La cajita de la capilla.
—¡Vos!
—Pues, sí —respondió la voz de Desgrez.
Angélica hizo una seña al escudero.
—Podéis retiraros.
Desgrez se despojó del chambergo, del antifaz y de la capa.
—¡Uf! —exclamó.
Fue hacia la joven, cogió la mano que ella no le tendía y besó ligeramente la punta de los dedos.
—Esto es para disculpar mi brutalidad de hace poco. Espero no haberos hecho demasiado daño.
—¡Me habéis partido, casi, las falanges con vuestro bastón! ¡Malvado…! Confieso que no comprendo vuestra conducta, señor Desgrez.
—La vuestra no es mucho más comprensible, ni agradable —dijo el policía pesaroso.
Tomó una silla y se sentó a horcajadas. No llevaba su severa peluca, ni sus impecables ropas. Vestido con la casaca raída que aún se ponía a veces para sus secretas salidas, con su pelo áspero, volvía a traslucirse su silueta de polizonte de los bajos fondos. Se vio ella entonces con los vestidos de Janine y, cruzados ante sí, los pies descalzos.
—¿Era necesario que vinierais a verme a estas horas de la noche? —le preguntó.
—Sí, era preciso.
—¿Habéis reflexionado en vuestra maldad incalificable y no habéis podido esperar a mañana para reparar vuestros yerros?
—No, no es esto exactamente. Pero como me repetíais en todos los tonos que queríais verme con urgencia, era preferible no esperar a que fuese de día. —Y tuvo un gesto fatalista—. Puesto que os obstináis en no comprender que estoy harto de vos, que no quiero oír hablar ya más de vuestra condenada personilla… ¡tenía que venir!
—Es muy importante, Desgrez.
—Naturalmente, que es importante. No hay cuidado de que molestéis a la policía por una broma. Con vos, la cosa es siempre seria: estáis a punto de ser asesinada, de suicidaros o bien habéis decidido cubrir de basura a la familia real, perturbar el reino, enfrentaros con el Papa, ¿qué se yo?
—Pero, Desgrez, yo no he exagerado nunca.
—Y es lo que os reprocho. ¿No podríais hacer un poco de comedia como toda linda mujercita que se respeta? ¡El drama, sí! Pero en fin ¡no el verdadero drama! Mientras que con vos no cabe más que correr implorando al cielo para no llegar demasiado tarde. En fin, aquí estoy… y según parece, a tiempo.
—Desgrez, ¿será posible?, ¿querréis ayudarme una vez más?
—Veremos —dijo él sombrío—. Hablad primero.
—¿Por qué habéis entrado por la ventana?
—¿No lo habéis comprendido, realmente? ¿No habéis notado todavía que estáis siendo vigilada por la policía desde hace una semana?
—¿Vigilada por la policía? ¿Yo?
—Sí. Sabed que debe redactarse el informe más detallado sobre las idas y venidas de Madame de Plessis-Belliére. No podéis ir a rincón alguno de París sin que os sigan dos o tres ángeles de la guarda. Ni carta que escribáis que no sea escamoteada y leída con el mayor cuidado antes de remitirla a su destinatario. Se ha organizado una red tupida de guardias en cada puerta de la ciudad, destinada solamente a vos. Sea cual fuere la dirección por la que intentéis salir, no daríais cien pasos sin que os detuvieran. Sabed que, un funcionario de alta categoría responde personalmente de vuestra presencia en la capital.
—¿Quién es?
—El propio teniente-ayudante de monsieur de La Reynie, un tal Desgrez. Habéis oído hablar de él, ¿verdad?
Angélica estaba aterrada.
—¿Queréis decir que habéis sido encargado de vigilarme y de impedirme salir de la ciudad?
—Exactamente. Como veis, en estas condiciones, érame difícil recibiros abiertamente. No iba yo a raptaros en mi propia carroza, ante los ojos de los que había yo apostado tras de vuestros pasos.
—¿Y quién os ha encargado de esta innoble misión?
—El Rey.
—¿El Rey…? ¿Y por qué?
—Su Majestad no me lo ha confesado pero creo que tenéis alguna idea sobre esto, ¿no? Yo no sé más que una cosa: el Rey no quiere que salgáis de París y yo he tomado mis medidas para ello. Aparte de esto ¿qué puedo hacer en vuestro favor? ¿Qué esperáis de vuestro servidor?
