Aguardaban ante el semáforo en rojo de la plaza Alexander Kielland.
Los limpiaparabrisas golpeaban a derecha e izquierda. Al cabo de una hora y media, el alba daría sus primeras pinceladas. Pero de momento era de noche y las nubes cubrían la ciudad como una lona gris.
Harry iba en el asiento trasero rodeando a Oleg con el brazo.
Una mujer y un hombre se les acercaban dando tumbos por una acera desierta de la calle Waldemar Thrane. Había transcurrido una hora desde que Harry, Sven y Oleg salieron del ascensor a la calle lluviosa, al campo, al gran roble que Harry había visto desde la ventana y a cuyo abrigo se sentaron sobre la hierba reseca. Desde allí llamó Harry, en primer lugar, al periódico Dagbladet, para hablar con el responsable de turno. Después marcó el número de Bjarne Møller, le explicó lo sucedido y le pidió que localizase a Øystein Eikeland. Y por último llamó a Rakel para despertarla. Veinte minutos más tarde, la explanada que se extendía ante el bloque de apartamentos se vio iluminada por flashes y luces de emergencia y abarrotada de representantes de la policía y la prensa, en la consabida buena armonía.
Harry, Oleg y Sven se quedaron sentados bajo el roble observando mientras todos entraban y salían precipitadamente del bloque de apartamentos.
Harry apagó el cigarrillo.
—Bueno, bueno —comentó Sven.
—Character —dijo Harry.
Y Sven asintió diciendo:
—De ésa no me acordé.
Luego fueron a la explanada y Bjarne Møller acudió a la carrera para meterlos en uno de los coches policiales.
Primero fueron a la comisaría general para someterse a un breve interrogatorio. O un debriefing, como lo llamó Møller con la intención de ser amable. Cuando llevaron a Sven al calabozo, Harry insistió en que dos agentes de la Policía Judicial lo mantuviesen bajo vigilancia las veinticuatro horas. Algo sorprendido, Møller le preguntó si de verdad consideraba que fuese tanto el peligro de fuga. Harry negó con la cabeza por toda respuesta y Møller ordenó que cumplieran su petición sin hacer más preguntas.
Luego llamaron a Seguridad Ciudadana para pedir un coche patrulla que llevase a Oleg a casa.
El semáforo emitía un sonido agudo en la tranquilidad de la noche mientras la pareja cruzaba la calle Ueland. Era obvio que la mujer le había pedido prestada al hombre la chaqueta, que sostenía en alto para cubrirse la cabeza. El hombre llevaba la camisa pegada al cuerpo y se reía ruidosamente. A Harry le resultaban familiares, quizá los hubiese visto en otra ocasión.
El semáforo cambió a verde.
Antes de que la pareja desapareciera, atisbó fugazmente una melena rojiza bajo la chaqueta.
La lluvia cesó de pronto cuando pasaban por Vindern. Las nubes se esfumaron deslizándose como un telón y la luna nueva los iluminaba desde el negro cielo sobre el fiordo de Oslo.
—Por fin —dijo Møller volviéndose sonriente en el asiento del copiloto.
Harry supuso que se refería a la lluvia.
—Por fin —repitió sin apartar la vista de la luna.
—Eres un chico muy valiente —dijo Møller dándole a Oleg unas palmaditas en la rodilla. El niño sonrió débilmente y miró a Harry.
Møller se volvió hacia delante.
—Los dolores de estómago han desaparecido —continuó el jefe—. Como si se hubieran evaporado.
Habían encontrado a Øystein Eikeland en el mismo lugar al que llevaron a Sven Sivertsen. Los calabozos. Según los documentos de Groth Gråten, Tom Waaler había llevado a Øystein como sospechoso de conducir un taxi en estado de embriaguez. Los análisis de sangre realizados arrojaron un pequeño porcentaje de alcohol. Pero Møller dio orden de interrumpir las formalidades y de soltar a Eikeland de inmediato, y, curiosamente, Gråten no opuso objeción alguna, al contrario, obedeció de lo más solícito.
Cuando el coche policial entró en la gravilla crujiente que había ante la casa, se encontraron a Rakel esperando en la entrada.
Harry se inclinó por encima de Oleg y abrió la puerta del coche. El pequeño salió de un salto y echó a correr hacia Rakel.
Møller y Harry se quedaron viendo cómo se abrazaban en silencio en la escalinata.
Entonces sonó el móvil de Møller, que contestó enseguida. Dijo dos veces «sí» y un «eso es» y colgó.
—Era Beate. Han encontrado una bolsa con el traje completo de mensajero ciclista en el contenedor de basura del patio interior de Barli.
—Ya.
