—Buenas noches.
Rakel besó a Oleg en la frente y lo tapó bien con el edredón. Bajó las escaleras, se sentó en la cocina y se puso a contemplar la lluvia.
A Rakel le gustaba la lluvia. Refrescaba el aire y limpiaba todo lo viejo. Brindaba un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Un nuevo comienzo.
Se dirigió a la puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada con llave. Era la tercera vez que lo hacía aquella noche. ¿De qué tenía miedo, en realidad?
Encendió la tele.
Había un programa musical o algo parecido. Tres personas sentadas al mismo piano. Se sonreían el uno al otro. Como una familia, pensó Rakel.
Un trueno rasgó el aire y la sobresaltó.
—No sabes el susto que acabas de darme.
Willy Barli meneaba la cabeza. La erección continuaba, aunque iba atenuándose.
—Me lo puedo imaginar —dijo Harry—. Ya que he utilizado la puerta de la terraza, quiero decir.
—No, Harry. No te puedes hacer una idea.
Willy se asomó por el borde de la cama, cogió el edredón del suelo y se lo puso por encima.
—Parece que te estás duchando —dijo Harry.
Willy negó con la cabeza e hizo una mueca.
—Yo no —dijo.
—Entonces, ¿quién?
—Tengo visita. Es… una mujer.
Sonrió con picardía y señaló con la cabeza hacia una silla donde se veía una falda de ante, un sujetador negro y una sola media negra con un borde elástico.
—La soledad vuelve débiles a los hombres. ¿No es verdad, Harry? Buscamos consuelo donde creemos que lo vamos a encontrar. Algunos en la botella. Otros… —Willy se encogió de hombros—. No nos importa equivocarnos, ¿verdad? Pues sí, Harry, tengo remordimientos.
Harry distinguió en la penumbra unas líneas en la mejilla de Willy.
—¿Me prometes que no se lo dirás a nadie, Harry? He cometido un error.
Harry se acercó a la silla, colgó la media en el respaldo y se sentó.
—¿A quién iba a decírselo, Willy? ¿A tu mujer?
De repente, un rayo inundó de luz la habitación, seguido del retumbar de un trueno.
—Pronto la tendremos encima —advirtió Willy.
—Sí —Harry se pasó una mano por la frente mojada.
—Bueno, ¿qué querías?
—Creo que ya lo sabes, Willy.
—Dilo, de todos modos.
—Hemos venido a buscarte.
—¿«Hemos»? No. Estás solo, ¿verdad? Completamente solo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tu mirada. El lenguaje corporal. Harry, soy un buen conocedor del género humano. Has entrado en mi casa a hurtadillas, contando con el factor sorpresa. Así no se ataca cuando se caza en manada, Harry. ¿Por qué estás solo? ¿Dónde están los demás? ¿Alguien sabe que estás aquí?
—Eso no es relevante. Y supongamos que estoy solo. En cualquier caso, tienes que afrontar el hecho de haber matado a cuatro personas.
Barli se llevó el dedo índice a los labios, como si estuviera cavilando, mientras Harry decía los nombres:
—Marius Veland. Camilla Loen. Lisbeth Barli. Barbara Svendsen.
Willy se quedó un rato absorto, con la mirada perdida. Luego asintió despacio con la cabeza y retiró el dedo de la boca.
—¿Cómo lo has averiguado, Harry?
—Cuando comprendí el porqué. Celos. Querías vengarte de ambos, ¿no es cierto? Cuando te enteraste de que Lisbeth se había visto con Sven Sivertsen durante vuestro viaje de novios a Praga.
Willy cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Se oyó un chapoteo bajo el colchón.
—No entendí que esa foto en que aparecéis juntos Lisbeth y tú era de Praga hasta el momento en que vi la misma estatua en una foto que me han enviado hoy por correo electrónico desde la capital checa.
—¿Y entonces lo comprendiste todo?
—Bueno. La primera vez que se me ocurrió, rechacé la idea por absurda. Pero luego empezó a parecerme sensata. O todo lo sensata que puede ser la locura. Pensé que el mensajero ciclista no era un asesino con fijaciones sexuales, sino alguien que lo había escenificado todo para que lo pareciera. Y que sólo había un hombre capaz de hacerlo. Un profesional. Alguien para quien fuese su oficio y su pasión.
Willy abrió un ojo.
—A ver si lo he entendido bien, ¿insinúas que ese individuo planeó matar a cuatro personas sólo para vengarse de una?
—De las cinco víctimas elegidas, tres lo fueron al azar. Hiciste que los lugares de los crímenes parecieran seleccionados por la posición aleatoria de los pentagramas, pero en realidad habías dibujado la cruz desde dos puntos. Tu propia dirección y el chalé de la madre de Sven Sivertsen. Una geometría interesante, aunque sencilla.
—¿De verdad crees en esa teoría tuya, Harry?
—Sven Sivertsen no había oído hablar de ninguna Lisbeth Barli. Pero ¿sabes qué, Willy? Hace un rato, cuando le dije que su nombre de soltera era Lisbeth Harang, la recordó perfectamente.
Willy no contestó.
—Lo único que no entiendo —continuó Harry— es por qué esperaste tantos años para vengarte.
Willy se sentó en la cama.
—Vamos a partir del hecho de que no entiendo qué estás insinuando, Harry. No me gustaría crear una situación comprometida para ambos proporcionándote una confesión. Pero, dado que me encuentro en la feliz tesitura de saber que te es imposible demostrar absolutamente nada, no tengo inconveniente en hablar un poco. Ya sabes que aprecio a la gente que sabe escuchar.