Angélica se apretaba nerviosamente las manos sobre las rodillas. ¡Así pues, el Rey desconfiaba de ella! No consentía que le desobedeciera… La retendría a la fuerza cerca de él. Hasta… hasta que ella se mostrara razonable. ¡Pero no sucedería jamás!
Desgrez la contemplaba pensando que con sus ropas sencillas y descalzos los pies, que ella cruzaba con gesto de frío, con la mirada inquieta de sus pupilas cercadas de ojeras que buscaban una salida, asemejábase al pájaro aprisionado que experimenta la salvaje pasión del vuelo. La jaula dorada con preciados muebles y suntuosos cortinajes alrededor, no parecía ya hecha para aquella mujer despojada. Suprimidos sus artificios mundanos y en aquel decorado creado por ella misma con gusto y entusiasmo, sin embargo, parecía insólita, extraña a todo ello. De pronto había vuelto a ser la pastora descalza, rodeada de soledad y tan lejana que Desgrez sintió oprimido el corazón. Se le ocurrió una idea que desechó con un gesto. «Ella no es para nosotros. ¡Es un error!»
—¿Qué hay? ¿Qué queréis de vuestro servidor? —repitió él en voz alta.
La mirada de Angélica se anegó con un brillo enternecido.
—¿Queréis realmente ayudarme? —volvió ella a decir.
—Sí, a condición que no abuséis de la dulzura de vuestros ojos y que guardéis las distancias. Quedaos donde estáis —la intimó cuando Angélica inició un movimiento hacia él.—. Manteneos tranquila. No se trata ya de una partida de placer. No la transforméis en tortura, insoportable endemoniada. —Desgrez sacó la pipa del bolsillo de su chaleco, y tomando la tabaquera empezó a llenarla con gesto metódico—. ¡Vamos, pequeña, vaciad el saco!
A ella le agradaba su actitud distante de confesor. Todo le pareció fácil.
—Mi marido vive —dijo.
Él no pestañeó.
—¿Cuál? Tuvisteis dos, si no me engaño, y los dos están muertos del todo, al parecer. El uno fue achicharrado, el otro perdió la cabeza en la guerra. ¿Hay acaso un tercero en la palestra?
Angélica movió la cabeza.
—Dejad de simular que no entendéis de qué se trata, Desgrez. Mi marido vive; no fue quemado en la Plaza de Gréve según la condena de los jueces. El Rey lo indultó en el último instante y preparó su evasión. El propio Rey me lo ha confesado. Mi marido, el conde de Peyrac, salvado de la hoguera pero considerado siempre como peligroso para la seguridad del reino, debía ser conducido en secreto a una prisión fuera de París. Pero se evadió… Ved aquí los documentos que atestiguan esta increíble revelación.
El policía puso suavemente la yesca sobre el hornillo de su pipa. Dio unas chupadas y se tomó el tiempo de volver a enrollarla cuidadosamente, antes de rechazar con mano indiferente el legajo que ella le tendía.
—¡Inútil! Los conozco.
—¿Los conocéis? —repitió Angélica con estupor—. ¿Habéis tenido ya estos papales en vuestras manos?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace ya unos años. Sí… Sentí una leve curiosidad. Acababa yo de comprar mi plaza de policía. Antes supe hacerme olvidar. Ya nadie se acordaba de aquel mísero abogado que se había metido estúpidamente a defender a un nigromante condenado de antemano. El asunto estaba enterrado, aunque a veces lo evocaban delante de mí… Corrían rumores. Busqué. Indagué. Cuando uno es policía tiene entrada en todas partes. Acabé por descubrir esto. Lo leí.
—¿Y no me habéis hablado nunca de ello? —murmuró ella quedamente.
—¡No!
La miraba, con los ojos entornados tras un hilillo de humo azul; y ella volvía a odiarle, a detestar su actitud de gato marrullero rumiando sus secretos. No era en absoluto cierto que la amase. El no tenía flaqueza alguna. Sería siempre más fuerte que ella.
—¿Os acordáis, querida —dijo al fin— de aquella noche en que me dijisteis adiós en vuestra fábrica de chocolate? Acababais de anunciarme que os ibais a casar con el marqués de Plessis-Belliére. Y por una de esas extrañas asociaciones de ideas cuyo secreto poseen las mujeres, me dijisteis: «¿No es muy raro, Desgrez, que no pueda yo destruir en mí esta esperanza de verle de nuevo algún día? Algunos han dicho que… no era él a quien quemaron en la Plaza de Gréve…»
—¡Debisteis hablarme entonces! —exclamó ella.