—Se va a armar la de Dios —dijo Møller—. Todos querrán su parte de ti, Harry. La prensa de la calle Akersgata, la emisora NRK, el canal TV2. Y en el extranjero también. Imagínate, hasta en España han oído hablar del mensajero asesino. Bueno, has pasado por todo esto antes, así que ya lo sabes.
—Sobreviviré.
—Seguramente. También tenemos fotos de lo sucedido esta noche en el bloque de apartamentos. Sólo que me pregunto cómo pudo Tangen poner en marcha las grabadoras en su autobús en la tarde del domingo, olvidarse de apagarlas y luego coger el tren para Hønefoss.
Møller miró a Harry inquisitivamente, pero él no contestó.
—Y es una gran suerte para ti que acabase de borrar el espacio suficiente en el disco duro como para que cupieran varios días de grabación. Realmente increíble. Casi podría pensarse que estaba planeado de antemano.
—Casi —murmuró Harry.
—Se va a poner en marcha una investigación interna. He contactado con Asuntos Internos y les he puesto al corriente de las actividades de Waaler. No podemos descartar que este asunto tenga ramificaciones en el seno del Cuerpo. Mañana se celebrará la primera reunión. Iremos al fondo de todo esto, Harry.
—Vale, jefe.
—¿Vale? No suenas muy convencido.
—Bueno. ¿Tú lo estás?
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Porque tú tampoco sabes en quién puedes confiar.
Møller parpadeó sorprendido y echó una fugaz ojeada al agente que estaba al volante. No podía responder al comentario de Harry.
—Espera un poco, jefe.
Harry salió del coche. Rakel soltó a Oleg que corrió al interior de la casa.
Tenía los brazos cruzados y se fijó en la camisa de Harry.
—Estás mojado —dijo.
—Bueno. Cuando llueve…
—… me mojo —remató Rakel sonriendo con tristeza y acariciando la mejilla de Harry—. ¿Se ha acabado ya? —susurró.
—Se ha acabado por ahora.
Ella cerró los ojos y se inclinó. Él la abrazó.
—Oleg estará bien —dijo Harry.
—Lo sé. Me ha dicho que no tuvo miedo. Porque tú estabas allí.
—Ya.
—¿Qué tal estás tú?
—Bien.
—¿Y es verdad? ¿Es cierto que se acabó?
—Sí, se acabó —murmuró con la cara hundida en su pelo—. El último día de trabajo.
—Bien —respondió ella.
Harry notó que el cuerpo de Rakel se acercaba y llenaba todos los pequeños intersticios que había entre ellos.
—La semana que viene empiezo en el nuevo trabajo. Estará bien.
—¿El que has conseguido a través de un amigo? —preguntó ella acariciándole la nuca.
—Sí. —El olor de Rakel le inundaba el cerebro—. Øystein. ¿Te acuerdas de Øystein?
—¿El taxista?
—Sí. Hay un examen el martes para conseguir la licencia de taxista. Me he pasado estos días memorizando todas las calles de Oslo.
Ella se rió y lo besó en la boca.
—¿Qué te parece? —preguntó él.
—Me parece que estás loco.
Su risa resonaba en sus oídos como el rumor de un riachuelo. Le secó una lágrima que le corría por la mejilla.
—Tengo que irme —dijo él.
Ella intentó sonreír, pero Harry vio que no lo conseguiría.
—No puedo —confesó Rakel antes de que el llanto le quebrase la voz.
—Podrás —auguró Harry.
—No voy a poder… sin ti.
—No es verdad —objetó Harry abrazándola otra vez—. Te arreglas perfectamente sin mí. La cuestión es si te arreglarías conmigo.
—¿Es ésa la cuestión? —murmuró ella.
—Sé que tienes que pensártelo.
—No sabes nada.
—Piénsatelo primero, Rakel.
Ella se retiró hacia atrás y él notó el arqueo de su espalda. Rakel observó su cara. Buscando algún cambio, pensó Harry.
—No te vayas, Harry.
—Tengo una cita. Si quieres, puedo venir mañana por la mañana. Podríamos…
—¿Sí?
—No lo sé. No tengo planes. Ni ideas. ¿Te suena bien?
Ella sonrió.
—Me suena perfecto.
Él miró sus labios. Dudó. Luego los besó y se fue.
—¿Aquí? —preguntó mirando al retrovisor el agente de policía que iba al volante—. ¿No está cerrado?
—Abierto de doce a tres de la mañana en días laborables —aclaró Harry.
El conductor giró hasta el borde de la acera de enfrente del Boxer.
—¿Te vienes, jefe?
Møller negó con la cabeza.
—Quiere hablar contigo a solas.
Hacía un rato que ya no servían bebidas y los últimos parroquianos empezaban a abandonar el local.
