Eran las siete y media, el sol apuntaba hacia la colina de Ullernåsen y, desde su balcón de la calle Thomas Heftye, la viuda Danielsen constató que por el fiordo de Oslo seguían entrando nubes blancas. Abajo, en la calle, vio pasar a André Clausen con Truls. No conocía por su nombre al individuo ni a su Golden Retriever, pero los había visto a menudo cuando venían caminando desde el barrio Las Terrazas de Gimle. Se detuvieron ante el semáforo en rojo en el cruce que había junto a la parada de taxis de la avenida Bygdøy. La viuda Danielsen suponía que se dirigían al Frognerparken.
Le pareció que ambos presentaban un aspecto un tanto desastroso. Además, era obvio que el perro necesitaba un baño.
Arrugó la nariz con expresión displicente al ver que el perro, sentado medio paso detrás de su dueño, levantaba las patas traseras y descargaba sus necesidades en la acera. Al comprobar que el dueño no hacía ademán de ir a recoger la porquería, sino que, al contrario, cruzó el paso de cebra tirando del perro en cuanto apareció el hombrecillo verde, la viuda Danielsen se indignó, pero, al mismo tiempo, se alegró un poco. Se indignó porque siempre la había preocupado el aspecto de la ciudad. Bueno, por lo menos, el aspecto de aquella parte de la ciudad. Y se alegró porque ya tenía tema para una nueva carta al director del Aftenposten, donde hacía algún tiempo que no publicaban nada suyo.
Se quedó contemplando la escena del crimen mientras perro y amo se movían de prisa y con un claro sentimiento de culpabilidad por la calle Frognerveien. Y por ese motivo y de forma involuntaria, se convirtió en testigo de la escena en que una mujer que iba corriendo en dirección contraria para cruzar con la luz verde, era víctima de la falta de sentido de responsabilidad de que adolecían algunos ciudadanos. La mujer estaba, al parecer, tan concentrada en llamar la atención del único taxi de la parada que no reparó en dónde pisaba. La viuda Danielsen resopló ruidosamente, echó una última ojeada al ejército de nubes y volvió al interior del apartamento con la intención de comenzar su carta al director.
Pasó un tren, como un soplo suave y prolongado. Olaug abrió los ojos y cayó en la cuenta de que estaba en el jardín.
Qué raro. No recordaba haber salido de la casa. Pero allí estaba, entre vías de tren y con el último aroma dulzón a cadáver de rosas y lilas en la nariz. La presión que sentía en la sien no había remitido, todo lo contrario. Miró al cielo. Estaba lleno de nubes. De ahí tanta oscuridad. Olaug se miró los pies desnudos. Piel blanca, venas violáceas, los pies de una persona mayor. Sabía por qué se había sentado justo allí. Era allí, justo allí, donde se sentaban ellos. Ernst y Randi. Un día que ella estaba en la ventana del cuarto del servicio los vio allí abajo, en la penumbra, junto al ya desaparecido rododendro. El sol estaba a punto de ponerse y él le murmuró algo en alemán, cogió una rosa y se la puso a su mujer en la oreja. Y ella se rió y acercó la cara a su cuello. Entonces, se giraron hacia el oeste, abrazados y en silencio. Ella apoyó la cabeza en el hombro del marido mientras los tres contemplaban la puesta de sol. Olaug no sabía en qué estarían pensando ellos dos, pero ella imaginaba que quizás, algún día, el sol volvería a salir. Era tan joven…
Olaug miró automáticamente hacia la ventana del cuarto de la chica. Ni Ina ni la joven Olaug, sólo una superficie negra que reflejaba nubes como palomitas.
Estaría llorando hasta el fin del verano. Tal vez un poco más.
Y luego, el resto de su vida, empezaría de nuevo, tal y como había hecho siempre. Ése era su plan. Porque había que tener un plan.
Notó un movimiento a su espalda. Olaug se dio la vuelta despacio y con dificultad. Notó también cómo la fresca hierba se soltaba del suelo cuando ella movió las plantas de los pies. De pronto se quedó petrificada.
Era un perro.
El animal la miraba como pidiendo perdón por algo que aún no había sucedido. En el mismo instante, algo apareció deslizándose desde las sombras, bajo los frutales, y se colocó junto al perro. Era un hombre. De ojos grandes y negros como los del perro. Olaug no podía respirar bien, como si alguien le hubiese metido un animalito en la garganta.