—¿Para qué? —replicó él con dureza—. ¡Acordaos! Estabais a punto de recoger el fruto de unos esfuerzos sobrehumanos. No habíais escatimado nada para ello, ni el trabajo, ni el arrojo, ni los más bajos manejos de chantaje, ni siquiera vuestra virtud. Lo echasteis todo en la balanza de vuestras ambiciones. Estabais a punto de triunfar. Si yo hubiese hablado, ¿lo habríais destruido todo… por una quimera…?
Ella apenas le escuchaba.
—Hubierais debido hablar —repitió Angélica—. ¡Pensad en el pecado atroz que me dejabais cometer entonces, casándome con otro hombre, estando mi marido vivo todavía!
Desgrez se encogió de hombros.
—¿Vivo…? Había muchas probabilidades de que fuera el ahogado de Gassicourt. Muerto quemado o muerto ahogado ¿qué diferencia había para vos?
—¡No, no, es imposible! —exclamó ella levantándose con agitación.
—¿Qué hubierais hecho de haber yo hablado? —insistió Desgrez duramente—. Lo habríais destruido todo, como lo estáis destruyendo todo en este momento. Hubierais echado al aire todas vuestras bazas, todas vuestras posibilidades, vuestro destino y el de vuestros hijos. Os habríais marchado como loca en busca de una sombra, de un fantasma, como estáis a punto ahora de hacerlo. Confesad, pues —dijo Desgrez amenazador—, que esto es lo que pensáis: partir…, partir en busca de un esposo ¡desaparecido desde hace diez u once años! —Se levantó para ir a plantarse ante ella—. ¿Dónde? ¿Cómo? —dijo él—. ¿Y para qué?
Ella se sobresaltó al oír la última palabra.
—¿Para qué?
El policía la contemplaba con aquella su mirada especial, que la traspasaba hasta el alma.
—Era el dueño de Toulouse —dijo él—. El dueño de Toulouse ya no existe. Reinaba en un palacio… Ya no hay tal palacio… Era el señor más rico del Reino. Le despojaron de sus riquezas… Era un sabio conocido en el mundo entero… Ahora es un desconocido ¿y dónde podría practicar su ciencia…? ¿Qué queda de lo que habéis amado en él…?
—Desgrez, no podéis comprender el amor que un hombre como él puede inspirar.
—Sí, creo comprender que sabía rodearse de seducciones bastante irresistibles para un corazón femenino. Pero ¿una vez desaparecidas esas seducciones…?
—Desgrez, no me hagáis creer que tengáis tan poca experiencia. No sabéis nada de cómo aman las mujeres.
—Sé un poco de cómo lo hacéis vos. —Le puso las manos en los hombros y la hizo volverse para que se contemplase en el alto espejo ovalado, de dorado marco—. Hay diez años sobre vos, sobre vuestra piel, sobre vuestros ojos, sobre vuestra alma, sobre vuestro cuerpo. ¡Y qué diez años! Todos esos amantes a los que os habéis entregado…
Angélica se desprendió de él con las mejillas encendidas. Pero no por ello dejaba de mirarle con menos insolencia.
—Sí, ya lo sé. Pero nada que ver tiene con el amor que por él siento…, que sentiré siempre. Entre nosotros, querido Desgrez, ¿qué pensaríais de una mujer que ha recibido algunos dones de la naturaleza y que, al quedarse sola, abandonada de todos, en el último grado de la miseria, no los utilizara en parte para salir del apuro? Diríais que era una imbécil y tendríais razón. Voy a pareceros cínica pero, aun hoy si fuera preciso, no vacilaría en utilizar el poder que tengo sobre los hombres para conseguir mis fines. Los hombres, todos los hombres que han surgido después de él ¿qué han representado para mi? Nada. —Y le miraba con maldad—. Nada, ¿lo oís? Y aun hoy, siento por todos algo que se asemeja al odio. Por todos.
Desgrez se miraba las uñas con aire pensativo.
—No estoy tan persuadido de vuestro cinismo —dijo—. Y lanzó un hondo suspiro. Me acuerdo de cierto poetilla zarrapastroso… Y en lo que respecta al apuesto marqués Philippe de Plessis, ¿no hubo hacia él por vuestra parte… algo bastante dulce, bastante vivo?
Ella se sacudió la tupida cabellera con gesto vehemente.
