en la barriga mientras se rehoga.
—No tengo plato.
—Coged una piedra de la playa.
—Ni tenedor.
—¡Qué complicada sois, pobrecita mía…! ¿Para qué os sirven vuestros lindos dedos?
Para quitársela de encima, Angélica acabó por comprar el pescado. Cogiéndola de la cola, Flipot se dirigió hacia la esquina del malecón, donde tres Padres capuchinos tenían una especie de cocina al aire libre. De una gran marmita sacaban sopa de pescado que repartían entre los pobres y vendían por unos sueldos a los marineros el derecho a cocerse la comida sobre dos braseros. El olor de los asados y de la «bouillabaisse» era atractivo, y Angélica reconoció que tenía hambre. Las preocupaciones tendían a disminuir cuando tenía uno tiempo para mezclarse en la vida del puerto de Marsella. Era la hora en que los ciudadanos, y aun los burgueses más rancios, bajaban hacia la ribera para gozar allí de aquella atmósfera única en el mundo. No lejos de Angélica, una dama de rico atavío bajó de una silla de manos, seguida de un mocito que lanzó en seguida miradas de envidia a los pilludos que daban volteretas sobre los fardos de algodón.
—¿Puedo saltar yo también con ellos, madre mía? —suplicó él.
—No, ni lo pienses, Anastasio —protestó la dama, indignada—. Esos son unos pilletes.
—¡Qué suerte tienen! —dijo el niño, enfurruñado.
Angélica le miró con indulgencia. Pensó en Florimond y en Cantor. Ella también habían criado pollitos. No sin dificultad consiguió convencer a Florimond de que no la acompañase. Sólo lo había logrado asegurándole que su ausencia duraría apenas tres semanas; quizá dos si tenía suerte. El tiempo de ir en una diligencia pública hasta Lyon, de descender el Ródano en el barco de transporte sirgado, de ver al limosnero de los galeotes y de regresar; y Angélica tendría quizá la posibilidad de retornar a París y a su hotel sin que su ausencia fuera descubierta por la policía del Rey. «La mejor jugarreta que os he hecho nunca, señor Desgrez», se decía ella. Y revivía, palpitándole el corazón, su novelesca fuga.
Florimond no le había mentido. El subterráneo era muy practicable. Las bóvedas medievales, restauradas por una mano acostumbrada a las galerías mineras, resistirían todavía mucho tiempo los estragos de la humedad. Florimond guió a su madre hasta la capillita abandonada del Bosque de Vincennes que, ésta sí, iba derruyéndose. Madame de Plessis-Belliére se dijo que a su regreso se ocuparía de restaurarla. Ella, como el viejo Pascalou, pensaba que en lo sucesivo todo debería estar arreglado para la vuelta del dueño. Pero ¿por qué no había regresado todavía?
No sin emoción, besó a su hijo cuando despuntaba el alba en el bosque. ¡Qué valiente era y qué orgullosa estaba de que supiera guardar un secreto! Se lo dijo antes de separarse de él. Vigiló la trampa que se cerró despacio sobre la cabeza rizosa. Florimond antes de dejar caer de nuevo la losa le dirigió una mirada comprensiva. Todo aquello era para él un juego que le encantaba, asignándole un papel importante. Angélica fue después a pie, seguida de Flipot que llevaba su bolsa, hasta el pueblo próximo, donde alquiló un carricoche que la llevó hasta Nogent. Y allí, tomó la diligencia.
Había alcanzado su meta: Marsella. Y ahora se esbozaba una segunda etapa: Candía. La conversación con el limosnero había sugerido una nueva pista, pero ¡cuán difícil y frágil…! En suma, el próximo eslabón de la cadena, era un orfebre árabe, cuyo sobrino había sido el último que vio a Joffrey de Peyrac vivo. Encontrar a aquel orfebre en Candía planteaba ya problemas: ¿la ayudaría a dar con su sobrino? Pero Angélica pensaba que Candía era un feliz presagio. Era aquella isla del Mediterráneo en la que ella había solicitado y comprado el cargo de Cónsul de Francia. Sin embargo, no sabía hasta dónde podría utilizar aquel título, puesto que acababa de cometer una grave infracción contra el Rey. Por tal razón y por otras muchas, tendría que salir de Marsella lo antes posible y evitar sobre todo, un encuentro con gentes de su casta.
Flipot no volvía. ¿Necesitaba tanto tiempo para asar un pescado? Buscó a su joven criado con los ojos y le vio conversando con un hombre de levita color castaño que parecía formularle preguntas. Flipot parecía azorado. Llevando sobre la palma de la mano el pescado asado y humeante, brincaba sobre un pie y sobre el otro y su mímica explicaba sin rebozo que se quemaba cruelmente. Pero aquel hombre no parecía tener prisa en dejarle marchar. Por fin, después de un gesto dubitativo con la cabeza, se separó, perdiéndose entre la multitud. Angélica vio que Flipot corría exactamente en dirección contraria a donde ella se encontraba. Luego, al poco rato, reapareció deslizándose con toda clase de tretas como para huir de ella, aunque atrayendo su atención. Angélica se levantó y se unió a él en una calleja oscura donde Flipot se ocultaba detrás de un porche.
