V Marsella

La galera real entró lentamente en el puerto de Marsella. La rada, un espejo azul, reflejó como en un incendio sus banderolas de seda carmesí, retorciendo al viento sus borlas de oro, sus gallardetes con escudos, llevando en la punta de los mástiles la enseña del almirante y el estandarte de la marina, rojo también y bordado con flores de lis, en oro. Hubo en seguida, en los muelles, un movimiento general de curiosidad. Las pescaderas y las floristas cogieron sus cestos de higos y de mimosas, de melones o de claveles, de escorpinas o de mariscos, y mientras cambiaban ruidosos comentarios se dirigieron hacia el punto donde debía atracar el navio real. Se acercaron a su vez unas elegantes que paseaban seguidas de sus perritos, unos pescadores con gorro rojo ocupados en remendar sus redes. Dos cargadores turcos, de calzón bombacho verde o rojo, con el torso de caoba chorreando de sudor, dejaron caer los enormes fardos de pescado seco que transportaban, se sentaron sobre ellos y sacándose del cinturón su larga pipa, la encendieron. La llegada de la galera iba a permitirles dar algunas chupadas porque el trabajo de hormiguero del gran puerto, disminuía. Los capitanes vigilaban el cargamento de un barco, los mercaderes barrigudos corrían de aquí para allá seguidos de sus escribanos y dependientes, y se decidían a dejar en el suelo sus romanas y descansar un poco.

Se iba a la galera como a un espectáculo; menos por admirar su gracia alada resbalando sobre el agua de la dársena y sus oficiales llenos de condecoraciones, que por ver pasar la chusma. Espectáculo horrible que hacía persignarse a las mujeres aunque no se cansaran nunca de presenciarlo.

Angélica se levantó de la cureña del cañón en que esperaba sentada hacía largas horas. Flipot la seguía llevando su bolsa. Se unieron a la multitud.

Allá lejos, cerca de la Torre Saint-Jean, la galera parecía vacilar, como enorme ave rutilante; y la luz prendía chispas al oro de sus esculturas.

Finalmente, se deslizó hacia el muelle con los grandes aletazos de sus veinticuatro remos, blancos y floridos de arabescos. Acababa de virar de bordo, volviendo hacia el mar un largo espolón afilado, de ébano, que terminaba en una sirena gigantesca de madera dorada; presentaba ahora a la multitud de los muelles su popa labrada, guarnecida de escudos y de esculturas de madera dorada también, coronados por el toldo de brocado rojo y oro. Era una amplia tienda cuadrada llamada también «tabernáculo» donde estaba la oficialidad.

Un poco antes de atracar, los remos se alzaron y permanecieron inmóviles. Se oyó el aullido de los silbatos de los cómitres, los redobles de un batintín que detenía la boga, y luego, dominándolo todo, los gritos del capitán a los marineros que enrollaban las velas.

Un grupo de oficiales, en uniforme de gala, apareció en la batayola cerca de la escala de madera dorada. Uno de ellos se inclinó hacia delante, se quitó el sombrero de grandes plumas y se puso a hacer señas en dirección a Angélica. Ella se volvió y con gran alivio suyo vio un grupo de damitas y de elegantes que acababan de apearse de una carroza. Era a ellos a quienes se dirigía. Una de las jóvenes, una morena de rostro agraciado aunque excesivamente constelado de «lunares» exclamó arrobada:

—¡Oh, este delicioso Vivonne! Aunque sea almirante y más poderoso en Marsella que Su Majestad el Rey, no por ello deja de ser tan amable ¡y con qué sencillez! Nos ha visto y no deja de dirigirnos sus cumplidos.

Al reconocer al duque de Vivonne, Angélica retrocedió precipitadamente entre la multitud. El hermano de Madame de Montespan posaba su tacón rojo sobre los adoquines viscosos e iba en derechura hacia la joven morena, con los brazos tendidos.

—Encantado de veros en esta orilla, bella Ariana. Y a vos también, Casandra. Pero ¿no es el querido Calistro quien diviso allí? ¡Qué alegría!

En un bullicio mundano, que los ociosos contemplaban con la boca abierta, el Almirante y sus amigos se cruzaban reverencias.

El duque de Vivonne estaba muy favorecido en su papel de casi virrey. Su tez bronceada armonizaba con sus ojos azules y abundante cabellera rubia. De buena talla, llevaba con soltura su ágil corpulencia que sabía lucir imponiendo su presencia como actor consumado. Reidor, ameno, de vivo ingenio, había en él mucho de su brillante hermana, la amante del Rey.