—¡Ah, Desgrez, no podéis comprender! Tenía yo que ilusionarme, que procurar vivir… ¡A una mujer le es tan necesario amar y ser amada! Pero su recuerdo ha quedado siempre en mí como una pena lacerante. —Y se miró la mano—. Deslizó un anillo de mi dedo en la catedral de Toulouse. Es quizá lo único que queda entre nosotros, ahora, pero ¿no tiene su fuerza este vínculo? Soy su esposa y él mi marido. Por eso le buscaré. La tierra es grande, pero si vive en algún lugar de la tierra, le encontraré, aunque tenga que caminar toda mi vida… ¡Hasta los cien años!
Su voz se ahogó, pues se veía ya muy vieja y sin esperanza, por un camino abrasador.
Desgrez se acercó a ella y la cogió en sus brazos.
—¡Basta!, ¡basta! He sido muy feroz con vos, encanto, pero puede decirse que me lo habéis devuelto. —La estrechó hasta hacerla gritar, luego se separó y volvió a fumar, absorto—. ¡Bueno! —declaró al cabo de un momento—. Puesto que estáis decidida a cometer locuras, a destruir vuestra existencia, a perder vuestra fortuna y nadie podrá deteneros, ¿qué pensáis hacer?
—No lo sé —dijo Angélica. Y reflexionó—. He pensado que habría quizá que intentar buscar a ese Calistére, ex-teniente de los mosqueteros. Sólo él, si tiene un poco de memoria, podría ayudarnos a eliminar la duda que planea sobre el ahogado de Gassicourt.
—Ya se ha hecho —dijo Desgrez lacónico—. He encontrado a ese oficial, le he sonsacado y he sabido hallar los argumentos necesarios para refrescar su memoria. Ha acabado por reconocer que el asunto del ahogado de Gassicourt había surgido a punto para ayudarle a dar carpetazo a una indagatoria que le colocaba en mala postura. Pero que ese ahogado no tenía más que muy vagos rasgos de semejanza con el prisionero evadido.
—¡Oh, sí! —dijo Angélica, anhelante de esperanza—. Entonces, ¿será la pista del vagabundo leproso la verdadera…?
—¡Quién sabe!
—Habría que ir a Pontoise e interrogar a los frailes de la pequeña abadía donde le vieron.
—Ya está hecho.
—¿Cómo lo otro?
—Es decir, ¡hum…! He aprovechado unas pesquisas que debía realizar en esas tierras, para tirar de la campana del convento.
—¡Oh, Desgrez, sois un hombre maravilloso!
—Quedaos en vuestro sitio —dijo él gruñón—. No he sacado de tal visita aclaraciones luminosas, no. El abad no ha podido decirme mucho más de lo que había contado a los mosqueteros cuando éstos le interrogaron. Pero un humilde lego, el enfermero de la comunidad, a quien encontré entre sus plantas medicinales, ha recordado un detalle. Apiadado del pobre desdichado, quiso aplicar un bálsamos sobre sus llagas y fue a la granja en donde el vagabundo, extenuado, parecía dormir con sueño cercano a la muerte. «No era un leproso —me ha dicho el lego—. Levanté el paño que llevaba puesto sobre el rostro. No estaba roído, sino tan sólo marcado por profundas cicatrices».
—¡Era él, entonces! ¡Era él!, ¿verdad? Pero ¿por qué se hallaba en Pontoise? ¿Quería volver a París? ¡Qué locura!
—Era la locura que un hombre como él era capaz de cometer por una mujer como vos.
—Pero se pierden sus huellas en las puertas de la ciudad. —Angélica hojeó febrilmente los papeles—. Se dice, sin embargo, que señalaron su presencia en París.
—¡Lo cual me parece imposible! No pudo entrar en la capital. Sabed que en las tres semanas siguientes a la evasión, se dieron las órdenes más rigurosas para vigilar todas las salidas. Luego, el descubrimiento del ahogado de Gassicourt y las declaraciones de Arnaud de Calistére, vinieron a poner término a las inquietudes. El expediente se archivó. Por deber de conciencia, he registrado un poco más en los archivos. Nada relacionado con este asunto ha sido ya señalado después.
Hubo un pesado silencio entre ellos.
—¿Es todo lo que sabéis, Desgrez?
El policía se paseó un instante por la estancia antes de responder:
—¡No! —Mordisqueaba la punta de su pipa, con la mirada fija—. «¡Saber!» —gruñó entre dientes.