Harry se movió algo inquieto en la silla.
—Sí, Harry, es cierto, estoy al corriente de que Lisbeth mantuvo una relación con ese hombre. Pero no lo descubrí hasta esta primavera.
Había empezado a llover de nuevo y las gotas tamborileaban tenues sobre las ventanas del tejado.
—¿Te lo contó ella?
Willy negó con la cabeza.
—Nunca lo habría hecho. Procedía de una familia donde no tenían costumbre de hablar. Probablemente, no habría salido a la luz si no hubiésemos reformado el apartamento. Encontré una carta.
—¿Y qué?
—La pared exterior de su despacho está sin aislar, es el paramento original de cuando se construyó el edificio, allá por finales del siglo pasado. Es sólida pero se vuelve gélida durante el invierno. Yo insistí en revestirla de madera y poner un aislamiento interior. Lisbeth protestó. Me extrañó, porque es una chica práctica que se ha criado en una granja, y no el tipo de persona que se pone sentimental por una pared vieja. Así que un día que ella estaba fuera examiné la pared. No encontré nada hasta que retiré su escritorio. A simple vista, no se apreciaba nada fuera de lo normal, pero fui empujando cada uno de los ladrillos hasta que uno de ellos cedió. Tiré de él y se soltó. Lisbeth había camuflado las grietas de alrededor con cal gris. En el hueco del ladrillo hallé dos cartas. Iban dirigidas a Lisbeth Harang, a una dirección de apartado postal cuya existencia yo ignoraba. Mi primera reacción fue que debía devolver las cartas a su sitio sin leerlas y convencerme de que nunca las había visto. Pero soy un hombre débil. No pude. «Querida, te llevo siempre en mi pensamiento. Aún siento tus labios en los míos, tu piel en mi piel.» Así comenzaban sus cartas.
Un nuevo chapoteo resonó en la cama.
—Aquellas frases me herían como un látigo, pero continué leyendo. Era muy extraño porque tenía la sensación de haber escrito cada palabra yo mismo. Cuando hubo terminado de explicarle lo mucho que la quería, pasó a describir con todo lujo de detalles lo que hicieron en la habitación del hotel de Praga. Sin embargo, lo que más dolor me causó no fue la descripción de la pasión, sino el hecho de que la citara en aspectos de nuestra relación que, obviamente, ella le había contado. Por ejemplo, que «para ella sólo era una solución práctica a una vida sin amor». ¿Puedes imaginarte cómo te afecta una cosa así, Harry? Cuando descubres que la mujer que amas no sólo te ha engañado, sino que nunca te ha amado. El no ser amado, ¿no es la definición de una vida malograda?
—No —respondió Harry.
—¿No?
—Sigue, por favor.
Willy lo miró inquisitivo.
—Le mandaba una foto de él. Me figuro que ella le suplicó que lo hiciera. Lo reconocí. Era el noruego que nos encontramos en el café de Perlová, una calle de Praga de reputación algo dudosa, con putas y burdeles más o menos camuflados. Estaba sentado en la barra cuando entramos. Me fijé en él porque parecía uno de esos caballeros maduros y distinguidos que la firma Boss utiliza como modelos. Vestía con elegancia y, en realidad, era algo mayor. Pero con esos ojos jóvenes y juguetones que obligaban a los maridos a vigilar bien a sus mujeres. De modo que no me sorprendió demasiado cuando, al cabo de un rato, el hombre se acercó a nuestra mesa, se presentó en noruego y nos preguntó si queríamos comprarle un collar. Rechacé la oferta educadamente pero, aun así, lo sacó del bolsillo y se lo enseñó a Lisbeth. Ni que decir tiene que ella por poco se desmaya y, claro está, dijo que le encantaba. El colgante era un diamante rojo en forma de estrella de cinco puntas. Le pregunté entonces cuánto pedía por la joya, pero me dio un precio tan ridículamente alto que sólo se podía tomar como una provocación, así que le pedí que se marchara. Me sonrió como si acabara de ganar un premio, anotó la dirección de otro café en un trozo de papel y nos dijo que, si cambiábamos de opinión, podíamos acudir allí al día siguiente a la misma hora. El papel con la dirección se lo entregó a Lisbeth, naturalmente. Recuerdo que estuve de mal humor el resto de la mañana. Pero luego me olvidé del asunto. Lisbeth sabía hacerte olvidar. A veces lo conseguía del todo…
Willy se frotó el ojo con el dedo índice.
—… con su presencia.
—Ya. ¿Qué ponía en la otra carta?
—Era una carta que había escrito ella misma y que, obviamente, había intentado enviarle. Pero el sobre tenía un sello de devolución de correos. Le decía que había intentado ponerse en contacto con él de todas las formas posibles, pero que nadie contestaba en el número de teléfono que él le había facilitado y que ni la información telefónica ni el registro de direcciones de Praga habían conseguido dar con él. Le decía que esperaba que la carta le llegase de alguna manera y le preguntaba si había tenido que abandonar Praga. ¿Acaso no había salido de las dificultades económicas que lo obligaron a pedirle que le prestara dinero?
Willy soltó una carcajada hueca.
