PRIMERA PARTE: La Partida

I La negativa de Desgrez

La carroza del comisario adjunto de policía monsieur Desgrez franqueó la puerta cochera de su hotel particular y dio despacio la vuelta, cabeceando sobre los gruesos adoquines de la calle de la Commanderie, en el barrio de Saint-Germain. Era un vehículo sin lujo pero de aspecto opulento, con su madera oscura labrada, los suficientes galones de oro en las cortinillas de las portezuelas, a menudo corridas, un tronco de caballos píos, cochero y lacayo; el vehículo, en fin, de un magistrado de renombre más rico de lo que quiere aparentar, y a quien su vecindad sólo le reprochaba el no estar casado. Un hombre como él, apuesto, ya que frecuentaba lo mejor de la sociedad, estaba obligado a vivir junto a una de esas hijas de grandes burgueses, discretas, capaces, virtuosas, que madres rígidas y padres tiránicos fabricaban a la sombra de aquellas mismas mansiones del barrio de Saint-Germain. Pero el amable y mordaz monsieur Desgrez no parecía tener prisa: demasiadas mujeres vistosas y numerosos personajes sospechosos se mezclaban, a la puerta de su hotel, con los encopetados visitantes que ostentaban los apellidos más preclaros del reino.

La carroza rechinó un poco al pasar cruzando sobre el arroyo abierto en medio de la calzada, y las herraduras de los caballos resbalaron, mientras el cochero volvía a colocarlos en el sentido de la calle. Los numerosos viandantes que aún vagaban ociosos en la penumbra sofocante de aquella noche de verano, se adosaron dócilmente a los muros.

En aquel momento, una mujer con el rostro oculto por un antifaz y que parecía estar esperando se acercó a la carroza y aprovechando que ésta giraba lentamente se inclinó hacia la ventanilla abierta a causa del calor.

—Maese Desgrez —dijo con gracejo— ¿me permitís subir a vuestro lado y pediros unos instantes de conversación?

El policía, sumido en profunda meditación sobre el resultado de una indagatoria reciente, se sobresaltó y su rostro expresó, acto seguido, la mayor cólera. No tuvo necesidad de rogar a la desconocida que se quitase el antifaz para reconocer a Angélica.

—¿Vos? —gruñó furioso—. ¿No entendéis acaso el francés? Os dije que no quería veros nunca más.

—Sí, ya lo sé, pero se trata en verdad de algo muy importante y sólo vos podéis ayudarme, Desgrez. He vacilado, he reflexionado, pero siempre con esta conclusión: sólo vos podéis ayudarme.

—¡Y yo os he dicho ya que no quería volver a veros! —repitió Desgrez, apretando los dientes, con una violencia poco habitual en él.

Cínico y duro, Desgrez controlaba siempre sus primeros impulsos. Pero, ahora, de pronto, ya no pudo dominarse. Angélica no esperaba aquella explosión. Sabía muy bien que comenzaría despidiéndola porque con aquel paso, ella rompía la casi promesa que le hizo de no importunarle más. Pero pensándolo con detenimiento habíase dicho que lo que supo por el Rey era lo bastante excepcional para mostrarse comedida con el corazón coriáceo de un policía, aunque estuviera enamorado. Le necesitaba por encima de todo. Sin embargo, a ella no le extrañó que al presentarse en casa de Desgrez le hubieran dicho por dos veces que el señor Comisario adjunto no estaba y que tenía escasas probabilidades de estar la próxima vez que ella apareciera por allí. Por eso, acechó el instante propicio para hablarle directamente, persuadida de que acabaría por escucharla, y por ceder.

—Es muy importante, Desgrez —suplicó Angélica a media voz— mi marido vive…

—Ya os he dicho que no quería veros nunca más —repitió Desgrez por tercera vez— tenéis suficientes amigos que pueden ocuparse de vos y de vuestro marido vivo o muerto. Y ahora, soltad la portezuela, los caballos van a arrancar.

—No, no la soltaré —dijo Angélica irritada—, vuestros caballos me arrastrarán sobre el empedrado, pero será preciso que acabéis por escucharme.

—¡Soltad la portezuela!

La voz de Desgrez sonó perversa y rotunda. Cogió el bastón y asestó un golpe violento con el puño labrado sobre los dedos crispados de Angélica.

