42
Lunes. La estrella del diablo

Los limpiaparabrisas susurraban y los neumáticos los mandaban callar.

El Escort patinó al pasar el cruce. Harry conducía tan deprisa como podía, pero la lluvia daba en el asfalto como una línea pintada a lápiz y él sabía que el dibujo de sus neumáticos era ya pura cosmética.

Aceleró y pasó el siguiente cruce en ámbar. Menos mal que las calles estaban vacías de coches. Logró echar un vistazo al reloj.

Quedaban doce minutos. Habían pasado ocho minutos desde que, aún en el patio interior de la calle Sannergata, con el teléfono en la mano, marcó el número que tenía que marcar. Ocho minutos desde que la voz le susurró al oído:

—Por fin.

Y Harry dijo aquello que no quería decir, pero no pudo contenerse:

—Si lo tocas, te mato.

—Bueno, bueno. ¿Dónde estáis tú y Sivertsen?

—No tengo ni idea —respondió Harry mirando al tendedero—. ¿Qué quieres?

—Sólo quiero verte. Que me digas por qué quieres romper el acuerdo al que llegamos. Si hay algo que te disguste y que podamos arreglar. Todavía no es demasiado tarde, Harry. Estoy dispuesto a acogerte en el equipo.

—De acuerdo —accedió Harry—. Vamos a vernos. Salgo hacia allí ahora mismo.

Tom Waaler se rió.

—También quiero ver a Sven Sivertsen. Y será mejor que yo vaya adonde estáis vosotros. Así que dame la dirección. Ahora.

Harry vaciló un instante.

—¿Has oído el sonido que se produce cuando se corta el cuello a una persona, Harry? Primero, ese leve crujido que produce el acero al cortar la piel y el cartílago, y luego, un sonido similar al del succionador de saliva del dentista. Viene de la tráquea. O del esófago. Yo no los distingo.

—El bloque de apartamentos. Apartamento 406.

—Vaya. ¿El lugar del crimen? Debí suponerlo.

—Sí, debiste suponerlo.

—De acuerdo. Pero si estás pensando en llamar a alguien o en tenderme una trampa, más vale que lo olvides, Harry. Me llevo al niño.

—¡No! No… Tom… por favor.

—¿Por favor? ¿Has dicho por favor?

Harry no contestó.

—Te recogí de la alcantarilla y te brindé una nueva oportunidad. Y tú fuiste tan bueno que me apuñalaste por la espalda. No es culpa mía que ahora me vea obligado a hacer lo que hago. La culpa es tuya. Recuérdalo, Harry.

—Escucha…

—Dentro de veinte minutos. Deja la puerta abierta de par en par y quédate sentado en el suelo para que os pueda ver, con las manos por encima de la cabeza.

—¡Tom!

Y Waaler colgó.

Harry giró el volante y notó que los neumáticos se despegaban del piso. Flotaron deslizándose lateralmente sobre el agua y, por un momento, le pareció que él y el coche hubiesen emprendido un vuelo de ensueño donde se hubiesen derogado las leyes de la física. Sólo duró un instante, pero fue suficiente para infundirle una sensación liberadora, la sensación de que todo había terminado, de que era demasiado tarde para remediar nada. Pero entonces, los neumáticos volvieron a aferrarse al asfalto y él volvió a concentrarse.

Llegó al edificio de apartamentos y aparcó ante la puerta. Apagó el motor. Faltaban nueve minutos. Se bajó y se dirigió a la parte trasera del coche. Abrió el maletero, tiró unas latas medio vacías de líquido para el limpiaparabrisas y unos paños sucios y se llevó un rollo de cinta adhesiva negra. Mientras subía las escaleras, sacó la pistola del cinturón y desenroscó el silenciador. No había tenido tiempo de revisarla, pero habría que partir de la base de que la calidad checa aguantaría alguna que otra caída desde una terraza a quince metros de altura. Se detuvo delante de la puerta del ascensor en el cuarto piso. Tal y como él recordaba, la manivela era de metal, con un remate redondeado de sólida madera. Exactamente lo bastante grande para sujetar con cinta adhesiva una pistola sin silenciador en la parte interior de la puerta, de forma que no se notara. Cargó el arma y la sujetó con dos trozos de cinta. Si las cosas iban como había planeado, no tendría que usarla. Las bisagras de la portezuela del vertedero de basura que había junto al ascensor chirriaron cuando Harry la abrió, pero el silenciador cayó sin hacer ruido en la oscuridad. Faltaban cuatro minutos.