—Hemos mirado en la casa, pero no estabas —dijo el hombre ladeando la cabeza y observándola como si se tratara de un insecto interesante—. Tú no sabes quién soy, señora Sivertsen, pero yo tenía muchas ganas de conocerte.
Olaug abrió la boca, la volvió a cerrar. El hombre se acercó. Olaug miró tras él.
—Dios mío —susurró con los brazos extendidos.
La joven bajó las escaleras y recorrió entre risas el camino de gravilla en dirección a los brazos abiertos de Olaug.
—Estaba muy preocupada por ti —confesó Olaug.
—¿Y eso? —preguntó Ina sorprendida—. Es que nos hemos quedado en la cabaña un poco más de lo planeado. Es verano, ya sabes.
—Sí, claro —dijo Olaug abrazándola fuerte.
El perro, un Setter inglés, se contagió de la alegría del reencuentro y empezó a saltar y a subir las patas a la espalda de Olaug.
—¡Thea! —gritó el hombre—. ¡Siéntate!
Thea obedeció.
—¿Y quién es este señor? —preguntó Olaug liberando por fin a Ina de su abrazo.
—Es Terje Rye. —Las mejillas de Ina ardían en el crepúsculo—. Mi prometido.
—Dios mío —dijo Olaug juntando las palmas de las manos.
El hombre le estrechó la mano con una amplia sonrisa. No era una belleza. Nariz respingona, pelo escaso y ojos demasiado juntos. Pero tenía una mirada abierta y directa que Olaug apreciaba.
—Mucho gusto —dijo él.
—Lo mismo digo —respondió Olaug confiando en que la oscuridad disimularía las lágrimas.
Toya Harang no percibió el olor hasta después de haber recorrido un buen trecho de la calle Josefine.
Miró al taxista con desconfianza. Era de tez morena, pero por lo menos, no era africano. En tal caso, no se habría atrevido a subirse en el taxi. No porque ella fuera racista, no, sino por una cuestión de cálculos de porcentajes.
¿Pero de dónde venía aquel olor?
Notaba la mirada del taxista desde el retrovisor. ¿Llevaría una indumentaria demasiado provocativa? ¿Sería el escote rojo demasiado bajo, la falda, demasiado corta, y las botas camperas? Pensó en una explicación más agradable. Seguramente, la habría reconocido de los primeros planos que sacaba hoy el periódico. «Toya Harang. Heredera del trono de la reina del musical», decía el titular. A decir verdad, el crítico del Dagbladet la había calificado de «torpemente encantadora» y aseguraba que tenía más credibilidad en el papel de la vendedora de flores Elisa que como la dama de la alta sociedad en que la convertía el profesor Higgins. Pero todos los críticos habían coincidido en que cantaba y bailaba mejor que nadie. Eso. ¿Qué habría dicho Lisbeth a eso?
—¿De fiesta? —preguntó el taxista.
—En cierto modo —dijo Toya.
«Una fiesta para dos», se dijo. Para Venus y… ¿cómo era el otro nombre que le había dicho? Bueno, en cualquier caso, ella era Venus. Se le había acercado el día anterior durante la fiesta del estreno y le susurró al oído que era su admirador secreto. Luego la invitó a su casa aquella noche sin molestarse en ocultar sus intenciones y ella debería haber dicho que no. Por decencia, debería haber dicho que no.
—Seguro que lo pasarás bien —comentó el taxista.
Decencia. Y un no. Aún recordaba el olor a silo y a polvo de paja, y aún veía el cinturón oscilante del padre cortando los rayos de luz que se filtraban por las ranuras, por entre los maderos del hórreo, cuando intentaba hacérselo entender a base de golpes. Decencia y un no. Aún era capaz de sentir la mano de su madre acariciándole el pelo en la cocina después, mientras preguntaba por qué no podía ser como su hermana Lisbeth. Buena y aplicada. Y un día, Toya se soltó y dijo que así era ella, que quizá se pareciese a su padre, porque lo había visto cubrir a Lisbeth en el establo como si fuera una puerca. ¿O acaso su madre no lo sabía? Toya vio entonces que a su madre le cambiaba la cara, no porque no supiera que era mentira, sino porque comprendió que su hija no se detendría ante ningún medio con tal de herirlos. Y Toya gritó, gritó lo más alto que pudo, que los odiaba a todos. Entonces llegó su padre del salón, con el periódico en la mano; y ella vio en sus caras que sabían que, al decir aquello, no mentía.