La joven lanzó un grito y soltó el manillar. La carroza adquirió en seguida velocidad. Angélica quedó medio caída de rodillas. Un aguador que había presenciado la escena dijo, burlón, viéndola sacudirse la falda.

—Déjalo por esta noche, guapa, y ponte en razón. Qué quieres, no siempre se puede pescar un pez gordo. Y eso que, según dicen, éste es muy sensible a las chicas bonitas, y ¡pardiez! hay que reconocer que tenías muchas probabilidades. Has escogido mal el momento, y nada más. ¿Quieres un vasito de agua para tranquilizarte? El tiempo está tormentoso, y el gañote seco. Mi agua es pura y saludable. Seis sueldos el vaso.

Angélica se alejó sin responder. Sentíase hondamente ofendida por la incalificable actitud de Desgrez, y su decepción se convertía en tristeza. El egoísmo de los hombres —se decía— supera todo lo imaginable. Comprendía muy bien que aquél deseaba defenderse de los tormentos del amor condenándola a un olvido total, pero ¿no hubiese podido hacer un pequeño esfuerzo, una vez más, cuando ella se encontraba tan desamparada, sin saber a quién dirigirse ni qué solución adoptar?

Sólo Desgrez podía ayudarla. Le había conocido en la época del proceso de Peyrac, al cual había estado él íntimamente mezclado. Era policía y su peculiar manera de ser sabría separar la realidad de las quimeras, plantear las hipótesis, descubrir el punto de partida de una encuesta y ¿quién sabe? tal vez tendría algún conocimiento personal de la extraordinaria historia. ¡Desgrez sabía tantas cosas secretas y enterradas! Las conservaba bien clasificadas en los limbos de su memoria o guardadas en forma de legajos, de informes, en cofres y cajas.

Y además, sin confesárselo, ella necesitaba a Desgrez para eludir el peso terrible de su secreto. ¡No sentirse ya sola con sus esperanzas insensatas, sus trémulas alegrías, que la ráfaga glacial de la duda abatía como llama vacilante! Hablar con él del pasado, del porvenir, aquel abismo desconocido donde quizá estaba para ella la felicidad: «Sabes muy bien que algo te espera allá lejos, en el fondo de tu vida… No vas a renunciar a ello…» Fue Desgrez quien se lo dijo en otro tiempo. Y ahora la rechazaba malignamente.

Tuvo un gesto de pena y de impotencia. Caminaba de prisa, pues llevaba las enaguas cortas y el manto de verano de Janine a fin de mezclarse con mayor facilidad a la multitud y no llamar la atención mientras esperaba a Desgrez ante su hotel. Había estado aguardando tres horas. ¡Y con qué resultado! Caía la noche y los transeúntes escaseaban. Los dos hombres que ella había visto, desde hacía unos días, en los alrededores de su hotel, la seguían. ¿Coincidencia tal vez? Pero Angélica no sabía por qué aquel pazguato de cara rubicunda, que se eternizaba mirando a las musarañas en los parajes del Beautreillis, tenía forzosamente que pasearse hoy por el Puente Nuevo y el barrio de Saint-Germain a aquellas horas de la noche.

«Un admirador, sin duda. Pero resulta irritante. Si continúa sus manejos tres días más encargaré a Malbrant-la-Estocada que le prevenga discretamente de que debe buscar fortuna en otra parte…»

Cerca del Palacio de Justicia encontró una silla de alquiler y un portador de antorcha. Los hizo detenerse en el malecón de los Agustinos, ya a dos pasos de la puertecita de su invernadero. Cuando hubo entrado, cruzó el recinto en donde se intensificaba el aroma de las naranjas aún verdes, que en racimos numerosos, colgaban de las ramas de los delicados arbustos, en sus tiestos plateados. Pasó cerca del pozo medieval, con quimeras de piedra, y subió furtivamente la escalera.

En su estancia, ardía una luz junto a su secreter de ébano y nácar. Allí fue a sentarse, con un suspiro de fatiga. Con brusco movimiento, se quitó los escarpines. Sus pies estaban recalentados. Había perdido la costumbre de andar por las callejas de adoquines desiguales y, con el calor, el cuero ordinario de los zapatos de su sirvienta habíale lastimado. «Soy menos sufrida que en otro tiempo. Y, sin embargo, tengo que viajar en condiciones difíciles…»

La idea de su partida la obsesionaba. Se veía por los caminos, descalza, ¡pobre peregrina del amor en busca de su felicidad perdida! ¡Partir…! pero ¿adónde?