Abrió la puerta del 406 con la llave.

El metal de las esposas resonó contra el radiador.

—¿Buenas noticias?

Sven sonaba casi suplicante. Harry se le acercó para liberarlo del radiador. Le apestaba el aliento.

—No —dijo Harry.

—¿No?

—Viene con Oleg.

Harry y Sven estaban esperando sentados en el suelo del pasillo.

—Se retrasa —dijo Sven.

Silencio.

—Canciones de Iggy Pop que empiecen por ce —dijo Sven—. Tú empiezas.

—Déjalo.

China Girl.

—No es el momento.

—Aliviará la espera. Candy.

Cry for love.

China Girl.

—Ésa ya la has dicho, Sivertsen.

—Hay dos versiones.

Cold Metal.

—¿Tienes miedo, Harry?

—Un miedo mortal.

—Yo también.

—Bien. Eso aumenta las posibilidades de sobrevivir.

—¿En qué porcentaje? ¿Diez sobre cien? ¿Vein…?

—¡Calla! —lo cortó Harry.

—¿Es el ascensor que…? —susurró Sivertsen.

—Están subiendo. Respira hondo y pausado.

El ascensor se detuvo con un leve suspiro. Pasaron dos segundos. Luego sonó el ruido de la corredera. Un chirrido largo que le indicó a Harry que Waaler la había abierto con cuidado. Un suave murmullo. El chirrido de la portezuela del vertedero de basura al abrirse. Sven miró a Harry inquisitivo.

—Levanta las manos para que las vea —le susurró Harry.

Las esposas resonaron cuando ambos levantaron las manos en un movimiento sincronizado. Y se abrió la puerta de cristal que daba al pasillo.

Oleg llevaba zapatillas y una sudadera encima del pijama. De repente, las imágenes se sucedieron en el cerebro de Harry a un ritmo vertiginoso. El pasillo. El pijama. El arrastrar de unas zapatillas por el suelo. Mamá. El hospital.

Tom Waaler iba justo detrás de Oleg. Llevaba las manos en los bolsillos de la cazadora, pero Harry adivinó el cañón de la pistola detrás de la napa negra.

—Alto —ordenó Waaler cuando estaban a cinco metros de Harry y de Sven.

Los ojos negros de Oleg miraban a Harry llenos de temor. Harry le devolvió lo que esperaba que fuese una mirada tranquila y confiada.

—¿Por qué estáis encadenados el uno al otro, chicos? ¿Ya os habéis vuelto inseparables?

La voz de Waaler retumbó entre las paredes de hormigón y Harry comprendió que había repasado la lista que confeccionaron antes de la operación y que Waaler había averiguado lo que Harry ya sabía: que no había nadie en el cuarto piso.

—Hemos llegado a la conclusión de que, en realidad, estamos en el mismo barco —explicó Harry.

—¿Y por qué no estáis dentro del apartamento, como os ordené?

Waaler se había colocado de modo que Oleg quedaba entre ellos.

—¿Por qué querías que nos quedáramos allí dentro? —peguntó Harry.

—No te toca a ti preguntar ahora, Hole. Entra en el apartamento. Ya.

Sorry, Tom.

Harry giró la mano que no estaba encadenada a Sven. Entre sus dedos colgaban dos llaves. Una de la marca Yale y otra más pequeña.

—La del apartamento y la de las esposas —dijo.

Harry abrió la boca, puso las dos llaves sobre la lengua y cerró la boca. Le guiñó un ojo a Oleg y tragó saliva.

Tom Waaler miraba incrédulo la nuez de Harry, que se movía de arriba abajo.

—Tendrás que cambiar de plan —observó Harry con un suspiro.

—¿De qué plan hablas?