—¿Qué hay? ¡Hablad!
—Pues bien, escuchad. Hace… tres años… o poco más, recibí una visita. Era un sacerdote, un mozo de ojos como plomo fundido en un rostro de cera de esos que no tienen alientos pero que se empeñan en salvar al mundo. Se había informado: ¿era yo realmente aquel Desgrez que, en 1661, había sido nombrado defensor en el proceso del conde de Peyrac? Me había buscado en vano entre mis colegas del Palacio de Justicia y habíale costado mucho trabajo encontrarme bajo la ropa raída de un sombrío polizonte. Después de haberse cerciorado bien de que era yo el ex-abogado Desgrez, me dijo su nombre. Era el Padre Antonio, de la Orden fundada por Monsieur Vincent. Había sido limosnero de prisiones y con este título asistido al conde de Peyrac en la hoguera.
Angélica volvió a ver bruscamente al curita como un grillo aterido sentado ante la pira del verdugo.
—Después de muchos circunloquios, me preguntó si sabía yo qué había sido de la esposa del conde de Peyrac. Le dije que sí pero que yo, a mi vez, quería saber quién se interesaba por una mujer cuyo nombre estaba ya olvidado por todos. Quedó muy turbado. Era él mismo, dijo. Había pensado con frecuencia y rezado mucho por aquella infeliz abandonada y deseaba que la vida hubiera sido al fin clemente con ella. No sé por qué había algo que sonaba a falso en sus protestas. En mi profesión, se disciernen casi en un matiz las vacilaciones. Sin embargo, le dije lo que sabía.
—¿Qué le dijisteis, Desgrez?
—La verdad: que habíais salido muy bien de vuestro apuro, que estabais casada con el marqués de Plessis-Belliére y que erais, por tanto, una de las mujeres más envidiadas de la Corte de Francia. Cosa extraña, aquellas noticias, lejos de regocijarle, parecieron aterrarle. Quizá temía él que vuestra alma se encontrase, de allí en adelante, en estado de perdición, pues le di a entender que estabais en camino de suplantar a Madame de Montespan.
Angélica gritó con deseperación:
—¡Oh! ¿Por qué le dijisteis eso…? ¡Sois un monstruo!
—¿No era la estricta verdad? Vuestro segundo marido estaba perfectamente vivo entonces y vuestro favor era tan palmario que invadía la crónica mundana. ¿Qué había sido de vuestros hijos? me preguntó él también. Le dije que gozaban de buena salud y que estaban asimismo muy bien mirados en la Corte, perteneciendo a la Casa de Monsieur, el Delfín. Luego, cuando se retiraba, le dije a quemarropa: «Debéis haber conservado en efecto un recuerdo notable de aquella ejecución. No son nada frecuentes los pequeños escamoteos de ese género». Se estremeció: «¿Qué queréis decir?» «Pues que el condenado hiciera la del humo en el último momento mientras vos bendecíais un cadáver anónimo. ¿Debisteis sentiros muy turbado al notar aquella sustitución?» «Confieso que no lo noté al principio…» Entonces me acerqué a él hasta tocar la punta de su nariz: «Y ¿cuándo os disteis cuenta, señor abad?», le pregunté. Se quedó tan blanco como su alzacuello. «No comprendo en absoluto vuestras alusiones», dijo para recobrarse. «Sí las comprendéis. Sabéis, como yo, que el conde de Peyrac no murió en la hoguera. Y, sin embargo, hay pocos que estén al corriente de ese hecho. No os han pagado para que calléis. No intereveníais en la conspiración. Pero sabéis. ¿Quién os ha informado…?» Siguió haciéndose el desentendido. Y se marchó.
—¿Y le dejasteis partir…? ¡No había que dejarle, Desgrez! Era preciso obligarle a hablar, amenazarle, sentarle en el potro, forzarle para que dijese quién le había informado, quién le enviaba… ¿Quién…? ¿Quién…?
—¿De qué habría servido? —dijo Desgrez—. Erais realmente madame de Plessis-Belliére ¿no?
Angélica se cogió la cabeza con las manos. Desgrez no le habría contado aquel incidente si no lo creyera importante. Desgrez pensaba lo mismo que ella. Tras aquel paso insólito del limosnero de prisiones, era la presencia del primer marido de Angélica lo que él sospechaba. ¿Desde dónde había enviado a su mensajero? ¿Cómo se había puesto en contacto con él?