Entonces, se inclinó largo rato sobre los documentos que le entregara el Rey. Aquellas hojas, manchadas por el tiempo, llenas de sellos y firmas, eran la única realidad palpable de la increíble revelación. Cuando la impresión de haber soñado la sobrecogía, volvía a leerlas. Y así se enteraba de que el señor Arnaud de Calistére, teniente de los mosqueteros del rey, había sido encargado por el propio monarca de una misión sobre la que juró guardar el mayor secreto. Nombraba a los seis compañeros escogidos para ayudarle, mosqueteros todos en los regimientos de Su Majestad, conocidos por su fidelidad al Rey y su mutismo. Para conseguir su silencio, no habría necesidad de cortarles la lengua, como en los tiempos antiguos. Otra hoja, redactada con sumo cuidado por el señor de Calistére, indicaba la lista de los gastos ocasionados por aquella misión:

20 libras por alquiler del figón de la Viña Azul, la mañana de la ejecución.

30 libras por el secreto que se exigió al dueño de aquella taberna, maese Gilbert.

10 libras por la compra de un cadáver en la Morgue destinado a ser quemado en lugar del reo.

20 libras por el silencio que fue exigido a los dos mozos que entregaron el cuerpo.

50 libras para el verdugo y el precio del secreto exigido.

10 libras por la barcaza cargada con una hacina, alquilada, a fin de transportar al prisionero desde el puerto de Saint-Landry hasta las afueras de París.

10 libras por el secreto exigido a los bateleros.

5 libras por los perros alquilados a fin de buscar al prisionero después de su evasión…

Aquí, el corazón de Angélica empezaba a latir aceleradamente.

10 libras por el silencio que se exigió a los granjeros que habían alquilado sus perros y ayudado a dragar el río.

Total 165 libras.

Angélica eludía las cifras del minucioso Arnaud de Calistére y se inclinaba sobre el informe que éste había redactado con pluma presurosa:

…«Hacia la medianoche, río abajo de Nanterre, la barcaza que nos transportaba con el prisionero se detuvo y ancló en la orilla. Cada uno de nosotros hizo un corto descanso; dejé un centinela junto al prisionero. Este, desde el momento en que lo recibimos de manos del verdugo no había dado señales de vida. Tuvimos que transportarle a lo largo del subterráneo que llevaba, desde la cueva de la Viña Azul, al puerto. Desde entonces yacía en la barcaza respirando apenas…»

Ella imaginó el voluminoso cuerpo torturado, envuelto ya en la blanca túnica de los condenados como en un sudario.

«Antes de entregarme al sueño, me informé de sus necesidades. Él no pareció oírme».

En realidad, el señor de Calistére, mientras se envolvía en su manto para «entregarse al sueño», esperaba encontrar al día siguiente a su prisionero más muerto que vivo. ¡Y no lo había encontrado allí! Angélica estalló de risa. Joffrey de Peyrac vencido, agonizante, muerto, era una imagen que siempre le había parecido falsa, incongruente. No lograba ella «verle» así. Lo veía más bien tal como debió permanecer hasta el final, con el espíritu alerta velando en su cuerpo agotado, y todo su instinto tenso rechazando la muerte, decidido a jugar la partida, sin flaquear, hasta el último instante. Un milagro de voluntad. Pero tal como ella lo había conocido, era muy capaz de aquello y mucho más.

«Por la mañana, no encontraron sobre el heno más que la huella de su cuerpo. El centinela tuvo que confesar lastimosamente que, como velaba a un moribundo, no se había creído obligado a una vigilancia extremada y, a fe, que con el cansancio encima, también él se había entregado al sueño».

La desaparición del prisionero no deja por ello de ser inexplicable. ¿Cómo pudo aquel hombre, que no tenía ya fuerza para abrir los ojos, deslizarse fuera de la barcaza sin llamar nuestra atención? ¿Y qué ha podido ser de él después? Si ha logrado arrastrarse hasta la orilla, en aquel estado, mediodesnudo, érale imposible ir muy lejos sin que lo reconocieran.