Harry flexionó las piernas y se levantó a medias con el cuerpo apoyado en la pared. Waaler sacó la mano del bolsillo de la cazadora. Y le apuntó con la pistola. Harry hizo una mueca y se golpeó el pecho un par de veces, antes de hablar:

—Recuerda que llevo ya unos años observándote, Tom. Y sé cómo funcionas. Sé cómo mataste a Sverre Olsen en su casa y te las arreglaste para que pareciera un disparo en defensa propia. Y otro tanto ocurrió aquella vez, en el almacén del puerto. Así que apuesto a que el plan era pegarnos un tiro a mí y a Sven Sivertsen dentro del apartamento y hacer que pareciera que yo le había disparado a él y luego a mí mismo; después, abandonarías el lugar del crimen y dejarías que nos encontraran los colegas. Puede que les dieras un aviso anónimo de que alguien había oído disparos en el bloque de apartamentos, ¿no?

Tom Waaler echó una ojeada impaciente a ambos extremos del pasillo.

Harry continuó:

—Y la explicación es obvia. Al final, Harry Hole, ese policía psicótico y alcoholizado no pudo más. Abandonado por su novia, destituido de su puesto como agente de policía, secuestra a un prisionero. Ira autodestructiva que termina en desastre. Una tragedia personal. Casi, pero sólo casi, incomprensible. ¿No habías pensado algo así?

Waaler sonrió vagamente.

—No está mal. Pero te has olvidado de la parte en la que, impelido por el mal de amores, te vas por la noche hasta la casa de tu exnovia, entras sin ser descubierto y secuestras a su hijo. Al que encuentran junto a vuestros cadáveres.

Harry se concentraba en respirar.

—¿De verdad crees que se tragarían esa historia? ¿Møller? ¿El comisario jefe? ¿Los medios de comunicación?

—Por supuesto —dijo Waaler—. ¿No lees los periódicos? ¿No ves la tele? Lo comentarían unos días, máximo una semana. Si no sucede algo entre tanto. Algo realmente sensacional.

Harry no contestó.

Waaler sonrió.

—Lo único sensacional aquí es que tú creías que no te iba a encontrar.

—¿Estás seguro de eso?

—¿De qué?

—¿De que yo no sabía que darías con nosotros?

—De ser así, yo en tu lugar me habría largado. Ahora ya no hay salida, Hole.

—Eso es cierto —dijo Harry metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Waaler levantó la pistola. Harry sacó un paquete de cigarrillos mojado.

—Estoy atrapado. Pero la cuestión es ¿para quién es la trampa?

Sacó un cigarrillo del paquete.

Waaler entrecerró los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno —dijo Harry mientras partía el cigarrillo por la mitad y se lo colocaba entre los labios—. ¿No te parece que lo de las vacaciones conjuntas es una mierda? Nunca hay gente suficiente para hacer las cosas, así que todo se aplaza. Como, por ejemplo, instalar una cámara de vigilancia en un edificio de apartamentos. O desmontarla.

Harry vio una ligera vibración en los párpados del colega. Señaló con el pulgar sobre su hombro.

—Mira la esquina de la derecha, Tom. ¿Lo ves?

La mirada de Waaler saltó hasta donde Harry indicaba para recobrar enseguida su objetivo inicial.

—Como he dicho, sé lo que te hace funcionar, Tom. Sabía que antes o después nos encontrarías aquí. Sólo tenía que ponértelo lo bastante difícil como para que no sospecharas que te estaba tendiendo una trampa. El domingo por la mañana mantuve una larga conversación con un tío que conoces. Y lleva desde entonces esperando en el autobús para grabar esta función. Dile hola a Otto Tangen.

Tom Waaler parpadeó varias veces, como si le hubiera entrado una mota en el ojo.

—Te estás tirando un farol, Harry. Conozco a Tangen, nunca se atrevería a participar en algo así.

—Le concedí todos los derechos para vender la grabación. Piénsalo Tom. Una grabación de the big showdown con el presunto mensajero asesino, el investigador loco y el comisario corrupto. Las cadenas de televisión de todo el mundo harán cola.

Harry dio un paso hacia delante.

—Quizá sería mejor que me dieras esa pistola antes de que empeores las cosas, Tom.

—Quédate donde estás, Harry —susurró Waaler.

Harry vio que el cañón de la pistola se había girado imperceptiblemente hacia la espalda de Oleg. Se detuvo. Tom Waaler había dejado de parpadear. La musculatura de la mandíbula se concentraba en trabajar duro. Ninguno de los dos se movía lo más mínimo. El silencio del bloque de apartamentos era tal que Harry creyó oír el sonido de las paredes de hormigón, una vibración honda, larga, mínima, que el oído registraba como ínfimas alteraciones en la presión atmosférica. Y, mientras las paredes entonaban su melodía, transcurrieron diez segundos. Diez segundos infinitos sin que Waaler parpadease una sola vez. Øystein le había explicado a Harry en una ocasión la cantidad de datos que el cerebro humano era capaz de procesar durante un segundo. No se acordaba de la cifra, pero Øystein le había dicho que una persona podría escanear fácilmente una biblioteca pública de tamaño medio en diez de esos segundos.