—En ese caso, le decía que no dudara en ponerse en contacto con ella, que volvería a ayudarle. Porque lo quería. No pensaba en otra cosa. Aquella separación la enloquecía. Que creyó que se le pasaría con el tiempo, pero que se había extendido como una enfermedad que le causaba dolor en cada poro de su piel. Y, sin duda, algunos centímetros le dolerían más que otros porque, según decía, cuando le permitía a su marido, es decir, a mí, que hiciera el amor con ella, cerraba los ojos e imaginaba que era él. Comprenderás que me llevé un disgusto muy grande. Sí, me quedé paralizado. Pero no me caí muerto hasta ver la fecha del matasellos del sobre.
Willy cerró los ojos con fuerza.
—La había enviado en febrero. De este año.
Otro relámpago proyectó en las paredes unas sombras que se rezagaron en su superficie como espectros de luz.
—¿Qué hace uno en semejante situación? —preguntó Willy.
—Sí, ¿qué hace uno?
Una pálida sonrisa se dibujó en la cara de Willy.
—Lo que yo hice fue preparar un poco de foie gras con un vino blanco dulce. Cubrí la cama de rosas e hicimos el amor toda la noche. De madrugada, cuando se durmió, me quedé mirándola. Sabía que no podía vivir sin ella. Pero también sabía que para hacerla mía de nuevo, primero tenía que perderla.
—Y empezaste a planearlo todo. A escenificar cómo ibas a matar a tu mujer inculpando a un tiempo al hombre que ella amaba.
Willy se encogió de hombros.
—Me entregué a la tarea como si de una representación normal se tratase. Como todo hombre de teatro, sé que lo más importante es la ilusión. La mentira debe parecer tan veraz que la verdad se presente como poco probable. Puede que suene difícil de conseguir, pero, en mi profesión, uno enseguida se da cuenta de que, por lo general, resulta más fácil que lo contrario. La gente está más acostumbrada a la mentira que a la verdad.
—Ya. Cuéntame cómo lo hiciste.
—¿Por qué iba a arriesgarme a hacer eso?
—De todos modos, no puedo utilizar nada de lo que digas ante un tribunal. No tengo testigos y he entrado en tu apartamento de forma ilegal.
—No, pero eres un tío listo, Harry. No voy a decir nada que puedas utilizar en la investigación.
—Puede ser. Pero me da la impresión de que estás dispuesto a correr ese riesgo.
—¿Por qué?
—Porque tienes ganas de contarlo. Te mueres por contarlo. No tienes más que oírte.
Willy Barli soltó una carcajada.
—Así que crees que me conoces, ¿no, Harry?
Harry negó con la cabeza mientras buscaba el paquete de cigarrillos. En vano. Lo habría perdido cuando estuvo a punto de caerse en el tejado.
—No te conozco, Willy. No conozco a la gente como tú. Llevo quince años trabajando con asesinos y sólo sé una cosa: todos buscan alguien a quien contárselo. ¿Te acuerdas de lo que me hiciste prometer en el teatro? Que encontrase al asesino. Bueno, pues he cumplido mi promesa. Así que te propongo un trato. Tú me cuentas cómo lo hiciste y yo te doy las pruebas que tengo contra ti.
Willy miró a Harry estudiándolo con detenimiento. Pasó una mano por encima del colchón de goma.
—Tienes razón, Harry. Quiero contarlo. Mejor dicho, quiero que tú lo comprendas. Por lo que conozco de ti, creo que serías capaz de comprender. El caso es que llevo siguiéndote desde que empezó este asunto.
Willy se rió al ver la expresión de Harry.
—Eso no lo sabías, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros.
—Tardé más de lo que había pensado en localizar a Sven Sivertsen —explicó Willy—. Hice una copia de la foto que le había dado a Lisbeth y me fui a Praga. Me pasé por casi todos los cafés y bares de Mustek y Perlová, iba enseñando la foto y preguntando si alguien conocía a un noruego llamado Sven Sivertsen. Sin éxito. Pero era evidente que algunas de las personas a las que pregunté sabían más de lo que querían decir. Así que, al cabo de unos días, cambié de táctica. Empecé a preguntar si conocían a alguien que pudiese procurarme unos diamantes rojos que, según tenía entendido, era fácil conseguir en Praga. Me presenté como un danés coleccionista de diamantes de nombre Peter Sandmann, y di a entender que estaba dispuesto a pagar muy bien por una variante tallada como un pentágono. Facilité el nombre del hotel donde me hospedaba. A los dos días sonó el teléfono de mi habitación. Reconocí su voz enseguida. Distorsioné la mía y le hablé en inglés. Dije que estaba negociando otra compra de diamantes y le pregunté si podía llamarlo más tarde aquella misma noche. Si me daba un número donde pudiera localizarlo… Noté que se esforzaba por aparentar menos interés del que tenía en realidad y comprendí lo fácil que sería quedar con él esa misma noche en un callejón oscuro. Pero tuve que dominarme, como el cazador cuando tiene la pieza en la mira, pero debe esperar a que todo sea perfecto. ¿Comprendes?
Harry asintió despacio.
—Comprendo.