El comisario jefe de la Policía Judicial se encontraba en la misma mesa que la vez anterior. Las cuencas profundas de sus ojos quedaban en la penumbra. Tenía delante un vaso de cerveza casi vacío. En su cara se abrió de pronto una grieta.
—Enhorabuena, Harry.
Harry se metió entre el banco y la mesa y se sentó.
—Realmente, muy buen trabajo —continuó el comisario jefe—. Pero tienes que contarme cómo llegaste a la conclusión de que Sven Sivertsen no era el mensajero asesino.
—Vi una foto de Sivertsen en Praga y recordé que había visto una foto de Willy y Lisbeth tomada en el mismo lugar. Además, los de la Científica analizaron los restos de excrementos hallados bajo la uña de…
El comisario jefe se inclinó sobre la mesa y puso una mano en el brazo de Harry. Le olía el aliento a cerveza y a tabaco.
—No me refiero a las pruebas, Harry. Hablo de la idea. La sospecha. Lo que hizo que relacionaras las pruebas con el hombre adecuado. Cuál fue el momento de inspiración, lo que te hizo pensar por esos cauces.
Harry se encogió de hombros.
—Uno discurre toda clase de pensamientos todo el tiempo, pero…
—¿Sí?
—Todo encajaba demasiado bien.
—¿A qué te refieres?
Harry se rascó la barbilla.
—¿Sabías que Duke Ellington solía pedir a los afinadores que no le afinasen el piano del todo?
—No.
—Cuando la afinación de un piano es clínicamente perfecta, no suena bien. No se producen desajustes, pero pierde parte del calor, la sensación de autenticidad.
Harry hablaba mientras hurgaba en un trozo de laca que se había soltado de la mesa.
—El mensajero asesino nos dio un código perfecto que nos indicaba exactamente dónde y cuándo. Pero no por qué. De este modo, nos indujo a centrarnos en el hecho, en lugar de en el móvil. Y cualquier cazador sabe que, si quieres ver la presa en la oscuridad, no debes enfocarla directamente, sino que hay que iluminar la zona adyacente. Y hasta que no dejé de mirar directamente a los hechos, no lo oí.
—¿Lo oíste?
—Sí. Oí que aquellos supuestos asesinatos en serie eran demasiado perfectos. Sonaban muy bien, pero no auténticos. Los asesinatos seguían una pauta rigurosa, nos procuraban una explicación tan plausible como una mentira, pero rara vez la verdad.
—¿Y entonces lo comprendiste?
—No. Pero dejé de focalizar. Y recuperé la visión global.
El comisario jefe asintió con la cabeza mientras observaba el vaso de cerveza que estaba haciendo girar sobre la mesa. Sonaba como una piedra de molino en el local silencioso y casi vacío.
Carraspeó.
—Juzgué mal a Tom Waaler, Harry. Lo siento.
Harry no contestó.
—Lo que quería decirte es que no voy a firmar los documentos de tu despido. Quiero que sigas en tu puesto. Quiero que sepas que tienes mi completa confianza. Absolutamente, toda mi confianza.
»Y espero, Harry… —Levantó la cara y una abertura, una especie de sonrisa, se dibujó en la parte inferior—. Que yo tendré la tuya.
—Tengo que pensarlo —dijo Harry.
La abertura desapareció.
—Lo del trabajo —añadió.
El comisario jefe volvió a sonreír. En esta ocasión, la sonrisa se reflejó también en los ojos.
—Por supuesto. Deja que te invite a una cerveza, Harry. Han cerrado, pero si lo pido yo…
—Soy alcohólico.
El comisario se quedó perplejo un instante. Luego rió algo apurado.
—Lo siento. Una falta de consideración por mi parte. Pero, hablemos de algo completamente diferente, Harry. ¿Has…?
Harry esperó mientras el vaso de cerveza terminaba de hacer otra vuelta.
—¿… has pensado en cómo vas a presentar este asunto?
—¿A presentarlo?
—Sí. En el informe. Y ante la prensa. Querrán hablar contigo. Y pondrán a todo el Cuerpo bajo el microscopio si lo del tráfico de armas de Waaler llega a saberse. Por eso es importante que no digas…
Harry buscaba el paquete de tabaco mientras el comisario jefe buscaba las palabras.
—Bueno, que no les des una versión que induzca a interpretaciones erróneas.
Harry sonrió mirando el último cigarrillo.
El comisario jefe pareció tomar una decisión, apuró resuelto su cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Dijo algo?
Harry enarcó una ceja.
—¿Te refieres a Waaler?
—Sí. ¿Dijo algo antes de morir? ¿Algo de quiénes eran sus colaboradores? ¿Quién más estaba involucrado?
Harry decidió guardarse el último cigarrillo.