¿Seguía odiándolos después de muertos? Lo ignoraba. No. Hoy no odiaba a nadie. No era ésa la razón por la que hacía lo que estaba haciendo. Era por diversión, sí. Y por la indecencia. Y porque se consideraba irresistiblemente prohibido.
Le pagó al taxista con doscientas coronas y una sonrisa y le dijo que se quedara con el cambio, pese al hedor que había en el coche. Y hasta que el taxi no se fue, no cayó en la cuenta de por qué el taxista la miraba tanto por el retrovisor. No era el coche el que apestaba, sino ella.
¡Mierda!
Raspó la suela de cuero de la bota campera de tacón alto contra el borde de la acera, donde aparecieron unas rayas marrones. Echó una ojeada a su alrededor en busca de un charco, pero en Oslo llevaban casi cinco semanas sin charcos.
Se dio por vencida, se fue hasta la puerta y llamó al timbre.
—¿Sí?
—Soy Venus —anunció melosa.
Sonrió para sus adentros.
—Y aquí está Pigmalión —respondió la voz desde dentro.
¡Ése era el nombre!
La cerradura emitió un zumbido metálico. Ella vaciló un instante. Última posibilidad de retirada. Con un golpe de melena, tiró de la puerta.
Él estaba esperándola en el umbral con una copa en la mano.
—¿Hiciste lo que te dije? —preguntó él—. ¿No le dijiste a nadie dónde ibas?
—Pues claro, ¿estás loco?
Toya alzó la vista al cielo con los ojos en blanco.
—Puede —respondió él abriendo la puerta del todo—. Entra y saluda a Galatea.
Toya se rió, pese a que no entendía lo que quería decir. Se rió aun a sabiendas de que algo terrible iba a suceder.
Harry encontró aparcamiento bajando por la calle Markveien, apagó el motor y salió del coche.
Encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. No había nadie por las calles, se diría que todos se habían resguardado en sus casas. Las nubes de la tarde, de un blanco inocente, se habían desdoblado en el cielo y se habían convertido en una moqueta azul grisáceo.
Siguió las pintadas de las fachadas de los edificios hasta que llegó a la altura de la puerta. Se dio cuenta de que no le quedaba del cigarrillo más que el filtro y lo tiró. Llamó y aguardó un instante. Era tal el bochorno que le sudaban las manos. ¿O sería el miedo? Miró el reloj y tomó nota de la hora.
—¿Sí? —La voz parecía irritada.
—Buenas noches, soy Harry Hole.
Ninguna respuesta.
—De la policía —añadió.
—Por supuesto. Lo siento, tenía la mente en otros asuntos. Pase.
Sonó el portero automático.
Harry subió las escaleras a grandes zancadas lentas.
Ambas lo esperaban en la puerta.
—Madre mía —dijo Ruth—. Está a punto de empezar.
Harry se detuvo delante de ellos en el rellano.
—La lluvia —añadió el Águila de Trondheim a modo de explicación.
—Ah, bien —respondió Harry frotándose las manos en los pantalones.
—¿En qué podemos ayudarte, Hole?
—A atrapar al mensajero asesino —respondió Harry.
Toya se hallaba tumbada en la cama, en postura fetal, contemplándose a sí misma en la puerta de espejo suelta que había apoyada en la pared. Se oía la ducha en el piso de abajo. Él la estaba eliminando de su cuerpo. Se dio la vuelta. El colchón se adaptaba con suavidad a su cuerpo. Observó la foto. Sonreían a la cámara. De vacaciones. En Francia, posiblemente. Acarició la funda fresca del edredón. Su cuerpo también estaba frío. Frío y duro y musculoso, para ser tan viejo. Sobre todo el culo y los muslos. Según le dijo, se debía a que había sido bailarín. Y se pasó quince años entrenando aquellos muslos a diario, los músculos nunca desaparecerían.