—Me dio un número de móvil. Al día siguiente volví a Oslo. Tardé una semana en saber cuanto necesitaba sobre Sven Sivertsen. Lo más fácil fue identificarlo. Había veintinueve Sivertsen en el censo, nueve de ellos tenían la edad adecuada y, de esos nueve, sólo uno no tenía domicilio fijo en Noruega. Anoté la última dirección conocida, me facilitaron el número en el servicio de información telefónica y llamé. Contestó al teléfono una señora mayor. Me explicó que Sven era su hijo, pero que hacía muchos años que no vivía con ella. Le dije que yo, junto con otros compañeros de su clase de primaria, estábamos intentando localizar a todo el mundo para celebrar un aniversario. La mujer me dijo que Sven vivía en Praga, pero que viajaba mucho y que no tenía domicilio ni teléfono fijo. Además, dudaba de que tuviera ganas de ver a sus compañeros de clase. ¿Cómo había dicho que me llamaba? Le contesté que sólo había estado en su clase medio curso y que no era seguro que se acordara de mí. Y que, de acordarse, sería porque yo, en aquella época, tuve algún problema con la policía. ¿Era cierto el rumor de que Sven también los tuvo? La voz de la mujer resonó algo chillona cuando me contestó que de eso hacía ya mucho tiempo y que no era de extrañar que Sven fuera entonces tan rebelde teniendo en cuenta cómo lo tratábamos. Pedí perdón de parte de la clase, colgué y llame al juzgado. Dije que era periodista y pregunté si podían buscar las sentencias contra Sven Sivertsen. Una hora más tarde ya tenía una idea bastante clara de a qué se dedicaba Sivertsen en Praga. Tráfico de diamantes y de armas. Y en mi cabeza empezó a fraguarse un plan construido en torno a lo que acababa de averiguar: que era contrabandista. Los diamantes en forma de pentágono. Las armas. Y la dirección de su madre. ¿Empiezas a ver las conexiones?
Harry no contestó.
—Cuando volví a llamar a Sven Sivertsen, habían pasado tres semanas desde mi visita a Praga. Hablé noruego con mi voz normal, fui derecho al grano. Le dije que llevaba tiempo buscando a una persona capaz de suministrarme armas y diamantes sin intermediarios y que creía haberla encontrado en él. Me preguntó cómo había conseguido su nombre y su número, pero le contesté que mi discreción también le sería útil a él y propuse que no nos hiciéramos preguntas innecesarias. No le pareció del todo bien y nuestra conversación estuvo a punto de naufragar hasta que mencioné la suma que estaba dispuesto a pagar por la mercancía. Por anticipado y a una cuenta suiza si así lo quería. Incluso tuvimos ese intercambio de frases de cine donde él preguntaba si hablaba de coronas noruegas, y yo, con un tono de leve sorpresa, le decía que, por supuesto, hablábamos de euros. Sabía que la suma excluiría por sí sola la sospecha de que yo fuera agente de policía. Los gorriones como Sivertsen no se cazan con cañones tan caros. Dijo que quizá fuera factible y yo le dije que volvería a ponerme en contacto con él.
»Así que mientras estábamos en pleno apogeo de los ensayos de My Fair Lady, me puse manos a la obra con los últimos retoques. ¿Es suficiente, Harry?
Harry negó con la cabeza. El rumor de la ducha. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse allí esa mujer?
—Quiero conocer los detalles.
—Se trata de detalles técnicos, más que nada —aseguró Willy—. ¿No te resultarán aburridos?
—A mí no.
—Very well. Ante todo, tenía que crear un personaje para Sven Sivertsen. Lo más importante cuando se va a desenmascarar un carácter ante el público es mostrar lo que motiva a esa persona, cuáles son sus deseos y sus sueños. En resumen, qué la mueve. Decidí que tenía que mostrarme como un asesino sin un motivo racional, pero sí con un deseo sexual de cometer asesinatos rituales. Algo banal, quizá, pero aquí lo fundamental era que todas las víctimas excepto la madre de Sivertsen debían parecer elegidas al azar. Leí un montón sobre asesinatos en serie y encontré un par de detalles curiosos que decidí utilizar. Por ejemplo, lo de la fijación maternal de los asesinos en serie y la elección de los lugares de los crímenes de Jack el Destripador, que los investigadores tomaron por una clave. Así que me fui a la oficina de planificación urbana y compré un plano fiel del centro de Oslo. Cuando llegué a casa dibujé una línea recta desde nuestro edificio de la calle Sannergata hasta la casa de la madre de Sven Sivertsen. A partir de esta única línea dibujé un pentagrama exacto y encontré las direcciones que se hallaban más cerca de las puntas de la estrella. Y reconozco que me daba una subida de adrenalina poner la punta del lápiz en el mapa y saber que allí, precisamente allí, vivía una persona cuyo destino yo acababa de sellar.
»Las primeras noches fantaseaba sobre quiénes serían, qué aspecto tendrían y cómo habría sido su vida hasta aquel momento.
Pero pronto me olvidé de ellos, porque no eran importantes, estaban entre bastidores, eran extras sin diálogos.
—Material de construcción.
—¿Cómo dices?
—Nada. Continúa.
—Ya sabía que los diamantes de sangre y las armas podían rastrearse hasta la persona de Sven Sivertsen cuando lo hubieran cogido. Para reforzar la impresión del asesinato ritual, metí los señuelos de los dedos cortados, fijé cinco días entre cada asesinato, la hora, en las cinco, y el piso, el quinto.
Willy sonrió.
—No quería ponerlo demasiado fácil, pero tampoco demasiado difícil. Y debía ser un poco divertido. Las buenas tragedias siempre tienen humor, Harry.
Harry se dijo que más valía quedarse quieto.
—Recibiste la primera arma unos días antes del primer asesinato, ¿verdad? El de Marius Veland.
—Sí. Hallé la pistola en el cubo de basura del Frognerparken, tal como habíamos acordado.
Harry respiró hondo.