—¿Qué significa todo esto? ¿Quién era ese hombre que te hablaba hace un momento?
—No lo sé… Al principio, no desconfié… Aquí tenéis vuestro pescado, señora marquesa. No queda ya mucho. Se me ha caído dos o tres veces, pues me quemaba.
—¿Y qué te ha preguntado?
—Quién era yo, de dónde venía, en qué casa servía. A lo cual le he dicho: «No sé». «Vamos, vamos, no querrás hacerme creer que no sabes el nombre de tu ama…» Sólo por la manera de mencionaros, comprendí con quién tenía que vérmelas: la policía. Yo repetía: «Bien, bien, no lo sé…» Entonces cesó de mostrarse amable. «¿No será la marquesa de Plessis-Belliére, por casualidad…? ¿En qué posada se aloja…?»¿Qué iba yo a responder…?
—¿Y qué has contestado?
—He dado un nombre así, al azar, el nombre de una posada, el Caballo Blanco, que está al otro lado de la ciudad.
—Ven de prisa.
Mientras apretaba el paso por las callejas cuesta arriba, Angélica intentaba comprender. ¿Se interesaba por ella la policía? ¿Por qué? ¿Debía creer que su fuga fue descubierta inmediatamente por Desgrez y que éste había enviado esbirros en su persecución…? De pronto, creyó comprender. Monsieur de Vivonne la había divisado entre la multitud el otro día, cuando bajaba él por el portalón del barco. Y al principio no había podido aplicar un nombre a aquel rostro de mujer que no le era desconocido; y luego, al acordarse, encargó a sus criados que dieran con ella. ¿Por curiosidad? ¿Por amabilidad? ¿Por espíritu de cortesanía hacia el Rey…? En cualquier caso, no quería verle, aunque el interés de Vivonne no era inquietante. Estaba con demasiada frecuencia en campaña, lejos de la Corte, para haber seguido todos los matices de las intrigas, y sólo se quedó en Madame de Plessis-Belliére, futura amante regia.
Se tranquilizó. Era aquello, sin duda alguna… A menos que aquel hombre no fuera enviado por el limosnero de los galeotes, que era el único que sabía su presencia en Marsella… Quizá tuviese algún informe que comunicarle con respecto a Alí Mektub o a Mohamed Raki… Pero entonces habría enviado aquel amigo a la posada del Cuerno de Oro puesto que sabía que ella se alojaba allí…
Llegó a la posada sudorosa y latiéndole el corazón precipitadamente.
—No os pongáis en semejante estado, no es razonable —exclamó la dueña del lugar—. ¡Ah! Estas damas de París no saben más que correr. Venid por aquí. Os he preparado un guiso de berenjenas con tomates, con la pimienta y el ajo precisos, que os chuparéis los dedos.
La bolsa bien repleta de Angélica le inspiraba, hacia aquella joven señora, sentimientos casi maternales y una consideración llena de complicidad. A ella no la engañaba la pobreza de su séquito. Se dio cuenta en seguida de que era una gran dama, acostumbrada a estar servida por un tropel de criados, pero que no quería hacerse notar. ¡En fin, ya se sabe lo que es el amor…!
—Venid por aquí —le dijo—. A este rincón tranquilo, junto a la ventana. Estaréis sola en esta mesa y mis clientes no podrán miraros más que de lejos… ¿Qué os sirvo de beber…? ¿Un vinillo rosado del Var?
Las formas opulentas de maesa Corina estallaban en un corpiño de rasete rojo con falda verde manzana y delantal negro bordado. Sus cabellos, negros como tinta, rizados y relucientes de aceite bajo su cofia lisa se mezclaban con dos largos pendientes de coral a ambos lados de su rostro redondo, cuyo cutis se mantenía milagrosamente blanco y terso. Colocó ante Angélica un cubilete de metal y una jarra de barro esmaltado, empañada de tan fresca. Angélica alzó los ojos y vio en el umbral de la salita a Flipot que le hacía señas apremiantes. Aprovechó el momento en que maesa Corina volvía la espalda para saltar hasta su ama y musitar:
—¡Viene hacia aquí…! ¡El malo…! ¡El escribano…! ¡El peor de todos!
Miró por la ventana. Subiendo la calle con paso tranquilo, ceñido en levita de seda color ciruela, con su bastón de puño de plata en las manos que traía cruzadas a la espalda, con aire de paseante, maese Francois Desgrez se dirigía hacia la posada.