Waaler parpadeó por fin y Harry vio que lo invadía una extraña calma.

No entendía lo que podía significar aquello, probablemente nada bueno.

—Lo interesante cuando se trata de casos de asesinato —dijo Waaler— es que uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y de momento, no creo que ninguna cámara me haya grabado haciendo nada ilegal.

Se acercó a Harry y a Sven y tiró tan fuertemente de las esposas que Sven tuvo que ponerse en pie. Waaler los cacheó pasando la mano libre rápidamente por sus chaquetas y pantalones, sin apartar la vista de Harry.

—Todo lo contrario, sólo hago mi trabajo deteniendo a un agente de policía que ha secuestrado a un detenido.

—Acabas de confesar delante de una cámara —apuntó Harry.

—A vosotros —sonrió Waaler—. Según recuerdo, estas cámaras graban imágenes, pero no sonido. Esto es una detención en toda regla. Empieza a andar hacia el ascensor.

—¿Y lo de secuestrar a un niño de diez años? —dijo Harry—. Tangen tiene una foto donde apuntas al niño con una pistola.

—Ah, el niño… —dijo Waaler dándole a Harry tal empujón en la espalda que le hizo perder el equilibrio y arrastrar a Sven consigo—. Evidentemente, se ha levantado en mitad de la noche y se ha ido a la comisaría general sin decírselo a su madre. No es la primera vez, ¿no es cierto? Digamos que me encontré con el pequeño justo cuando salía a buscaros a ti y a Sven. Parece que el niño había entendido que pasaba algo. Cuando le expliqué la situación, dijo que quería ayudar. En realidad, fue él quien propuso el juego de que yo lo utilizara como rehén para que tú no hicieras una tontería y resultaras herido, Harry.

—¿Un niño de diez años? —preguntó Harry—. ¿De verdad piensas que alguien se va a creer semejante historia?

—Ya veremos —dijo Waaler—. Venga, chicos, salimos y nos detenemos delante del ascensor. El que intente algo raro, se lleva la primera bala.

Waaler enfiló el pasillo hacia la puerta del ascensor y pulsó el botón de llamada. Un ruido sordo resonó procedente del hueco.

—¿No es extraño el silencio que reina en este edificio durante las vacaciones? —preguntó sonriendo a Sven—. Casi como una casa de fantasmas —añadió.

—Déjalo, Tom.

Harry tuvo que concentrase para pronunciar aquellas palabras, pues sentía como si tuviera la boca llena de arena.

—Es demasiado tarde —continuó—. Debes comprender que nadie te creerá.

—Estás empezando a repetirte, querido colega —observó Waaler echando una ojeada a la aguja torcida que daba la vuelta despacio, como la de una brújula—. Me creerán, Harry. Por la sencilla razón… —pasó un dedo por el labio superior— de que no quedará nadie que pueda contradecirme.

Harry había comprendido cuál era el plan. El ascensor. Allí no había cámaras. Y lo haría allí, en el ascensor. Ignoraba cómo pensaba explicarlo después, si diría que había estallado una reyerta o que Harry se había hecho con la pistola, pero no le cabía ninguna duda, todos iban a morir allí, en el ascensor.

—Papá… —empezó Oleg.

—Todo irá bien, pequeño —dijo Harry intentando sonreír.

—Sí —afirmó Waaler—. Todo irá bien.

Oyeron un chasquido metálico. El ascensor se acercaba. Harry miró la manivela de madera de la puerta. Había sujetado la pistola de manera que podría agarrar el mango, meter el dedo en el gatillo y despegarla en un único movimiento.

El ascensor se detuvo delante de ellos con un golpe y tembló ligeramente.

Harry tomó aire y alargó la mano. Los dedos se deslizaron alrededor y hacia el interior de la superficie astillada. Esperaba notar el acero frío y duro en las yemas de los dedos. Nada. Absolutamente nada. Sólo más madera. Y un trozo de cinta adhesiva suelta.