—Hay que encontrar el rastro de ese sacerdote —dijo ella—. Es bastante fácil. Recuerdo que pertenecía a la Orden de los…
Desgrez sonrió.
—Haríais un excelente policía —observó—. Voy a ahorraros trabajo. Ese sacerdote es el Padre Antonio. No está ya en París. Desde hace algún tiempo es limosnero de los galeotes en Marsella.
La fisonomía de Angélica se iluminó. Al fin sabía adonde ir. Comenzaría por trasladarse a Marsella para ver a aquel Padre Antonio.
Le encontraría sin dificultad. El eclesiástico acabaría por revelarle el nombre del personaje misterioso que le había enviado a Desgrez para informarse de la suerte de madame de Peyrac. ¿Quizá supiera el sitio en que se hallaba aquel desconocido…? Angélica reflexionaba, con los ojos brillantes, mordisqueándose el labio superior.
Desgrez la contemplaba con mirada irónica.
—A condición de que podáis salir de París —dijo él, respondiendo a los pensamientos que se leían abiertamente sobre aquel rostro animado.
—Desgrez, no iréis a impedírmelo.
—Mi querida hija, estoy encargado de impedíroslo. ¿Ignoráis acaso que, cuando acepto una tarea, soy como un perro que se agarra a la casaca de un malintencionado? Estoy dispuesto a proporcionaros todos los datos que puedan interesaros pero en lo que respecta a dejaros tomar soleta no contéis conmigo.
Angélica se volvió vivamente hacia el policía. Su mirada expresó una súplica ardiente.
—¡Desgrez! ¡Amigo mío!
La actitud del joven magistrado se mantuvo implacable.
—Me he ofrecido como garante de vos ante el Rey. No es un compromiso tomado a la ligera, podéis creerme.
—¡Y decís que sois amigo mío!
—En la medida en que no tenga que infringir las órdenes de Su Majestad.
La decepción consumía a Angélica como lava ardiente. Odiaba a Desgrez, como le había odiado siempre. Sabía que era tenaz y minucioso en su trabajo y que encontraría manera de levantar ante ella un muro infranqueable. Era un sabueso y acababa siempre por atrapar su presa. Sabría cercarla como un carcelero. Con él no había escapatoria.
—¿Cómo habéis podido aceptar tan repugnante misión, sabiendo que era yo objeto de ella? No os lo perdonaré nunca.
—Confieso que me congratulaba bastante impediros cometer una necedad.
—¡No os mezcléis en mi vida! —gritó ella fuera de sí—. Siento por vos y por las gentes de vuestra ralea el odio más profundo. Me causáis náuseas vos y todos los que son como vos: malvados, villanos, pedantes, hipócritas, lacayos que os arrastráis ante el amo que os arroja un hueso para roer.
Desgrez, con el ánimo tranquilo, se echó a reír. No la amaba nunca tanto como bajo los rasgos de la marquesa de los Angeles, aquella parte secreta de su vida, oculta tras el lujo y la consideración, pero que reaparecía en sus accesos de cólera.
—Escuchad, pequeña… —La cogió de la barbilla y la obligó a mirarle de frente—. Hubiera podido rechazar esta misión, aun sabiendo que el Rey me la confiaba a causa de mi reputación. No ignoraba él que para reteneros, si se os había metido entre ceja y ceja huir, no sobraba el movilizar a los mejores policías de París. Hubiera podido rechazarla, pero me ha hablado de vos con ansiedad, con inquietud, de hombre a hombre… Y yo mismo, estaba como os he dicho decidido a emplear todos los medios para impediros destruir una vez más vuestra existencia.
Sus rasgos se dulcificaron y una profunda ternura alteró su mirada mientras contemplaba la carita hosca mantenida a la fuerza entre sus manos.
—¡Loca! Mi querida loca —murmuró—. No guardéis rencor a vuestro amigo Desgrez. Quiero evitar que os lancéis a una aventura desastrosa, llena de peligros… Os exponéis a perderlo todo, a no ganar nada. Y la cólera del Rey será terrible. No se le puede desafiar más allá de cierto límite. Escuchad, pequeña Angélica…, mi pobre pequeña Angélica…
Jamás le había hablado con tanta gentileza, como niña a quien hay que defenderla de sí misma; y ella sentía deseos de apoyar su frente sobre el hombro de él y de llorar muy bajito.
—Prometedme —dijo él—, prometedme permanecer tranquila y, por mi parte, os prometo poner todos los medios para ayudaros en vuestra búsqueda… Pero ¡prometédmelo!