Toya miró el cinturón negro de sus pantalones que estaban en el suelo.
Quince años. Nunca desaparecerían.
Se dio la vuelta, se tumbó de espaldas y se colocó un poco más arriba en la cama. Se oía el burbujeo del agua en el interior del colchón de goma. Sin embargo, a partir de ahora, todo sería diferente. Toya se había vuelto aplicada. Buena. Justo como querían mamá y papá. Se había convertido en Lisbeth.
Toya apoyó la cabeza en la pared y se hundió más en el colchón. Algo le hacía cosquillas entre los omoplatos. Era como estar tumbada en un barco que navegaba por un río. A saber de dónde le había venido aquel pensamiento.
Willy le había preguntado si no le importaría usar un consolador mientras él miraba. Ella se encogió de hombros. Ser buena. Él abrió la caja de las herramientas. Toya tenía los ojos cerrados y, aun así, vio los jirones de luz filtrándose por las paredes del granero. Y cuando él se corrió en su boca, le supo a silo. Pero no dijo nada. Ser aplicada.
Igualmente, fue una chica aplicada mientras Willy la instruía para que aprendiera a hablar y a cantar como su hermana. A caminar y a sonreír como ella. Willy les dio a los maquilladores una foto de Lisbeth y les explicó que quería que Toya tuviese el mismo aspecto. Lo único que no había conseguido era reír como Lisbeth, así que Willy le había pedido que no riera. En alguna ocasión se preguntó cuánto de aquel esfuerzo eran exigencias del guión y del papel de Elisa Doolittle y cuánto respondía al anhelo desesperado de Willy por Lisbeth. Y ahora que estaba acostada en aquella cama, se preguntaba si aquello no tendría que ver también con Lisbeth, tanto para Willy como para ella. ¿Qué fue lo que dijo Willy? El deseo busca el nivel más bajo.
Notaba una presión entre los omoplatos otra vez y se retorció molesta.
Para ser sincera, Toya no echaba mucho de menos a Lisbeth. No es que no le hubiera impresionado como a todo el mundo la noticia de la desaparición, pero el suceso le había abierto alguna que otra puerta. La habían entrevistado y su grupo, Spinnin’Wheel, acababa de recibir la oferta de dar una serie de conciertos en memoria de Lisbeth. Y después, el papel principal de My Fair Lady. Que además, prometía ser un éxito. En la fiesta del estreno, Willy dijo que debía prepararse para ser famosa. Una estrella. Una diva. Se metió la mano bajo la espalda. ¿Qué era aquello que la molestaba? Allí había un bulto. Debajo de la sábana. Si apretaba, desaparecía, pero cuando soltaba, allí estaba otra vez. Tenía que averiguar qué era.
—¿Willy?
Iba a gritar más alto para hacerse oír pese al ruido de la ducha, cuando recordó que Willy le había insistido en que debía descansar la voz. Porque después del aquel día libre, tendrían que actuar todas las noches de la semana. Cuando llegó, él le dijo que no hablara. A pesar de que, antes de la cita, le advirtió que quería repasar un par de frases que no habían salido perfectas y le pidió que se maquillara como Elisa, por lo del realismo.
Toya sacó la sábana de debajo del colchón de agua y la retiró. No había ningún protector debajo, sólo el colchón azul de goma semitransparente. Pero ¿qué era lo que le presionaba la espalda? Puso la mano sobre el colchón. Allí estaba, bajo la goma. Sólo que no se veía nada. Extendió el brazo, encendió la lámpara de la mesilla y la orientó para que enfocara el lugar exacto. El bulto había desparecido. Puso la mano sobre la goma y esperó. Y, en efecto, volvió a emerger muy despacio al cabo de un instante. Toya comprendió que debía de ser algo que se hundía cuando lo empujaba y que luego subía de nuevo. Deslizó la mano por la superficie.
Al principio sólo vio el contorno que se recortaba bajo la goma. Como un perfil. No, no como un perfil. Era un perfil. Toya estaba boca abajo. Se le cortó la respiración. Porque ahora lo notaba. A lo largo de todo el estómago y hasta los pies. Había un cuerpo entero allí dentro. Un cuerpo que la fuerza de flotación empujaba hacia ella al mismo tiempo que la gravedad tiraba de él hacia abajo, como si fueran dos personas intentando convertirse en una sola. Y a lo mejor ya lo eran. Porque mirar aquello era como mirar en un espejo.