—¿Y cómo fue, Willy? ¿Cómo fue eso de matar?
Willy sacó hacia fuera el labio inferior en ademán reflexivo.
—Pues… tienen razón quienes afirman que la primera vez es la más difícil. Entrar en el bloque de apartamentos no me planteó ningún problema, pero tardé mucho más de lo calculado con el soplete para soldar la bolsa de goma en la que lo metí. Y, aunque me había pasado media vida levantando bailarinas noruegas bien alimentadas, fue un trabajo duro llevar el cadáver del chico al desván.
Pausa. Harry carraspeó.
—¿Y después?
—Después me fui en bicicleta hasta el Frognerparken para recoger la otra pistola y el diamante. Sven Sivertsen, ese medio alemán, resultó ser tan avaricioso y puntual como yo esperaba. El detalle de situarlo en el Frognerparken a la hora de cada asesinato estaba muy bien ingeniado, ¿no te parece? Al fin y al cabo, él también cometía un delito, de modo que era natural que procurase que no lo reconocieran y que nadie supiera dónde había estado. Simplemente, dejé que él mismo se encargase de no tener coartada.
—Estupendo —dijo Harry pasándose el dedo índice sobre las cejas aún mojadas.
Tenía la sensación de que todo exhalaba vaho y humedad, como si el agua entrase desde la terraza y la ducha a través de las paredes y el techo.
—Sólo que todo eso ya lo había pensado yo, Willy. Cuéntame algo que no sepa. Háblame de tu mujer. ¿Qué hiciste con ella? Los vecinos te vieron salir a la terraza en repetidas ocasiones, así que, ¿cómo lograste sacarla del apartamento y esconderla antes de que llegásemos?
Willy sonrió.
—No lo contarás —dijo Harry.
—Para que una obra maestra conserve parte de su misterio, su autor no debe revelar los detalles.
Harry dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo, pero, por favor, explícame por qué lo complicaste tanto. ¿Por qué no matar sencillamente a Sven Sivertsen? Tuviste la oportunidad en Praga. Habría sido mucho más simple y menos arriesgado que asesinar a tres personas inocentes, además de a tu mujer.
—En primer lugar, porque necesitaba un chivo expiatorio. Si Lisbeth hubiera desaparecido y el caso hubiera quedado sin resolver, todo el mundo habría sospechado de mí. Porque siempre es el marido, ¿no es cierto? Pero la razón principal es que el amor es sediento, Harry. Necesita beber. Agua. Sed de venganza. Es una buena expresión, ¿no? Tú comprendes de qué hablo, Harry. La muerte no es una venganza. La muerte es una liberación, un happy ending. Lo que yo quería para Sven Sivertsen era una auténtica tragedia, un sufrimiento sin punto final. Y lo he conseguido. Sven Sivertsen se ha convertido en una de esas almas en pena que deambulan por las orillas de la laguna Estigia, y yo soy Caronte, el barquero que se negó a trasladarlo al reino de los muertos. ¿Es ese griego incomprensible para ti? Lo he condenado a vivir, Harry. Debe consumirlo el odio como me ha consumido a mí. Odiar sin saber a quién dirigir ese sentimiento al final nos aboca a odiarnos a nosotros mismos, nuestro propio destino maldito. Eso es lo que pasa cuando te traiciona la persona que amas. O estar encerrado de por vida, condenado por algo que sabes que no has hecho. ¿Puedes imaginarte una venganza mejor, Harry?
Harry se aseguró de que aún tenía el cincel en el bolsillo.
Willy se rió. La próxima frase le produjo a Harry una sensación de déjà vu:
—No es preciso que contestes, Harry, te lo veo en la cara.
Harry cerró los ojos y oyó la voz de Willy, que siguió hablando.
—No eres diferente a mí, también a ti te mueve ese deseo. Y el deseo siempre busca…
—… el nivel más bajo.
—El nivel más bajo. En fin, Harry, creo que ahora te toca a ti. ¿De qué prueba hablas? ¿Es algo que deba preocuparme?
Harry volvió a abrir los ojos.
—Antes tienes que decirme dónde está, Willy.
Willy soltó una risita y se llevó la mano al corazón.
—Está aquí.
—No digas tonterías —lo conminó Harry.
—Si Pigmalión fue capaz de amar a Galatea, la estatua de una mujer a la que nunca había visto, ¿por qué no iba yo a amar una estatua de mi mujer?
—No te sigo, Willy.
—No hace falta, Harry. Sé que no es fácil de entender para los demás.
En el silencio sucesivo, Harry oyó el agua de la ducha correr con la misma fuerza. ¿Cómo iba a sacar del apartamento a aquella mujer sin perder el control de la situación?
La voz velada de Willy se mezcló con el rumor de los sonidos.
—Mi error fue creer que era posible hacer revivir a la estatua. Pero la responsable de ello no quería comprender que la ilusión es más intensa que lo que llamamos realidad.
—¿De quién estás hablando ahora?
—De la otra. De la Galatea viva, la nueva Lisbeth. Admito que debo conformarme y vivir con la estatua. Pero no importa.
Harry notó una sensación fría que le subía desde el estómago.
—¿Has tocado una estatua alguna vez, Harry? Es bastante fascinante sentir la piel de una persona muerta. Ni caliente ni fría.
Willy pasó la mano por el colchón azul.
Harry sintió que el frío lo paralizaba por dentro, como si alguien le hubiese puesto una inyección de agua helada. Y masculló con voz áspera:
—Sabes que estás acabado, ¿verdad?