Ella movió la cabeza. Sentía el afán de ceder, pero desconfiaba del Rey, desconfiaba de Desgrez. Intentarían siempre encarcelarla, retenerla. Hubieran querido que ella olvidase y que consintiese. Y desconfiaba también de sí misma, de cierta cobardía, de cierta lasitud que algún día le haría decir: ¿Para qué? El Rey volvería a suplicarle. Y ella estaba sola, completamente sola e inerme ante unas fuerzas coaligadas para impedir que se reuniera con su amor.
—Prometédmelo —insistía Desgrez. Hizo ella de nuevo un signo negativo—. ¡Cabeza de mula! —dijo él soltándola con un suspiro. Entonces veremos quién de nosotros dos será el más fuerte. Bien, entendido. Buena suerte, Marquesa de los Angeles.
Angélica intentó dormir un poco, aunque el alba blanqueaba ya los cristales. No pudo hacerlo por completo y permaneció en una especie de duermevela, con el cuerpo embotado pero trabajando activamente su espíritu. Intentaba seguir la odisea misteriosa del vagabundo leproso, imaginando la personalidad de su marido oculta tras aquel ser solitario y repulsivo a quien habían visto renqueante por las carreteras de Ile-de-France, caminando hacia París. Este último detalle hubiera debido, por sí solo, disipar todas las ilusiones. ¿Cómo iba a tener un prisionero evadido, de filiación precisa y sabiéndose perseguido, la osadía de regresar a París, a aquel avispero? Joffrey de Peyrac no habría sido tan loco como para cometer aquella locura. ¡O quizá sí! Angélica se decía, al reflexionar, que aquello era peculiar en él. Intentaba adivinar su pensamiento. ¿Habría vuelto a París para buscarla…? Pero ¡qué osadía! En París, la gran ciudad que le había condenado, no encontraría ya amigo, ni morada… Su casa del barrio de Saint-Paul estaba cerrada y sellada por la policía; aquel hermoso hotel de Beautreillis que él hizo construir en honor de Angélica. Recordaba ella los frecuentes viajes que había efectuado por entonces desde el Languedoc a la capital para vigilar él mismo las obras. Proscrito, Joffrey de Peyrac ¿habría pensado en refugiarse en aquella mansión? Carente de todo ¿quizá concibió el proyecto de ir allí a buscar el oro y las joyas que había ocultado en unos escondites conocidos sólo por él?
Cuanto más reflexionaba, más evidente le parecía aquello. Joffrey de Peyrac era muy capaz de correr el mayor riesgo para recuperar algunas de sus riquezas. Con oro y plata, podía salvarse, mientras que, desnudo y miserable, estaba condenado a vagar sin recurso. Los campesinos le tirarían piedras, y un día u otro le entregarían. Mientras que con un solo puñado de oro ¡conseguiría su libertad! Y él sabía dónde hallar aquel oro. En su hotel de Beautreillis, cuyos más ocultos rincones conocía de memoria. Angélica creía oírle, seguía su razonamiento, reconocía su argumentación habitual un tanto despreciativa. «El oro lo puede todo», decía él. Aquel principio había fracasado por la ambición de un rey juvenil, más fuerte que la codicia. Pero la regla se mantenía. Con un poco de oro, el desdichado dejaba de estar inerme. Había regresado a París y llegado allí: ahora estaba segura de ello. Era admisible. En aquella época, el Rey no lo había saqueado todo aún. Todavía no había regalado el hotel al príncipe de Conde. El hotel estaba desierto, como morada maldita, con los sellos de cera en la puerta y guardado por un solo portero aterrorizado y un viejo criado vasco que no supo adonde ir.
El corazón de Angélica empezó a latir irregularmente. De pronto… tenía el hilo de la certeza. «Yo le he visto… Sí, le he vuelto a ver, al conde maldito, en la galería de abajo… Le he visto. Fue en una noche, poco después de la hoguera. Oí ruido en la galería y reconocí sus pasos…» El viejo criado vasco habló así, apoyado en el brocal del pozo medieval, al fondo del jardín, una noche en que le encontró cuando acababa ella de tomar posesión 'del hotel de Beau-treillis. «¿Quién no reconoce sus pasos…? ¡Los pasos del Gran Cojo del Languedoc…! Encendí mi linterna y cuando llegué al recodo de la galería, le vi. Se apoyaba en la puerta de la capilla vuelto hacia mí… Le reconocí como reconoce un perro a su amo pero no vi su rostro. Llevaba puesto un antifaz… De pronto, se hundió en el muro y ya no le he visto más…» Angélica huyó, aterrada, negándose a escuchar las divagaciones de aquel pobre viejo casi inocente, que creía haber visto un fantasma.