Quería gritar. Quería estropear la voz. No quería ser buena. Quería volver a ser Toya. Pero no lo consiguió. Sólo alcanzaba a ver la cara pálida y azul de su hermana que la miraba con unos ojos sin pupilas. Y oía la ducha, que sonaba como una tele al acabar la emisión. Y el repiqueteo de las gotas en el parqué, a su espalda, a los pies de la cama, que le decía que Willy ya no estaba en la ducha.
—No puede ser él —dijo Ruth—. No… no puede ser.
—La última vez que estuve aquí dijisteis que habíais pensado en andar por el tejado hasta la casa de Barli para espiarlo —recordó Harry—. Y que deja abierta la puerta de la terraza todo el verano. ¿Estáis seguras de eso?
—Sí, pero ¿no puedes llamar simplemente al timbre? —preguntó el Águila de Trondheim.
Harry negó con la cabeza.
—Sospecharía. Y no podemos arriesgarnos a que se escape. Tengo que cogerlo esta noche, si no es demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué? —pregunto el Águila de Trondheim entornando un ojo.
—Escucha, todo lo que os pido es que me prestéis vuestra terraza para subir al tejado.
—¿De verdad que serás sólo tú, sin más colegas? —quiso saber el Águila de Trondheim—. ¿Y no tienes una orden de registro o algo así?
Harry negó con la cabeza.
—Sospecha fundada —dijo—. No es necesaria la orden.
Sobre la cabeza de Harry resonó agorero un trueno discreto. El canalón que discurría por encima del balcón estuvo un día pintado de amarillo, pero la mayor parte de la pintura se había descascarillado dejando al descubierto grandes áreas oxidadas. Harry se agarró con las dos manos y tiró con cuidado para ver si estaba bien sujeto. El canalón cedió con un sonido quejumbroso, un tornillo se soltó del hormigón y cayó al patio interior. Harry lo soltó con una imprecación. Como quiera que fuese, no tenía elección, de modo que puso los pies en la barandilla de la terraza y se irguió. Miró hacia abajo. Automáticamente, empezó a hiperventilar. La sábana que había tendida allá abajo parecía un pequeño sello blanco mecido por el viento.
Dio un salto y consiguió mantener el equilibrio y, pese a lo empinado del tejado, las gruesas suelas de sus Dr. Martens se agarraron bien a las tejas y pudo recorrer los dos pasos que lo separaban de la chimenea, a la que se abrazó como a un amigo añorado. Se puso derecho y miró a su alrededor. Vio el destello de un relámpago sobre la península de Nesoddlandet. Y el aire, que no soplaba cuando llegó, empezaba a levantarle levemente la chaqueta. Una sombra negra pasó de repente delante de su cara y se sobresaltó. La sombra se dirigió al patio. Una golondrina. Harry tuvo el tiempo justo de ver cómo se cobijaba bajo el alero.
Gateó hasta la cima del tejado y, con el objetivo puesto en una veleta negra que se hallaba a unos quince metros, respiró hondo y empezó a caminar balanceándose por el caballete con los brazos extendidos como un funambulista.
Había recorrido la mitad del trayecto cuando ocurrió.
Harry oyó un zumbido que, en un primer momento, creyó procedente de las copas de los árboles que se alzaban a sus pies. El sonido aumentó en intensidad al mismo tiempo que el tendedero del patio empezaba a girar con estruendo. Pero Harry aún no notaba el viento. Al cabo de un instante, lo alcanzó. Había concluido la etapa de sequía. Un golpe de viento le azotó el pecho como un alud de aire empujado por la gran cantidad de agua que caía. Se tambaleó, dio un paso atrás y se quedó haciendo equilibrios. Oía algo que se precipitaba hacia él sobre tejas traqueteantes. La lluvia. El diluvio universal. Caía a mares y, en un segundo, todo quedó empapado. Harry intentó recuperar el equilibrio, pero sus suelas habían perdido la adherencia, era como pisar jabón. Resbaló y se arrojó desesperado hacia la veleta. Los brazos extendidos, los dedos separados. La mano derecha arañaba las tejas mojadas en busca de algo a lo que aferrarse, pero no encontró nada. La gravedad se apoderó de él, sus uñas arrancaban a las tejas el mismo sonido rugoso que emitía la hoja de una guadaña contra la piedra de afilar: Harry se deslizaba hacia abajo. Oyó el chirrido agonizante del tendedero, notó el canalón en las rodillas, sabía que estaba a punto de salirse del borde y estiró el cuerpo en un intento desesperado de alargarlo, como si quisiera convertirse en una antena. Una antena. Consiguió agarrar algo con la mano izquierda. El metal cedió, se inclinó, se dobló. Amenazaba con acompañarlo en su caída hasta el patio. Pero aguantó.