—Es una casualidad que haya podido arribar hoy —explicaba—. En realidad, debo partir de nuevo dentro de dos días para Candía. Pero las averías causadas por una borrasca y la mala salud de la tripulación me han obligado a hacer vela hacia Marsella. Y ya que estáis aquí, os invito a todos. Tenemos dos días para ir de francachela.

Un ruido seco parecido a un pistoletazo, hizo sobresaltar al grupo. Uno de los cómitres de galera, haciendo restallar el látigo, invitaba a la multitud a que se apartase.

—Alejémonos, encantos míos —dijo monsieur de Vivonne, posando su mano enguantada de piel blanca sobre los hombros de las damitas—. Los forzados van a bajar. He autorizado a cincuenta de ellos para que se lleguen hasta su campamento de la cala de la Roca y entierren a uno de los suyos que ha cometido la tontería de expirar cuando entrábamos en el puerto. Esto, además, nos ha retrasado. Mi segundo propuso, si yo lo aceptaba, arrojar el cuerpo al agua como es costumbre cuando la galera está en alta mar. Pero el limosnero se opuso. Dijo que no tendría tiempo de recitar los salmos y de efectuar las ceremonias habituales; que no se podía tratar a un cristiano como a un perro que estira la pata, en resumen, que deseaba enterrarle. He cedido, porque estábamos cerca del puerto y también porque la realidad me ha enseñado que ese menudo Padre lazarista acababa siempre por salirse con la suya. Ni la persuasión, ni la fuerza, le hacen doblegarse cuando se le mete una idea en la cabeza. Venid, pues. Quiero llevaros a la heladería de Scevola, a saborear unos sorbetes con pistachos y a tomar un café turco.

Se alejaron mientras que el cómitre, al pie de la pasarela, seguía haciendo restallar el látigo. Parecía uno de aquellos beluarios que a la puerta de las jaulas abiertas, avivaban la salida de las fieras a la arena en los circos romanos. Detrás de la batayola dorada sonaban ruidos terribles, arrastrar de cadenas y gritos roncos.

Hubo un murmullo cuando los primeros forzados aparecieron en lo alto de la pasarela, irguiendo sus siluetas rojas, cargadas de largas cadenas. Las sostenían sobre el hombro o al extremo de los brazos, para que en tierra no entorpecieran su andar precario. Uno tras otro franquearon la tabla que habían echado desde el navio al muelle. Iban encadenados de cuatro en cuatro. Sucios andrajos, atados alrededor del tobillo en que el anillo se ajustaba, intentaban proteger las carnes, pero aquellos harapos estaban con frecuencia manchados de sangre. Hombres y mujeres se santiguaban a su paso. Iban descalzos, rascándose la miseria, con los ojos bajos. Su indumento, una camisa y un pantalón de lana roja, anudados a un ancho cinturón, blanco en su origen, estaban empapados de agua de mar y exhalaban una fetidez insoportable. La mayoría llevaban barba. Un gorro de lana roja, metido hasta las cejas, coronaba su cabellera revuelta. En algunos, aquel gorro era verde. Eran los condenados «a perpetua». Los primeros pasaron indiferentes. Otros ofrecieron el espectáculo esperado. Con mirada fulgurante, interpelaban a las mujeres con grosería, esbozando gestos obscenos. Uno de los «perpetuos» la tomó con un plácido burgués sin otra culpa a sus ojos, que la de no estar en el sitio de él.

—¿Te divierte esto, eh? ¡Tripón, barrica de vino!

Un cómitre se precipitó con el látigo en alto; y la tira de cáñamo azotó la piel lívida, marcada ya con cardenales y llagas.

Algunas mujeres lanzaron gritos compasivos. Entre tanto, un nuevo grupo apareció, en el que cada cual llevaba su gorro en la mano. Los labios de los forzados se movían y se oyó el murmullo de los rezos. Se hizo un silencio solemne en la multitud. Dos galeotes bajaban, portando un cuerpo envuelto en una gruesa lona. Detrás de ellos iba el limosnero cuya sotana negra resaltaba sobre aquel conjunto de harapos rojos.

Angélica le miró ávidamente. No estaba segura de reconocerle. Hacía diez años que no le había visto y la escena se verificó en circunstancias que embrollaban sus recuerdos. Ya el mísero rebaño se alejaba, sonando las cadenas sobre el adoquinado. Angélica tiró a Flipot de la manga.

—Vas a seguir a ese sacerdote, el Reverendo Padre Antonio. Este es su nombre. En cuanto puedas acercarte, le dirás… Escucha bien. Le dirás: «Madame de Peyrac está aquí, en Marsella, y desea veros en la posada del Cuerno de Oro».