Iniciaron en seguida la búsqueda, y habiendo avisado a los campesinos, les pidieron la ayuda de sus perros. Estos vagaron largo rato por la orilla. De lo cual se infería que el prisionero, después de haber conseguido, con esfuerzo sobrehumano, deslizarse fuera de la barcaza, había sido arrastrado por la corriente. Y, demasiado débil para luchar, se había ahogado.

Sin embargo, un campesino vino más tarde a quejarse de que su barca le había sido robada aquella noche. Y el teniente de mosqueteros no quiso desatender aquel nuevo indicio. La barca fue encontrada cerca de Porcheville. Registraron toda la comarca. Interrogaron a gentes de aquellas tierras preguntándoles si no habían visto a un hombre flaco, cojitranco, vagando por allí. Algunas respuestas afirmativas llevaron a los mosqueteros hasta un pequeño convento, rodeado de álamos, donde el Padre Abad confesó que había albergado tres días antes a uno de aquellos leprosos errantes que aún quedaban por los campos: un pobre hombre cubierto de llagas y ocultando su rostro, demasiado horroroso sin duda, tras un trapo mugriento. Aquel hombre, ¿era alto? ¿Cojeaba? Sí, tal vez. Los recuerdos eran vagos. ¿Se expresaba en términos selectos, poco habituales en un vagabundo? No. El hombre era mudo. Lanzaba de cuando en cuando gritos roncos como hacen los leprosos.

El Padre Abad le habló de la obligación que tenía de conducirle hasta la próxima leprosería. El individuo no se negó. Subió al carricoche del hermano lego, pero encontró el medio de tomar el olivo. Y como cruzaban un bosque, sus huellas se perdían. Volvían a encontrarle por el lado de Saint-Denis, en las cercanías de París. ¿Era el mismo leproso, o se trataba de otro? La cuestión era que, por decisión de Arnaud de Calistére, provisto de poderes extraordinarios concedidos por el Rey, toda la policía de París había sido avisada.

Durante las tres semanas siguientes a la desaparición del prisionero, del que estaba encargado el teniente, las puertas de París no dejaron entrar ni un carricoche sin haberlo registrado de arriba abajo, ni a peatón o a jinete sin haberle medido las piernas y examinado cada rasgo de su rostro.

La carpeta que hojeaba Angélica estaba llena de informes redactados por la pluma aplicada de algún sargento de ronda, indicando que «aquel día habían detenido a un viejo pernicorto, pero retaco, nada agraciado pero tampoco desfigurado… o algún caballero con antifaz para ir a ver a una dama y cuyas piernas eran de la misma longitud», etc. El vagabundo leproso era inhallable. Sin embargo, se le señalaba dentro de París. Se le temía. Asemejábase al diablo. Su rostro debía ser harto espantoso puesto que llevaba siempre un paño o incluso una especie de cogulla. Un policía que lo apresó una noche no tuvo valor para levantarle aquella cogulla. El hombre desapareció antes de que aquél hubiera podido llamar a los soldados de la ronda. Allí se detenían las divagaciones con respecto al vagabundo leproso tanto más cuanto que, por aquel tiempo, encontraron en Gassicourt, entre los cañaverales, río abajo de Mantés, el cuerpo de un ahogado, que había permanecido allí cerca de un mes. Y ya en estado de putrefacción avanzada. Únicamente se pudo determinar que se trataba de un hombre muy alto.

El teniente de Calistére, lanzando un suspiro de alivio, hacía observar en un mensaje al Rey que aquella conclusión había sido siempre prevista por él como la única posible. El evadido ignoró la clemencia del monarca que le había sustraído in extremis de las llamas. Y Dios habíale castigado entregándole al agua helada del río. ¡Bien estaba todo aquello!

—¡No! ¡No! —protestaba Angélica.

Rechazaba horrorizada aquel triste epílogo. Se aferraba a las líneas añadidas por el bailío de Gassicourt, que redactara el acta concerniente al descubrimiento de aquel cadáver: «Aún estaban adheridos a sus hombros unos trozos de casaca negra».

Y el prisionero al evadirse de la barcaza no llevaba puesta más que su camisa blanca. Pero el texto de Arnaud de Calistére subrayaba: «Las señas particulares del ahogado coinciden perfectamente con las de nuestro prisionero».

—¿Y la camisa blanca? —dijo Angélica en alta voz.