Harry pudo sujetarse con ambas manos y tiró hacia arriba para subir. Se las arregló para enderezarse sobre las suelas de goma, pisó el tejado con fuerza y logró cogerse. Con la lluvia enfurecida azotándole la cara, consiguió subirse al caballete del tejado, se sentó a horcajadas y respiró aliviado. El mástil de metal apuntaba en oblicuo hacia abajo. Algún vecino tendría dificultades para ver esa noche la reposición de Beat for Beat.
Harry aguardó a que su pulso recobrara el ritmo normal. Luego se levantó y continuó haciendo equilibrios. Le dio un beso a la veleta.
La terraza de Barli estaba empotrada en el tejado, con lo que resultaba fácil llegar de un salto a las baldosas rojas. Sus pies aterrizaron con un chapoteo ahogado por el susurro del viento, por el burbujeo de los canalones a rebosar.
Habían metido las sillas dentro. La barbacoa se veía negra y muerta en un rincón. Pero la puerta de la terraza estaba entreabierta.
Harry se acercó de puntillas y aguzó el oído.
Al principio no oyó más que el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Sin embargo, cuando entró sigiloso en el apartamento, percibió otro ruido, también de agua. Venía del baño del piso de abajo.
La ducha. Por fin un poco de suerte. Harry se palpó el bolsillo de la chaqueta mojada donde tenía el cincel. Decididamente, sería preferible enfrentarse a un Barli desnudo y desarmado, sobre todo si aún conservaba la pistola que Sven le entregó el sábado en el Frognerparken.
Constató que la puerta del dormitorio estaba abierta. Sabía que, en la caja de herramientas que se hallaba junto a la cama, había una navaja lapona. Avanzó de puntillas hasta la puerta y entró rápidamente.
La habitación estaba a oscuras, sólo iluminada por la lámpara de lectura de la mesilla. Harry se colocó a los pies de la cama y dirigió la mirada a la pared donde colgaba la foto de Willy y de una Lisbeth sonriente en el viaje de novios, delante de un edificio antiguo y majestuoso y de una estatua ecuestre. Una foto que, como Harry ya sabía, no se hicieron en Francia. Según Sven, cualquier persona con estudios medios debería reconocer la estatua del héroe nacional checo Václav, que se yergue delante del Museo Nacional, en la plaza Václav de Praga.
Ya se le había habituado la vista a la oscuridad. Miró hacia la cama y se quedó de piedra. Contuvo la respiración y se quedó estático, como un muñeco de nieve. El edredón estaba en el suelo y la sábana medio retirada dejaba al descubierto la goma azul del colchón. Encima había una persona desnuda, apoyada en los codos. Parecía dirigir la mirada hacia el punto del colchón sobre el que incidía el haz de luz de la lamparita.
La lluvia del tejado ejecutó unos compases finales antes de cesar de repente. Era obvio que aquella persona no había oído entrar a Harry en la habitación, pero éste tenía el mismo problema que un muñeco de nieve en el mes de julio: goteaba. El agua le caía de la chaqueta para estrellarse contra el suelo de parqué, con lo que a Harry le parecía un tremendo retumbar.
La persona que yacía en la cama se quedó rígida. Y se dio la vuelta. En primer lugar, la cabeza. Luego el resto del cuerpo desnudo.
Lo primero en lo que Harry reparó fue en el pene erguido que oscilaba de un lado a otro como un metrónomo.
—¡Dios mío! ¿Harry?
La voz de Willy Barli sonó atemorizada y aliviada al mismo tiempo.