Tom Waaler dejó escapar un suspiro.

—Me temo que la tiré por el vertedero, Harry. ¿De verdad pensaste que no buscaría un arma escondida?

Waaler abrió la puerta de hierro con una mano mientras los encañonaba con la pistola.

—El niño entra primero.

Oleg miró a Harry, que apartó la vista. No podía encontrarse con la mirada inquisitiva que sabía que suplicaba una nueva promesa, así que le señaló la puerta con la cabeza sin pronunciar palabra. Oleg entró y se quedó al fondo del ascensor. Del techo emanaba una luz pálida que iluminaba las paredes marrones de imitación a palisandro con un mosaico de declaraciones de amor, consignas, órganos sexuales y saludos rayados en la superficie.

«SCREW U», rezaba una de las leyendas justo encima de la cabeza de Oleg.

Una tumba, se dijo Harry. Aquello era una tumba.

Metió la mano libre en el bolsillo de la chaqueta. No le gustaban los ascensores. Harry tiró de la mano izquierda de Sven, que perdió el equilibrio y cayó de lado hacia Waaler. Éste se giró hacia Sven al mismo tiempo que Harry levantaba la mano derecha por encima de la cabeza. Apuntó como un torero con la espada, sabía que sólo dispondría de un intento y que la precisión era más importante que la fuerza.

Dejó caer la mano.

La punta del cincel atravesó la piel de la cazadora con un ruido desgarrador. El metal se deslizó dentro del tejido blando justo por encima de la clavícula derecha, agujereó la vena yugular, penetró en el trenzado de nervios del plexus brachialis y paralizó los nervios motores que van al brazo. La pistola cayó con estruendo al suelo de mármol y siguió rodando por los peldaños. Waaler se miró el hombro derecho con una expresión de sorpresa en la cara. Debajo del pequeño mango verde colgaba, flácido, su propio brazo.

Aquél había sido un día largo y horrendo para Tom Waaler. Los horrores comenzaron cuando lo despertaron con la noticia de que Harry se había fugado con Sivertsen. Y continuó cuando dar con Harry resultó ser más difícil de lo esperado. Tom explicó a los demás de la banda que tendrían que utilizar al niño y ellos se negaron. Era demasiado arriesgado, dijeron. En el fondo, él supo en todo momento que tendría que recorrer solo el último tramo del camino. Siempre pasaba lo mismo. Nadie lo detendría ni le ayudaría. La lealtad era una cuestión de rentabilidad y todo el mundo velaba por sus propios intereses. Y los horrores habían continuado. Ya no se sentía el brazo. Lo único que notaba era aquella corriente cálida que le bajaba por el pecho anunciándole que algo que contenía mucha sangre se había pinchado.

Se volvió otra vez hacia Harry justo a tiempo de ver cómo su cara crecía ante sus ojos y, un segundo después, Harry le dio un cabezazo en el puente de la nariz que le resonó en el cerebro con un crujido. Tom Waaler se tambaleó hacia atrás. Harry fue a darle un derechazo que Waaler logró esquivar. Harry quiso seguirlo, pero Sven Sivertsen lo retuvo por el brazo izquierdo. Tom tomó aire por la boca y notó que el dolor le bombeaba por las venas en forma de blanca furia fortificante. Había recobrado el equilibrio. En todos los sentidos. Calculó la distancia, flexionó las rodillas, dio un breve salto y giró como un remolino sobre un solo pie con el otro levantado en alto. Era un oou tek perfecto. Le dio a Harry en la sien y éste cayó de lado arrastrando consigo a Sven Sivertsen.

Tom se dio la vuelta en busca de la pistola. Estaba en el rellano del piso de abajo. Agarró la barandilla y bajó de dos zancadas. El brazo derecho seguía sin obedecer. Soltó una maldición, cogió la pistola con la mano izquierda y corrió hacia arriba.

Harry y Sven habían desaparecido.

Se giró justo a tiempo de ver cómo la puerta del ascensor se cerraba silenciosamente. Se metió la pistola entre los dientes, logró agarrar la manilla con la mano izquierda y tiró. Sintió como si se le fuera a descoyuntar el brazo. Cerrada. Tom pegó el ojo al ventanuco de la puerta. Habían cerrado la cancela corredera y se oían voces nerviosas procedentes del habitáculo.