Willy se estiró en la cama:
—¿Por qué iba a estarlo, Harry? Sólo soy un cuentista que acaba de contarte una historia. No puedes probar absolutamente nada.
Extendió el brazo para alcanzar algo de la mesilla de noche. Harry se encogió al ver el destello de un objeto de metal. Willy lo alzó en el aire. Un reloj de pulsera.
—Es tarde, Harry. Digamos que ha terminado el horario de visitas. Será mejor que te marches antes de que ella termine de ducharse.
Harry se quedó sentado.
—Encontrar al asesino era sólo la mitad de la promesa que me pediste que te hiciera, Willy. La otra mitad era que le diese el merecido castigo. Que lo castigase duro. Y yo diría que me lo pediste en serio. Porque una parte de ti anhela el castigo, ¿no es así?
—Freud ya ha caducado, Harry. Igual que esta visita.
—¿No quieres oír cuál es la prueba que tengo?
Willy suspiró irritado.
—Si así consigo que te vayas…
—Realmente, debí comprenderlo cuando recibimos en el correo el dedo de Lisbeth con el anillo de diamantes. El tercer dedo de la mano izquierda. Vena amoris. Ella era alguien cuyo amor ansiaba el asesino. Paradójicamente, resulta que fue ese dedo el que te descubrió.
—¿Me descubrió…?
—O, para ser exactos, los excrementos que había debajo de la uña.
—Con mi sangre. Sí, pero ésas son noticias viejas, Harry. Y ya he explicado que nos gustaba…
—Sí, y cuando lo comprendimos, no se investigaron los excrementos más a fondo. Normalmente, tampoco hay mucho que encontrar en esas cosas. La comida que ingerimos tarda entre doce y veinticuatro horas en pasar desde la boca hasta el recto y, durante ese tiempo, el estómago y los intestinos la convierten en un residuo biológico irreconocible. Tanto que incluso a través del microscopio resulta difícil averiguar lo que ha comido una persona después de tantas horas. Aun así, hay algo que logra pasar sin ser destruido por el sistema digestivo. Las pepitas de uva y las…
—Por favor, ¿podrías ahorrarme la conferencia, Harry?
—… semillas. Encontramos dos semillas. Nada excepcional. De ahí que hasta hoy no haya pedido al laboratorio que analice las semillas más a fondo. Lo hice en cuanto comprendí quién podría ser el asesino. ¿Y sabes lo que han encontrado?
—Ni idea.
—Era una semilla entera de hinojo.
—¿Y qué?
—Hablé con el cocinero jefe del restaurante Theatercaféen. Tenías razón, es el único sitio de Noruega donde hacen el pan de hinojo con semillas enteras. Combina tan bien con…
—… con el arenque —atajó Willy—. Como ya sabes, suelo comerlo allí. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Me dijiste que el miércoles que desapareció Lisbeth desayunaste arenque, como de costumbre, en el Theatercaféen. Entre las nueve y las diez de la mañana. Lo que me preocupa es cómo tuvo tiempo la semilla de llegar desde tu estómago hasta debajo de la uña de Lisbeth.
Harry aguardó hasta asegurarse de que Willy lo entendía.
—Según tu testimonio, Lisbeth salió del apartamento en torno a las cinco. En otras palabras, unas ocho horas después de tu desayuno. Supongamos que lo último que hicisteis antes de que ella saliera fue acostaros, y supongamos ella te penetró con el dedo. Pero, con independencia de lo eficaces que puedan ser tus intestinos, no habrían conseguido trasportar la semilla de hinojo a tu recto en ocho horas. Es una imposibilidad médica.
Harry pudo ver un ligero tic en el rostro incrédulo de Willy cuando pronunció la palabra «imposibilidad».
—La semilla de hinojo pudo haber llegado al recto a las nueve de la noche, como muy pronto —continuó Harry—. Así que el dedo de Lisbeth tuvo que entrar en tu recto en algún momento de aquella tarde o de aquella noche, si no al día siguiente, pero, como quiera que sea, después de que la denunciaras como desparecida. ¿Comprendes lo que estoy diciendo, Willy?
Willy miró fijamente a Harry. O más bien, miraba hacia Harry, pero tenía la vista pendiente de algún punto remoto.
—Es lo que llamamos una prueba técnica —explicó Harry.
—Comprendo —Willy asintió despacio con la cabeza—. Una prueba técnica.
—Sí.
—¿Un hecho concreto e irrefutable?
—Correcto.
—Al juez y al jurado les encantan esas cosas, ¿no es así? Es mejor que una confesión, ¿verdad, Harry?
El policía asintió con la cabeza.
—Una farsa, Harry. Lo veo todo como una farsa. Con gente que entra y sale por las puertas. Yo procuré salir con ella a la terraza para que los vecinos nos vieran antes de pedirle que me acompañara al dormitorio. Una vez allí, saqué la pistola de la caja de herramientas y ella se quedó mirando el arma fijamente, sí, justo como en una farsa; con los ojos muy abiertos, miró el largo cañón del silenciador.
Willy había sacado la mano de debajo del edredón. Harry observó la pistola, el suplemento negro del cañón con que Willy le apuntaba.
—Vuelve a sentarte, Harry.
Al sentarse de nuevo en la silla, Harry sintió que el cincel se le clavaba en la espalda.