Defendía ella su agotadora esperanza contra las sombras de la duda. Se insinuaba el temor en su espíritu. ¿Habrían quizá vestido los mosqueteros al condenado con casaca negra antes de arrastrarlo por el subterráneo, hasta el barco que debía transportarle fuera de París?

—¡Si pudiera yo encontrar a ese Arnaud de Calistére o a alguno de sus cómplices, e interrogarle! —se dijo. Rebuscó en su memoria.

Mientras estuvo en la Corte no oyó nunca pronunciar aquel nombre. Sin embargo, sería relativamente fácil saber qué había sido de un antiguo teniente de los mosqueteros del rey. Habían transcurrido apenas diez años desde aquellos sucesos. ¡Diez años! Era un plazo en apariencia muy corto y, al mismo tiempo, a ella le parecía haber vivido varias vidas desde entonces. Habíase visto alternativamente en lo más bajo de la miseria y en la cumbrede las riquezas. Se casó de nuevo. Había reinado en el corazón de Luis XIV. Todo aquello se disipaba como un sueño. Había una carta de Madame de Sévigné, abierta, sobre el tablero abatido de su escritorio, junto a otros papeles desparramados:

«Hará casi dos semanas, mi muy querida amiga, que no se os ha visto en Versalles. Todo el mundo se pregunta y no sabe qué pensar. El Rey está taciturno… ¿Qué sucede?»

Se encogió de hombros.

En verdad, había abandonado Versalles. No volvería allí jamás. Era inevitable. Los fantoches seguirían su danza sin ella. Olvidaba su existencia. Todo se concentraba en aquella visión lejana de cierta pesada barcaza junto a helada orilla, en una noche de invierno.

A partir de aquello, comenzaba a vivir de nuevo. Y se olvidaba de su cuerpo que otros habían poseído, de su nuevo rostro, aquel rostro de perfección consumada, cuya aparición hacía temblar al rey; y de las señales de la vida que un destino brutal había impreso en ella. Volvía a encontrarse milagrosamente purificada, con la salvaje ingenuidad de sus veinte años, como una mujer completamente nueva, adorablemente tierna ¡y que se volvía hacia él!…

—¡Un hombre pregunta por vos! —La cabeza encanecida de Malbrant-la-Estocada, resaltaba curiosamente sobre el tapiz, ante ella—. Un hombre pregunta por vos —repitió la voz.

Tuvo un sobresalto, vaciló. Notó que había debido dormirse unos instantes, erguida, sobre el taburete, con las manos alrededor de las rodillas. Al abrir el criado la puertecita, disimulada en el tapiz, habíala despertado. Se pasó la mano por la frente.

—¿Eh? ¿Qué? Sí… ¿Un hombre? ¿Qué hombre…? ¿Qué hora es?

—Las tres de la mañana.

—¿Y decís que pregunta por mí un hombre…?

—Sí, señora.

—¿Y el portero le ha dejado entrar a estas horas?

—El portero no ha podido hacer nada. Este hombre no ha entrado por la puerta sino por mi ventana. Dejo a veces abierto el tragaluz y como ese caballero ha venido por el tejado…

—¡Os burláis de mí, Malbrant! Si se trata de un ladrón, supongo que le habréis reducido a la impotencia. —Veréis… No, ha sido este señor quien primero me ha reducido a la impotencia. Me ha afirmado después que le esperabais y me he dejado convencer. Es, sin duda, alguno de vuestros amigos, señora; me ha dado acerca de vos unos detalles que prueban…

Angélica frunció el entrecejo. ¡Otra historia de loco! Pensó en el hombre que parecía seguirla por doquier desde hacía una semana.

—¿Cómo es? ¿Pequeño, grueso, colorado?

—¡No, a fe mía! Me ha parecido más bien un mozo apuesto. En cuanto a decir a qué se parece es difícil dar opinión. Lleva un antifaz, el sombrero calado hasta los ojos y se emboza hasta la nariz. Pero si queréis saber mi opinión, señora, es alguien de categoría.

—¿Y se introduce, de noche, en las casas, por los tejados…? Está bien. Id a buscarle, Malbrant, pero teneos presto a prestar auxilio.

Angélica esperó, curiosa pese a todo, y desde el umbral no le costó trabajo reconocer la silueta que entraba.