Un día verdaderamente horrendo. Pero aquello se iba a acabar. Ahora empezaría a ser perfecto. Tom levantó la pistola.

Harry se apoyó contra la pared del fondo, respiró y aguardó a que el ascensor se pusiera en marcha. Acababa de cerrar la corredera y pulsar el botón de SÓTANO cuando sintió un tirón en la puerta y Waaler lanzó una maldición al otro lado.

—¡Este cacharro de mierda no quiere andar! —rugió Sven. Se había puesto de rodillas al lado de Harry.

El ascensor dio un respingo, como un gran hipido, pero no se movió.

—¡Este ascensor de mierda es tan lento! ¡Sólo tiene que bajar las escaleras corriendo y darnos la bienvenida cuando lleguemos!

—Cállate —susurró Harry—. La puerta entre la entrada y el sótano está cerrada con llave.

Harry vio una sombra que se movía detrás del ojo de buey de la puerta.

—¡Agáchate! —gritó empujando a Oleg hacia la corredera.

La bala sonó como cuando se descorcha una botella al incrustarse en el panel de palisandro falso, justo encima de la cabeza de Harry. Empujó a Sven hacia donde se encontraba Oleg.

En ese momento, el ascensor volvió a dar un respingo y se puso en movimiento chirriando.

—Joder —susurró Sven.

—Harry… —comenzó Oleg.

Entonces sonó un ruido muy fuerte y Harry tuvo tiempo de ver el puño entre los barrotes de la cancela corredera encima de la cabeza de Oleg antes de cerrar los ojos automáticamente para protegerse de la lluvia de fragmentos de cristal.

—¡Harry!

El grito de Oleg le llenó la cabeza a Harry. Le inundó los oídos, la boca, la garganta. Lo ahogó. Harry volvió a abrir los ojos y los clavó en las órbitas atónitas de Oleg, vio su boca abierta, lo vio descompuesto por el dolor y el pánico, el pelo negro y largo atrapado por aquella gran mano blanca. Vio que la mano lo levantaba y sus pies dejaron de tocar el suelo.

Harry se quedó ciego. Abrió los ojos, pero no veía nada. Sólo una manta blanca de pánico. Pero oía. Oía gritar a Søs.

—¡Harry!

Oía gritar a Ellen. A Rakel. Todo el mundo gritaba su nombre.

—¡Harry!

Siguió viendo el manto blanco que paulatinamente fue ennegreciéndose. ¿Se habría desmayado? Los gritos fueron atenuándose, como un eco que se extingue. Se desvaneció. Tenían razón. Siempre se largaba cuando más falta hacía. Procuraba no estar presente. Hacía la maleta. Descorchaba la botella. Cerraba la puerta. Se rendía al miedo. Se quedaba ciego. Siempre tenían razón. Y si no la tienen, la tendrán.

—¡Papá!

Un pie le dio a Harry en el pecho. Había recobrado la visión. Oleg colgaba pataleando ante su cara, con la cabeza como arraigada en la mano de Waaler. Pero el ascensor se había detenido. Enseguida vio por qué. La corredera estaba fuera de la guía. Harry vio a Sven sentado en el suelo, a su lado, con la mirada helada.

—¡Harry! —Era la voz de Waaler desde fuera—. Lleva el ascensor arriba o le pego un tiro al niño.

Harry se levantó un segundo, pero se agachó de nuevo en el acto: había visto lo que necesitaba ver. La puerta del cuarto piso se encontraba medio metro más alta que el ascensor.

—Si disparas desde allí, Tangen grabará el asesinato —le advirtió Harry.

Escuchó la silenciosa risa de Waaler.

—Dime Harry, ¿si esa caballería tuya de verdad existe, no debería haber entrado cabalgando ya hace rato?

—Papá —suspiró Oleg.

Harry cerró los ojos.

—Escucha, Tom. El ascensor no se pondrá en marcha mientras la corredera no esté bien cerrada. Tienes el brazo entre los barrotes, así que tienes que soltar a Oleg para que podamos ponerlo en su sitio.

Waaler volvió a reírse.

—¿Crees que soy tonto, Harry? Sólo tenéis que mover esa cancela unos centímetros. Lo podéis hacer sin que yo suelte al pequeño.