—No. No dijo nada. Absolutamente nada.
—Qué lástima. —El comisario jefe lo miraba inexpresivo—. ¿Y qué hay de las cintas que grabaron? ¿Revelan algo en ese sentido?
Harry se encontró con la mirada azul del comisario jefe. Por lo que Harry sabía, el comisario jefe llevaba toda su vida laboral en la Policía. Tenía la nariz afilada como la hoja de un hacha, la boca recta y huraña y las manos grandes y gruesas. Constituía una parte de los sólidos cimientos del Cuerpo, el granito duro pero seguro.
—¿Quién sabe? —contestó Harry—. En cualquier caso, no hay que preocuparse demasiado, ya que la versión de la grabación no daría lugar a… —Harry acababa de conseguir arrancar el trozo seco de laca— interpretaciones erróneas.
Ya titilaban las luces del local.
Harry se levantó.
Se miraron el uno al otro.
—¿Necesitas transporte? —preguntó el comisario jefe.
Harry negó con la cabeza.
—Iré andando.
El comisario le estrechó la mano con firmeza y durante un rato, al cabo del cual Harry se encaminó a la puerta. Pero, antes de llegar, se detuvo y se volvió.
—Me acuerdo de una cosa que dijo Waaler.
Las cejas blancas del comisario jefe descendieron ceñudas.
—¿Ah, sí? —preguntó suavemente.
—Sí. Suplicó clemencia.
Atajó por el cementerio de Vår Frelser. Caían gotas de los árboles. Descendían de las hojas como pequeños suspiros, antes de llegar a la tierra que las absorbía sedienta. Anduvo por el sendero que discurría entre las tumbas oyendo cómo los muertos se hablaban entre murmullos. Se detuvo y prestó atención. La casa pastoral de Gamle Aker dormía a oscuras ante él. Los muertos susurraban y chasqueaban con sus lenguas y sus mejillas húmedas. Giró a la izquierda y salió por la verja que daba a la pendiente de Telthusbakken.
Cuando entró en el apartamento, se quitó la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente. El vaho se extendió en el acto por las paredes y él permaneció allí hasta que se sintió la piel roja y dolorida. Se fue al dormitorio. El agua iba evaporándose y Harry se tumbó en la cama sin secarse. Cerró los ojos y esperó. Al sueño. O a las imágenes. Lo que llegara primero.
Pero lo que vino fue el murmullo.
Aguzó el oído.
¿Qué estarían murmurando?
¿Cuáles serían sus planes?
Hablaban en clave.
Se sentó en la cama. Apoyó la cabeza en la pared y notó el trazado de la estrella del diablo contra el cuero cabelludo.
Miró el reloj. El día no tardaría en llegar.
Se levantó y salió al pasillo. Buscó en la chaqueta y encontró el último cigarrillo. Lo partió por el extremo y lo encendió. Sentado en el sillón de orejas de la salita, se dispuso a aguardar la llegada del día.
La luz de la luna entraba en la habitación.
Pensó en Tom Waaler y en su mirada a la eternidad. Y en el hombre con el que habló en Gamlebyen, después de la conversación con Waaler en la terraza de la cantina. Resultó fácil dar con él, porque había mantenido el apodo y todavía seguía trabajando en el quiosco familiar.
—¿Tom Brun? —respondió el hombre desde el otro lado del mostrador astillado al tiempo que se pasaba la mano por el cabello grasiento—. Sí, lo recuerdo. Pobre hombre. Su padre lo mataba a palizas. Era albañil, pero estaba en el paro. Bebía. ¿Amigos? No, yo no era amigo de Tom Brun. Sí, a mí me llamaban Solo. ¿En Interrail?
El hombre se rió.
—Nunca he ido en tren más allá de Moss —explicó—. Y no creo que Tom Brun tuviera muchos amigos. Lo recuerdo como un tío amable, uno de los que ayudaban a las señoras mayores a cruzar la calle, un poco buenazo. Pero, en realidad, un tío raro. Por cierto que circularon algunos rumores en relación con la muerte de su padre. Un accidente muy extraño.
Harry pasó el dedo anular por la superficie lisa de la mesa. Notó unas partículas diminutas que se le adherían a la piel. Sabía que era el polvo amarillo del cincel. En el contestador parpadeaba la luz roja. Periodistas, probablemente. Empezarían al día siguiente. Harry se llevó la yema del dedo a la lengua. Sabía amargo. A cemento. Ya lo había pensado, que procedía de la pared de cemento que había encima de la puerta del 406, de cuando Willy Barli talló la estrella del diablo. Harry chasqueó la lengua. De ser así, el albañil debió de utilizar una mezcla muy rara, porque también sabía diferente. No tenía un sabor metálico. Sabía a huevos.
FIN