—Ella lo interpretó por el lado cómico. Y, verdaderamente, habría sido de un gran lirismo. Tenerla montando en mi mano mientras yo eyaculaba plomo caliente en el agujero donde ella había permitido que se corriera el otro.
Willy se levantó de la cama, que chapoteó a su espalda.
—Pero la farsa exige velocidad, velocidad, así que me vi obligado a un breve adiós.
Se colocó desnudo delante de Harry y levantó la pistola.
—Le puse la boca del cañón en la frente, que ella arrugó extrañada, como solía hacer cuando le parecía que el mundo era injusto o desconcertante. Como la noche en que le hablé del Pigmalión de Bernard Shaw, obra en la que se basa la de My Fair Lady. En ella, Eliza Doolittle no se casa con el profesor Higgins, el hombre que la educa y transforma a la furcia que era en una mujer instruida, sino que se fuga con el joven Freddy. Lisbeth se indignó, porque, en su opinión, Eliza se lo debía al profesor y Freddy era un peso pluma sin interés. ¿Sabes qué, Harry? Lloré al oírla.
—Estás loco —susurró Harry.
—Obviamente —dijo Willy muy serio—. He cometido una acción monstruosa, por completo carente del control que poseen las personas cuya guía es el odio. Yo soy un hombre sencillo y no he hecho más que lo que me dictaba el corazón. Y me dictaba amor, ese amor que nos ha sido otorgado por Dios y que nos convierte en su herramienta. ¿No tildaron también de locos a Jesús y a los profetas? Por supuesto que estamos locos, Harry. Somos unos locos, y también los más cuerdos del mundo. Porque la gente dice que lo que he hecho es una locura y que debo tener el corazón lisiado, pero yo pregunto: ¿qué corazón está más lisiado, el que no puede parar de amar o el que, siendo amado, no es capaz de devolver amor?
Siguió un largo silencio. Harry carraspeó.
—Y luego le disparaste.
Willy asintió despacio con la cabeza.
—Se le hizo una pequeña abolladura en la frente —respondió con sorpresa en la voz—. Y un pequeño agujero negro. Como cuando se clava un clavo en una superficie de hojalata.
—Y después la escondiste. En el único lugar donde sabías que ni un perro policía daría con ella.
—Hacía calor en el apartamento —continuó Willy con la mirada perdida en un punto lejano, por encima de la cabeza de Harry—. Una mosca revoloteaba alrededor del marco de la ventana y me quité toda la ropa para no mancharla de sangre. Todo estaba listo en la caja de herramientas. Utilicé los alicates para cortarle el dedo corazón izquierdo. Luego la desnudé, saqué el aerosol con la espuma de silicona que utilicé para tapar rápidamente el agujero de la bala, la herida del dedo y otros orificios de su cuerpo. Ya había sacado parte del agua del colchón, así que sólo estaba medio lleno. Apenas salieron unas gotas cuando la introduje por la abertura que había practicado en el colchón. Lo cerré enseguida con pegamento, goma y el soplete. Fue más fácil que la primera vez.
—¿Y la has tenido aquí todo el tiempo? ¿Enterrada en su propia cama de agua?
—No, no —respondió Willy pensativo, con la mirada siempre clavada en un punto impreciso—. No la he enterrado. Al contrario, la he introducido en un útero. Era el comienzo de su renacimiento.
Harry sabía que debía tener miedo. Que sería peligroso no tener miedo en aquel momento, que debería tener la boca seca y notar los latidos del corazón. No debía sentir aquel cansancio que empezaba a adueñarse de él.
—E introdujiste el dedo amputado en tu propio ano —concluyó Harry.
—Ajá —asintió Willy—. Un escondite perfecto. Sabía que pensabais recurrir a los perros.
—Existen otros escondites que no huelen. Pero a lo mejor te proporcionó un deleite perverso, ¿no? ¿Qué hiciste con el dedo de Camilla Loen? El que le cortaste antes de matarla.
—Ah, sí, Camilla…
Willy asintió sonriente con la cabeza, como si Harry le hubiese traído a la memoria un recuerdo agradable.
—Eso debe permanecer en secreto entre ella y yo, Harry.
Willy soltó el seguro. Harry tragó saliva.
—Dame la pistola, Willy. Se terminó. No tiene sentido.
—Por supuesto que tiene sentido.
—¿Como cuál?
—El mismo de siempre, Harry. Que la obra tenga un final apropiado. No creerás que el público se contentará con que yo me deje detener tranquilamente, ¿verdad? Necesitamos un gran final, Harry. Happy ending. Si no existe un happy ending, me lo invento. Ése es mi…
—… lema en la vida —susurró Harry.
Willy sonrió y le puso a Harry la pistola en la frente.
—Iba a decir mi lema en la muerte.
Harry cerró los ojos. Sólo quería dormir. Y que lo llevasen por una laguna ondulante. Hasta la otra orilla.
Rakel se sobresaltó y abrió los ojos.
Había soñado con Harry. Iban en un barco.
El dormitorio estaba a oscuras. ¿Había oído algo? ¿Habría ocurrido algo?
Oyó el repiqueteo de la lluvia que caía reconfortante sobre el tejado. A fin de asegurarse, miró el móvil que tenía encendido sobre la mesilla. Por si él llamaba.
Volvió a cerrar los ojos. Y continuó flotando.
Harry había perdido la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos de nuevo, tuvo la impresión de que la luz incidía de un modo distinto sobre la habitación vacía y no habría sabido decir si había transcurrido un segundo o un minuto.
La cama estaba vacía. Willy había desaparecido.