Se incorporó sobre su lecho y agitó con violencia la campanilla. Janine se presentó.
Era una muchacha rubicunda y amanerada, que había sustituido a Teresa. Husmeó con gesto afectado y sorprendido el olor a tabaco que había dejado Desgrez en la estancia y preguntó qué deseaba la señora Marquesa.
—Ve a buscar en seguida al criado viejo… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! Pascalou. «El abuelo Pascalou». —La sirvienta enarcó sus cejas con gesto de extrañeza—. Ya sabes, vamos —insistió Angélica— uno muy viejo, que saca el agua del pozo y trae los leños para el fuego…
Janine mostró la expresión resignada de quien no comprende pero que va a informarse. Volvió instantes después anunciando que el Abuelo Pascalou había muerto hacía dos años.
—¿Muerto? —repitió Angélica aterrada—. ¡Muerto! ¡Oh, Dios mío! ¡Es terrible!
A Janine le parecía que su ama mostrara súbito y fuerte trastorno por un suceso que, dos años antes le había pasado desapercibido. Angélica la retuvo para vestirse. Se dejó hacer maquinalmente. Así pues, el pobre hombre había muerto, llevándose su secreto. Ella se hallaba en la Corte en aquella época y ni siquiera estuvo presente para estrechar la mano del fiel servidor, en su hora postrera. Pagaba muy caro el no haber cumplido aquel deber. Las palabras oídas en otro tiempo permanecían grabadas en su memoria con letras de fuego. «El se apoyaba en la puerta de la capilla…»
Bajó la escalera, siguió la galería de graciosas arcadas coloreadas por el reflejo de las vidrieras y abrió la puerta de la capilla. Era más bien un oratorio, con dos reclinatorios de cuero cordobés y un altarcito de mármol verde que coronaba magnífico cuadro de un pintor español. Flotaba allí un olor a cera e incienso. Angélica sabía que cuando él estaba en París, el abate de Lesdiguiéres celebraba allí su misa. Se arrodilló.
—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. He cometido muchos pecados, Señor, pero os imploro, os suplico…
No supo decir nada más.
El había estado allí una noche. ¿Cómo entró en el hotel? ¿Cómo entró en París? ¿Qué vino a buscar en aquel oratorio? Los ojos de Angélica recorrieron el pequeño santuario. Todos los objetos que allí se encontraban databan del conde de Peyrac. El príncipe de Condé no los había tocado. Aparte del abate de Lesdiguiéres y de un pequeño lacayo que le servía de acólito y limpiaba aquel lugar, poca gente entraba allí. Si existía un escondite en el oratorio, el secreto podía haber sido conservado con bastante facilidad…
Angélica se levantó y se puso a buscar minuciosamente. Exploró el mármol del altar, introduciendo la uña en cada grieta, con la esperanza de accionar algún mecanismo secreto. Estudió cada motivo de los bajorrelieves. Golpeó paciente los ladrillos esmaltados del pavimento, luego las maderas que cubrían los muros. Su insistencia se vio recompensada. Hacia el final de la mañana, le pareció que un sitio del muro, tras del altar, sonaba a hueco. Entonces, encendió un cirio, acercó la llama. Hábilmente disimulada en el dibujo de una moldura, descubrió las señales de una cerradura. ¡Allí era!
Febrilmente, se esforzó en hallar el secreto para abrirla pero tuvo que renunciar a ello. Ayudándose con un cuchillo y una llave cogida de entre las demás de su cinto, logró hacer que crujiese la madera preciosa. La puertecita del escondite se abrió rechinando. En el interior, en un hueco, divisó una cajita. No tuvo necesidad de abrirla. Habían forzado ya su cerradura. Estaba vacía…
Angélica apretó contra su corazón aquel cofrecillo polvoriento.
—¡El ha estado aquí! Ha cogido el oro y las joyas que ha sabido encontrar. ¡Dios le ha guiado! ¡Dios le ha salvado!
Pero ¿y después? Enriquecido con la pequeña fortuna que había recuperado arriesgando su vida en su propio hotel, condenado, ¿qué había sido del conde de Peyrac…?