Harry miró a Sven, pero éste sólo le devolvió una mirada desenfocada y lejana.

—De acuerdo —dijo Harry—. Pero estamos esposados, necesito que Sven me ayude. Y en estos momentos está como ausente.

—¡Sven! —gritó Waaler—. ¿Me oyes?

Sven levantó un poco la cabeza.

—¿Te acuerdas de Lodin, Sven? ¿Tu predecesor en Praga?

El eco rodaba escaleras abajo. Sven tragó saliva.

—La cabeza en el torno, Sven. ¿Te apetece probarlo?

Sven se levantó tambaleándose. Harry lo cogió del cuello de la chaqueta y se lo acercó de un tirón.

—¿Comprendes lo que tienes que hacer, Sven? —le gritó a la cara pálida y sonámbula mientras metía la mano en el bolsillo trasero y sacaba una llave—. Tienes que procurar que la cancela no se abra de nuevo. ¿Me oyes? Tienes que sujetarla cuando esto se ponga en marcha.

Harry señaló uno de los botones negros, redondos y desgastados del panel del ascensor.

Sven miró largo rato a Harry, que introdujo la llave en la cerradura de las esposas y la giró. Luego asintió con la cabeza.

—Vale —gritó Harry—. Estamos listos. Ponemos la cancela en su sitio.

Sven se colocó de espaldas a la cancela. La agarró y tiró hacia la derecha. Los puntos de contacto del suelo y de la cancela se encontraron con un clic.

—¡Ya! —gritó Harry.

Esperaron. Harry dio un paso hacia el exterior y miró arriba. Un par de ojos lo observaba desde una pequeña rendija entre el ojo de buey y el hombro de Waaler. Uno atento y enfurecido, el de Waaler; y otro negro y ciego, el de la pistola.

—Subid —dijo Waaler.

—Si dejas en paz al niño —propuso Harry.

—De acuerdo.

Harry asintió lentamente con la cabeza. Luego pulsó el botón del ascensor.

—Sabía que al final harías lo correcto, Harry.

—Es lo que se suele hacer —respondió Harry.

Entonces vio que una de las cejas de Waaler descendía de repente. Quizá porque acababa de darse cuenta de que las esposas colgaban sólo de la muñeca de Harry. Quizá porque había notado algo en su tono de voz. O quizá porque también él se había dado cuenta. Había llegado la hora.

El ascensor dio un tirón y el cable de acero avisó con un chirrido. Al mismo tiempo, Harry dio un paso rápido hacia delante y se puso de puntillas. Las esposas se cerraron con un chasquido alrededor de la muñeca de Waaler.

—Jod… —empezó Waaler.

Harry levantó los pies. Las esposas se les clavaban a ambos en las muñecas con los noventa y cinco kilos de Hole tirando de Waaler hacia abajo. Waaler intentó resistir, pero su brazo entró por el ojo de buey hasta que lo detuvo el hombro.

Un día horrendo.

—¡Joder, sácame de aquí!

Tom vociferó aquellas palabras con la mejilla pegada a la fría puerta de hierro. Intentaba sacar el brazo, pero el peso era demasiado. Gritó de rabia y aporreó la puerta con el arma tan fuerte como pudo. Las cosas no tenían que ser así. Destrozaban sus planes. Destrozaban a puntapiés el castillo de arena y luego se reían. Pero se iban a enterar, un día se iban a enterar todos. Entonces se dio cuenta. Los barrotes de la cancela se le clavaban en el antebrazo, el ascensor se había puesto en marcha. Pero en la dirección equivocada. Hacia abajo. En cuanto se percató de ello, la angustia le bloqueó la garganta. Comprendió que quedaría aplastado. Que el ascensor se había convertido en una guillotina en movimiento a cámara lenta. Que la maldición estaba a punto de alcanzarlo a él también.

—¡Sujeta la cancela, Sven! —Era Harry quien gritaba.

Tom soltó a Oleg e intentó sacar el brazo de entre los barrotes. Pero Harry pesaba demasiado. Le entró el pánico. Dio otro tirón desesperado. Y otro. Ya se le resbalaban los pies en el suelo. Y empezaba a notar el interior del techo del ascensor tocándole el hombro. Perdió la razón.

—No, Harry. Para.

Quería gritar aquellas palabras, pero las ahogó el llanto.

—Te lo suplico… Clemencia…