Volvió el sonido de agua. La lluvia. La ducha.
Harry se levantó tambaleándose y se fijó en el colchón azul. Se diría que hubiese algo moviéndose bajo la ropa. A la luz endeble de la lámpara de la mesilla, divisó en el interior el contorno de un cuerpo humano. La cara había flotado hacia la superficie y se perfilaba como un molde de yeso.
Salió del dormitorio. La puerta de la terraza estaba abierta del todo. Se acercó a la barandilla y miró al fondo del patio. Descendió hasta la planta baja y fue dejando un rastro de pisadas mojadas en los escalones blancos. Abrió la puerta del baño. La silueta de un cuerpo de mujer se distinguía tras la cortina de ducha gris. Harry la apartó. Toya Harang tenía el cuello torcido hacia el chorro de agua, el mentón casi rozándole el pecho. La media negra atada alrededor del cuello se lo sujetaba al extremo de la ducha. Tenía los ojos cerrados y el agua se rezagaba en grandes gotas prendidas de sus largas pestañas negras. La boca medio abierta y llena de una masa amarilla que parecía espuma solidificada. La misma masa que le obstruía las fosas nasales, los oídos y el pequeño agujero de la sien.
Cerró la ducha antes de salir.
No había nadie en la entrada.
Harry iba dando un paso tras otro con cuidado. Se sentía entumecido, como si su cuerpo estuviese a punto de petrificarse.
Bjarne Møller.
Tenía que llamar a Bjarne Møller.
Harry se encaminó al patio interior. La lluvia aterrizaba suavemente en su cabeza, pero él no lo notaba. No tardaría en verse paralizado por completo. El tendedero había dejado de chirriar. Evitó mirarlo. Vio el paquete amarillo sobre el asfalto y fue a cogerlo. Lo abrió, sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Intentó encenderlo con el mechero, pero descubrió que el cigarrillo tenía el extremo mojado. Seguramente, había entrado agua en el paquete.
Llamar a Bjarne Møller. Conseguir que vinieran. Ir con Møller al edificio de apartamentos de alquiler. Tomar declaración a Sven Sivertsen allí mismo. Grabar el testimonio contra Tom Waaler enseguida. Oír cómo Møller daba la orden de que detuvieran al comisario Waaler. Y luego, irse a casa. Con Rakel.
Atisbaba el tendedero en el límite de su campo de visión.
Lanzó una maldición, partió el cigarrillo en dos, metió el filtro entre los labios y logró encenderlo al segundo intento. ¿Por qué se preocupaba tanto? Ya no había nada por lo que apresurarse. Todo había terminado, era el fin.
Se giró hacia el tendedero.
Estaba un poco ladeado, pero lo peor del impacto se lo había llevado, al parecer, el poste central, que estaba clavado en el asfalto. De los hilos de los que colgaba Willy Barli, tan sólo uno se había roto. Los brazos colgaban inertes a ambos lados, el cabello mojado se le había adherido a la cara y tenía la mirada vuelta hacia el cielo, como si estuviera rezando. Harry se dijo que era una escena de una extraña belleza. Con el cuerpo desnudo envuelto a medias en la sábana mojada, parecía el mascarón de proa de una embarcación. Willy había conseguido lo que quería. Un gran final.
Harry sacó el móvil del bolsillo e introdujo el código PIN. Los dedos apenas le obedecían. Pronto sería piedra. Marcó el número de Bjarne Møller. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando el teléfono le avisó, chillón, de que tenía un mensaje. Harry se llevó tal sobresalto que estuvo a punto de soltar el aparato. Según la leyenda de la pantalla, había un mensaje en el contestador. ¿Y qué? Aquel teléfono no era suyo. Vaciló. Una voz interior le decía que debía llamar primero a Møller. Cerró los ojos. Y pulsó.
La consabida voz femenina le anunció que tenía un mensaje. Oyó un pitido seguido de unos segundos de silencio. Y luego, alguien que le susurraba:
—Hola, Harry. Soy yo.
Era Tom Waaler.
—Has apagado el móvil, Harry. Eso no es buena idea. Porque tengo que hablar contigo, ¿sabes?
Tom hablaba tan cerca del auricular que Harry pensó que era como tenerlo a su lado.
—Siento tener que susurrar, pero no queremos despertarlo, ¿verdad? ¿Eres capaz de adivinar dónde estoy? Creo que sí. Creo incluso que deberías haberlo previsto.
Harry seguía dando caladas al cigarrillo sin percatarse de que se había apagado.
—Está un poco oscuro, pero, colgada encima de la cama, tiene la foto de un equipo de fútbol. Veamos. ¿El Tottenham? En la mesilla de noche hay una de esas máquinas. Una Gameboy. Y ahora escucha, voy a mantener el teléfono a pocos centímetros de la cama.
Harry se apretaba el auricular contra la oreja con tal fuerza que le dolía la cabeza.
Oyó la respiración regular de un niño pequeño que dormía en la calle Holmenkollveien, en un chalé de oscuros maderos.
—Tenemos ojos y oídos en todas partes, Harry, así que no intentes llamar a otro sitio, ni hablar con otra persona. Tú haz exactamente lo que yo te diga. Llama a este número y habla conmigo. Si haces alguna otra cosa, el pequeño morirá. ¿Comprendes?
El corazón empezó a bombear sangre dentro del cuerpo petrificado de Harry y, poco a poco, el entumecimiento fue dando paso a un dolor casi imposible de soportar.